Capítulo 6

ESA noche Carver no pegó ojo. A la luz de un viejo farol de mano, se dedicó a trabajar con denuedo en la carta para Roosevelt, releyéndola una y otra vez hasta que salió el sol. La envió esa misma mañana y esa misma tarde miró si había respuesta.

Pero los días pasaron sin novedad alguna. Al cabo de una semana empezó a temerse que Delia estuviera en lo cierto… como escribir a Sherlock Holmes. Para cuando llegó el Día de los Padres Potenciales, estaba convencido de que Roosevelt era un farsante, un estirado con mucho blablablá y poco dedicarse a lo que de verdad importaba.

En vez de intentar presentarse, Carver se quedó en un rincón estirándose su muy pequeña camisa y sintiéndose muy desgraciado. Encima de que el cuello le ahogaba, los pantalones le picaban de mala manera, como si estuvieran forrados de ortigas. Y lo que era peor, la chaqueta no le cerraba lo suficiente para tapar las viejas manchas de comida de la camisa.

Al reparar en su enfurruñamiento, la señorita Petty dijo:

—Ánimo, señor Young. ¿Quién sabe? Quizá el destino le tenga reservada una sorpresa. Al fin y al cabo, nada es eterno.

En eso tenía razón. Por fin caía en la cuenta de que su infancia, por infeliz que hubiese sido, empezaba a desvanecerse. Desde tiempos inmemoriales, el comedor había estado separado del vestíbulo principal por un tabique de madera decorado con los personajes de Mamá Oca. En ese momento había desaparecido, dejando un gran espacio abierto que ocupaba la cuarta parte de la planta baja.

Las estropeadas mesas de madera de los niños habían sido reemplazadas por versiones plegables de tamaño adulto y estaban pulcramente cubiertas con manteles. Las habituales ventanas desnudas habían sido revestidas con cortinajes de color burdeos. Había luz por todas partes, demasiada, tanta que Carver no tenía dónde esconderse de los desconocidos.

Cuando Delia se acercó a su solitario rincón, Carver se temió que fuera para volver a criticarlo.

Pero ella solo estaba alegre:

—Uy, qué cara tenemos —le dijo con tono juguetón.

¿Es que Delia no entendía nada de nada? Carver señaló a los huérfanos con la cabeza. Pululaban entre una gente tan peripuesta que parecía fabricada para dar paseos por la Quinta Avenida tras las misas dominicales.

—Es como si estuviéramos haciendo una… una… ¿cómo se dice cuando una tienda se quema y hay que vender las existencias a precio de ganga?

—¿Liquidación por fuego? —sugirió Delia.

—¡Todos a la calle! —dijo Carver arrastrando la mano por el aire para reproducir el anuncio invisible.

Delia no hizo caso y le tiró del apretado cuello.

—Si quieres te lo ensancho. La señorita Petty dice que los chicos me han quedado bien, aunque tú opines que solo los he estado preparando para una especie de mercado de esclavos.

Era verdad. Delia había hecho maravillas para adecentar a los residentes, parcheando por aquí, remendando por allá…

—¿Y qué me dices de mí? —añadió girando sobre sí misma para enseñarle el vestido—. ¿Doy el pego?

Sí. Al pronto, Carver había pensado que era una de las visitantes. El vestido, de un tono algo más claro que azul eléctrico, le hacía juego con los ojos y parecía nuevo.

—Supongo —masculló.

Delia le tiró del brazo.

—Venga, como te quedes aquí solo, no vas a conocer a nadie.

Carver meneó la cabeza.

—Aquí nadie ha venido por los huérfanos, han venido para babear por Roosevelt.

En la mesa de las bebidas, una pequeña multitud se había reunido en torno a un hombre fornido que gastaba bigote poblado y quevedos. Sus dientes eran grandes y blancos, sus ojos pequeños y penetrantes, su áspera voz llegaba a todos los rincones de la estancia:

—Tengo en mis manos el más importante y más corrupto de los cuerpos —decía Theodore Roosevelt—. Soy muy consciente de la ardua tarea que me espera…

—Un charlatán de feria, eso es lo que es —refunfuñó Carver.

Delia chasqueó la lengua.

—¿Hasta cuándo vas a estar enfadado porque no dejó todos sus casos de asesinato para leer tu carta? ¿Te gustan los detectives? Pues los detectives trabajan para él. Deberías saludarlo.

Carver se derrumbó de nuevo contra el rincón.

—No te entretengas por mí.

