Capítulo ocho

—Deberíamos irnos, y ya está —refunfuñó Jeggred. Su pelaje blanco estaba manchado de vino tinto, y el hocico pringado por la grasa caliente de un asado de rote. El draegloth no soportaba bien las largas esperas, y dos días de confinamiento en La Fresca Fundición eran demasiado para él—. Estaríamos fuera de la ciudad antes de que se dieran cuenta.

—Me temo que no es tan sencillo —dijo Ryld. Estaba arrodillado junto a su mochila, llenando bolsas con la comida que menos se estropeaba. Luego las metió en un círculo negro que había a su lado; era un agujero mágico que se podía llevar uno consigo como si fuera una prenda negra. Era capaz de almacenar kilos y kilos de equipo y vituallas, pero apenas pesaba—. Quizá tú no los has visto, pero estoy seguro de que no soy el único que ha reparado en los espías que vigilan esta posada. No habríamos recorrido ni doscientos metros que ya se nos habrían echado encima los soldados.

—¿Y? —preguntó el draegloth—. ¡No temo a ningún enano!

—Los duergars no son goblins ni gnolls, que son demasiado tontos para usar su superioridad numérica y demasiado torpes y toscos para tener una oportunidad en el uno contra uno. Me he encontrado espadachines duergars casi tan buenos como yo. No dudo que varios de ellos nos atacarían. Además, entre sus filas cuentan con magos y clérigos expertos.

—Tendríamos que habérnoslo pensado antes de venir a una ciudad duergar —dijo Halisstra—. Qué pérdida de tiempo.

Se apresuró a ponerse la armadura mágica que llevaba el símbolo de la casa Melarn en el pecho. Se preguntó si la mejor estrategia sería esperar unos días más y confiar en que los enanos grises relajaran la vigilancia. Por otro lado, si se retrasaban demasiado, siempre cabía la posibilidad de que el mercader al que había hechizado para comprarle el nuevo equipo a Danifae recuperara la voluntad e informara de lo ocurrido a las autoridades… pero no, si las hubieran denunciado, ya habrían pagado con sus vidas.

Tiró del borde de la cota de malla y se movió para que le asentara mejor en los hombros.

—Maese Argith, ¿cuánto tiempo le puede costar al ejército duergar ponerse en marcha? —preguntó Halisstra.

—Poco —dijo Ryld—. No pueden mantener a los lagartos de carga enjaezados durante mucho tiempo. La pregunta es cuándo podremos irnos. Si esperamos a que el ejército se ponga en marcha, podríamos retrasarnos días.

—Si nos retrasamos, nos matarán —advirtió Danifae.

—Partiremos de inmediato —dijo Quenthel, poniendo punto final al debate.

La matrona de la Academia se vistió para el combate, con expresión sombría, mientras el látigo se retorcía inquieto.

—Eso vuelve a plantear la pregunta que nos hicimos antes…, ¿en qué dirección vamos? —preguntó Ryld.

El maestro de armas acabó de recoger las provisiones en el agujero, lo enrolló y lo metió en la mochila.

—Sería capaz de volver a Mantol-Derith —propuso Pharaun—, pero sería difícil avanzar desde aquí. No conozco el camino hacia el Laberinto, así que cada paseo que demos por el Plano de las Sombra nos llevaría a un fin sombrío. Somos demasiados para que os teletransporte a todos, por lo que, a menos que alguien tenga ganas de responder ante los enanos grises por la repentina partida del resto del grupo, supongo que eso también queda descartado.

—¿Qué me dices de un conjuro que disfrazara nuestra apariencia? —preguntó Ryld.

—Por desgracia —respondió el mago—, los enanos grises detectan muy bien esas ilusiones.

—Si sólo uno se percatara de nuestro disfraz y viera un grupo de elfos oscuros… —añadió Halisstra.

—Sería mejor que nos hiciéramos invisibles —dijo el maestro de Sorcere—. Sí, eso sería la mejor solución. Eso me recuerda los tiempos en que…

—Basta. —Quenthel rebulló en el asiento y le preguntó a Valas—: ¿Tenemos que ponernos en camino hacia el Laberinto desde aquí, o podrías encontrar un camino que rodeara Gracklstugh si retrocediésemos un trecho?

—Nos costaría varios días más rodear la ciudad —respondió el explorador—, pero os podría guiar más allá de los bordes de Gracklstugh.

—Excelente —dijo Quenthel—. Nos dirigiremos a los muelles y usaremos el bote de Picahúlla. Es la vía de salida más directa desde aquí, y a menos que me equivoque, la orilla está menos vigilada que los túneles. ¿Estáis todos preparados? —Echó un vistazo a su alrededor. Todos estaban listos, así que la sacerdotisa Baenre hizo un gesto de aprobación y se volvió hacia Pharaun—. ¿Qué tenemos que hacer para que funcione tu conjuro?

—Unid las manos y acercaos a mí —dijo Pharaun—, o apartaos, si preferís, en cuyo caso os volveréis visibles. Ah, no me hago responsable de los inconvenientes que surjan.

Armados y con las mochilas a la espalda, unieron las manos y esperaron, todos excepto Valas. El maestro de Sorcere, en el centro, siseó una serie de palabras arcanas y dio unos pases místicos con las manos. Todos desaparecieron. Halisstra sentía la mano de Danifae en el hombro izquierdo y asía la coraza de Ryld con la derecha, pero sus ojos le decían que sólo el explorador estaba en la sala.

—¿Estás preparado, maese Hune? —dijo Pharaun.

