LA FRANCMASONERÍA
De la Masonería «operativa» a la Masonería «especulativa». Los constructores, que poseían conocimientos especiales, constituían desde la más remota antigüedad (en que se agrupaban en Colegios sacerdotales) una especie de aristocracia en medio de los demás oficios. En la Edad Media, esos constructores de las catedrales y de los palacios disfrutaban de parte de las autoridades eclesiásticas y seculares, de numerosos privilegios (franquicias y exenciones diversas, tribunales especiales), de donde el nombre francmasones (literalmente «alhamíes libertos») con que se los designaba. La arquitectura constituía entonces el «Arte Real», cuyos secretos se divulgaban solamente a quienes se mostraban dignos de ello, de ahí la idea de una suerte de Obra suprema: la construcción, mediante un trabajo incesante, de un Templo ideal cada vez más perfecto, inmenso, universal e infinito… Además, toda clase de pensadores en postura más o menos mala frente a la ortodoxia, principalmente alquimistas, buscaban refugio entre los constructores (lo que explica la presencia de curiosas figuras simbólicas en el frontispicio de numerosos edificios religiosos).
El paso de la Masonería operativa, compuesta de gente de oficio, de constructores, a la Francmasonería moderna, llamada especulativa, se produjo en Inglaterra, gracias al papel cada vez más importante desempeñado por los «Masones aceptados» (Accepted Masons).
Gran Bretaña, como los demás países europeos, poseía cofradías de constructores, de «francmasones» (freemasons), agrupaciones ricas y poderosas, protegidas por los soberanos, y cuyos miembros eran admitidos en la Corporación luego de una iniciación, habían de guardar el secreto sobre esos ritos, y debían respetar cierto número de reglas designadas con el nombre de Landmarke (literalmente: «hitos de propiedad»), que contenían los artículos esenciales de la Orden, considerados como inmutables. Pero el final del siglo XVI, período turbulento, vio una mengua muy sensible de grandes construcciones, y las corporaciones, sintiéndose en peligro, admitieron en su seno a miembros que no eran hombres de oficio: eran los «Masones aceptados», con la mayor frecuencia personajes influyentes destinados a realzar el prestigio de la Orden. A principios del siglo siguiente, esos accepted Masons eran ya bastante numerosos; pero fueron sobre todo los Rosacruces ingleses quienes desempeñaron un papel decisivo; hacia 1650, los discípulos de Robert Fludd estaban poderosamente organizados en Londres. Uno de estos, el alquimista Elías Ashmole (1617-1692), había sido admitido en 1646 como «Masón aceptado», al mismo tiempo que su cuñado; en la Logia se vinculó con cierto número de amigos, teólogos y sabios (los hermanos Thomas y George Warton, el astrólogo Lilly, etc.), con los cuales organizó una Sociedad que tenía como finalidad «edificar la Casa de Salomón, templo ideal de las ciencias», para la que obtuvo autorización de reunirse en el local de los Masones. Poco a poco dicha asociación de Rosa-Cruz ocupó en la Masonería un papel preponderante; esos Hermanos introdujeron sus símbolos y modificaron profundamente el ritual iniciático: los picapedreros no tenían, en suma más que un grado, el de Compañero, puesto que los aprendices no formaban parte de la corporación y el maestro era simplemente el Compañero encargado de la dirección de un taller; en lo que había de llegar a ser la Masonry especulativa, por el contrario, se había instituido una ceremonia de iniciación para el grado de Aprendiz, y creado el grado de maestro, cuyo ritual ponía en escena el mito de Hiram, leyenda que tiene su origen en el compañerismo, pero de la cual los Rosacruces habían desarrollado el simbolismo; a los grados corporativos y a la leyenda de la construcción simbólica del Templo de Salomón, agregaron nuevos grados inspirados en las antiguas Órdenes de Caballería (de las que Escocia era la tierra de elección: de ahí el nombre de Francmasonería escocesa dado al sistema de Altos Grados), cuyo ritualismo hermético cristiano reproducía las iniciaciones de los Rosacruces.
