ESTABA rodeado de sonidos perturbadores, pero se esforzó por reprimir el temblor de sus manos. Carver Young tenía que concentrarse. Tenía que hacerlo. Podía hacerlo. No era ningún crío con miedo a la oscuridad. Si acaso, era un amante de la oscuridad, pero los crujidos del ático desataban su imaginación. Viejas hojas de periódico flotaban como pájaros vacilantes, ropajes mohosos hacían frufrú como si estuvieran habitados por espíritus y, por si fuera poco, la cuchilla de carnicero clavada en el techo justo sobre su cabeza empezó a oscilar.
Era demasiado. Carver retrocedió entre los crujidos de las tablas del suelo.
«¡No! Como me oigan…».
Maldiciéndose entre dientes y andando de puntillas se colocó de nuevo bajo la hoja. No se iba a caer. Llevaba años en el mismo sitio. ¿Por qué se iba a caer en aquel preciso momento? Respiró hondo y examinó otra vez la cerradura. El ojo era pequeño, y los pernos que impedían el giro del cilindro, difíciles de alcanzar. Por supuesto, aquella era la primera cerradura del orfanato Ellis que se le resistía.
No era su primer delito, pero sí el único que podía cambiarle la vida. Allanar la cocina o arramblar con algún que otro suministro escolar era perdonable, ya que podía incluirse en lo que la señorita Petty, directora del orfanato, denominaba «indiscreción juvenil», pero esto lo llevaría de cabeza a la cárcel.
¡Finn y su banda se iban a partir de risa! Carver el Enclenque metido en las Tumbas, encerrado con asesinos y rateros, mientras Finn, el verdadero ladrón, seguía libre. ¿Pero no harían lo mismo Sherlock Holmes o Nick Neverseen? ¿Amoldar la ley a su gusto para encontrar la verdad?
La cuchilla crujió otra vez, como ansiosa por castigar a alguien. Hasta que Carver no la había visto con sus propios ojos creyó que era un cuento chino que los críos utilizaban para asustarse. La leyenda decía que Curly, el cocinero, había pillado a un muchacho sin nombre robando galletas y que, borracho como una cuba y loco como una cabra, había agarrado una cuchilla de carnicero y perseguido al chaval hasta el ático. Allí, cuando alzaba la cuchilla para asestar el golpe final, el pobre diablo se hincó de rodillas gimoteando y el cocinero se ablandó y lanzó el arma contra el techo.
Quizá la dejaron allí como advertencia, al modo de la calavera y las tibias cruzadas de un tesoro pirata. Aunque, en realidad, se parecía más a esa vieja leyenda griega de la Espada de Damocles. ¿Que cómo era? Pues Damocles envidiaba a un rey, así que el rey le sugirió que intercambiaran sus papeles. El «rey» Damocles se quedó encantado hasta que vio sobre su cabeza una espada pendiente de un hilo. Y entendió el mensaje: el precio del poder era el miedo.
¿Por eso le temblaban tanto las manos a Carver?
Tras esa puerta cerrada se encontraban los archivos confidenciales de todos los huérfanos del Ellis, los que se habían ido y los que, como él, llevaban allí más de una década. Carver no sabía nada de sus padres, ni sus nombres, ni qué aspecto tenían, ni dónde vivían, ni siquiera si estaban vivos o no. Young, su apellido, había sido un invento de la señorita Petty, porque a él lo dejaron allí siendo casi un bebé. No mucho después empezó a trastear con las cerraduras y a pensar en subir allí arriba y descubrir si había algo que la señorita Petty no le había dicho (siempre se resistía a hablarle de su pasado). La directora iba a estar fuera todo el día, así que ese era el momento adecuado para cumplir su misión.
O eso creía él. Tras una hora de intentos, la cerradura seguía sin rendirse a su colección de clavos doblados. O eran muy gruesos o no tenían la forma adecuada, y allí no disponía de nada para doblarlos por otro sitio.
Se apartó de la puerta y miró en torno por si encontraba alguna otra herramienta. La larga y ancha estancia, cementerio de recuerdos, estaba repleta de cajas amontonadas al buen tuntún, colgadores con ropa y baúles. Una chispa de color llamó su atención en la penumbra. Entre unos viejos y masticados cuadernos de caligrafía descansaba lo que en tiempos fue su juguete favorito: un viejo cowboy montado en su caballo de cuerda.
