Un día de marcha después —aunque se detuvieron a fin de que Pharaun enviara un mensaje para darle las noticias del ejército de Gracklstugh a Gomph—, el grupo llegó al Laberinto. Surgieron de unos túneles serpenteantes para encontrar una serie de galerías naturales de kilómetros de longitud y salpicadas por caminos labrados y pequeñas cámaras cuadradas. Picahúlla, su barca y los perseguidores de Gracklstugh estaban a más de treinta kilómetros de ellos.
Los túneles eran de basalto negro, frío y áspero, los restos helados de los grandes fuegos del inicio de los tiempos. De vez en cuando, el grupo se encontraba con grandes fisuras de decenas de metros de altura, donde los túneles acababan en paredes con peldaños que bajaban o subían a un nivel diferente, donde continuaba el sendero.
Capas enteras de la corteza del mundo estaban hundidas o rotas, sellando los viejos túneles de lava o abismos oscuros. Algunos de éstos los cruzaban puentes delgados de piedra, o los rodeaban toscos caminos cortados en la dura roca de las paredes. Allí donde miraban, se veían más entradas y túneles que se desviaban de su camino, así que, al cabo de una hora, Halisstra se vio obligada a admitir que se había perdido.
—Ya veo por qué llaman a este lugar el Laberinto —dijo en voz baja, mientras el grupo enfilaba por una delgada cornisa que pasaba sobre uno de esos abismos—. Este lugar es una maraña.
—Es peor de lo que crees —respondió Valas desde delante. Se detuvo a estudiar el camino que tenían ante ellos, y otras de las omnipresentes aberturas laterales—. Mide más de trescientos kilómetros de norte a sur, y casi la mitad de este a oeste. La mayor parte es como esto, una confusión de túneles con miles de bifurcaciones.
—¿Cómo esperas encontrar la casa Jaelre? —preguntó Ryld—. ¿Conoces tan bien este lugar?
—¿Conocerlo bien? Apenas. Puedes pasarte una vida aquí y nunca lo verás por entero, pero recuerdo alguno de sus caminos. Varias rutas transitadas por caravanas pasan por los caminos más rectos, aunque no estamos cerca de ninguna. Pocos viajeros se acercan al Laberinto desde el este, como nosotros. —El explorador dio unos pasos más y pasó la mano por la pared, cerca del lugar donde se abría otro túnel. Unos símbolos extraños y viejos relucieron con una luz verdosa—. Por fortuna, sus constructores grabaron runas para identificar sus caminos secretos. Es un código de marcas que es válido para todo el Laberinto. Resolví el acertijo la última vez que pasé por aquí. No vine por estos túneles, pero creo que sé cómo alcanzar los que conozco desde aquí.
—Qué sagaz que eres —comentó Pharaun.
—¿Quién hizo estos túneles? —preguntó Halisstra—. Si este lugar es tan grande como tú dices, debió ser un reino poderoso en sus días. Pero a simple vista se ve que estas marcas no son nuestras. Ni duergar, ni ilicidio, ni aboleth.
—Los minotauros —respondió Valas—. No sé cuánto hace que surgió o cayó su reino, pero fue muy poderoso.
—¿Los minotauros? —se burló Quenthel—. Son bestias salvajes. Apenas tienen el ingenio y la paciencia para emprender trabajos de este alcance, y menos construir un reino.
—Eso es ahora —dijo Valas después de encogerse de hombros—. Pero miles de años atrás, ¿quién sabe? He encontrado bastantes objetos por esta región. Los cráneos cornudos son bastante característicos. Mis amigos de la casa Jaelre me dijeron que muchos minotauros aún merodean por lugares olvidados y caminos abandonados del Laberinto y además hay bestias demoníacas con magia poderosa. Las patrullas que vienen por aquí tienen escaramuzas con esos monstruos con regularidad.
—Me pregunto si será imposible que en algún punto de nuestro viaje lleguemos a un reino lleno de gente civilizada preocupada por nuestro bienestar y ansiosa por ayudarnos —murmuró Pharaun—. Empiezo a pensar que nuestra hermosa ciudad yace al fondo de un barril de serpientes venenosas.
—Si es así, somos más rápidos, fuertes y más venenosos que cualquier otra serpiente del barril —dijo Quenthel con una sonrisa—. Vamos, continuemos. Si hay minotauros por aquí, mejor que aprendan a no mostrarse cuando los hijos de Menzoberranzan decidan pasear.
El grupo continuó durante varias horas más a través de interminables salas tristes y túneles retorcidos antes de descansar y recuperar fuerzas. Esa región del Laberinto estaba bastante desierta, por lo que parecía. Encontraron pocos signos de que nada, incluso los depredadores sin mente de la Antípoda Oscura, hubiera pasado por ese camino en años. El aire estaba muy quieto. Sólo se oía el silencio. Cuando los susurros de su conversación morían durante un momento, ese silencio parecía precipitarse sobre ellos, oprimiéndolos como si a las mismas piedras les molestara su presencia.