Los «Masones aceptados» llegaron a ser cada vez más numerosos, pues la clase culta encontraba en la Fraternity of Freemasons, cuyos, miembros se llamaban entre sí «Hermanos», la realización de las ideas de fraternidad sentimental y sentimientos filantrópicos que eran los suyos, unida al atractivo de las ceremonias secretas, del simbolismo, de los signos de reconocimiento y del santo y seña. Además, todos los nobles, adversarios de Cromwell y de los Puritanos, así como los católicos, acosados por las autoridades protestantes, hallaban en las Logias un refugio seguro. La Masonería era entonces hostil al poder establecido, y deseaba el retorno de la dinastía de los Estuardo; por lo demás, fue protegida por el rey Carlos II, luego de la restauración (1660)…
Sin embargo, después de la Segunda Revolución (1688) y el triunfo de Guillermo de Orange, se produjo un movimiento para hacer de la francmasonería una institución filantrópica, leal al soberano reinante. Los artesanos de esa operación fueron sobre todo dos pastores protestantes: Anderson y Desaguliers, este último de origen francés.
El 24 de junio de 1717, cuatro Logias de la capital inglesa fundaron una Gran Logia, encargada de unificar los reglamentos de la Masonería. Los nobles y los burgueses se hicieron recibir en cantidad, y poco a poco los simples artesanos desaparecieron de las asambleas, donde se hallaban desorientados: la francmasonería ya no era una corporación de maestros de obras, sino un Cuerpo puramente «especulativo». Los reglamentos o Constituciones, redactados por Anderson, fueron publicados en 1723. Esa Carta relataba en su primera parte la historia fabulosa de la desde la creación del mundo; la segunda daba los estatutos, análogos a los de las antiguas corporaciones de constructores, pero que abrían la Sociedad a cuantos practicaban «la religión sobre la cual todos los hombres están de acuerdo», instaban a los «Masones» a cultivar «el amor fraternal que es el fundamento y la piedra maestra, así como el cimiento y la gloria de esa antigua Hermandad». El ritual sólo conservaba los tres grados «operativos» (Aprendiz, Compañero y maestro). Las Constituciones de Anderson fueron pronto la Carta de la mayoría de las Logias, que propagaron una doctrina sobre todo humanitaria, deísta y espiritualista, abierta a todos los cristianos, fuesen cuales fueren sus confesiones, y leal respeto del poder establecido. En cuanto a los, dejados oficialmente a un lado, los conservaron en ciertas Logias los partidarios de los Estuardo; sobreviviendo a esos fines políticos después de la derrota definitiva de los «Jacobitas», los Altos Grados habían de reaparecer después con todo su simbolismo esotérico y, a pesar de las resistencias, consiguieron, con el nombre de Francmasonería, ocupar su lugar en el sistema definitivo.
La Francmasonería en Francia en el siglo XVIII y el desarrollo del sistema de los Altos Grados. La Francmasonería fue introducida en Francia alrededor de 1730, y pronto alcanzó gran desarrollo; se constituyeron numerosas Logias, que pidieron la investidura a la Gran Logia de Londres. Todo estaba de parte del movimiento: la «anglomanía» de la época, que hacía admirar cuanto llegaba del otro lado de la Mancha; el atractivo del misterio; el humanitarismo… La Masonería tuvo numerosos adeptos entre la aristocracia, y también en la burguesía, cuyas aspiraciones a la igualdad halagaba: por lo demás, la Francmasonería declaró nobles a todos los masones sin distinción, y concedió a todos sus miembros el permiso de ceñir en la Logia la espada de parada.
