Capítulo siete

Cuando Halisstra y Danifae volvieron a La Fresca Fundición, descubrieron que Quenthel había alquilado en la posada un edificio independiente con una sala común y cinco habitaciones individuales repartidas en dos pisos. Todo parecía construido y decorado según el concepto duergar de lo que era la comodidad para un drow. El mobiliario era el adecuado a los huéspedes drows, no a los enanos. Estaba ricamente decorado con tapices y alfombras lujosas, y todas las puertas tenían cerraduras. Los elfos oscuros no necesitaban incontables horas de sueño como las razas inferiores, pero a menos que reposaran tras una puerta cerrada con llave, pocos drows se sentían seguros o cómodos en una ensoñación profunda.

El resto del grupo, a excepción de Pharaun, estaba sentado en las alfombras o se sentaba a la mesa de la sala común, para dar cuenta de una abundante comida regada con vino servido en jarras de plata. Las armaduras y las mochilas estaban amontonadas contra las paredes, pero las armas permanecían al alcance de la mano.

Halisstra levantó una ceja, mientras miraba el banquete allí expuesto. Un enorme asado de rote, varios quesos y varias fuentes humeantes de setas rehogadas le recordaron el tiempo que llevaba sin llevarse nada caliente a la boca.

—¿Podemos fiarnos de esta comida? —preguntó.

—¿Crees que somos estúpidos? —bufó Quenthel—. Por supuesto que lo hemos comprobado. La posadera nos envió un barril de vino drogado la primera vez, pero nos quejamos —Jeggred levantó la mirada y mostró una boca llena de colmillos, Halisstra imaginó la forma que había adquirido la queja—, así que este banquete es un obsequio. Disfruta.

De cualquier modo Halisstra examinó la comida usando el anillo mágico que llevaba. Los venenos eran demasiado comunes entre los nobles drows para fiarse de cualquier comida. Satisfecha, se sirvió y se sentó a la mesa. Danifae hizo lo mismo, reclinándose en un diván cercano a Quenthel.

—Veo que el mago aún no ha vuelto. ¿Tuvisteis suerte? —preguntó Halisstra a Valas mientras comía.

El explorador estaba sentado con las piernas cruzadas junto a la puerta, el cinto de los cuchillos, desabrochado, aún rodeaba sus caderas delgadas. Bebía de una jarra de vino tibio con especias y comía pan con aire meditativo.

—Más o menos —dijo—. El maestro de armas y yo no topamos con una hostilidad manifiesta, pero no conseguimos llegar tan lejos como me proponía, a pesar de los esfuerzos que hicimos para que los duergars comprendieran la importancia del factor tiempo. —Sacudió la bolsa de monedas que llevaba en el cinturón—. No sé si es señal de que sucede algo anómalo, pero a Picahúlla no le gustó.

—¿Dónde está el enano? —preguntó Danifae.

—Ha ido a ver si obtenía un salvoconducto por otros canales.

—¿Confías en que haga eso?

—No del todo, pero nosotros no lo conseguiríamos con facilidad —dijo el explorador e hizo una mueca—. Vale la pena negociar con los clanes duergars. Si las autoridades me pillaran falsificando nuestros pases, vendría a ser un espía, ¿no? Y todos vosotros, por asociación.

—Los verdaderos espías se acercarían a Gracklstugh de un modo muy parecido al nuestro —dijo Ryld desde una esquina, donde estaba Tajadora, apoyada en la pared, a su alcance.

—Es verdad, pero recuerda que Picahúlla es casi un contrabandista. No le apetece que la atención del príncipe recaiga sobre nosotros —respondió Valas—. Sin embargo, el maestro de armas y yo compramos las provisiones, así que estamos listos para partir en cuanto Picahúlla obtenga la licencia.

—Por ahora parece que hemos hecho todo lo que podíamos hacer —comentó Halisstra—. Por un lado, estoy cansada de desiertos cegadores, sombras que te sorben el alma y suelos de caverna. Si vamos a volver pronto a los desolados e incómodos túneles, voy a disfrutar de la civilización mientras pueda.

Halisstra levantó la copa para que se la llenara Danifae. La prisionera se levantó con gracia y se la llenó.

—Bebe si te place, pero no dejes que te embote el juicio —advirtió Quenthel desde su diván—. Apenas tenemos amigos en esta asquerosa ciudad.

—¿Desde cuándo alguno de nosotros está entre amigos? —preguntó Ryld con un bufido.