Después de que Valas y Ryld se pusieran a hacer guardias, el resto se arrebujó en sus piwafwis y se acomodó lo mejor que pudo en las frías piedras del suelo de la caverna. Halisstra dejó que sus ojos se medio cerraran y se sumió en el ensueño. Soñó con infinitos túneles y viejos secretos enterrados en el moho. Pensó que era capaz de distinguir murmullos lejanos o susurros en el silencio, como si fuera capaz de oír algo más si se apartaba de los otros, sola en la oscuridad. A pesar de que el aire estaba quieto, distinguió un suspiro profundo de un viento muy lejano, un lamento que cosquilleaba el borde de su conciencia, como algo importante que hubiera olvidado. Los susurros de Lloth a veces aparecían de ese modo: un sibilante suspiro mudo que pretendía colmar a una sacerdotisa con el conocimiento de los deseos de la reina demonio.
La esperanza y el miedo despertaron en el corazón de Halisstra mientras se acercaba a la vigilia.
«¿Cuál es tu deseo, Diosa? —gritó en su mente—. Dime cómo la casa Melarn volverá a recuperar tu favor. Dime cómo reconstruir Ched Nasad. ¡Haré todo lo que me ordenes!».
«Hija infiel —le respondió el viento—. Débil insensata».
El horror sacó a Halisstra del ensueño y se incorporó de golpe. Notaba los latidos de su corazón.
«Sólo ha sido un sueño —se dijo—. He soñado con lo que deseaba que sucediera y lo que temía que podría ocurrir, pero nada más. La Reina Araña no ha hablado. No me ha condenado».
Cerca, los demás yacían en el frío suelo de piedra o estaban sentados, absortos en sus meditaciones, descansando. A poca distancia Ryld hacía guardia. Era una mera forma de hombros anchos en la oscuridad. La hija de la casa Melarn bajó la mirada y escuchó el curioso sonido del viento, rodeada de la oscuridad que su pueblo había hecho suya.
—Lloth no habla —susurró—. Sólo he oído el viento, nada más.
«¿Por qué la diosa nos abandonó? ¿Por qué permitió que Ched Nasad cayera? ¿Cómo incurrimos en su ira? —se preguntó Halisstra. Tenía los ojos llenos de amargas lágrimas—. ¿No éramos dignos de ella?».
El viento se levantó de nuevo, esta vez más cerca, más sonoro. No era un silbido o una corriente fuerte. Le recordaba la llamada de un cuerno profundo y lejano, quizá muchos, y crecía. Halisstra frunció el entrecejo, desconcertada. ¿Era algún fenómeno extraño del Laberinto, una corriente de aire a través de los túneles? Esas cosas ocurrían en otros lugares de la Antípoda Oscura. En algunos casos los vientos eran capaces de arrancar toda vida de un túnel. Eran repentinos y muy poderosos. Éste murmuraba, resonaba, como muchos cuernos bramando a la vez…
Halisstra se puso en pie de un salto. Ryld seguía mirando al lugar por el que habían venido, con Tajadora en la mano.
—¿Los oyes? —le dijo a Ryld—. ¡Vienen los minotauros!
—Pensé que era el viento —refunfuñó el guerrero—. Despierta a los demás.
Corrió hacia la hueste que se acercaba, mientras le gritaba a Valas que se uniera a él. Halisstra cogió su mochila y se la puso al hombro, a la vez que despertaba al resto del grupo con gritos de alarma y ocasionales patadas a aquéllos que eran lentos en sacudirse el sueño.
Preparó la ballesta. Cargó un virote mientras miraba por el túnel que tenían a la espalda.
El suelo tembló bajo sus pies. Fuertes pisadas, duras como la roca, en una estampida, y profundos bramidos y resuellos reverberaron una y otra vez en un irritante clamor que llenó el túnel. La nariz se le impregnó de un cálido hedor animal, y entonces los vio; una caterva exaltada de docenas de brutos, enormes monstruos de cabeza de toro, de pellejos largos y macizos cascos, que asían grandes hachas y mayales en sus recios puños.
Ryld y Valas salieron disparados hacia ellos, luchaban con furia por sus vidas contra aquellos salvajes sedientos de sangre. Halisstra apuntó y alcanzó a un monstruo en el pecho con su ballesta, pero la criatura estaba tan enloquecida que hizo caso omiso del virote que se le había clavado en el torso. Colocó otro proyectil mientras el arma actuaba, sólo para malgastar el disparo por la precipitación de Jeggred.
—¡Jeggred, idiota, hay demasiados! —gritó.
El draegloth no atendió y se lanzó hacia la horda. Por un momento la furia y el tamaño del demonio contuvieron el ataque de los minotauros, pero por encima de los hombros de Jeggred y las centelleantes armas de Ryld y Valas se distinguían aún más docenas de monstruos, bocas colmilludas que rugían desafíos, ojos inyectados en sangre llenos de rabia. Ya habían caído varios ante Tajadora, los cuchillos curvos de Valas y las garras de Jeggred, pero los minotauros sedientos de sangre sólo prestaban atención a las heridas más graves.
Halisstra se hizo a un lado y disparó de nuevo, mientras Danifae se unía a ella con su ballesta. Quenthel se colocó justo detrás de Jeggred, fustigando con el látigo a aquellos monstruos que amenazaban con apiñarse sobre el draegloth, y Pharaun gritó una palabra arcana que lanzó una esfera luminosa de energía crepitante en medio de la horda de minotauros. El globo detonó con el restallido de un trueno y lanzó arcos eléctricos de un lado al otro del túnel. Algunos minotauros se achicharraron hasta convertirse en cenizas, y a otros les produjo quemaduras grandes y negras.