Pero la Masonería francesa había de atravesar muy pronto por una grave crisis. No se trataba tanto de un peligro «exterior» (la desconfianza de la autoridad pública, hostil a todas las agrupaciones clandestinas, la condena de la Orden por el papa Clemente XII, en 1738, no impidieron que la Masonería progresara; por lo demás, el Parlamento se negó a registrar la bula papal, y la justicia real pronto renunció a perseguir a los francmasones) cuanto de una crisis interior: en efecto, aun cuando el número de adeptos era cada vez mayor, a muchos solo les interesaban los banquetes con que las Logias clausuraban sus «tenidas», y los masones sinceros deseaban una reforma de la Orden. El discurso del caballero Michel de Ramsay orientó a la Masonería por un nuevo derrotero. Ramsay, nacido en 1686 en Ayr (Escocia), luego de sus estudios en la Universidad de Edimburgo, emprendió grandes viajes por el continente. Visitó Holanda, donde se relacionó con el místico Poiret, y después Francia; en Cambrai se hizo amigo de Fénelon, quien, en 1709 consiguió convertirlo al catolicismo. De regreso a Gran Bretaña, Ramsay obtuvo en 1730 el Doctorado de la Universidad de Oxford, y luego de haber intentado en vano penetrar en la Gran Logia inglesa para introducir en ella sus proyectos de reforma, decidió volver a Francia para encontrarse con los masones de ese país. Ahí pronunció, en 1736, un discurso que había de acarrear indirectamente la proliferación de los Altos Grados. A decir verdad, ese discurso exaltaba, sobre todo, los fines filantrópicos de la Organización. (Se definía la Masonería: «un establecimiento cuyo único fin es la reunión de los espíritus y de los corazones para hacerlos mejores, y formar en la sucesión de los tiempos una nación espiritual en la que, sin derogar los diversos deberes que exige la diferencia de los Estados, se creará un pueblo nuevo que, participando de varias naturalezas, las cimentará todas en cierto modo, por los lazos de la virtud y de la ciencia»). Pero, en la segunda parte, Ramsay desarrolló una leyenda que hacía llegar la Orden a los Cruzados; este fue el punto que obtuvo la mayor repercusión, de modo que Ramsay (que murió en 1743, en Saint-Germain, luego de editar las obras póstumas de Fénelon), «quizá considerado como el padre espiritual de los Altos Grados, aunque él no concibiera ningún grado superior a los tres grados simbólicos (Aprendiz, Compañero, maestro) de la Masonería azul» (R. Le Forestier). A partir de 1740 se asistió al desarrollo de esos Altos Grados, que se sobrepusieron a los tres grados operativos. Fue la Masonería escocesa la que había de trasformar completamente el carácter de la Orden, haciéndola volver al esoterismo y al ocultismo. Hasta la víspera de la Revolución se asistió a la institución incesante de nuevos grados, de títulos simbólicos, reproduciendo más o menos fielmente las jerarquías de los Rosacruces. Se vio una especie de generación espontánea y caótica de los grados, coincidiendo con una verdadera invasión por las doctrinas esotéricas, traídas por vías misteriosas. Se pusieron a investigar el sentido oculto de los emblemas y de los ritos, a desarrollar el tema de la Palabra perdida, asimilada a veces al Nombre secreto de la Divinidad (que da al alma la idea de lo Infinito, fuente de toda existencia). El cristianismo esotérico de los Rosacruces, que algunos iniciados habían conservado, tomó posesión del ritual, multiplicando en él los símbolos herméticos: el águila, el pelícano, el fénix, etc.
Todos esos grados, por muy diversos que sean, se resumen, como lo observa R. Le Forestier, en dos tipos principales: los «Grados de venganza», que desarrollan el mito de Hiram[52], haciendo vivir al iniciado la venganza cumplida con los asesinos, y los «Grados caballerescos», inspirados en la leyenda relatada por Ramsay y que hacía llegar a la Masonería hasta las órdenes de Caballería.