Valas asintió. Iba vestido con lo que para él eran sus galas, una simple cota de malla sobre una buena camisa de tela de araña y unos bombachos oscuros, el piwafwi caído por encima de un hombro casual. A esta vestimenta estaban prendidos distintivos e insignias estrafalarios, protecciones y fetiches de una docena de razas que completaban su atuendo.

—Los distraeré paseando un rato por el patio. Salid rápido; será menos sospechoso si no me quedo mucho rato. Me uniré a vosotros en la barca de Picahúlla dentro de diez minutos.

—Te seguirán de cerca —dijo Ryld.

Valas Hune se mostró ofendido.

—Nadie es capaz de seguirme si yo no quiero —dijo.

Valas salió al patio, dejando la puerta para que salieran. Valas hizo como si se desperezara. Halisstra oyó que Ryld arrastraba los pies, e hizo lo mismo, apretujándose contra él a la par que Danifae la empujaba. El aliento cálido de la muchacha le acariciaba la nuca.

Mientras el explorador de Bregan D’aerthe se encaminaba hacia el barrio central de la ciudad, Halisstra y los demás dieron un rodeo y fueron en dirección contraria, a los muelles. Las calles no estaban desiertas, pero tampoco abarrotadas. La mayoría de los duergars estaban en sus aburridas casas después de un largo día en las forjas y fundiciones de la ciudad. Si el grupo se hubiera visto obligado a huir al principio o al final de la jornada, su estratagema se habría desbaratado por el simple encontronazo con un atareado enano.

Halisstra lanzó otra mirada a Valas, que caminaba por la calle en dirección opuesta. Parecía ir con cierta cautela; lo que era mejor que la despreocupación, cosa que sería sorprendente en un lugar como Gracklstugh. También vio a un mozo duergar llevando un barrilete de brandy al hombro. Cuando el explorador pasó, éste se volvió para seguirlo. En apariencia no era más que un trabajador normal y corriente que transportaba artículos de una parte de la ciudad a otra.

«Valas lo habrá advertido —pensó—. Ese mercenario es demasiado astuto para pasar por alto un seguimiento tan claro como ése».

Aunque Halisstra esperaba que en cualquier momento algún observador escondido diera un grito de alarma, avanzaron sin impedimentos hasta que alcanzaron los muelles. Cuando se acercaban a las barcas amarradas, Ryld se detuvo de repente, sorprendiendo a Halisstra. Ésta tropezó con él. Danifae también chocó con ella. Y todo el grupo se detuvo.

—Problemas —susurró Pharaun—. Una patrulla de soldados con los colores del príncipe heredero acaban de doblar la esquina. También son invisibles, y hay un tipo que parece mago que los guía hacia aquí.

—¿Nos ven? —preguntó Jeggred—. ¿De qué nos sirves, mago?

—Hay conjuros que permiten ver la invisibilidad —respondió Pharaun—. Ahora mismo utilizo uno, por eso yo veo a los soldado, y tú no. Espero que eso responda a la pregunta de para qué sirvo…

—¡Vosotros! ¡Disipad el conjuro y tirad las armas! —ordenó el capitán de la patrulla. El ruido de las armas reverberó en la silenciosa calle, aunque Halisstra seguía sin ver a los enanos grises—. ¡Estáis arrestados!

—Jeggred, Ryld, Pharaun… ocupaos de ellos —ordenó Quenthel—. Danifae, Halisstra, quedaos conmigo.

Salió disparada hacia el muelle y se hizo visible en cuanto se alejó de la influencia mágica de Pharaun. Jeggred y Ryld atacaron por el otro lado. Tajadora apareció en las manos del maestro de armas como por arte de magia. Pharaun soltó una frase corta que pareció estremecer el aire del embarcadero, y un momento más tarde una onda de luz bañó el otro lado de la calle, revelando a los duergars. El mago profirió al instante otro conjuro, que lo hizo visible mientras dirigía un rayo negro al mago que acompañaba a los soldados. La lanza púrpura alcanzó al mago en el pecho, y se desplomó al suelo como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos.

—La próxima vez, golpea primero y lanza los desafíos después —comentó Pharaun. Inició otro conjuro mientras el draegloth y el maestro de armas chocaban contra las filas de la patrulla, asestando tajos y mandobles a diestro y siniestro.

Halisstra siguió a Quenthel mientras ésta corría por el muelle. Quenthel saltó a la barca de Picahúlla. Los enormes esqueletos estaban inmóviles en el centro de la cubierta. No eran más que maquinaria inerte que esperaba una orden. Bajo el puente, el contrabandista duergar se removió y se sentó sobre un jergón, agarrando un hacha de mano.

—¿Quién anda ahí? —rugió mientras se ponía en pie—. ¿Por qué…?

Fue interrumpido por el impacto del pie de Quenthel en el pecho y cayó a cubierta.

La Baenre levantó el látigo para acabar con el contrabandista.

—¡Espera! —gritó Halisstra—. Podríamos necesitarlo para que esta cosa funcionara.

—¿Te has creído sus cuentos? —dijo Quenthel sin apartar los ojos del enano—. Quiere que pensemos que lo necesitamos para que funcione la barca.

—Sea verdad o no, ahora no es momento de poner en riesgo nuestra huida —dijo Halisstra—. Seríamos unos idiotas si nos abriéramos paso entre una patrulla de soldados del príncipe y no pudiéramos abandonar el muelle.

—No habéis conseguido el favor del príncipe, ¿verdad? —dijo Picahúlla. Se levantó despacio y mostró una fiera sonrisa. Un repentino resplandor eléctrico y un trueno retumbante provenientes del principio del muelle anunciaron la llegada de refuerzos duergars—. Si me matan, nunca escaparéis. Ahora hablemos del precio que pagaréis para sacaros de este lío.