—Por supuesto —dijo Halisstra después de reírse—, Ryld, pero esta noche descansaremos con comodidad, sabedores de que ninguno de nosotros se fía de los demás y de que no muy lejos acechan enemigos que nos destruirían si pudieran. ¿Lo podríamos hacer en otras circunstancias?

Danifae llevó la jarra hasta Quenthel. Hizo caso omiso del contorneo sutil de las serpientes del látigo de la sacerdotisa, bajó la mirada y se inclinó para llenar la copa de la suma sacerdotisa.

—Debemos aprovechar los placeres cuando surge la oportunidad —añadió Danifae—. ¿No es ése el propósito del poder?

Halisstra bebió a sorbos de su vino y observó la escena. Danifae había decidido no ponerse un justillo bajo la cota de mallas, ya que encontró la camisa de mithral negro sin la protección de cuero. Ni que decir tiene que Halisstra le había ofrecido uno suyo, y no dudaba que por la mañana lo aceptaría. Mientras tanto, la piel negra de la chica relucía a través de la malla de metal, y sus pechos perfectos y redondos se bamboleaban de manera seductora bajo las anillas mientras se inclinaba a escanciar el vino de Quenthel. Los varones de la sala no eran capaces de apartar los ojos de ella, por mucho que lo intentaran. Incluso Jeggred, una bestia de cuatro brazos, parecía extasiado por la gracia y belleza de la chica. Valas frunció el ceño y se ocupó de engrasar los kukris. Era evidente que percibía el peligro del momento y se retraía con su habitual cautela. Ryld, por otro lado…

Ryld la estaba mirando a ella. Halisstra evitó que la sorpresa se reflejara en su cara cuando cruzó una mirada con el maestro de armas. Sus miradas se cruzaron. Su expresión parecía deseosa, intensa, Halisstra sabía que las posturas de Danifae no podían pasar inadvertidas, pero en vez de boquear ante la esclava, el maestro de armas fijaba la mirada en la dueña.

Ryld mostró una ligera sonrisa.

Un juego interesante, gesticuló con la mano.

No comprendo, respondió Halisstra del mismo modo, aunque se daba cuenta de que el maestro de armas veía sus intenciones.

Volvió a fijar su atención en Danifae mientras la chica se arrodillaba junto a Quenthel, que bebía vino. El grupo fue enmudeciendo, y Ryld sacó su tablero de viaje de sava para jugar una partida contra Valas mientras los demás se contentaban con saborear el respiro de tantos peligros.

Pharaun regresó finalmente, con un puñado de pergaminos bajo el brazo. Se retiró a sus aposentos después de burlarse sin mucho entusiasmo del maestro de armas para hacerle perder la concentración. De cualquier modo Ryld ganó, aunque el explorador de Bregan D’aerthe se marcó muchos puntos.

—Ha sido un día largo —dijo Quenthel—. Me voy a mi cuarto. Jeggred, Valas, vosotros montaréis guardia por turnos. Mañana vigilarán otros dos.

Se levantó y desperezó. Luego se volvió y cruzó una mirada con Danifae antes de abandonar el salón.

—Creo que haré lo mismo —dijo Danifae.

La prisionera de guerra echó un vistazo a Halisstra, mostró una sonrisa recatada y fue a toda prisa tras Quenthel. Ryld guardó el tablero de sava y se encaminó hacia su habitación, mientras Valas y Jeggred tiraban una moneda para jugarse la primera guardia. Halisstra se levantó, se arrebujó en su piwafwi y subió a su habitación. Se detuvo poco tiempo cerca de la puerta de Quenthel y escuchó, justo lo suficiente para oír lo que podría ser un suave jadeo o el frufrú de ropas, y continuó. Las serpientes de Quenthel probablemente advertirían que había un curioso en la puerta.

«Chica lista —pensó Halisstra—. Lo de Quenthel es una maniobra astuta y osada».

En Ched Nasad Halisstra había enviado a Danifae a seducir a rivales en más de una ocasión. Incluso la sacerdotisa más pragmática tenía sus mascotas preferidas, y algunas veces, una sacerdotisa, de otro modo fría y calculadora, podía ser manipulada gracias a sus placeres secretos. Halisstra dudaba que acabara teniendo una influencia real en Quenthel, pero en el peor de los casos, proporcionaba a la matrona de Arach-Tinilith una razón para no abandonar a Halisstra y su criada cuando le apeteciera. Por supuesto, si los servicios de Danifae acababan siendo muy valiosos para Quenthel, la Baenre podría decidirse a reclamar a la prisionera como propia, pero eso era un riesgo que Halisstra estaba dispuesta a correr.