De ahí un número extraordinario de nuevos grados, notables por sus títulos pomposos (Caballero del Templo; Gran Arquitecto de la Torre de Babel, etc.), su puesta en escena suntuosa y sus pruebas terroríficas o místicas. Mientras algunos trataban de poner orden en ese caos, organizando Ritos (o Sistemas) masónicos, tales como el Rito Escocés Antiguo y Aceptado (1762), otros se orientaban hacia el iluminismo[53], instituyendo rituales especiales y creando sus propias jerarquías, tales como Wuillermoz, Cagliostro, Zinnendorf, Martínez de Pasqually (el maestro de Louís-Claude de Saint-Martin, llamado «el Filósofo desconocido»)…
Evolución de la Masonería. La evolución ulterior de la Masonería, particularmente de la Masonería francesa, ha sido relatada muchas veces: en 1773 se creó el Gran Oriente, que reunió a la mayoría de las Logias de primer grado, mientras que los Altos Grados, la Masonería llamada escocesa, había de unificarse solamente en tiempos de Napoleón en un Supremo Consejo, que reconocía los tres primeros grados y daba una Carta definitiva para los grados superiores, debida al conde de Grasse-Tilly.
La Revolución francesa fue primeramente favorable a la Masonería, de la que copió la famosa divisa «Libertad, Igualdad, Fraternidad»; pero la Convención envió al cadalso a numerosos Hermanos… No insistiremos sobre la evolución de la Masonería durante el siglo XIX, ni sobre el violento conflicto que la ha opuesto al papado: esos puntos de historia han sido referidos a menudo.
Las Obediencias y los Grados. Contrariamente a lo que se cree a menudo, no hay poder central único: los Talleres o Templos forman grupos que se administran por sí mismos, y forman en cada nación una federación dirigida por una. «Cada una de las Grandes Logias nacionales es completamente independiente, tanto cuanto lo es el Estado frente a los Estados vecinos. Sin embargo, la Francmasonería es una, y en teoría todas las Logias particulares no forman sino una Logia ideal, así como los hombres, sea cual fuere su nacionalidad, pertenecen todos a la humanidad»[54]. Además, en muchos países, hay varias Grandes Logias, que forman Obediencias diferentes. Así, Francia tiene cuatro Obediencias:
De los múltiples sistemas de grados, solamente dos son importantes en Francia: el «Rito Francés» y el «Rito Escocés Antiguo y Aceptado»[55]. Véase el cuadro de grados, según esos dos Ritos, que damos en la página 35.
He aquí las abreviaturas[56] más corrientemente empleadas por los Francmasones: estos utilizan los famosos «tres puntos» (que representan la Delta o Triángulo divino). Así encontramos:
H.•., Hermano.
S.•., Hermana.
M.•.Q.•.H.•., Muy Querido Hermano.
M.•.I.•.H.•., Muy Ilustre Hermano.
A.•.L.•.G.•.D.•.G.•.A.•.D.•.U.•., A La Gloria del Gran Arquitecto del Universo.
O.•., Oriente.
Etcétera.
Existe un alfabeto masónico, donde las letras están representadas por rayas y puntos[57]. Hay que observar también que, muy a menudo, los documentos están fechados según la era masónica, es decir, que se agregan cuatro mil años a la cifra del año vulgar (para que simbólicamente el origen de la Masonería parta de la Creación del mundo según la tradición bíblica); el primer mes es entonces marzo, pues Aries es el primer signo del Zodíaco, y Piscis (febrero) el último.
La Logia. La disposición de la Logia, o Templo masónico, varía según los ritos y los grados. No obstante, hay reglas generales que siempre se observan: la Logia, de forma rectangular, representa el camino que lleva de Occidente a Oriente, es decir, «hacia la Luz»; la entrada está situada a Occidente, el sitial del Venerable a Oriente, el lado derecho al Mediodía, el lado izquierdo al norte. El techo del Templo, en forma de bóveda, representa el cielo estrellado: en efecto, el Templo simboliza el cosmos; por eso a los masones les está prohibido dar sus dimensiones (deben responder: «Su largo va de Occidente a Oriente, su ancho del Septentrión al Mediodía, su altura del Nadir al Cénit»).
Los símbolos masónicos. La Masonería emplea muchos símbolos; he aquí los principales:
Fig. 6. El triángulo y el tetragrama.
