A medida que la fiesta avanzaba, más se divertían todos, excepto Carver. Las mujeres de apariencia altanera se arriesgaban a mancharse los vestidos por acercarse a los niños; los hombres se rozaban las rodilleras de sus caros trajes por charlar o jugar con ellos.
El único asistente que se mantenía al margen era Finn.
Si la chaqueta de Carver era demasiado pequeña, la de Finn estaba a punto de reventar. Parecía un mono adiestrado, de esos que acompañan a los organilleros vendiendo bolsas de cacahuetes.
En ese momento, Bulldog, su lugarteniente, se le acercó al trote y le habló con excitación. Aunque era tan grande como Finn, tenía solo doce años y una cara plana que lo asemejaba al can homónimo. Su aspecto le había granjeado la inquina de los otros hasta que Finn lo prohijó, ganándose al punto su lealtad eterna.
Carver estaba demasiado lejos para oír lo que decía, pero Bulldog señalaba a un hombre alto y con barba situado junto a la mesa de los sándwiches. Casi todos los chicos de la banda de Finn estaban allí, incluso Peter Bishop, un recién llegado que, pese a sentirse más americano por pertenecer a una banda, necesitaba que lo empujaran para infringir las normas.
Según escuchaba a Bulldog, Finn iba perdiendo su expresión de amargura. Un intrigado Carver se acercó para oír lo que decían.
—¡Es de fiar! —chillaba Bulldog—. Ese de ahí es el coronel E. Waring, el que diseñó las alcantarillas de Central Park nada menos. Está buscando jóvenes como nosotros para barrer la basura en verano y quitar la nieve en invierno. ¡Paga dinero de verdad! ¡Cinco centavos semanales! ¡Y los que son como tú seguro que acaban de capitán o algo así!
El matón pelirrojo se irguió y dijo:
—¿Tú crees…?
¿Barrendero? Era un trabajo duro, pero a Finn le gustaría. Más que eso: le encantaría callejear siendo su propio jefe. Carver suspiró al caer en la cuenta de que hasta su torturador encontraba un lugar en la vida.
Pero en cuanto los jóvenes dieron un paso hacia el coronel, apareció la señorita Petty y dijo:
—Phineas, estas dos personas quieren conocerte.
A su lado había una pareja impecablemente vestida. El hombre, tan plano como una figura recortable, era de cara pálida y severa. Su bien alimentada esposa llevaba un vestido tan ancho que el polisón no dejaba que nadie se le acercara a más de un metro.
Ella levantó unos anteojos con manija, de esos que llaman «impertinentes», y examinó a Finn de arriba abajo, como si estuviera considerando la posibilidad de confeccionarle un gabán de invierno.
La señorita Petty hizo las presentaciones:
—Este es el señor Alexander Echols, fiscal del distrito, y su esposa, Samantha. Les he hablado mucho de ti y están considerando la posibilidad de adoptarte.
—Eh… —dijo Finn. Tenía los ojos clavados en el coronel y sus amigos, a media habitación de distancia.
—¿Habla? —preguntó la señora Echols—. Yo hubiera preferido que no, pero de cara es apuesto.
—Sí… —contestó Finn. Carver vio que el chico había empezado a sudar.
—Ah —dijo la señora Echols—, ¿y no tiene ningún otro igual de apuesto y que no hable? Solo necesitamos que quede bien en las fotos.
—No —contestó fríamente la directora. Aunque era obvio que no le gustaban, tomó a Finn de la mano y lo acercó a la pareja. Como eran ricos, veía una buena oportunidad para uno de sus residentes. Así que esa era la sorpresa de Finn.
En medio de la habitación el coronel Waring había sacado un pequeño bloc y chupaba la punta de un lápiz, listo para anotar nombres. Bulldog se encogió de hombros a modo de adiós avergonzado y se apresuró a reunirse con los demás.
Una vez que la directora se despidió también, los Echols se pusieron a hablar como si Finn no estuviera delante.
—Tiene los brazos gordos —dijo con desagrado la esposa.
—Puede que sea la ropa —contestó el marido encogiéndose de hombros—. Nos vendría muy bien para los actos benéficos.
—Me parece mucha complicación. ¿No podríamos alquilar uno?
—No creo. Además la adopción en sí me dará muy buena prensa. Eso sí que sería benéfico de verdad —comentó el marido, tras lo cual se inclinó hacia delante y le dijo a Finn despacio y subiendo la voz—: Nos gustaría llevarte a nuestra casa. Te daremos buenos alimentos, ropa y educación. ¿Qué te parece?
Carver olía la chamusquina mental de Finn. El fuerte pelirrojo, acostumbrado a ladrar órdenes que eran siempre obedecidas, parecía de pronto triste y perdido.