Había venido de Europa, procedente de una persona rica que lo había donado porque estaba viejo y roto. La señorita Petty se quedó encantada cuando Carver, que entonces contaba cinco años, se puso manos a la obra y lo arregló sin la menor ayuda. Él también le puso el nombre: Cowboy Man. Ahora, a los catorce años, volvió a admirar el jinete de hojalata. La llave giraba libremente. Se había vuelto a estropear, pero quizá pudiera ayudarlo por última vez.
Con su clavo más grueso, hizo palanca para quitar un costado del caballo. Aunque daba la impresión de que hubieran derramado leche en su interior hacía muchos años, las piezas seguían intactas. Habría podido hasta arreglarlo, pero no necesitaba un juguete. Arrancó el alambre que movía las patas del animal. Aun siendo suficientemente fino, estaba muy oxidado y era posible que se rompiera. No obstante, valía la pena probar.
Lo dobló cuidadosamente y, una vez que su forma le satisfizo, lo metió por el ojo de la cerradura y lo movió con calma. Algo hizo clic. El cilindro giró y la puerta osciló hacia dentro. ¡Conseguido!
Después de lanzar una risita triunfal a la cuchilla del techo, se metió en un cuarto lleno de archivadores grises. Estaba demasiado oscuro para leer las etiquetas, pero supuso que el cajón de abajo a la derecha contendría las letras X-Y-Z. Al abrirlo, el metal chirrió con fuerza. Carver no entendía la ilegalidad del asunto, al fin y al cabo el único expediente que pensaba mirar era el suyo.
Los sacó todos y se dirigió hacia la luz tenue que se colaba por un ventanuco. Mientras hojeaba el extraño montón, una corriente de aire arrancó un trozo de papel de la última carpeta. Por miedo a tirar los expedientes si se agachaba a recogerlo, lo pisó y siguió mirándolos.
No había equis, pero sí unas cuantas uves dobles: Welles, Winfrey, Winters y allí al fondo, Young, Carver. Su expediente. Sin nada. Vacío salvo por una tarjeta de ingreso como las que había visto en el despacho de la directora, donde se indicaba el nombre del huérfano y las pertenencias que traía consigo. Los espacios para los nombres de los padres estaban en blanco. Ni siquiera mencionaban a la mujer que, según la señorita Petty, lo había llevado al orfanato.
Solo vio una anotación, con la letra pulcra de la directora, de 1889. Hablaba de una carta procedente de Inglaterra. ¿De sus padres? No lo decía.
Carver se miró el pie; el papel doblado seguía debajo. Dejó los archivos en el suelo y recogió el pequeño e imperfecto rectángulo. Era una carta. De papel grueso. La pluma la había manchado de tinta en varios lugares. Estaba escrita con mala letra, garrapatos casi.
18 de julio de 1889
No pienso dejarlo pero tengo que parar un poco, Jefe. Pero aquí no se acaba. Ni he reventao ni mi filoso cuchillo quié dejar su vistoso trabajo. Aunque esta vez la Sangre es mia y aun sale. Creí que ella había muerto demasiao aprisa pa nuestro retoño pero no. Ahora contará ocho años y dicen que ha sacao mi oreja en el hombro… me vendrá bien pa encontralo. Le gustará mi trabajo, apuesto a que sí, en cuanto le enseñe a jugar mis juegos. Pero eso tendrá que esperar. Procure no echarme en falta.
Atentamente
La leyó una y otra vez, soslayando las faltas de ortografía. A la cuarta, las piezas empezaron a encajar.
Creí que ella había muerto demasiado deprisa para nuestro retoño, pero no. Ahora contará ocho años.
Ha sacado mi oreja en el hombro…
El remitente creía que su hijo había muerto en el parto, junto a la madre. Carver tenía ocho años en 1889 y, en el hombro, una marca de nacimiento con forma de oreja. ¡El remitente era su padre!
Su padre había tratado de encontrarlo… ¿Y si seguía vivo? ¿Y si seguía por ahí fuera buscándolo?