Bajo la cegadora luz de la bola eléctrica, Halisstra vio algo más alto y larguirucho que los minotauros, una presencia demoníaca (no, varias) dirigía a los enfurecidos monstruos. Unas alas grandes y negras envolvían a aquellos seres en sombras, y sus cuernos oscuros brillaban.
Rugidos y bramidos colmaban el sendero de rabia.
—¡Hay demonios al fondo! —gritó Halisstra, aunque apenas oía su voz debido al ruido del acero contra el acero.
—Los veo —respondió Quenthel. Dio un par de pasos atrás y agarró a Pharaun del brazo—. ¿Puedes rechazarlos?
—No tengo ese conjuro preparado —respondió el mago—. Además, librarnos de los demonios no nos sacará de este embrollo. Creo que…
—¡No me importa lo que pienses! —gritó Quenthel—. ¡Si eres incapaz de rechazar a los demonios, obstruye el túnel!
Pharaun hizo una mueca, pero obedeció. Halisstra recargó la ballesta y buscó otro disparo seguro. Ryld se agachó y desjarretó a un minotauro que le atacaba con un hacha lo bastante grande para partir un yunque en dos, y destripó a la criatura con un corte ascendente. Valas se vio en el aire por obra de una cadena que tiró de sus pies. El explorador se alejó rodando y escapó por poco de acabar con el cráneo aplastado.
Uno o más de los demonios que había tras los minotauros lanzaron una andanada de proyectiles verdes hacia los elfos oscuros. Uno se disipó ante la resistencia innata a la magia de Quenthel, mientras los demás quemaban a Pharaun y Danifae con un fuego cáustico. Para entonces, el mago ya había concluido el conjuro.
Lo que Halisstra percibió como alguna clase de barrera invisible obligó a la mayoría de los minotauros y a sus demoníacos amos a echarse atrás. Mientras la hueste principal de las criaturas se lanzaban sobre el muro invisible de Pharaun e intentaban, en vano, abrirse camino a golpes gracias a sus toscas armas, los elfos acabaron deprisa con los desafortunados minotauros que se habían quedado del lado de los drows.
En pocos momentos los gritos y los impactos del combate se transformaron en el bramar monótono y atenuado de los minotauros del otro lado de la pared, mientras merodeaban y sacudían las armas amenazando a los drows. Los minotauros se volvieron al unísono y salieron disparados en la dirección por la que habían venido. Una docena o más de cuerpos seguían esparcidos por el suelo.
Ryld se alejó con cuidado, mientras ayudaba a Valas a ponerse en pie. Jeggred aún jadeaba y sangraba por una docena de heridas sin importancia.
—¿Cuánto aguantará el muro? —preguntó Quenthel.
—No más de un cuarto de hora —respondió Pharaun—. Es probable que los demonios consigan atravesarlo si lo desean, pero sospecho que conducen a esos minotauros por túneles para llegar hasta nosotros por otro lado. Mejor será que nos vayamos de aquí antes de que descubramos cómo pretenden franquear mi barrera.
—De acuerdo. Vamos —dijo Quenthel con expresión ceñuda, después de recuperar la mochila.
Si su manera de ser le impeliera a pasear de un lado a otro de su santuario cuando estaba alarmado, Gomph Baenre se habría pasado la mayor parte de la hora anterior haciéndolo. En cambio, escrutaba la gran bola de cristal que descansaba en el centro de su santuario de espionaje, para confirmar las noticias de Pharaun. ¿Cómo lo había expresado el maestro de Sorcere?
«Felicitaciones, poderoso Gomph. Te interesará saber que el ejército de Gracklstugh marcha hacia Menzoberranzan. Nosotros continuamos nuestro camino. ¡Buena suerte!».
—Arrogante petimetre —murmuró Gomph. Aquel muchacho no sentía respeto por sus mayores.
Antes de salir corriendo hacia las matronas presa del pánico, decidió investigar la información de Pharaun. El orbe lechoso reveló una aceptable escena para los ojos del mago, una columna larga de guerreros duergars que serpenteaba a través de la Antípoda Oscura. Grandes lagartos de carga llevaban fardos, suministros y aparatos de guerra. Máquinas de asedio rodaban tras largas líneas de esclavos ogros.
Conseguir ese atisbo del ejército en movimiento era difícil, pues los magos duergars intentaban esconder los movimientos del ejército del príncipe de los esfuerzos escrutadores de magos hostiles. Sin embargo, Gomph, era un adivino extraordinariamente capaz. Le costó un tiempo, pero acabó atravesando las defensas de los magos duergars.
Gomph examinó la escena, en busca de los detalles más diminutos; la insignia de los soldados en marcha, el tamaño exacto y las condiciones de los túneles por los que pasaban, la cadencia de los cánticos de marcha. Quería estar seguro de que comprendía el alcance y la inmediatez de la amenaza antes de llevar las noticias a la atención del Consejo, ya que las matronas esperarían que conociese las respuestas a cualquier pregunta que se les ocurriera. La más perturbadora, por supuesto, era cuánto le habría costado descubrir al ejército en movimiento si Pharaun no hubiera pasado por Gracklstugh. Los duergars habrían cubierto la mitad de la distancia entre las ciudades antes de que un puesto avanzado o una patrulla detectara el ejército.
