CARVER miró fijamente la puerta durante largo rato. ¿Era aquella la sorpresa que le tenía reservada la señorita Petty? ¿Iba a ser adoptado por… un gnomo?
¿Qué podía hacer? Fugarse. De todas formas lo iban a echar dentro de nada… Había bromeado con Delia sobre el tema, pero podría hacerse vendedor de periódicos, ¿por qué no?, y pasar la noche en uno de sus refugios. Mejor que trabajar en una funeraria…
¿Cuánto le llevaría guardar sus cosas?
Cuando volvió a entrar, el calor de los cuerpos y los ruidos de la fiesta lo recibieron como una bofetada. Finn seguía en el mismo sitio, mirando con envidia la alegre charla entre Bulldog y el coronel Waring. La señora Echols le agarró el mentón para girarle la cabeza.
—¡Pssst! —Delia hacía aspavientos en dirección a Carver. Quizá pudiera verla en el Times cuando recogiese sus diarios. Avanzó un paso, pero ella le indicó que no se moviera y señaló locamente hacia el vestíbulo trasero, es decir, hacia el despacho de la directora. ¿Y dónde se había metido la directora? ¿Y el de la funeraria? Ah, Delia intentaba decirle que ambos estaban en el despacho.
Debería irse a guardar sus cosas, pero la idea de dejar el Ellis para siempre lo retenía. Quizá valiera la pena enterarse al menos de lo que el gnomo tenía que decir.
Entró a hurtadillas al vestíbulo y cerró la puerta sin hacer ruido. La del despacho estaba abierta de par en par, y su luz arrojaba la forma oblonga de dos figuras parlantes. Carver se apretó contra la pared y avanzó centímetro a centímetro. A medio metro de la puerta seguía sin oírlos, pero los veía en el espejo con forma de Humpty Dumpty. Se atrevió a dar otro paso a tiempo para escuchar que el gnomo decía con tono desdeñoso:
—La carta estaba muy bien, pero en persona es mucho menos impresionante de lo que pensaba.
¿Carta? ¿La que le había escrito a Roosevelt? ¿Qué otra iba a ser? El corazón de Carver se desbocó.
—Le doy mi tarjeta y la dejo que vuelva con sus invitados —añadió el hombre, levantándose de la silla. Colocó la tarjeta de pie, apoyada en la lámpara del escritorio.
—Gracias, señor Hawking —dijo la señorita Petty.
Hawking. ¿Trabajaría para Roosevelt? ¿Acababa de arruinar Carver su segunda oportunidad al echársele encima como un elefante y, para más inri, al estar luego altanero?
Iban a salir de un momento a otro, y no era probable que encontrarlo espiando mejorara la opinión que el señor Hawking se había formado sobre él, pero no conseguiría escabullirse a tiempo. ¿Por qué habría cerrado esa estúpida puerta a sus espaldas? El cuarto de la limpieza en el que siempre se escondía estaba al otro lado del despacho. A poca distancia, pero para alcanzarlo debía cruzar por delante de la puerta abierta.
Cuando Hawking se levantó y se giró hacia la directora, no solo dio la espalda a la puerta sino que impidió a aquella la vista de la misma. Era lo que Carver necesitaba. Se agachó, pasó por delante del despacho como una centella y se metió en el cuartito. Dio una patada a una escoba, pero agarró el palo antes de que se cayera.
—Siento mucho haberle hecho perder el tiempo —dijo la señorita Petty al salir al vestíbulo.
—Si engordara un poco —gruñó Hawking—, podría trabajar de gorila. Al menos así sacaría provecho de sus cualidades empujadoras.
Carver se mordió los labios. Sí, había sido culpa suya, lo había estropeado todo. Y ni siquiera sabría nunca qué hubiera sido ese todo.
La puerta del vestíbulo principal se abrió y la conversación se diluyó entre el alboroto de la fiesta. Carver esperó un poco, únicamente para asegurarse, y salió del cuarto. Estaba solo. Para el caso podía seguir con su plan de fuga pero, por otra parte, ¿qué razón tenía ya para escaparse?
¿Trabajaría Hawking para Roosevelt? Necesitaba saberlo. Se acercó a la puerta del despacho manoseando sus fieles clavos doblados y la abrió sin dificultad. Al fin y al cabo no era la cerradura del ático. Una vez dentro, miró a toda prisa la tarjeta que el desconocido había dejado en el escritorio. Estaba impresa en un papel grueso, de calidad, pero algo arrugado. Las letras en relieve decían:
Albert Hawking
Agencia Pinkerton
¡La Pinkerton! A Carver le rechinaron los dientes. ¡La agencia de detectives más famosa del mundo! Allan Pinkerton era el mejor detective privado de Estados Unidos. Durante cincuenta años él y sus agentes, conocidos como los Pinkerton, habían luchado contra secuestradores, atracadores, asesinos, bandas y demás. Él había fallecido, pero su agencia tenía sucursales por todas partes, y su logotipo, un ojo sobre el lema «Nunca dormimos», había dado origen al término private eye, u ojo privado, por el que se conocía en inglés a los detectives.
Lo mismo estaba a tiempo de disculparse. De suplicar. De llorar, si era preciso.
¿Figuraba una dirección? ¿Un teléfono? El anverso solo contenía el nombre y la agencia. Carver la volvió; en el reverso había unos números y unas letras:
40 42,8 (N)
74,4 (O)
Parecían rehundidos en el papel, mecanografiados. Por esa razón estaba la tarjeta algo arrugada. Alguien la había metido en el rodillo de una máquina de escribir. Hawking tenía la mano mal y era probable que no pudiese agarrar una pluma ni un lápiz. Pero ¿por qué se había tomado la molestia de mecanografiar unos números?
Carver memorizó los datos y dejó la tarjeta donde la había encontrado. Después, para que no le vieran entrar desde la zona del despacho, dio un rodeo que pasaba por la lavandería y la parte trasera del edificio hasta llegar a la entrada principal.
Para cuando regresó, la reunión tocaba a su fin. Recorrió el gentío con la mirada en busca de Hawking pero fue inútil: se había esfumado, igual que Roosevelt. Ni siquiera vio a la señorita Petty. Hizo lo posible por recordar todos y cada uno de los insultos que Finn le había dedicado a lo largo de los años para verterlos sobre sí mismo.
No obstante, seguía contando con los números de la tarjeta. Debían de significar algo. Si pudiera imaginarse el qué, aún estaría a tiempo de impresionar al hombre. ¿Una combinación? No, las combinaciones no tenían decimales.
Mientras le daba vueltas, Delia se le acercó, bullente de preguntas:
—¿Lo has conocido? ¿Habéis hablado? Parecía… interesante, como si lo hubieran herido en la guerra. ¿Es alguien importante? ¿Qué has hecho tú?
Cuando no obtuvo respuestas y reparó en su cara larga, añadió:
—¿O debería preguntarte qué no has hecho tú? Carver, dime que has hecho algo.
—Oh, sí, claro que he hecho algo. Tenía tantas ganas de encontrar a Roosevelt que he estado a punto de tirar al suelo a Albert Hawking, de la agencia Pinkerton, y luego lo he ofendido tanto que no quiere saber nada de mí.
—¡No!
—He visto su tarjeta, pero no figura la ciudad, ni el país, ni… ni… —Carver se interrumpió a media frase, echó un vistazo a Delia y se alejó dando saltos por el vestíbulo.
—¿Adónde vas? —gritó ella.
—¡A labrarme mi suerte!