Fig. 7. Triángulo y el ojo de Dios.
El Triángulo está colocado a Oriente de la Logia, justo encima y un poco atrás del sitial del Venerable. Simboliza la divina Trinidad, en todas sus formas: el Pasado, el Presente y el Porvenir; la Sabiduría, la Fuerza y la Belleza; la Sal, el Azufre y el Mercurio (los tres principios de la Gran Obra); los tres reinos de la Naturaleza; el Nacimiento, la Vida y la Muerte; la Luz (principio activo), las Tinieblas (principio pasivo) y el Tiempo, que realiza el equilibrio entre los principios masculino y femenino. El Ojo simboliza a la vez: el Sol, expresión visible de la Divinidad, del que emanan la Luz y la Vida; el Verbo o Logos, Principio creador; el Gran Arquitecto, cuya existencia solo conocemos por su manifestación sensible: el Universo.
Fig. 8. La Estrella flamígera.
Fig. 9. La escuadra y el compás.
Fig. 10. El sello de Salomón.
Fig. 11. La espada flamígera.
Sería fácil multiplicar los símbolos que a cada paso se encuentran en la Masonería. Sería igualmente muy interesante estudiar el profundo valor simbólico de los emblemas, de los ademanes y de las ceremonias masónicas; pero saldríamos de los límites de este volumen.
En lo que se refiere a los ritos de iniciación, nos limitaremos a lo más característico, estudiando los principios básicos de la iniciación masónica, y dando alguna información sobre el ritual del aprendiz, así como sobre la leyenda de Hiram, que figura en el ritual de maestro.
Principios de la Iniciación masónica. El fin de la Francmasonería es «el arte de construir el Templo ideal», es decir, trasformar el ser humano, «desbastar la Piedra bruta»: el profano «recibe la Luz», se hace «Aprendiz» y luego «Compañero»; la «Piedra bruta» se convierte en «Piedra cúbica», que puede «insertarse en el Templo ideal». La Iniciación se completa cuando el masón llega a «maestro», teóricamente al menos, pues los autores masónicos admiten muy bien que ciertos Hermanos no pueden nunca llegar a desbastar la «Piedra bruta»…
Los ritos iniciáticos se derivan de fuentes múltiples: iniciaciones operatorias y de compañerismo, «Misterios» de la antigüedad, rituales gnósticos, alquimia, etcétera. En lo que concierne a los «Altos Grados», «todo ocurre como si —empleamos esta expresión, nos dice J. Boucher, pues se trata de una hipótesis— correspondieran a una forma particular de la tradición» (diremos del Hermetismo cristiano de los Rosa-cruces, al que se debe, sin duda igualmente, todo lo que se orienta hacia la «Alquimia mística» en los tres primeros grados, así como la leyenda simbólica de Hiram, en la forma en que está representada en el grado de maestro [véase más adelante]).
La «Cámara de Reflexión» y la Alquimia espiritual. Se introduce al «profano» en la Cámara de Reflexión, especie de cuarto pintado interiormente de negro, con una mesa, un taburete y un escritorio; sobre la mesa hay una jarra de agua, pan, dos copas, una con azufre y la otra llena de sal; en las paredes, una serie de símbolos: una Hoz, un Reloj de arena, un Gallo, y la palabra V. I. T. R. I. O. L. El recipiendario ejecuta una «Reflexión», es decir, en el sentido etimológico del término, una reversión sobre sí mismo. El profano representa la materia prima de la Gran Obra alquímica: «La Cámara de Reflexión corresponde al matraz del alquimista, a su huevo filosófico herméticamente cerrado. El profano encuentra en ella la tumba tenebrosa en que voluntariamente debe morir a su existencia pasada.» (O. Wirth.). Renace luego de nuevo: la Cámara de Reflexión realiza como una especie de compendio de la Creación, pues la condición primordial para toda generación es la ausencia total de luz solar. El candidato a la Iniciación queda sujeto a las diferentes operaciones sucesivas de la «Alquimia espiritual»; vive, como lo hace notar G. Persigout, las tres etapas principales del proceso alquímico: «Las Tinieblas se condensan» (Color negro: fase de «putrefacción») → «El alba blanquea» (Piedra blanca) → «La llama resplandece» (Piedra colorada). Por lo demás, los tres principios alquímicos están figurados en la Cámara: el Azufre, la Sal y el Mercurio (el Gallo es un antiguo símbolo que representa al dios Mercurio). En cuanto a la palabra V. I. T. R. I. O. L., es el anagrama de la fórmula hermética: Visita Interiora Terrae Rectificando Invenies Occultum Lapidem («Visita el interior de la Tierra, por rectificación hallarás la piedra escondida»); «Es —dice J. Boucher— una invitación a la busca del Ego (del yo) profundo, que no es sino el alma humana misma, en el silencio y la meditación».