—Maldición —refunfuñó el mago.
Tanto si Menzoberranzan estaba preparada como si no, el siguiente desafío para la ciudad se libraría de los humeantes pozos del reino duergar, a unos ciento cincuenta kilómetros al sur. Gomph suspiró y decidió que también tendría que lidiar con el incómodo asunto de decir lo que había visto cuanto antes. Se levantó con agilidad, se arregló las ropas y cogió su bastón favorito. Tenía que aparecer ante las matronas con una completa seguridad, en especial si les llevaba unas noticias tan terribles.
Estaba a punto de dar el paso para entrar en el tubo de piedra y descender a sus aposentos en Sorcere, cuando advirtió una sensación familiar. Alguien lo espiaba; logro de no poco mérito, considerando las medidas que tomaba para prevenir ese hecho. Gomph empezó a lanzar un conjuro para acabar con ese espionaje mágico, pero se detuvo. No estaba ocupado en algo que le importara esconder y quería descubrir si el mago duergar se las había arreglado para descubrir lo que tenía entre manos.
—¿Hay algo que desees decirme —preguntó al aire— o sólo debo dejarte ciego?
«Ahórrate el conjuro —dijo una voz fría y rasposa en su cabeza—. Pues desde hace casi mil años no tengo ojos y dudo que les hicieras mucho daño».
—Lord Dyrr —dijo Gomph, con expresión ceñuda—. ¿A qué debo el honor?
«¿Y cómo me has encontrado?», se preguntó, aunque tuvo buen cuidado de no verbalizar la pregunta.
«Deseo continuar la conversación que empezamos días atrás, joven Gomph —respondió la voz del liche—. Pretendo ampliar mi anterior oferta y describirte con mayor detalle algunos de los planes que tengo en mente. Después de todo, si tengo que pedirte que confíes en mí, supongo que primero debo ganarme tu confianza».
—Desde luego. Bueno, me gustaría complacerte, pero me reclaman asuntos urgentes con el Consejo. ¿Quizá podríamos retomar la conversación un poco más tarde?
Gomph echó un vistazo a la habitación, y su mirada recayó en el orbe de cristal. La esfera se arremolinaba con una opalescencia verde.
«Ah, por supuesto —se dijo el mago—. Me ha encontrado aquí, donde mis pantallas contra adivinaciones hostiles son débiles por la transparencia de mi estudio. Tengo que descubrir maneras de protegerme contra semejantes interferencias».
«Me temo que debo hablar contigo ahora —insistió Dyrr—. No te retendré mucho tiempo y creo que te agradará escucharme antes de enfrentarte a esas calculadoras hembras. ¿Podría reunirme contigo?».
Gomph se detuvo y levantó la mirada hacia la presencia invisible que lo observaba, al tiempo que reprimía un gesto de enfado. Invitar a una criatura como Dyrr a su estudio no le gustaba. Tanto si el anciano mago tenía algo que deseaba oír como si no, las matronas no se tomarían a bien que las hiciera esperar. Golpeteó con un dedo en el gran bastón de madera que tenía a su lado, sopesando la idea. No tenía intención de ofender a Dyrr si podía evitarlo, y después de largos siglos de no muerte era difícil saber qué sería una ofensa para el liche. Además, Gomph estaba en su santuario, donde tenía potentes defensas mágicas a su alcance…
—Muy bien, lord Dyrr. Aunque debo insistir en que sea una conversación corta ya que mis asuntos con el Consejo son urgentes.
El aire empezó a hervir y zumbar, y con un repentino crujido el liche apareció ante él. La criatura se apoyaba en un bastón, un utensilio poderoso hecho de cuatro varas de adamantita retorcidas. Una rodela de metal negro con la forma de una cara demoníaca contorsionada en una sonrisa idiota revoloteaba en el aire a la altura de su codo. Dyrr no se preocupó por su disfraz y permaneció expuesto como un esqueleto horroroso con los ojos tan negros como la muerte.
—Saludos, archimago. Te pido disculpas por importunarte —dijo el liche. Fijó sus negras cuencas en Gomph—. ¿Qué te lleva a solicitar audiencia con las matronas, joven Gomph?
—Con el debido respeto, lord Dyrr, creo que es un asunto privado. Dime, ¿qué oferta tienes que no puede esperar?
—Como desees —dijo Dyrr—. Un ejército marcha hacia Menzoberranzan desde el sur; parece ser que los enanos grises supieron lo de nuestros problemas y decidieron aprovechar la oportunidad.
—Sí, lo sé —soltó Gomph—. Por esa razón debo irme al instante. Si no tienes nada más…
Empezó a dirigirse al tubo de piedra que conducía a sus aposentos.
—Descubro complacido que mis noticias no te sorprenden —dijo el liche—. Si no supieras ya lo del ejército duergar, tendría que haberme asegurado de que no llegaba a tu conocimiento. No sé si comprendes lo que quiero decir. —Dyrr se volvió para estar frente a la espalda de Gomph, produciendo un terrible sonido con los chasquidos de sus huesos—. Recuerda que hablamos hace unos días de que llegaría el momento en el que tendrías que tomar una decisión. Ese momento ha llegado.
Gomph se quedó helado y se volvió despacio. Esperaba que el liche no deseara enfrentarse con él, pero parecía que Dyrr tenía la intención de incidir en el tema le gustara o no.