Quenthel se enfureció y sin duda habría derribado al enano, pero Halisstra se situó entre los dos.

—Si nos atrapan aquí —dijo la sacerdotisa Melarn—, te implicaremos en todos los cargos que nos imputen, enano. Y ahora en marcha.

Picahúlla cruzó una mirada con las elfas oscuras, la cara deformada por la ira.

—¿Os trato honestamente, y así me lo pagáis? —soltó—. ¡Tendría que haberlo pensado mejor antes de comerciar con los de vuestra calaña!

Se apresuró a quitar los cabos que aseguraban la macabra barca al muelle, mientras gritaba órdenes a los esqueletos.

—¿Por qué tenemos que salvar al enano? —preguntó Quenthel, con los ojos entornados a Halisstra—. Sabes que miente sobre lo de gobernar la barca.

—Siempre podrás matarlo más tarde, si tantas ganas tienes —dijo Halisstra después de encogerse de hombros.

Cuando la barca empezó a girar, Ryld y Jeggred corrieron a toda velocidad y subieron a bordo. La sangre chorreaba de las garras del semidemonio y de Tajadora. Pharaun saltó un poco más tarde, después de cerrar el acceso al muelle con un muro de llamas rugientes para detener a los soldados.

—Eso no los retendrá mucho tiempo —dijo el mago—. Debe de haber tres o cuatro magos allí, y extinguirán el muro con rapidez. Alejémonos antes de que lancen sus conjuros sobre nuestro humilde transporte.

—¿Te das cuenta que también has bloqueado la ruta de escape de Valas con ese conjuro? —dijo Ryld entre dientes—. Lo necesitamos, Pharaun. No podemos abandonarlo aquí.

—Me siento halagado, maese Argith.

Valas se levantó de entre las sombras de la popa del barco y se ajustó el piwafwi.

—¿De dónde demonios has salido? —preguntó el maestro de armas, mientras se frotaba los ojos.

—Embarqué justo después de que las tres damas lo hicieran —dijo el explorador. Miró a su alrededor, para saborear la sincera sorpresa en las caras de sus compañeros, luego hizo una ligera reverencia y un gesto como para quitarse importancia—. Como dije, no me siguen con facilidad cuando yo no quiero. Además, parecía que estabais muy ocupados con los soldados del príncipe.

El maestro de Melee-Magthere resopló y devolvió a Tajadora a la vaina que llevaba cruzada en la espalda. Acto seguido, se volvió hacia el puerto, que se desvanecía en la oscuridad con rapidez. El fuego aún brillaba en el muelle, iluminaba las extrañas formas de los bajeles duergars, en los que la tripulación se apresuraba por las cubiertas, gritándose órdenes unos a otros mientras obedecían a los soldados del príncipe heredero.

—Espero que tu barca sea más rápida que sus bajeles —dijo Ryld.

—No te preocupes —gritó Picahúlla desde el puente—. Ésta es la barca más rápida del Lagoscuro. No nos alcanzarán.

Bramó otra orden a los enormes esqueletos que conducían el bote, y éstos redoblaron sus esfuerzos, accionando las manivelas cada vez más rápido, hasta que una espuma blanca hirvió en las aspas. La ciudad duergar se desdibujó en la oscuridad, sólo la delataba ya el resplandor rojizo que se veía en el techo de la caverna.

—De todos modos, la situación es inquietante —reflexionó Quenthel—. Menzoberranzan no puede afrontar una guerra contra los duergars ahora mismo.

—¿Alteraremos el rumbo? —preguntó Ryld—. Debemos avisar a Menzoberranzan.

La matrona de Arach-Tinilith se paró a pensar un momento.

—No —dijo—. Lo que tenemos entre manos es más importante, y, si no estoy equivocada, Pharaun posee los medios para enviarle una advertencia al archimago. ¿No es así?

El maestro de Sorcere sonrió y extendió los brazos.

Las pisadas de Nimor reverberaban en los pasillos de la fortaleza del príncipe heredero. A intervalos pasaba ante parejas de soldados ceñudos con armadura pesada y alabardas enhiestas. Se preguntaba si nunca se cansaban de mirar las paredes lisas durante su servicio.

Lo más probable era que no. Los duergars eran insensibles a esas cosas.

Nimor jugueteaba con un sobre pequeño que llevaba en la mano. La dama Aliisza de la Corte del Caudillo (un título de lo más imaginativo que había oído) lo había invitado a reunirse con ella para cenar en sus aposentos, no sin dejar caer que los enanos grises hasta ahora no la habían invitado a un banquete o cena. Nimor no esperaba que la compañía para cenar fuera lo único previsto en el programa.

Al llegar a las habitaciones asignadas a la emisaria del Caudillo, se metió la invitación en el bolsillo del pecho, y llamó dos veces a la puerta.

—Adelante —dijo una voz aterciopelada.

Nimor entró. Aliisza esperaba sentada a la mesa, que estaba llena de unos platos impresionantes y rematada por una botella de vino del mundo de la superficie y un par de copas. Llevaba una falda de seda roja con un ajustado corsé decorado con un lazo negro. Nimor advirtió que los colores la favorecían, y que incluso quedaban bien con sus suaves alas negras.

—Lady Aliisza —dijo con una reverencia—. Me siento halagado. Estoy seguro de que la comida que hay ante mí no proviene de las cocinas del príncipe heredero.