Incluso si Danifae continuaba alentando a la Baenre para que hiciera eso, pensó que aún le quedaba el broche de plata que la chica llevaba al cuello, y se permitió una sonrisa. A menos que Danifae se las arreglara para librarse por sí misma del conjuro de vínculo, no daría un solo paso en esa dirección, pues la muerte de Halisstra precipitaría la suya. Por el momento consideró que podía confiar en la lealtad de Danifae.

Halisstra llegó a su habitación y se desvistió para acostarse, colocó la armadura en un cofre del pequeño dormitorio y dejó la maza al alcance de la mano.

Cayó en el ensueño pensando en Danifae y Quenthel.

Aliisza iba en un palanquín de hierro por las calles de Gracklstugh, transportado por cuatro ogros y escoltado por una docena de guerreros tanarukks. Llevaban armadura de hierro bruñido y mandobles ganchudos de apariencia mortífera. Uno portaba un estandarte amarillo con el símbolo adoptado por Kaanyr Vhok: un cetro asido por un guantelete. El doble de enanos escoltaba a la embajada. Miradas de sospecha se clavaban en el palanquín negro y su ocupante. La semisúcubo se acicaló un poco bajo aquellas miradas. Avanzaría más rápido por sus propios medios, por supuesto, pero hacer una gran entrada en la ciudad de los enanos grises haría que los duergars se la tomaran en serio. Además, era divertido.

El viaje desde los salones de la vieja Ammarindar no había sido ni fácil ni rápido. Aliisza y sus guerreros tuvieron que esforzarse para avanzar lo más rápido posible por los antiguos túneles enanos para alcanzar la orilla del Lagoscuro, y les costó tres días conseguir una barca duergar para cruzarlo. Empezaba a cansarse de ir de un lado a otro por la Antípoda Oscura cumpliendo las órdenes de Kaanyr Vhok. Por otro lado, continuaba demostrando su utilidad al señor de la guerra, y quizá no era una mala idea que las circunstancias le dieran razones para ausentarse de vez en cuando. Le daban ganas de volver alguna vez y tener la oportunidad de permitirse el gusto de la… variedad.

Gracklstugh parecía una gran herrería, una ciudad de forjas rugientes y humo apestoso. A Aliisza le sorprendió que no fuera tan distinta de la sala de la forja en las ruinas de Ammarindar, salvo porque la de Kaanyr Vhok era sólo un fracción del reino de los enanos grises.

«Qué lugar tan feo», pensó Aliisza. Sin embargo, el volumen del trabajo que se desarrollaba a su alrededor era asombroso. Más de una vez, descubrió que partes de enormes máquinas de asedio se estaban ensamblando en los talleres. Ched Nasad habría sido mucho más elegante e insidiosa, pero Gracklstugh era fuerte. La habilidad enana y su resolución casi estaban a la par que la crueldad y la magia drows.

La escolta de enanos grises giró hacia una fortaleza excavada en una gigantesca estalagmita. Baluartes de piedra y torres de hierro guardaban las inclinadas laderas del castillo duergar. Mientras los ogros la transportaban hacia la puerta del palacio del rey, Aliisza no pudo refrenar el impulso de echar un vistazo al imponente rastrillo y los mortíferos dispositivos dispuestos para aplastar cualquier ataque. Tenía varias formas de huir si lo necesitaba, pero ninguno de sus guerreros conseguiría escapar del palacio si los enanos decidían impedírselo.

La procesión se detuvo en un salón grande y depresivo cuyo suelo estaba hecho de losas de piedra pulida.

—Parece que ya he llegado —dijo Aliisza para sí.

Golpeó el costado del palanquín, y los ogros bajaron la litera con cuidado. La semisúcubo esperó a que se posara y luego salió fuera, estirando las alas.

Un oficial duergar con una sobrevesta negra se acercó a ella.

—Dijiste que querías ver al príncipe heredero.

—Cuanto antes —respondió Aliisza. Había tenido la misma conversación varias veces durante el día con diversos tenientes y capitanes duergars.

—¿Quién eres?

—Soy Aliisza, una emisaria de Kaanyr Vhok, el Caudillo, lord de Ammarindar y también señor del Castillo de la Puerta del Infierno. Creo que tu príncipe descubrirá que vale la pena escuchar el mensaje de mi señor.

El oficial frunció el entrecejo.

—Ellos se quedan —dijo señalando el séquito de Aliisza—. Por favor, sígueme.

Aliisza echó una mirada al jefe de su escolta, un veterano soldado tanarukk al que le faltaba un colmillo.