—¿Una decisión, Dyrr?
—No juegues conmigo a los malentendidos. Sé que eres mucho más inteligente que eso. Todo lo que necesitas es retener tu informe durante unos días más, y luego podrás precipitarte a aterrorizar a las matronas con esas noticias sobre el ejército duergar. Conviene a mis planes que lo hagas en el momento y de la manera que te diga.
—Eso pondría a la ciudad en peligro —dijo Gomph.
—Ya está en peligro, joven Gomph. Tengo la intención de poner cierto orden en lo inevitable. Me serías de gran ayuda en los días venideros, o…
—Ya veo —dijo Gomph.
Entornó los ojos, mientras estudiaba sus opciones. Si fingía aceptar y hacía su voluntad de todas formas despertaría la ira del liche en el momento y el lugar que escogiera Dyrr. Si lo rechazaba de plano era probable que aquella conversación acabara en un duelo mortal allí mismo.
«O puedo aceptarlo en serio —pensó—. Quizá podríamos canalizar las fuerzas organizadas contra la ciudad hacia un caos provechoso. Sin duda haría tremendos daños, pero la Menzoberranzan que emergería de ese crisol de sangre y fuego sería una ciudad mejor, más fuerte a fin de cuentas, una ciudad expurgada de la tiranía cruel de las sádicas sacerdotisas, gobernada por la inteligencia fría y desapasionada de los pragmáticos magos. La crueldad serviría a un propósito racional, todo exceso reprimido generaría una ciudad cuya fuerza no se malgastaría en luchas intestinas. ¿Semejante ciudad no sería digna de mi lealtad?».
«¿Tendría un lugar para un Baenre?», se respondió.
Ninguna revolución como la que soñaba Dyrr cambiaría nada, sólo significaría la aniquilación completa de la primera casa de Menzoberranzan. Aunque Gomph despreciaba a sus hermanas y aborrecía a la mayor parte de la parentela hipócrita que habitaba el Castillo Baenre, se condenaría si permitía que alguna casa menor derrocara a su noble y antigua familia como poder supremo de Menzoberranzan. En realidad, sólo había una respuesta.
Tan rápido como el pensamiento, Gomph levantó la mano y descargó una brillante y terrible explosión de color sobre el liche, un conjuro cuya energía había preparado con tanto cuidado y esfuerzo que sólo le costó un mero acto de voluntad desencadenarlo. Colores nunca vistos en la lobreguez de aquella caverna salieron despedidos. Cada uno transportaba un destino, plaga o energía diferentes. Un rayo eléctrico azul pasó tan cerca de Dyrr que sus viejas ropas crepitaron, mientras un rayo anaranjado quemó a la criatura con un ácido lo bastante poderoso para fundir la piedra. Un tercer haz de color violeta fue desviado por la rodela del liche. El objeto rió, como si de un niño malvado se tratara, cuando interceptó el ataque.
—Soy el archimago de Menzoberranzan —rugió Gomph—. ¡No un recadero!
Dyrr retrocedió con un alarido de rabia mientras el ácido salpicaba y siseaba, royendo su antigua piel. El olor de hueso quemado producía un terrible hedor. Gomph añadió un conjuro de abjuración que esperaba que retornara los conjuros que lanzaría Dyrr en su defensa. El archimago esperaba que le diera ventaja ante sus tretas, defensas y conjuros, y así vencer a alguien tan poderoso como el Señor de Agrach Dyrr.
Gomph terminó el conjuro justo a tiempo, mientras Dyrr se recuperaba y con una velocidad imposible azotaba con un terrible rayo negro, que habría arrancado la mayor parte de la fuerza vital del archimago si hubiera dado en el blanco. En cambio, el haz de ébano rebotó en el escudo de Gomph y alcanzó a Dyrr en el centro de su torso. Esto, sin embargo, tuvo un resultado imprevisto. En vez de hacer jirones la fuerza vital del liche, la crepitante energía negra insufló al Señor de Agrach Dyrr su horrible poder. El liche soltó una sonora carcajada.
—Una maniobra inteligente, Gomph, pero me temo que equivocada. ¡A las criaturas vivas el conjuro las daña, pero a los no muertos nos vigoriza!
El archimago masculló una maldición y atacó de nuevo. Esta vez dirigió un rayo verde al risueño liche. Abrió un perfecto agujero redondo en el esternón de Dyrr, convirtiendo la carne y el hueso en ceniza. Dyrr soltó un grito y saltó a un lado antes de que Gomph lo desintegrara.
Mientras el archimago iniciaba otro encantamiento, Dyrr gritó las palabras de un vil conjuro que arañó terriblemente la carne de Gomph, al tiempo que aspiraba con avidez los fluidos de su cuerpo y decoloraba su carne. Gomph boqueó de dolor y perdió el conjuro que se preparaba para lanzar, al tiempo que tropezaba con una banqueta de mármol y caía al suelo pesadamente.
«Maldición —pensó—. Necesito un momento de respiro».
Por fortuna, estaba en su santuario, rodeado de una docena de armas que podía emplear.
—¡Szashune! ¡Destrúyelo! —vociferó Gomph.
En un nicho de la habitación, la estatua de obsidiana negra de un espadachín con cuatro brazos cobró vida, levantando y haciendo entrechocar sus armas.