—Hay un límite a la cantidad de queso ahumado de rote y pan de harina de esporas que uno es capaz de soportar —dijo. Tomó las copas de vino con una mano y se acercó para darle una—. Lo admito, ordené a mi séquito que rebuscara por la ciudad para encontrar posadas y tabernas deseosas de suministrar viandas apropiadas al paladar de un elfo.

Nimor se llevó la copa a la nariz para aspirar el aroma. No sólo apreció la fragancia del vino, también olfateó la presencia de algunos de los venenos con los que estaba familiarizado. Habría sido muy difícil envenenarlo. Pero no detectó aromas extraños.

—Muchas gracias. Últimamente he viajado mucho y me he visto obligado a vivir sobriamente.

Aliisza sorbió un poco de vino e hizo un gesto hacia la mesa.

—En ese caso, ¿por qué no comemos mientras hablamos?

Nimor tomó asiento frente a la semisúcubo y empezó a comer. Una de las consecuencias de su verdadera naturaleza era el sorprendente saque que tenía para su complexión, así como su capacidad para el ayuno. El asado de rote con salsa de setas estaba en su punto, el pescado ciego estaba algo más salado de lo que le habría gustado y el vino era seco y fuerte, una buena elección para el asado.

—Así, ¿a qué debo el placer de esta ocasión? —preguntó entre bocado y bocado.

—Me intrigas, Nimor Imphraezl. Quiero saber más de ti y a qué intereses representas.

—¿Quién soy? Te he dicho mi verdadero nombre —respondió Nimor.

—Ésa no es la clase de respuesta que pretendía. —Aliisza se inclinó hacia adelante, con los ojos fijos en él—. Lo que quería decir es, ¿a quién sirves? ¿Qué haces aquí?

Nimor sintió una sutil agitación en sus pensamientos, como si intentara recordar algo que momentáneamente había olvidado. Se reclinó en la silla y sonrió a la semisúcubo.

—Espero que me perdones, querida, pero hace poco me encontré en una entrevista en la que el otro era capaz de leer mis pensamientos, y por eso esta tarde he tomado medidas para protegerme contra esas cosas. No verás las respuestas en mi mente.

—Ahora me pregunto qué pensamientos tienes que guardar tan bien, Nimor. ¿Tienes miedo de que no me guste lo que encuentre?

—Todos tenemos nuestros secretos. —Nimor agitó de nuevo el vino y admiró su fragancia. No le diría toda la verdad, por supuesto, pero lo que le ofrecería era lo bastante veraz dadas las circunstancias—. Pertenezco a una casa menor de Menzoberranzan con unas prácticas inusuales que las matronas no aprobarían. Entre otras cosas, no nos sometemos a la tiranía de nuestras adoradoras de Lloth y tenemos viejos y fuertes vínculos con casas menores en varias ciudades con prácticas similares. Nos hacemos pasar por mercaderes de poca importancia, pero mantenemos nuestra verdadera naturaleza y habilidades en secreto.

—¿Habilidades?

—Somos asesinos, querida, y muy buenos en nuestro oficio.

Aliisza se inclinó hacia adelante y posó la barbilla sobre las manos mientras examinaba a Nimor con su mirada oscura y traviesa.

—¿Qué hace un asesino de Menzoberranzan en Gracklstugh, aconsejando a Horgar Sombracerada mientras reúne su ejército para la guerra? —preguntó—. ¿No sería eso la peor de las traiciones?

—Deseamos alterar el orden de las cosas —respondió Nimor después de encogerse de hombros—. No venceremos a las grandes casas de nuestra ciudad sin un ejército, y Gracklstugh es el más fuerte en este rincón de la Antípoda Oscura. En cuanto fue evidente que Lloth había abandonado a sus sacerdotisas, nos dimos cuenta de que teníamos una oportunidad de oro para descargar un golpe mortal sobre las grandes casas. Hemos hecho todo lo posible por ayudar a Horgar para que vea que nuestra oportunidad también es la suya.

—¿No te preocupa que los duergars se nieguen a dejar la ciudad drow en vuestras manos una vez que la conquisten?

—Por supuesto —dijo Nimor—, pero con toda honestidad, vemos la caída de las casas de la Reina Araña como un éxito lo bastante deseable para compensar los riesgos de que nos traicionen los enanos. Incluso si Gracklstugh se vuelve contra mi casa y ocupa Menzoberranzan durante un centenar de años, sobreviviríamos, y a su debido tiempo, reclamaríamos la ciudad.

—¿De verdad crees que la Reina Araña permitirá que caiga su ciudad? ¿Qué sucederá en caso de que las sacerdotisas recuperen de pronto sus poderes?

—Somos una raza longeva, querida. Mi abuelo vio con sus propios ojos los acontecimientos de hace mil años. No olvidamos el pasado como hacen otras razas. En todas nuestras leyendas, nuestras tradiciones, nunca nos encontramos con un silencio tan completo y duradero. Incluso si es temporal, bueno, es una oportunidad que se da una vez cada dos mil años, ¿no? ¿Cómo no escoger este momento para golpear?

—Quizá tengas razón. Hablé con otro drow que siente que éstos son tiempos extraordinarios y sin precedentes. —Aliisza volvió la mirada hacia él y añadió—: De hecho, en Ched Nasad me encontré con unos nobles de Menzoberranzan que llegaron a la ciudad con la esperanza de descubrir la causa del silencio de Lloth. Quenthel Baenre, matrona de Arach-Tinilith, dirigía al grupo.

—Oí hablar de la misión de la matrona Quenthel. ¿Así que fueron a Ched Nasad?

—Sí, después de pasar por el territorio de Kaanyr Vhok. Llegaron justo a tiempo de ver la destrucción de la ciudad.

—¿Sobrevivió alguno de ellos?

