Capítulo 4

RECORRIERON juntos el pasillo: Delia y Finn abatidos, Carver entusiasmado.

—Se rumorea que la abrió en canal —anunció el último alegremente.

Delia puso los ojos en blanco y replicó:

—Leo los periódicos.

—Todos los demás estaban bailando y charlando, y ella no hacía más que gritar en el piso de abajo y los otros ni se enteraron.

De repente, Finn empujó a Carver contra la pared, le aplastó el estrecho tórax con su grueso antebrazo derecho y le acercó mucho la cara para ordenar:

—¡Cállate!

Harto de años de matonismo, Carver se negó a encogerse.

—¿Y si no qué? ¿Me vas a pegar delante del despacho de la directora? Ni siquiera tú eres tan imbécil.

—No creas que he olvidado lo que me hiciste —repuso Finn sin soltarlo.

—Me sorprendes, Finn, de verdad. Vamos, que no dejará nunca de sorprenderme que sepas hablar.

Finn lo empujó con más fuerza, sacándole el aire de los pulmones.

—¡Yo no robé ese guardapelo! —protestó Carver.

Delia los miraba con cara de asco.

—Déjalo en paz, Phineas. ¿No tenemos ya bastantes problemas?

El matón gruñó pero bajó el brazo. A Carver le dolían las costillas. Aunque la cara estuvo a punto de crispársele de dolor, se obligó a permanecer inexpresivo. Al fin y al cabo, la razón estaba de su parte.

Una semana antes, la interna de diez años llamada Madeline había denunciado el robo de su guardapelo, único recuerdo que le quedaba de su madre muerta. La directora anunció que si a la mañana siguiente lo encontraba sobre su escritorio, no haría ninguna pregunta. Pero eso no fue suficiente para Carver. Él se escondió en el cuarto de al lado y esperó… hasta que Finn, con poco más que cierto aspecto culpable, hizo acto de presencia y dejó el colgante sobre la mesa.

Ya era bastante malo que Finn y su banda se hubieran hecho con el control del orfanato y que su buena pinta le ayudara a irse siempre de rositas, ¿encima le robaba el guardapelo a una pobre niña por una birria de oro? Carver estaba harto. Más que harto. Volvió a llevar a escondidas la joyita al dormitorio de los chicos, esperó a los sonoros ronquidos indicativos de que Finn dormía profundamente y la dejó sobre su tórax.

Por la mañana, Tommy, uno de los más pequeños, los despertó a todos al gritar:

—¡Finn tiene el guardapelo!

Los demás rodearon soñolientos a un Finn de ojos enormes y clavados en la cadena que colgaba de su dedo índice. Fue un instante memorable, pero Carver lo estropeó todo al sonreír de oreja a oreja. Cuando Finn se dio cuenta, se figuró enseguida que el Enclenque tenía algo que ver.

Y fue a por él, como una locomotora de vapor, echando la cama hacia atrás medio metro al levantarse. Sin embargo, la señorita Petty se presentó antes de que el torpe gigantón lograra alcanzarle y sacó a aquel del dormitorio arrastrándolo de una oreja, la cara más roja que su pelo. El inspector Young había resuelto su primer delito y facilitado, en consecuencia, la imposición de una pena justa.

Pero allí no se impuso pena alguna. Pasara lo que pasase detrás de la puerta cerrada del despacho de la directora, Finn no se llevó la peor parte. Carver aún se preguntaba qué había sucedido y por qué razón seguía Finn empeñado en vengarse. Todo había sido muy confuso. Hasta en ese momento en que el gigantón se alejaba de ellos a zancadas, Delia, en vez de darle las gracias, miraba a Carver con desaprobación.

Este se sonrojó y se defendió como pudo:

—Quien robó el guardapelo de Madeline fue él, ¡yo le vi tratando de devolverlo!

—Phineas no es ningún ladrón —replicó ella entrecerrando los ojos.

—Pero es todo lo demás, ¡lleva años siéndolo!

—Pero no es un ladrón —repitió Delia con calma—, no es propio de él, a diferencia de otros a los que nunca les faltan manzanas.

Carver se puso rígido.

—Ah, ya entiendo, estás coladita por él, como todas las demás chicas.

A ella se le crispó la cara.

—Que crea que no es un maleante no significa que vaya a casarme con él. Es que, aunque fuera culpable, don Gran Detective, ¿no se te ocurrió nada mejor que delatarlo? ¡Podría haberte hecho picadillo! —Delia suspiró—. Supongo que pensaste que estabas cumpliendo con tu deber. La señorita Petty dice que si un burro vuela, la pregunta no es cuánto sube, sino cómo es posible que vuele.

Carver se sintió de pronto insignificante.

—¿Crees que soy un burro?

—No, pero eres distinto. Que te enfrentes a Finn lo demuestra —contestó la chica. Luego lo examinó, como si tratara de calarle, y acabó por señalar sus abultados bolsillos—. Mal escondite para manzanas. ¿Me das una?

Carver gruñó pero sacó una para cada uno. Delia dio un mordisco y añadió:

—Más te valdría no birlar más cosas antes del Día de los Padres Potenciales.

Él se encogió de hombros.

—Para mí será una pérdida de tiempo. Tengo catorce años, soy demasiado mayor para ser un niño y demasiado… enclenque para ser un buen aprendiz.

Delia no le contradijo.

—Según la señorita Petty, a mí no me adoptan porque soy demasiado lista. Los hombres no quieren que nadie les meta ideas raras en la cabeza a sus mujeres. Por eso tampoco me ha propuesto nunca para los trenes de huérfanos, y de eso me alegro: creo que si tuviera que trabajar en una granja me volvería loca.

—Pues yo era demasiado enclenque para el Medio Oeste —dijo Carver, repitiendo la palabra aposta para ver si ella decía algo en contra—. Y pienso como tú: prefiero esto. Edificios grandes, puentes largos… ¿qué más se puede pedir?

Delia asintió.

—Por eso he tomado cartas en el asunto, jeje, y me he estado carteando con Jerrik y Anne Ribe. Los dos trabajan en el New York Times, él como reportero y ella en la sección de pasatiempos. Vendrán el Día de los Padres.

Carver soltó un fuerte silbido.

—¿El New York Times? Eso es casi tan bueno como el Herald, ¿no? Me alegro por ti, Delia, de verdad.

—Ha habido mujeres periodistas —respondió Delia dedicándole una sonrisa irónica—, pero ellos dicen que a lo máximo que puedo aspirar es a algún rollo como el Diario del ama de casa.

—Estarían locos si no te dieran una oportunidad. Y sería genial, ¿no? Seguir de cerca los asesinatos, desenmascarar los delitos…

—Algo así —dijo ella lanzándole una mirada traviesa—. La verdad es que he estado practicando contigo. ¿Qué has encontrado esta mañana en el ático? —preguntó y dio otro mordisco a la manzana.