Dyrr se alejó un poco y pronunció una palabra. El liche se elevó lejos del alcance del gólem, aunque Gomph usó esa oportunidad para invocar el conjuro más destructivo que conocía y lanzarlo. De sus manos surgieron ocho orbes brillantes de una energía cegadora que explotaron sobre Dyrr destrozando al mago. Los meteoros causaron grandes daños en el santuario de Gomph. Destruyeron un par de viejas estanterías y partieron uno de los brazos del gólem como si fuera un juguete estropeado por un niño. Gomph soltó un grito de triunfo mientras los trozos de liche caían con estrépito al suelo.
Caía polvo de la forma suspendida de Dyrr, y su cráneo se inclinaba sobre el esternón como si la magia vigorizante le fallara, pero la criatura se recuperó con una velocidad sorprendente. Dyrr levantó la mirada cuando la malvada luz verdosa aumentó en las cuencas de sus ojos y soltó una risotada.
—Mis viejos huesos no son la totalidad de mi ser —carraspeó—. De nada te servirá maltratarlos.
Empezó a entonar otro conjuro, pero el archimago atacó de nuevo. Buscaba disipar cualquier encantamiento o conjuro defensivo que protegiera al liche. El conjuro de vuelo de Dyrr falló y éste descendió, quedando al alcance de las armas de la estatua viviente que lo esperaba abajo.
El gólem se abalanzó sobre él. La maciza estatua asestó terribles golpes con los brazos que le quedaban. Su cara resplandeciente no mostraba expresión alguna. El estudio resonó con el poderoso impacto de los golpes. Gomph apretó los dientes en una sonrisa salvaje.
—Puede que no estés ligado a tu cuerpo descompuesto, pero te costará lanzar conjuros cuando estés desmembrado y enterrado en una docena de tumbas —dijo—. ¡Eres un necio por haberme desafiado aquí!
Gomph se acercó más, en busca de un resquicio para atacar con un nuevo conjuro.
Dyrr resistió tres golpes tremendos de la estatua, mientras trastabillaba al tiempo que sus huesos crujían y se partían. La rodela con cara de demonio giraba a toda velocidad a su alrededor, reía con estridencia y bloqueaba los ataques. Detenía golpe tras golpe. El mago se retiró un paso, recuperó el equilibrio y extendió los brazos. La reluciente túnica negra brilló una vez y explotó hacia fuera, transformándose en una mortal sierra de cuchillas afiladas que arrancó pedazos de piedra del gólem e hizo astillas las mesas, el mobiliario y los libros.
Las cuchillas atravesaron los potentes encantamientos defensivos del archimago, arañándolo en una docena de puntos, aunque ninguna herida fuera mortal. Gomph se lanzó al suelo, mientras las salpicaduras de sangre lo obligaban a parpadear y su gólem se convertía en una inútil roca negra.
Dyrr dio un grito de triunfo y saltó hacia el archimago, agitando el bastón de adamantita con increíble velocidad. Gomph rodó a un lado, justo a tiempo de evitar el golpe a dos manos que partió la losa de mármol donde estaba un momento antes.
—¡Eso no es muy apropiado para magos de nuestra categoría! —aulló Gomph, al tiempo que se ponía en pie.
Dyrr no respondió. El liche saltó tras él, mientras destrozaba las mesas y las estanterías con grandes barridos del bastón.
Gomph lanzó un conjuro que le arrancó el arma de las manos y la arrojó al otro lado de la sala con tanta fuerza que el bastón de adamantita se hundió en la pared como una jabalina lanzada por un gigante.
Mientras Dyrr trastabillaba tratando de recuperar el equilibrio, Gomph se tomó un respiro para idear un potente ataque, un globo brillante que anularía los efectos de casi todos los conjuros más poderosos. Rebuscó entre los conjuros que atesoraba en su mente, para hallar el más eficaz contra el Señor de Agrach Dyrr.
—Ah —comentó Dyrr, mientras estudiaba la reluciente esfera—. Una defensa excelente, joven, Gomph, pero no impenetrable para alguien con mis poderes.
El liche murmuró una palabra de poder abominable y avanzó, con las esqueléticas manos extendidas. Aparentemente indiferente al conjuro defensivo de Gomph, Dyrr hundió la mano a través del globo de colores danzantes y agarró al archimago por el brazo. Gomph chilló cuando el poder del conjuro cayó sobre él, desintegrando la esfera defensiva en motas de luz parpadeante y paralizando todos y cada uno de sus músculos.
—Gomph Baenre, estás enquistado —dijo Dyrr, sus dientes brillaron en la negrura terrible de su boca.
El archimago cruzó una mirada con el triunfante liche y empezó a caer. Gomph, incapaz de moverse, descendió a través del suelo y de las oscilantes cámaras y habitaciones de Sorcere, a través de una vasta distancia, hacia la roca negra que había bajo la torre, la ciudad, el mundo. Por un instante Gomph se sintió en el fondo de un pozo infinito, con la mirada puesta, tras incontables kilómetros de oscuridad, en la figura de su enemigo. La oscuridad descendió sobre él y lo sofocó con su abrazo.