—No estoy segura —dijo Aliisza después de encogerse de hombros—. Eran gente muy capaz. Si alguien podía escapar a la caída de la ciudad, eran ellos.

Nimor golpeó ligeramente la mesa con los dedos, pensando. ¿Entonces la misión de investigación de Quenthel era importante? Imaginaba que las matronas habían decidido mandar fuera de la ciudad a la matrona de Arach-Tinilith durante un tiempo por si tenía aspiraciones peligrosas. Sin embargo, era algo inesperado, un factor desconocido del que convendría que la Jaezred Chaulssin tomara nota. Un grupo de poderosos elfos oscuros vagando por la Antípoda Oscura encontrarían la oportunidad de causar toda clase de problemas.

—¿Hallaron las respuestas a sus preguntas? —preguntó.

—No, que yo sepa —dijo Aliisza. Apartó la mirada de la ventana y se acercó hacia la mesa—. Parecías muy ansioso por discutir mi caso con el príncipe coronado. ¿Puedo preguntar el porqué?

El asesino se removió en el asiento y se reclinó, posando la mirada en ella.

—Ya lo mencionaste antes —dijo—. O Gracklstugh es lo bastante fuerte para vencer a Menzoberranzan, o no. Si es lo segundo, entonces la Legión Flagelante de Kaanyr Vhok puede desequilibrar la balanza a nuestro favor. Si Gracklstugh es lo bastante fuerte, entonces la Legión Flagelante serviría para averiguar las aspiraciones de Horgar. No querríamos que el príncipe heredero olvidara los detalles de nuestro acuerdo.

—¿Y por qué la Legión Flagelante servirá como vuestro ejército en la batalla?

—Porque para Horgar no contarás como aliada a menos que lo persuada de que estaría mejor con los tanarukks de Kaanyr Vhok a su lado que atacando su flanco —respondió Nimor—. Además, tu señor quiere quedarse sentado mientras se desencadenan los hechos. Te ha enviado para apremiar a los duergars a que atacasen Menzoberranzan, ¿no es así?

Aliisza escondió su sonrisa tras la copa de vino.

—Bueno, sí —admitió—. Así, ¿pedirás a los duergars que acepten nuestra ayuda, o no?

El asesino estudió a la semisúcubo mientras pensaba en la respuesta. Agrach Dyrr era un aliado útil, pero dudaba que la Quinta casa de Menzoberranzan tuviera la fuerza necesaria para contrarrestar al ejército de Horgar si llegaba el momento decisivo. Otra fuerza en la batalla incrementaría las probabilidades de éxito de la Jaezred Chaulssin, y con tres ejércitos con los que operar, se podía alinear dos contra el tercero en cualquier combinación necesaria para lograr sus objetivos últimos. En último término, la Jaezred Chaulssin utilizaría sus fuerzas, pero éstas no eran numerosas, y siempre era preferible emplear los recursos de un aliado antes que utilizar los propios.

—Creo —dijo al fin— que no le daremos oportunidad a Horgar de rechazar tu ayuda. ¿Conoces un lugar llamado los Pilares del Infortunio?

Aliisza frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.

—Es un desfiladero que hay entre Gracklstugh y Menzoberranzan —dijo Nimor—, un lugar para el que tengo grandes planes. Estoy convencido de que algunos de los exploradores de Kaanyr Vhok conocerán el sitio y me aseguraré de que saben encontrarlo. Vuelve con Kaanyr Vhok y haz que lleve la Legión Flagelante a los Pilares del Infortunio lo antes posible. Tendrás la oportunidad de contribuir a la destrucción de Menzoberranzan. Si el príncipe heredero demuestra que es un insensato, tendrás otras oportunidades, pero creo que Horgar aceptará tu ayuda, dadas las circunstancias, una vez que encuentre tus fuerzas en la batalla.

—Eso suena arriesgado.

—El riesgo es el precio de la ocasión, querida. No es posible evitarlo.

Aliisza estudió sus intenciones.

—Muy bien —dijo—, pero te advierto que Kaanyr Vhok se enfadará conmigo si su ejército avanza por la Antípoda Oscura y se pierde la diversión.

—No te defraudaré —prometió Nimor. Se permitió dar un buen trago de vino y apartó la silla de la mesa—. Con esto se acaba nuestro asunto, lady Aliisza. Gracias por la excelente cena y la agradable compañía.

—¿Te vas tan pronto? —dijo Aliisza con mohín.

Se acercó más. Sus ojos le lanzaron una mirada traviesa, y Nimor se descubrió paseando la mirada por las voluptuosas curvas de su cuerpo. Ella se inclinó hacia adelante, puso las manos en los brazos de la silla y lo rodeó con las alas. Con un encanto sinuoso bajó la cabeza para mordisquearle la oreja, mientras apretaba su carne suave y ardiente contra él.

—Si ya hemos acabado con los negocios, Nimor Imphraezl, es el momento del placer —le susurró a la oreja.

Nimor inhaló la fragancia deliciosa de su perfume y descubrió que sus manos se paseaban por sus caderas para atraerla hacia sí.

—Si insistes… —murmuró y le besó el cuello.

Ella tembló entre sus brazos cuando él alargó la mano y empezó a desabrocharle el corsé.

Las burdas aspas a los costados de la barca de Picahúlla traquetearon con fuerza en la oscuridad, batiendo el agua negra y formando espuma blanca. Los gigantescos esqueletos del centro de la barca se encorvaban y erguían una y otra vez, con las huesudas manos sujetas a la manivela que accionaba las ruedas. Sin descanso, continuaron su mecánico trabajo, atados a su tarea por la magia nigromántica que les insuflaba sus años de vida, quizá décadas. Halisstra no era una experta en los viajes en barco, pero le parecía que la barca de Picahúlla llevaba un ritmo que era difícil de igualar.