Al profano se le «despoja de sus metales», es decir, se le quita todo lo que es de naturaleza metálica (navaja, dinero, etc.), de manera que el ser humano esté de nuevo colocado simbólicamente en el estado de naturaleza (el «metal» que se le quita representa la civilización, con todo lo que comporta de ficticio) y para no estorbar los influjos mágicos en los cuales van a colocar al recipiendario (pues los metales molestan la circulación de las corrientes magnéticas). Luego se desnuda la parte izquierda del pecho (señal de franqueza y de sinceridad) y la pierna derecha del candidato (señal de humildad); se le quita el zapato izquierdo (señal de respeto) y se le pasa alrededor del cuello un nudo corredizo, que representa todo lo que aún ata al profano al mundo en que se halla.
Las tres preguntas y el juramento. El recipiendario debe contestar por escrito a tres preguntas (¿Qué debe el hombre a Dios[61]? ¿Qué se debe el hombre a sí mismo? ¿Qué debe el hombre a los demás?), y debe «redactar su testamento». Luego se procede a la «preparación física» descrita más arriba. Después se admite al profano a las pruebas, tras haberle puesto una venda en los ojos, que se le quita cuando «recibe la Luz».
Por último, el neófito presta juramento en nombre del «Gran Arquitecto del Universo» (o invocando el Libro de las Constituciones); el juramento, escrito en un papel, se quema luego. De este modo se considera que tiene influencia sobre los cuatro elementos:
Papel (materia sólida)→ Tierra.
Tinta (líquido)→ Agua.
Pronunciación→ Aire.
Combustión→ Fuego.
En el momento en que el Neófito «recibe la Luz», está «iniciado», todos los Hermanos dirigen hacia él la punta de sus espadas, con el fin de atraer hacia el nuevo adepto las fuerzas benéficas puestas en juego por los ritos.
La leyenda de Hiram. «La leyenda de Hiram, vivida por el recipiendario (en el curso de la iniciación al grado de maestro), que representa al propio Hiram durante la ceremonia de iniciación, es un drama simbólico que hace de la Masonería actual, no una supervivencia de los Misterios de la antigüedad, sino una continuación de dichos Misterios» (J. Boucher). Esa leyenda del asesinato de Hiram, arquitecto del Templo de Salomón, tiene un origen muy misterioso, y parece haber sido introducida en el ritual por los Rosacruces del siglo XVII. Reproduce tradiciones remotísimas, que se encuentran en casi todos los Misterios, empezando por las iniciaciones primitivas[62]. Se resume en lo siguiente: tres compañeros, celosos de los privilegios del maestro, acometieron sucesivamente a Hiram; el último lo mató; enterraron el cuerpo y plantaron una rama de acacia en la tierra recientemente movida. Gracias a esa rama los Compañeros que salieron en busca de Hiram descubrieron su cadáver.
Ese mito lo vive el recipiendario, que simboliza al propio Hiram, herido por la Regla, luego por la Escuadra, y muerto por el Mazo: después de esa «triple muerte» y una «putrefacción» avanzada, Hiram resucita. ¿Qué significa ese drama simbólico?