Delia carraspeó y dijo:

—Tengo noticias y ya es definitivo, Jerrik y Anne Ribe piensan adoptarme. Bueno, en realidad, no solo eso: la señora Ribe quiere que la llame Anne. En cualquier caso, seré más como su empleada y su ayudante. ¡El New York Times! ¿Te lo imaginas? Mira, allí están.

Delia señaló una pareja joven en la multitud que rodeaba a Roosevelt. Iban bien vestidos, pero no tan peripuestos como los otros. El hombre, delgado, de anteojos y cabello rubio y corto, llevaba un bloc en la mano y hacía todo lo posible para atraer la atención del Comisionado, sobre todo balancearse a izquierda y derecha a la manera de un hurón. La mujer, con el cabello rubio recogido en un pulcro moño, se llevaba continuamente la mano a la boca, quizá para no reírse de las cabriolas de su marido. A Carver le cayeron bien desde el principio.

—Es fantástico, Delia —dijo obligándose a sonreír.

—¿Reconoces entonces que a veces pasan cosas buenas?

—¡A ti! —replicó Carver—. A mí me tocará vender los periódicos que tú escribas. Yo voy para pillo de la calle.

—¡Deja ya de gimotear! —Delia señaló de nuevo a Roosevelt—. El señor Ribe dice que todos los reporteros de sucesos tienen despachos enfrente de la jefatura de policía, en la calle Mulberry. Siempre que pasa algo interesante, el Comisionado Roosevelt se asoma a la ventana y les lanza su grito de cowboy: «¡Yipi, yipi, hey!».

—¿Y? —dijo Carver encogiéndose de hombros.

—¿Y? —remedó Delia dándole un manotazo—. ¿Pero cómo puedes estar enfadado con un tipo que se asoma a la ventana y grita «yipi, yipi, hey»? Vete a hablar con él.

—¿Y qué le digo?

—¿No se te ha ocurrido que puede ser la sorpresa de la que hablaba la señorita Petty?

—¿En serio? —preguntó Carver frunciendo el ceño.

—Siento no haberte animado cuando hablaste de escribirle. En cierto modo yo tenía razón, pero también estaba equivocada. Lo que quiero decir es que… aunque él no sea tu sorpresa, deberías hacer lo posible para que lo fuera. A veces uno debe labrarse su propia suerte.

Dicho esto, Delia dio media vuelta y se alejó.

¿Sería posible que el Comisionado Roosevelt quisiera conocerlo? ¿Iba a atreverse a albergar de nuevo esperanzas? Carver abandonó la seguridad de su rincón y fue avanzando poco a poco sin apartarse de la pared. ¿Pero qué le decía? ¿Y cómo? Cuando llegó justo detrás de la ponchera, Jerrik Ribe conseguía por fin formular su pregunta:

—¿Qué puede decirnos sobre el asesinato de Elizabeth Rowley? Se rumorea que el cuerpo estaba…

—¡Vamos, vamos! —respondió Roosevelt. Fue una frase dicha con gentileza, pero pronunciada con tal autoridad que sonó más bien como: «¡A callar!»—. ¡No es tema para niños! —añadió ofreciendo a los huérfanos sentados a sus pies una sonrisa de oreja que reveló el considerable hueco entre sus incisivos superiores. De repente, el hombre frunció el ceño y se volvió para mirar a Carver, quizá porque su instinto de cazador le decía que lo estaban espiando. Por un instante los ojos de ambos se trabaron.

Carver sintió que aquel hombre emitía algo poderoso. Roosevelt giró la cabeza con expresión intrigada y volvió a dirigir su atención al periodista.

—Lo único que puedo decirle es esto: en los cinco primeros meses de 1895 hemos investigado al menos ochenta asesinatos, y le aseguro que en todos y cada uno de ellos ¡nos aplicamos a fondo!

—He oído que…

Roosevelt lo interrumpió de nuevo:

—Me he enfrentado a rinocerontes, a leones, incluso al anterior comisionado de la policía neoyorquina y me he mantenido firme. No crea que con usted va a ser distinto. Solicite una entrevista a mi secretaria, la señorita Minnie Kelly, y se la daré, pero solo porque la citada señorita habla maravillas de su mujer.

Satisfecho y apesadumbrado al mismo tiempo, Ribe contestó:

—Gracias, señor.

La señorita Petty le entregó a Roosevelt un vaso de ponche. Él tomó un sorbo, chasqueó los labios y exclamó:

—¡Delicioso!

Al ver que era incapaz de acercarse más, Carver se alejó a hurtadillas. Trabajar para la policía… menudo sueño. Estaba claro que Delia podía conseguir lo que se propusiera, pero quizá los sueños no estuvieran hechos para él.