Lanzó una mirada de reojo para ver si sus compañeros mostraban algún signo de que los perseguían. Ryld, Jeggred y Pharaun se hallaban en la popa, mirando la estela. Quenthel estaba sentada sobre un gran baúl justo bajo el puente y también miraba hacia Gracklstugh. Valas estaba en el puente junto a Picahúlla, asegurándose de que el enano mantenía la desgarbada nave en el rumbo que deseaban.

Halisstra y Danifae cumplían las funciones de vigías, con la vista al frente para cerciorarse de que no se metían de cabeza en problemas. Halisstra no se molestó en discutir la medida. Los varones estaban mejor situados para hacer frente a las probables amenazas, y Pharaun era posiblemente su mejor arma contra cualquier persecución desde Gracklstugh.

La ciudad ya no era visible, excepto por la mancha larga y rojiza. La luz de los fuegos de las fraguas enanas se veía desde varios kilómetros de distancia en el vacío inmenso de las aguas del Lagoscuro. A Halisstra le recordaba los paisajes antinaturales del mundo de la superficie. Avanzaron hacia el sureste de Gracklstugh durante varias horas, sin que nadie los siguiera, pero Halisstra no podía quitarse la sensación de que aún no se habían librado de los enanos. De mala gana, volvió la mirada hacia la enorme oscuridad de proa y comprobó la ballesta para asegurarse de que estaba preparada para disparar.

Halisstra vigilaba su mitad de la proa. Empezaba por el agua cercana a la barca y alejaba la vista hasta que no distinguía nada en la oscuridad. Entonces volvía hasta la barca y comenzaba de nuevo. Grandes estalactitas o columnas (era imposible decirlo) descendían del techo y se desvanecían en las aguas negras de vez en cuanto, titánicos pilares que la barca rodeaba. En otros puntos, los puntiagudos extremos de estalagmitas salían de la superficie cual lanzas. Picahúlla se apartaba bastante de ellas, alegando que podría haber dos rocas más sumergidas por cada una que rompía la superficie.

—Soy incapaz de creerme que estoy en una barca duergar, huyendo de una ciudad que no había visto hasta hace tres días —murmuró Halisstra, rompiendo el largo silencio—. Hacía casi tres semanas era la heredera de una gran casa, en una noble ciudad. Diez días atrás era la prisionera, traicionada por la maldad mezquina de Faeryl Zauvirr, y ahora aquí estoy, siendo una vagabunda desarraigada sin nada más que mi nombre, la armadura que llevo y todo lo que hay en la mochila. Soy incapaz de comprender el porqué.

—No me son extraños los cambios —dijo Danifae—. ¿Qué sentido tiene preguntarse por qué? Es la voluntad de la Reina Araña.

—¿Lo es? —planteó Halisstra—. La casa Melarn estuvo en pie durante veinte siglos o más, para caer cuando Lloth retiró su favor a toda nuestra raza. Y en su ausencia nuestros enemigos pueden derrotarnos.

Danifae no respondió, ni Halisstra lo esperaba. Después de todo, esa idea estaba muy cerca de la herejía. Sugerir que ocurría algo contra la voluntad de Lloth era dudar del poder de la Reina Araña, y cuestionarlo era tentar la muerte y condenarse como un débil infiel. El destino que aguardaba a los infieles en el más allá era demasiado terrible para considerarlo. A menos que Lloth decidiera llevar el alma de un seguidor a su morada divina en la Red de Pozos Demoníacos, el espíritu de un drow sería condenado al dolor y el olvido en los yermos desiertos donde los muertos de todas clases eran juzgados. Sólo un culto vil y un servicio perfecto persuadirían de interceder a la Reina Tenebrosa en beneficio de una y garantizar la vida después de la vida, la existencia eterna entre las huestes divinas de Lloth.

«Por supuesto —pensó Halisstra—. Si Lloth estaba muerta, entonces la condenación y el olvido eran inevitables, ¿no?».

Palideció ante la idea y se estremeció de terror. Se levantó y se alejó del puente para esconder la cara de la vista de los demás.

«No debo pensar esas cosas —dijo para sí—. Mejor vaciar la mente de todo pensamiento antes que recrearme en la blasfemia».

Cerró los ojos y respiró profundamente, haciendo todo lo posible para apartar sus dudas.

—Tenemos problemas —anunció Ryld desde la cubierta de popa. El maestro de armas se arrodilló y forzó la mirada para mirar entre la oscuridad—. Tres barcas, muy parecidas a ésta.

—Las veo —dijo Pharaun. Levantó la mirada hacia el puente—. Maese Picahúlla, habías dicho que ésta era la barca más rápida del Lagoscuro. ¿Debo pensar que exageraste un poco?

—Nunca me han alcanzado hasta hoy —dijo el enano después de mirar atrás con el entrecejo fruncido—, así que, ¿cómo iba a saberlo?

Lanzó una retahíla de maldiciones y se paseó de un lado a otro del puente, sin apartar los ojos de las naves perseguidoras.

—No van mucho más rápido que nosotros —comentó Quenthel momentos más tarde—. Les va a costar un poco alcanzarnos.

Halisstra se volvió y se asomó por el puente para mirar por popa. Apenas veía las barcas que los perseguían. Iban a la estela del bote de Picahúlla, a tiro de arco. Se veían siluetas de fantasmas negros contra la agonizante mancha roja que señalaba la ciudad. Un destello blanco jugueteaba en la proa de cada bote mientras hendía las aguas.

