Capítulo 3

TRAS robar unas manzanas de la despensa, Carver se sentó en su muy pequeña cama del dormitorio de los chicos. Antes de la hora de acostarse la solitaria estancia estaba desierta, ya que los demás trabajaban o jugaban, haciendo de ella el lugar perfecto para disfrutar de su premio.

Estaba tan enfrascado en el estudio de la carta que casi no advirtió que la señorita Petty había aparecido en el umbral de la puerta. Apenas tuvo tiempo de guardarse la carta en el bolsillo antes de que ella curvara el dedo índice en su dirección y ordenara hoscamente:

—¡Ven conmigo!

¿Ya lo había descubierto? ¿Tan pronto? ¡Si había sido muy cuidadoso!

Siguió en silencio a la matriarca por las escaleras hasta llegar al estrecho vestíbulo que separaba el comedor de la cocina, donde se encontraba su despacho. Siempre había sido una mujer muy tiesa, pero no como en ese momento. Seguro que estaba furiosa. Era eso, fijo, esta vez había ido demasiado lejos.

Carver estaba a punto de disculparse, de explicarse, cuando vio que en el despacho de la directora había gente. Finn Walker y Delia Stephens ocupaban el banco de tamaño infantil y parecían terriblemente incómodos.

Al ver a Carver, Finn entrecerró los ojos y gruñó con su voz casi grave:

—Si este ha dicho que he hecho algo, ha vuelto a mentir.

Pese a lo grandullón que era, a la señorita Petty le bastaba una simple mirada para silenciarlo.

Finn se metía en líos cada dos por tres, más que Carver, pero ¿qué hacía Delia allí? La chica de cabellos negros y cara redonda llevaba en el Ellis casi tanto como Finn y como Carver, pero su comportamiento había sido siempre impecable. Su vestido de algodón era demasiado fino para el tiempo que hacía, pero ella estaba sonrojada y sudorosa, como si la hubieran sacado de la lavandería en plena faena.

¿Qué pasaba allí?

—Siéntate —dijo la señorita Petty.

Para mantenerse lo más lejos posible de Finn, Carver se apretujó entre Delia y la pared.

Tras cerrar la puerta, la directora se colocó frente a ellos y, en vez de propinarles una azotaina verbal, carraspeó y dijo con voz trémula:

—Han vendido este edificio. Nos ha adquirido una institución más grande, situada al norte, con un campo de deportes y un gimnasio. El dinero sobrante servirá para que nos financiemos durante muchos años.

Finn soltó exactamente lo que Carver estaba pensando:

—¡Yo no quiero irme de la ciudad!

—Calla —dijo Delia—, ¿no ves que no ha acabado? Hay algo más.

Un temblor recorrió el labio superior de la directora, pero ella lo borró con la mano, como una cifra mal escrita en la pizarra.

—El Consejo también ha decidido que ya no podemos seguir albergando a residentes mayores de trece años. He solicitado por última vez que se permitiera quedarse a nuestros internos más antiguos, a ti, Delia, y a tus dos compañeros aquí presentes, pero mi petición ha sido denegada sumariamente. Mucho me temo que tendremos que hacer otros arreglos.

Al ver la perplejidad reflejada en sus caras, la señorita Petty se levantó, se acercó a ellos, y con un ademán extrañamente afectuoso, ahuecó la mano para sostener el mentón de Delia, a quien dijo:

—Me gustaría ofrecerte un puesto en nuestra nueva cocina, pero creo que en tu caso no hará falta.

Para ellos reservaba una expresión más severa.

—Respecto a los chicos, sigo lamentando no haber podido ser un padre al mismo tiempo que una madre. Creo que para ambos es necesario uno con urgencia. No obstante, yo recomendaría encarecidamente que, para no acabar en la calle, se olvidaran cuanto antes de las trastadas y procuraran causar la mejor impresión posible en el Día de los Padres Potenciales que se celebra la semana próxima.

—Pero… —dijeron Carver y Finn al unísono.

—No prometo nada —cortó ella—, pero si hacen lo correcto, puede haber sorpresas. Dado que su padre fue un buen amigo del Ellis, el nuevo Comisionado de la Policía me ha prometido asistir para dar publicidad al evento. Si hay alguna posibilidad de no convertirse en pillos de la calle, está en esa reunión.

Finn seguía atónito, pero Carver se emocionaba por momentos.

—¿Roosevelt? —preguntó—. ¡Está investigando el asesinato de la biblioteca! Dicen que el cadáver estaba…

La señorita Petty cerró los ojos.

—Señor Young, por favor. Me complace sobremanera que lea usted, pero si ampliara un poco sus horizontes, encontraría temas de conversación menos desagradables.

—Lo siento.

Ella hizo una mueca.

—No lo dudo. Es hora de irse. A mí me resta concretar ciertos detalles y ustedes tienen mucho en qué pensar.

Pero al salir, en lo único que pensaba Carver era en que iba a conocer a un detective de carne y hueso que podía ayudarlo a encontrar a su padre.