Capítulo 9

CARVER subió a toda velocidad por la escalera que conducía a las aulas. Oyó que Delia lo seguía esforzándose por no perderlo pese a su vestido largo y sus incómodos zapatos, pero no podía detenerse. Una vez en su clase se dirigió al mapamundi que colgaba de la pared y pasó los dedos con ansia a lo largo de las fronteras.

Delia, con los zapatos en una mano y el borde del vestido en otra, apareció en la puerta jadeando.

—Podrías contármelo por lo menos.

Carver sonrió y dijo:

—Los números y las letras del reverso de la tarjeta son las coordenadas de longitud y latitud, en grados, minutos y segundos. Los grados indican que está aquí, en la ciudad de Nueva York.

—¿Que está aquí el qué?

—No tengo ni idea, ¿pero a que es emocionante? —Carver miró en torno—. Necesito algo donde se vean los minutos y los segundos, algo más local, un plano de la ciudad… ¿y de dónde…? ¡Ya sé!

Pasó por delante de Delia como un ciclón, pero al tener esta los zapatos en la mano, fue pisándole los talones hasta la cocina, donde profirió un grito ahogado al ver que Carver manoseaba las recetas de Curly.

—Como te pille haciendo eso, te mata.

—En cuanto acaba de cocinar se marcha: la señorita Petty le da la noche libre. Ya sabes que Curly se pierde cada dos por tres, ¿no?, pues por eso con sus recetas guarda también… ¡esto!

Sostuvo un plano turístico en alto.

Después retiró de una mesa utensilios sucios y migas de pan, y lo desdobló. Pasó los dedos en horizontal por el borde superior y en vertical por el centro de la isla de Manhattan.

—Está en la esquina de Broadway con Warren, enfrente del City Hall Park.

—¿Qué hay ahí? —preguntó Delia.

—Un edificio de apartamentos, creo —contestó Carver con el ceño fruncido—. Será fácil de averiguar, está a menos de media hora a pie.

—¡Pues vamos!

—Lo siento, Delia, pero creo que debería ir solo —respondió Carver, tras lo cual abrió una ventana y se sentó en el alféizar.

Ella se revolvió, furiosa:

—¿No creerás que voy a entretenerte?

—No, no es eso —dijo Carver observando el metro y medio de altura que lo separaba del callejón.

—¿Entonces qué?

Él tosió y carraspeó.

—Es que es tarde, y hay tipos muy brutos, y tú eres demasiado… demasiado…

—¿Débil? ¿Lenta?

—¡No! —exclamó Carver—. ¡Demasiado bonita, cuernos!

Dicho lo cual saltó, aterrizó y echó a correr. Para cuando Delia pensó en hacerle prometer que le contaría todo ya se había ido. Al cerrar la ventana vio su reflejo en el cristal. ¿Bonita? No tenía motivos para asociar esa palabra a su persona. Sin embargo, mientras se miraba, sonrió. Aparte de unos cuantos cabellos descolocados, tenía que admitir que no estaba nada mal.

El tiempo se esfumaba como las manzanas de edificios detrás de Carver, el aire olía a caballos y a carbón ardiente. Worth… Duane… Chambers… El City Hall y el parque contiguo aparecieron a su izquierda. A la derecha distinguió los vistosos toldos de los almacenes Devlin.

Se detuvo. Al picor causado por su chaqueta se añadía la carne de gallina provocada por el aire frío. Unos cuantos pasos más le llevaron a la esquina en cuestión. En una piedra del edificio habían cincelado Warren Street. Allí estaba, pero aquel era un barrio gubernamental y financiero, y las oficinas de Pinkerton distaban por lo menos diez manzanas. ¿Habría entendido mal los mapas o las cifras?

Cruzó la calle para estudiar los cinco pisos del edificio. ¿Había oficinas sobre los almacenes Devlin? Seguro que no. Lo único notable estaba en la acera de la calle Warren y era una extraña mancha de cemento con la longitud y el ancho de una caja de escaleras. Daba la impresión de que hubiesen sellado algo hacía años. Cuatro caños de metal de medio metro de alto, curvados en la parte superior, marcaban las esquinas. Eran una especie de tuberías, pero ¿para qué?

Intrigado, Carver se acercó y alargó la mano para tocar una. En el momento en que su piel hizo contacto con el metal una voz gangosa y chirriante le hizo detenerse:

—Ahí lo tiene, señorita Petty, le dije que en el lapso de una hora a más tardar.

Carver giró sobre sus talones. Pocos metros por detrás, a la luz de una farola sibilante, estaban Albert Hawking y la directora del orfanato. Tras ellos, en la esquina, aguardaba el coche de punto que los había llevado hasta allí.

Hawking siguió hablando con la señorita Petty, pero sin quitarle ojo a Carver.

—Envíe el papeleo y sus cosas a la dirección que le he dado. Ahora tendrá que perdonarnos, me gustaría hacer una pequeña visita turística con mi nuevo discípulo.

¿Discípulo?

Al ver que Carver seguía estupefacto, la directora tuvo que toser varias veces para llamar su atención.

—¿Señor Young? —dijo por fin—. ¿Le parece un arreglo adecuado?

Un boquiabierto y atontado Carver asintió con la cabeza.

—¿Se le ha comido la lengua el gato, señor Young? —insistió la directora.

—No se preocupe, señorita Petty —terció Hawking—. Ya sé que habla, lo he oído antes y, la verdad, por hoy ha sido más que suficiente.

Pero Carver recuperó la voz:

—Sí, señora. El… el arreglo… me parece muy adecuado, gracias.

La directora le respondió con la sonrisa más amplia que jamás le había visto y dijo:

—Eso mismo opino yo. Quiero que sepas que aunque te prohibí ciertas lecturas cuando eras niño, siempre pensé que tu mente y tu corazón… en fin… solo espero que te des cuenta…

Pese a seguir conmocionado, Carver acabó por notar que la estoica señorita Petty tenía la voz entrecortada por la emoción. Se conocían de toda la vida, o casi, y se estaban despidiendo. Hubiera querido abrazarla, pero le pareció una locura.

Hawking dio un leve codazo a la directora.

—Por favor, señorita, el pajarillo debe abandonar el nido. Es hora de separarnos.

La señorita Petty recobró el control.

—Por supuesto —dijo y subió al coche que esperaba. Hawking dio un golpe con el bastón cerca del cochero.

—Llévela de vuelta al Ellis y envíeme la cuenta. No acepte ni un penique de esa mujer, ¿entendido?

Un chasqueo de lengua del cochero puso a los caballos en movimiento. Carver pudo ver la cara de la señorita Petty a través del cristal y le pareció distinguir una lágrima en su mejilla. Sintió un nudo en la garganta y se preguntó si volverían a verse alguna vez.

Cuando el coche había recorrido media manzana, la emoción de Carver fue sustituida por la sorpresa que le causó comprender lo sucedido: habían dejado una pista para hacerle una prueba ¡e iba a recibir clases de un detective de verdad! Se sintió como si la portada del semanario New York Detective Library hubiese cobrado vida y se lo hubiera tragado; y hasta el momento lo único que había recibido su benefactor eran insultos.

—Siento muchísimo mi tono de antes, señor —dijo Carver, haciendo acopio de toda su sinceridad—, y siento cualquier palabra o actitud que haya podido ofenderle.

Hawking soltó una risita socarrona.

—Claro que lo sientes —dijo. Después entrecerró los ojos y lo señaló con la punta del bastón—, y tú al menos lo sabes, chico, tú al menos lo sabes.