Fin de la Masonería: el «Constructivismo». El fin de la Francmasonería es el Constructivismo (O. Wirth), la «reconstrucción simbólica del Templo de Jerusalén», es decir, «la construcción de una Sociedad conforme con los principios racionales, de modo que asegure a la Humanidad su perfecto desarrollo» (Gr. Encycl.). Los hombres deben trabajar en el plan de la Naturaleza bajo las órdenes del Gran Arquitecto del Universo. «La F .•. M .•. —escribe Wuillermoz[63]— no tiene esencialmente otra finalidad sino el conocimiento del hombre y de la naturaleza; fundada sobre el Templo de Salomón, no puede ser ajena a la ciencia del hombre, puesto que todos los sabios que han existido desde su fundación han reconocido que ese famoso Templo solo ha existido en el universo para ser el tipo universal del hombre general en sus estados pasados, presentes y futuros, y el cuadro figurado de su propia historia». Los medios empleados por la Masonería son: «La ejecución de actos simbólicos que forman sus ritos; la enseñanza mutua y el ejemplo, la cultura intelectual, la práctica de la fraternidad y de la solidaridad» (Gr. Enc). La Francmasonería aparece así, a simple vista, como una organización filantrópica y humanitaria, cuyo fin es el mejoramiento moral y material de la humanidad, cuyos principios son la creencia en el progreso indefinido de la humanidad, la tolerancia (cf. la definición citada por A. Lantoine: «La religión de la tolerancia»), haciendo abstracción de todas las distinciones religiosas nacionales (cf. J. Boucher: «La patria del Masón es la Tierra entera, y no solo el lugar donde ha nacido o la colectividad en que se ha desarrollado») y sociales: es una asociación que debe colocarse fuera y más allá de las confesiones diversas, cuyo fin es no trastornar las instituciones, sino realizar conversiones morales, de las cuales la moral universalista, por encima de las patrias y de las razas, contiene los preceptos comunes a las diferentes religiones positivas (cf. las Constituciones de Anderson: sus miembros solo están obligados a «la religión en que todos los hombres concuerdan») formando «una alianza universal de todos los hombres de corazón que sienten la necesidad de unirse para trabajar en común en el perfeccionamiento intelectual y moral de la humanidad», según la expresión empleada por el autor anónimo en el artículo Franc-Maçonnerie de la Grande Encyclopédie. Pero, en realidad, la Masonería es algo más que una organización filantrópica internacional: es, no lo olvidemos, una Sociedad secreta iniciática.
Fin de la Iniciación masónica. «La Masonería abre la vía a la Iniciación —es decir, al Conocimiento— y sus símbolos dan al Masón la posibilidad de alcanzarla»[64]. La «filosofía iniciática» de la Francmasonería se coloca por encima y fuera de las doctrinas religiosas y políticas: no impone a sus adeptos ninguna creencia, ningún sistema doctrinal determinado, pero encamina a los iniciados hacia un progreso indefinido: «El simbolismo —escribe G. Persigout— solo apunta a sugerir el trabajo interior y a estimular la orientación personal sobre las vías del Constructivismo universal». La Gran Obra masónica es una tarea siempre en movimiento, un ideal que es menester esforzarse por alcanzar. Pero, dice J. Boucher, «el Templo nunca será terminado, y nadie puede esperarse a ver resucitar en él al auténtico y eterno Hiram». El simbolismo masónico es así la forma sensible de una síntesis filosófica de orden trascendente y abstracto, a la cual el iniciado debe cooperar: «No sabréis en Masonería, sino lo que hayáis encontrado vosotros mismos». (O. Wirth).