—¿Esta cosa no puede ir más rápido? —dijo después de levantar la mirada hacia el duergar.

Picahúlla soltó un gruñido y agitó una mano hacia los esqueletos que conducían la embarcación.

—Ya les he dicho que vayan lo más rápido que puedan —dijo—. Podríamos aumentar la velocidad tirando peso por la borda, pero no sé si sería de mucha ayuda.

—¿Cuánto queda hasta la pared sur de la caverna? —preguntó Quenthel.

—No conozco bien estas aguas. Supongo que unos cinco kilómetros.

—Entonces mantén el rumbo —decidió la Baenre—. Cuando estemos en tierra, nos distanciaremos de nuestros perseguidores o escogeremos el terreno para luchar si decidimos quedarnos.

—Pero ¿qué hay de mi barca? —exigió Picahúlla—. ¿Tienes idea de lo mucho que pagué por ella?

—Espabílate por tu cuenta, enano —respondió Quenthel.

Le dio la espalda al duergar y se sentó a esperar, mientras acariciaba el látigo y observaba cómo los perseguidores se acercaban.

La barca continuó su avance, dejando atrás más estalagmitas que sobresalían de las aguas mientras los perseguidores se aproximaban. Halisstra y Danifae observaban los obstáculos que surgían a proa, pero a pesar de sí misma, Halisstra era incapaz de resistir el impulso de mirar a su espalda cada pocos minutos para mirar las evoluciones de los perseguidores. Cada vez que lo hacía, estaban un poco más cerca, hasta que distinguió a varios sujetos que se afanaban sobre las cubiertas. Un cuarto de hora después de que el primero surgiera a popa, las naves duergars empezaron a disparar proyectiles: pesados virotes de ballesta que caían en su estela y torpes disparos de catapulta de bolas llameantes que caían más allá de la barca para golpear las húmedas columnas que plagaban las aguas que los rodeaban.

—Zigzaguea un poco —le dijo Quenthel al enano—. No queremos que una de ésas nos dé de lleno.

—Ganarán terreno antes si hacemos eso —protestó Picahúlla, aunque empezó a mover el timón de un lado a otro, intentando no seguir el mismo rumbo durante demasiado tiempo.

—Ryld, Valas, responded a los disparos de la barca de cabeza. Usad sólo la mitad de los proyectiles. Podríamos necesitarlos más tarde. —Quenthel echó un vistazo a su alrededor y le hizo un gesto a Halisstra—. Tú también. Danifae, mantén la guardia a proa. Pharaun, responde a las catapultas.

Valas se volvió y afirmó los pies en unas planchas entrecruzadas, mientras ponía una flecha en el arco. Apuntó hacia la barca de cabeza y disparó la flecha. Ryld y Halisstra hicieron otro tanto. Un largo instante después, la diminuta figura de un enano gris levantó los brazos, y cayó por la borda y desapareció bajos las aspas. Otros enanos corrieron a toda prisa para cubrirse con unas protecciones de gran tamaño que había en la barca.

Pharaun dio un paso al frente y gritó un conjuro hacia la barca que iba en cabeza. De las yemas de sus dedos salió disparada una bolita de llamas anaranjadas que atravesó las aguas con la velocidad de una flecha. Pareció que se desvanecía en la negrura, tragada por la masa de la nave. Luego, una brillante explosión brotó justo en la proa del perseguidor, arrasando la cubierta con un rugido que resonó por toda la caverna. Duergars bañados en llamas daban bandazos de aquí para allá, pero la mayoría caía o se tiraba por la borda.

—¡Bien hecho! —exclamó Quenthel.

Incluso Jeggred dio un grito de alegría, pero un momento más tarde un globo de energía azul se elevó de la segunda nave con la velocidad del rayo. Pharaun inició un conjuro para desviarlo o detenerlo, pero fue incapaz de eludir el golpe, y unos rayos cegadores de electricidad envolvieron la barca de Picahúlla. El aire rugió con docenas de truenos y explosiones mientras los arcos eléctricos hacían explotar barriles o quemaban la piel. Halisstra soltó un grito y se dobló sobre cubierta cuando uno le atravesó la cadera izquierda. Ryld se desplomó entre sacudidas, su coraza tenía un brillo blanco azulado producido por la energía de la esfera eléctrica.

Los remeros seguían con su trabajo, dirigiendo la barca hacia adelante.

Pharaun saco su varita y devolvió un rayo a la nave que les había lanzado la esfera eléctrica. Un meteoro de fuego cegador salió de la embarcación que iba en cabeza. Rebotó en el agua con un ardor propio de un ser vivo. Por un golpe de buena suerte, el proyectil chocó con unas rocas que sobresalían y detonó cerca de popa, esparciendo una capa de fluido ardiente sobre la superficie del agua. La tercera nave disparó su catapulta de nuevo y lanzó una bola de llamas que zumbó por encima del puente y explotó a poca distancia de proa.

—Maldición —exclamó Picahúlla—. ¡Nos tienen a su alcance!

—Parece que me superan en número —gritó Pharaun—. Tal vez debiéramos redoblar los esfuerzos para escapar.

Las flechas zumbaron a su alrededor, silbando sobre el bote o clavándose en la cubierta de madera.

—Halisstra —llamó el mago—, coge mi varita y úsala para desanimar a los de la primera nave.

Halisstra hizo caso omiso del fuerte dolor que sentía en la cadera y gateó hacia popa. Cogió la varita de la mano del mago, la apuntó hacia la embarcación que iba al frente y gritó la palabra de activación. El aire crepitó y se llenó de ozono mientras el rayo salía disparado en dirección a la nave perseguidora, para acabar desvaneciéndose sobre alguna clase de escudo levantado por los magos duergars.