En las salas del archimago, en Sorcere, Dyrr miraba el punto en el suelo en el que se había sumido Gomph Baenre. Si estuviera vivo, Dyrr habría jadeado en busca de aire, temblando de cansancio, o quizá se habría desmoronado por las heridas mortales producidas en el encarnizado duelo, pero la magia negra que unía sus tendones y huesos no estaba sujeta a la debilidad de los vivos.
—Aguarda un tiempo, joven Gomph —dijo hacia el espacio vacío—. Encontraré un uso para ti, aunque quizá tarde un siglo o dos.
Hizo un gesto brusco y desapareció de la sala.
El estruendo de un trueno reverberó por los túneles de piedra negra. Fue un ruido tan profundo y visceral que Halisstra lo sintió más que lo oyó. Se agazapó a la sombra de un arco de piedra y lanzó una mirada al otro lado de la gran sala. En un extremo un puñado de monstruos se levantaban del suelo. Varios más yacían entre los cascotes.
—Eso detuvo la carga —gritó Halisstra a sus compañeros—. Y ahora se reagrupan.
—Tozudos bastardos —dijo Pharaun.
El mago se escudó tras un pilar de piedra con expresión de cansancio. Durante un día y medio el grupo había avanzado al menos cuarenta kilómetros a través de los túneles sin fin del Laberinto, perseguido a cada esquina por infinitas hordas de minotauros y baphomets.
En dos ocasiones los elfos oscuros se libraron por los pelos de los esfuerzos de los demonios por atraparlos cerrando los túneles por los que escapaban.
—Me quedan pocos conjuros de ésos —dijo Pharaun—. Necesitamos encontrar un lugar donde descansar y preparar más conjuros.
—Descansarás cuando los demás lo hagan, mago —refunfuñó Quenthel. La Baenre y el látigo estaban cubiertos de sangre. Su armadura mostraba más de un impacto allí donde había desviado los golpes mortales—. Estamos cerca de los Jaelre. Pongámonos en movimiento de nuevo antes de que los minotauros organicen otro ataque.
Los demás drows intercambiaron miradas, pero se pusieron en pie y siguieron a Quenthel y Valas por otro túnel. Éste debía de medir unos cuatrocientos metros antes de desembocar en otra sala, que presentaba columnas altas y acanaladas, y un suelo pavimentado de baldosas. Escalinatas elegantes se elevaban por las paredes de la caverna para llegar a galerías protegidas donde se veían pálidos fuegos feéricos, que iluminaban salas que una vez fueron tiendas, casas de mercaderes o casas modestas de soldados y artesanos.
—Trabajo de los drows de nuevo —comentó Ryld—. Y otra vez, todo abandonado. ¿Estás seguro de que éste es el lugar, Valas?
El explorador asintió con cansancio, con la mano derecha apretaba una herida superficial que le sangraba en el hombro.
—Ya estuve en esta misma caverna —respondió—. Éstos son los dominios de los Jaelre. Allí arriba vivían varios armeros, y sobre esa pared había una posada en la que me hospedé. El palacio de los nobles está justo al otro lado del siguiente túnel.
Quenthel subió de un salto por una escalera de caracol y miró hacia algún tipo de tienda. Las ventanas estaban oscuras y vacías. Maldijo y pasó ante varias más, mirándolas una a una antes de descender de vuelta a la sala principal.
—Si éstos son los dominios de los Jaelre, entonces, ¿dónde infiernos están los Jaelre? —exigió saber—. ¿Los minotauros los mataron a todos?
—Lo dudo —dijo Halisstra—. Aquí no se produjo una batalla; habríamos visto los signos. Incluso si durante años los minotauros se hubieran llevado todos los cuerpos, habría marcas de quemaduras, baldosas rotas, restos de armas… Creo que los Jaelre abandonaron este lugar por propia voluntad.
—¿Cuánto hace que estuviste aquí, Valas? —preguntó Ryld.
—Casi cincuenta años —dijo el explorador—. No hace mucho tiempo, en realidad. Los Jaelre tenían escaramuzas con los minotauros entonces, y estas cavernas estaban guardadas por defensas físicas y mágicas. —Estudió la gran caverna—. Dejadme avanzar un poco más. Veré si encuentro algo en el palacio que ayude a resolver este rompecabezas.
—¿Podríamos ir todos? —preguntó Ryld.
—Mejor que no. Sólo hay una entrada al palacio, y acabaremos atrapados si los minotauros vuelven. Permaneced fuera, de manera que podáis escapar si es necesario. Volveré en pocos minutos.
El explorador desapareció entre la oscuridad, dejando al grupo en la sala abandonada.
—Creo que coincido con lady Melarn —dijo Ryld—. Parece que los Jaelre se llevaron todo lo de valor y abandonaron este lugar.
—Entonces, demasiados problemas para nada —comentó Pharaun—. No hay nada tan decepcionante como el trabajo baldío en la adversidad.
El grupo permaneció en silencio durante un momento, cada uno sumido en sus pensamientos.
A Halisstra le dolía todo de puro cansancio. Tenía las piernas tan débiles como el agua. Había evitado las heridas graves, pero por otro lado había casi acabado con sus reservas de fuerza mágica. Había cantado las canciones bae’qeshel para confundir a las hordas atacantes, fortalecer a sus compañeros y contener las peores heridas.
Jeggred, al acecho en la retaguardia del grupo, cerca del túnel que llevaba a la sala anterior, rompió el silencio.