El esoterismo masónico. La finalidad de la Iniciación masónica es, pues, algo fundamentalmente distinto de una doctrina secreta. Y sin embargo, en la literatura masónica se hallan repetidas alusiones a una tradición secreta de que la Hermandad sería la depositaria, a conocimientos misteriosos llegados de Oriente, cultivados y trasmitidos por una serie de sabios: Pitágoras, Moisés, Zoroastro, Jesús… Y si la Francmasonería ha heredado ritos y símbolos de los antiguos Misterios, no es extraño comprobar en ella la presencia de un esoterismo, de especulaciones desarrolladas por los Masones de los Altos Grados: «Se trata de encontrar la Palabra perdida, de reunir los vestigios de la Tradición primordial.» (G. Persigout). Y así la Masonería se convierte en la «religión natural», de la que todas las religiones, pasadas y presentes solo son fases históricas, y que trata de volver a encontrar el Templo de la edénica Humanidad, de restablecer el reinado de la Edad de Oro: «La Francmasonería —escribe Mazaroz— es la religión de las religiones. En efecto, todo demuestra que la Masonería contiene, en toda su pureza, los principios sociales de la religión primitiva, llamada del Paraíso terrenal».
Los pensadores de la Masonería alcanzan así los temas clásicos del esoterismo, cuya larga historia y permanencia a través de todas las épocas es conocida. «La unidad creadora es un todo universal macho y hembra, moreno y rubio, espíritu y materia, que no conocemos y no podemos conocer sino por sus innumerables manifestaciones de detalle, en las cuales cada uno de nosotros es sucesivamente actor y espectador.» (J.-P. Mazaroz). Ese es el antiguo dualismo de los dos Principios, masculino y femenino: el «Padre» universal, de naturaleza ígnea, que fecunda a la «Madre», principio material (simbolizado por las dos columnas Jachín y Boaz). El Gran Arquitecto no es un Ser superior al mundo: es la Fuerza que rige a la materia, la Ley del Universo del que los hombres solo pueden percibir las manifestaciones sensibles; no es el dios creador del catolicismo, puesto que el «Gran Arquitecto» organiza una materia que él no ha creado, que hasta es impotente para crear. Como el Rosacruz Fludd, los filósofos masónicos llegan así a la teología solar, siendo la Luz del Sol la expresión sensible de la Vida cósmica y divina: el Sol es la residencia de donde Dios anima nuestro universo. «Dios es todo, y todo es Dios». Es la Omnipotencia, la Inteligencia universal, que todo lo anima. El Universo visible, del cual es el Principio conductor y conservador, es la Divinidad en estado de manifestación.
El nacimiento del universo se explica por la acción recíproca de la Luz y de las Tinieblas. Por lo demás, los autores modernos apelan frecuentemente a la ciencia contemporánea: «La última palabra de la Ciencia en la actualidad —escribe por ejemplo J. Boucher— es que toda materia se resuelve finalmente en fotones (partículas luminosas), que esos fotones, acumulándose en el espacio, forman las nebulosas o mundos en formación… Si la esencia íntima de la Materia es la Luz, el medio en que esta se mueve es la Tiniebla: el Espacio es Noche, la Materia es Día. El Tiempo no existe sino cuando los fotones, agrupados en electrones, átomos y moléculas, forman mundos destinados a la segregación». Hay en eso una formulación moderna de la antigua doctrina del Huevo de los mundos, en el que todos los seres están contenidos en estado de gérmenes no manifestados …
En cuanto al Hombre, ocupa un lugar privilegiado en la Naturaleza: en efecto, la Divinidad está representada por el Hombre, que lleva en sí el ideal de lo Verdadero, de lo Hermoso, y del Bien, «un arquitecto que preside la construcción de su ser moral» (O. Wirth). Llevamos en nosotros un dios, principio pensante, «Sol oculto que brilla en la morada de los Muertos», y del que emanan la razón y la inteligencia. El hombre es un dios en potencia, que puede desarrollar sus poderes de manera ilimitada…
El esoterismo masónico ha ejercido gran influencia sobre cierto número de doctrinas filosóficas y religiosas. Hasta se lo encuentra expresado en muchas obras literarias o artísticas, por ejemplo el Fausto de Goethe o la Flauta mágica de Mozart[65].