La vergüenza ajena le hizo apartarse. Pensó en Delia; llevaba razón en lo de labrarse la propia suerte. Si a Carver le importara un poco el tipo de vida en la que pensaba meterse, iría hacia Roosevelt a toda máquina y le causaría buena impresión, como fuese.
Se acercó a la ponchera mirándose los pies. ¿Le decía lo de la carta o solo que tenía muchas ganas de ser detective, inspector o lo que fuera? A medio camino levantó la vista. Roosevelt se había ido. Carver recorrió la habitación con la mirada, girando la cabeza cada vez a mayor velocidad. No estaba por ningún sitio.
Delia, sin embargo, se encontraba cerca de la entrada, junto a Anne Ribe y la directora. Carver se le acercó corriendo y la separó de las otras de un tirón.
—¿Dónde está Roosevelt?
La sonrisa de Delia se desvaneció.
—Se ha ido. No has hablado con él, ¿verdad? Hace solo un minuto; lo mismo puedes alcanzarlo.
Carver se lanzó hacia la puerta y estuvo a punto de tirar a un hombre de aspecto extraño, entrecano y cargado de espaldas. El desconocido gruñó algo pero Carver hizo caso omiso. Salvó de un salto los tres escalones y miró con desesperación calle arriba y calle abajo. El aire le enfrió el sudor del cuello.
Los coches de punto y los carruajes privados traqueteaban sobre los adoquines. Los transeúntes pasaban a zancadas, pero ninguno tenía la escasa estatura ni los anchos hombros del Comisionado.
Carver se había pasado las horas muertas compadeciéndose de sí mismo y había perdido su oportunidad. ¿Cómo iba a encontrar a su padre él solo? Desde siempre había echado algo en falta, no solo un pasado ni una identidad, sino alguien que le enseñara. Un padre, aunque no fuese el suyo. ¿Qué iba a hacer ahora?
Volvió a la entrada tirándose con tal fuerza del cuello de la camisa que lo descosió. El aire que revoloteó en la parte superior de su pecho anunciaba el invierno.
—¿No enseñan modales en este sitio? ¡Mira por dónde vas, chico!
Carver levantó la vista. Era el viejo de antes, el viejo con pinta de gnomo; seguía en el umbral lanzándole miradas asesinas.
—¿Eres sordo además de idiota? —añadió el gnomo.
Carver giró la cabeza para verlo mejor. Era de esos con los que es preferible no meterse. Su barba y su pelo estaban tan revueltos como el nido de una ardilla, pero sus ojos refulgían de inteligencia y su mano izquierda, que sujetaba la puerta, parecía terriblemente fuerte. La derecha sin embargo estaba estropeada: agarraba solo con tres dedos, como si tuviese el índice y el pulgar inutilizados, la vara negra de un bastón con puño de plata en forma de cabeza de lobo.
¿Quién era? La vieja capa que cubría su encorvada figura quizá fue buena en tiempos, pero en la actualidad estaba raída y arrugada. El resto de su ropa llevaba siglos sin ver el agua ni la plancha. De no ser por el desaliño, podría haber pasado por el propietario de una funeraria.
Carver estaba a punto de disculparse cuando el hombre gritó de nuevo:
—¡Eh, chico! Te he preguntado si eres sordo además de idiota.
Aparte de que su voz nasal de tenor hacía daño al oído, Carver detestaba que le llamasen «chico» o «idiota».
—Ninguna de las dos cosas —replicó.
El hombre pareció más intrigado que ofendido. Sin soltar la puerta, inclinó el cuerpo para acercarse.
—¿Qué cosas, chico?
Carver mantuvo la calma.
—No soy sordo ni idiota, y de chico tengo ya poco.
El desconocido puso los ojos en blanco.
—¡No, desde luego, más te pareces a un cerdo de granja! ¿No sabes decir señor al dirigirte a tus superiores? Y cuando empujas a alguien y estás a punto de tirarlo pides disculpas, lo sientas o no.
—Le ruego que me disculpe, señor —dijo Carver, esperando que su tono diera a entender lo poco que lo sentía.
Sin embargo, el hombre no se ofendió. Una sonrisita llevó a las comisuras de sus labios la luminosidad de sus ojos.
—Ya está. Eres un chico que pide perdón. ¿Adónde ibas con tantas prisas?
Carver volvió a mirar calle arriba y calle abajo.
—A ningún sitio.
El hombre soltó una risa socarrona.
—Así que eres como todos los condenados necios de esta ciudad, ¿no? —dijo y levantó el bastón hasta tocarle prácticamente la nariz—. Al menos tú lo sabes. Ya es algo, ¿no?
Bajó el bastón.
—¿Eres Carver Young?
—¿Cómo?
—Creí que no eras sordo. ¿Eres Carver Young?
—Sí, ¿y usted quién es…, señor?
El hombre no contestó y se adentró en la sala renqueando. Carver, que no sabía qué hacer ni qué decir, se sintió un chico y un idiota.