—Si el mercenario no vuelve pronto, volveremos a luchar —dijo el draegloth—. Ya no oigo a los minotauros a nuestra espalda, lo que quiere decir que es probable que estén dando un rodeo para venir por otra dirección.
—Les enseñamos a no seguirnos —dijo Ryld. Estudió la caverna con mirada experta—. Mejor no dejemos que nos atrapen en un lugar abierto como éste. Podrían aplastarnos.
—¿Qué pasa si esto es un callejón sin salida? —preguntó Danifae en voz baja.
—No es posible —dijo Quenthel—. En algún lugar de estas cavernas descubriremos adonde huyeron los Jaelre, y los seguiremos. He llegado muy lejos para regresar a Menzoberranzan con las manos vacías.
—Todo eso está muy bien —dijo Pharaun—. No obstante, me veo obligado a señalar que estamos cansados y casi hemos consumido nuestra fuerza mágica. Movernos a ciegas por estas salas y pasillos hasta que los minotauros se las ingenien para atraparnos y matarnos es una estupidez. ¿Por qué no nos escondemos en una de esas casas de artesanos y descansamos hasta que estemos preparados para continuar? Creo que podemos ocultarnos bien.
—Descansaremos cuando lo crea apropiado. Hasta entonces, seguiremos adelante —dijo Quenthel, con una mirada de ira.
—No creo que entiendas lo que estoy diciendo… —empezó a decir Pharaun, mientras se ponía en pie y hablaba con palabras cortas y secas.
—¡No creo que entiendas lo que te estoy ordenando que hagas! —estalló Quenthel. Se encaró con el mago y se acercó. El látigo se retorcía inquieto—. Deja de cuestionar constantemente mi liderazgo.
—Cuando empieces a dirigir con inteligencia, lo haré —replicó Pharaun; su tranquilidad desapareció—. Ahora, escucha…
Jeggred se levantó con un gruñido animal y agarró al mago de los brazos con las enormes garras, lo apartó de Quenthel y lo lanzó al suelo.
—¡Muestra algo de respeto! —tronó el draegloth—. ¡Te diriges a la Suma Sacerdotisa Quenthel Baenre, matrona de Arach-Tinilith, matrona de la Academia, matrona de Tier Breche, Primera Hija de la casa Baenre de Menzoberranzan… perro insolente!
Los ojos de Pharaun destellaron mientras se ponía en pie. La expresión de calma contenida se esfumó de su cara, dejando nada más que una maldad perfecta y fría.
—Nunca vuelvas a ponerme la mano encima —dijo con un siseo de advertencia.
Tenía las manos a los costados, preparado para invocar terribles conjuros contra el draegloth, mientras Jeggred se agachaba para saltar.
Quenthel posó la mano en el flagelo y se acercó mientras las cabezas de serpiente se retorcían. Ryld llevó la mano a la empuñadura de Tajadora y observó a los tres. Su cara era una máscara inexpresiva.
—Esto es una locura —dijo Halisstra mientras se apartaba, apuntando con la ballesta al suelo—. Debemos cooperar si queremos salir vivos de aquí.
Quenthel abrió la boca para hablar, quizá para dar la orden de que Jeggred atacara al mago, sin importar las consecuencias; pero en ese momento llegaba Valas. Corría hacia el grupo. El explorador se detuvo. Captó la situación con una mirada.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó con cautela.
Cuando no respondió nadie, el Bregan D’aerthe cruzó una mirada con todos y cada uno.
—No me lo puedo creer. ¿Es que no habéis tenido suficientes combates durante las cuatro últimas horas? ¿Cómo se os ocurre gastar las fuerzas que os quedan, la magia, la sangre, matándoos unos a otros, cuando ya nos hemos abierto paso a través de la mitad del condenado Laberinto?
—No estamos de humor para que nos arengues, mercenario —dijo Quenthel—. Cállate. —Miró a Pharaun, y se metió el látigo en el cinturón—. No sirve de nada luchar aquí.
—Coincido —dijo Pharaun; quizá la afirmación más seca que había pronunciado el locuaz mago desde que lo conociera Halisstra. Gracias a una insospechada autodisciplina el mago dominó la rabia y se irguió, relajando las manos—. Aunque no se me tratará como a un goblin. Eso no lo soportaré.
—Y yo no seré insultada y maltratada a cada momento —respondió Quenthel. Se volvió hacia Valas—. Maese Hune, ¿has encontrado algo en el palacio?
El explorador, nervioso, miró a Quenthel y Pharaun, al igual que Halisstra y Danifae.
—De hecho, sí —dijo—. En el salón principal hay un portal grande. A menos que malinterpretara los signos, un gran número de gente pasó por él. Sospecho que la casa Jaelre está en algún lugar al otro lado, en un nuevo asentamiento.
—¿Adónde conduce el portal? —preguntó Ryld.
—No tengo ni idea, pero seguro que hay una manera de descubrirlo —dijo después de encogerse de hombros.
—Excelente —dijo Quenthel—. Pondremos tu portal a prueba ahora mismo, antes de que los minotauros y los demonios vuelvan. En pocos minutos cualquier sitio será mejor que éste.
Demoró la mirada en Pharaun, que desvió los ojos, como si rindiera una leve reverencia.
Halisstra dejó escapar el aire que no recordaba haber aguantado.