Pharaun pronunció las palabras de otro conjuro, y una niebla blanca y espesa se levantó. Sus vaharadas se extendieron por el agua con una velocidad sorprendente. Casi al instante, se levantó por popa como un muro blanco, que bloqueó por completo la visión de los perseguidores.

—Eso —dijo el mago— los retrasará un poco.

—Es niebla. ¿No pueden atravesarla? —preguntó Ryld.

—No es una niebla cualquiera, amigo mío. Esa niebla es lo bastante espesa para detener una flecha en pleno vuelo. Lo mejor de todo es que es bastante ácida, así que cualquiera que se mueva por ella será consumido lentamente. —El mago sonrió y cruzó los brazos—. Jo, qué bueno que soy.

—¡Parad! ¡Rocas a proa! ¡Parad! —gritó Danifae desde proa, cuando Quenthel estaba a punto de abrir la boca, lo más probable para criticar el autoelogio del mago.

—¡Maldito infierno! —jadeó Picahúlla—. ¡Atrás toda! ¡Atrás toda, patanes huesudos!

Los esqueletos ralentizaron su frenético movimiento, incapaces de detener las pesadas aspas al instante. Poco a poco empezaron a girar las aspas en dirección contraria. El enano no esperó, dio un golpe de timón para alejarse de una línea negra de rocas como colmillos que había por proa. El lago parecía llegar a su fin, el suelo se unía al techo. La costa se extendía a izquierda y derecha hasta donde alcanzaba a ver Halisstra. La barca viró sobre su eje con torpeza. El costado de estribor chocó con una roca erosionada que encontró en su camino. El impacto dejó estupefacto a todos los que estaban a bordo y casi lanzó a Danifae por encima de la proa.

—¿Y ahora qué? —preguntó Ryld, mientras se ponía en pie—. Nos tienen atrapados contra la pared de la caverna.

—¿Cuánto retrasará la niebla a los enanos grises? —le preguntó Quenthel a Pharaun.

—Sólo un par de minutos —respondió—. Pero podrían rodearla, por supuesto.

Pharaun observó con atención su obra. En la lejanía, los duergars chillaban de dolor. La pérfida niebla amortiguaba los gritos de agonía de los enanos grises.

—Es difícil que el conjuro mate o incapacite a muchos de ellos —añadió el mago—, y tampoco creo que hunda sus botes.

—Entonces nos bajamos aquí —dijo Quenthel. Señaló la pared de la caverna—. Nos refugiaremos en las rocas de ahí y nos esconderemos. La barca seguirá en esa dirección —señaló hacia el este—, y dejaremos que los hombres del príncipe heredero la persigan.

—¡No seré vuestro señuelo! —protestó Picahúlla—. ¡Me metisteis en este lío y me sacaréis de él!

Los elfos oscuros hicieron caso omiso del enano mientras lanzaban a toda prisa las mochilas hacia las rocas húmedas. Jeggred saltó a las aguas heladas y subió a la orilla, seguido de Ryld y Pharaun. También Valas bajó del puente y saltó.

—Me estás haciendo perder el tiempo —le dijo Quenthel al capitán duergar—. Continúa, ahora, tienes una oportunidad, o quédate y enfréntate al draegloth.

Saltó a las rocas, junto a Halisstra y Danifae.

—Pero si… ah, ¡así acabéis en los infiernos de Lloth! —juró Picahúlla.

Se precipitó hacia el puente y empezó a gritar órdenes a los remeros. La barca se apartó despacio de las rocas.

—¡Si me atrapan —gritó—, les diré exactamente dónde encontraros!

Quenthel entornó los ojos. Iba a hacerle una seña a Jeggred, pero Halisstra negó con la cabeza y empezó una grave canción bae’qeshel. Reunió toda su fuerza de voluntad y la lanzó sobre el furioso enano.

—Escapa, Picahúlla —siseó—. Huye tan rápido como puedas y no dejes que te alcancen. Si lo hacen, nada antes que dejar que te atrapen.

Las redes invisibles del conjuro se posaron alrededor del enano como una nevada de veneno mortal. Éste se quedó mirando a Halisstra con la boca abierta, y luego redobló sus esfuerzos para desembarrancar la barca antes de que se levantara la niebla. Quenthel echó una mirada a Halisstra y levantó una ceja.

—He creído mejor asegurarnos de que huiría —explicó Halisstra mientras reunía sus cosas con celeridad y se apresuraba a esconderse tras las rocas y las estalagmitas de la costa.

Quenthel la siguió. Llegaron a tierra entre chapoteos y se situaron tras una gran roca, justo cuando la proa de la primera embarcación duergar, que aún mostraba el brillo rojo de las ascuas que había dejado la bola de fuego de Pharaun, salió de entre las nieblas mortales.

Los elfos oscuros se arrebujaron en sus piwafwis y se quedaron quietos, mientras observaban cómo los duergars se movían y salían de los refugios que habían encontrado para evitar la niebla ácida. Uno de los enanos grises señaló y gritó, y los demás se unieron al clamor. Hicieron una virada por avante y salieron tras la barca de Picahúlla.

Bien, dijo Pharaun en el lenguaje de signos. Tenía miedo de que usaran magia para seguirnos. Parece que maese Picahúlla nos hará un último servicio.

¿Qué crees que sucederá cuando lo atrapen?, preguntó Ryld.

Las naves duergars se alejaron.

—Supongo que depende de si sabe nadar o no —dijo Halisstra.