—Tú y tus guerreros esperad aquí. Tardaré un poco.

Siguió al duergar hacia el interior de la fortaleza, flanqueada por media docena de enanos. Decidió pensar que eran una guardia de honor.

Subieron por una escalera ancha que habría sido impresionante si los enanos grises se hubieran decidido a decorar el lugar y al final llegaron al salón del trono, el cual tenía unas columnas enormes que soportaban el alto techo abovedado.

Al fondo del salón había un grupo de enanos grises. Por la manera en que se movían y la fría mirada en los ojos, Aliisza imaginó que serían los consejeros y nobles del reino, pero su atuendo no reflejaba esa posición. En medio estaba el único enano gris que había visto con alguna clase de ornamentación, un tipo fornido que llevaba una cota de malla de brillante metal bajo una sobrevesta bordada de negro y dorado. Llevaba una diadema de oro en la calva y unos anillos del mismo metal sujetaban las trenzas de su barba.

El oficial que escoltaba a Aliisza le hizo un gesto para que se detuviera y se acercó para susurrar algo a la oreja del príncipe heredero. El gobernante lanzó una mirada a Aliisza y dio un paso al frente, con los brazos cruzados.

—Bienvenida a Gracklstugh —dijo, aunque su dura mirada no decía lo mismo—. Soy Horgar Sombracerada. ¿Qué quiere de mí Kaanyr Vhok?

«Se acabó la cortesía», advirtió Aliisza.

Bueno, nunca se había encontrado a un enano gris que fuera cortés. Decidió hablar claro y no perder el tiempo en halagos y sutilezas, ya que estaba claro que no serviría de nada. Hizo una leve reverencia y se irguió.

—Kaanyr me ha enviado para haceros algunas preguntas sobre lo que sucedió en Ched Nasad y quizá para analizar otros temas —dijo. Miró a los demás enanos grises que estaban cerca—. ¿Todos gozan de tu confianza?

Horgar frunció el entrecejo, y murmuró algo en duergar. Varios de los consejeros y los nobles se fueron, volviendo a aquellos quehaceres que tuvieran en otro sitio. Un par de centinelas con armaduras pesadas y sobrevestas negras permanecieron detrás, al igual que otro duergar de aspecto importante, un tipo lleno de cicatrices, con armadura, que llevaba una librea con un símbolo rojo.

—Mis Guardias de Piedra se quedan —dijo Horgar y señaló al enano surcado de cicatrices—. Éste es el señor del clan Borwald Manoígnea, mariscal del ejército de Gracklstugh.

Borwald le devolvió el saludo a Aliisza con una mirada hosca. Se encogió de hombros y volvió al tema que los ocupaba, decidida a responder a la franqueza con franqueza.

—Un clan duergar, Xornbane, ¿no? Atacó Ched Nasad y precipitó su destrucción. Kaanyr Vhok se pregunta si los enviaste tú.

—El clan Xornbane es mercenario —respondió Borwald. La cicatriz que llevaba arrugó la sien de su cabeza desde el pómulo hasta casi la oreja—. Cualquier trabajo que aceptaran en Ched Nasad es un asunto comercial, no la política del Reino Profundo. Deberías tratar el tema con ellos.

—Lo haría, pero es difícil encontrar supervivientes —dijo Aliisza—. Por lo que sabemos, quedaron atrapados en la ciudad quemada. —Devolvió la mirada hacia Horgar Sombracerada y preguntó—: Así que, ¿destruyeron Ched Nasad con tu bendición?

—¿Mi bendición? —El príncipe duergar pensó un momento, y dijo—: No estoy descontento de que la Ciudad de las Telarañas Resplandecientes cayera, pero no envié al clan Xornbane a hacer ese trabajo. A Khorrl Xornbane lo contrató una de las matronas de Ched Nasad para que la ayudara a destruir las casas que tenía por encima. Y decidí no intervenir en los negocios de Xornbane.

—En ese caso, las decisiones de Xornbane han sido muy desacertadas. Le entregaron a su matrona una ruina humeante y soportaron innumerables pérdidas —observó Aliisza.

De las sombras de una columna del gran salón surgió una forma delgada, un drow enjuto y bajo con gracia felina. Era un tipo apuesto, con unas impecables prendas negras y grises, un estoque y una daga a juego.

—En beneficio de mis socios —dijo el recién llegado— dispuse que a las tropas de Khorrl se las proveyera con bombas quemapiedras que demostraron ser muy efectivas en el levantamiento de los esclavos en Menzoberranzan. Por supuesto, no imaginé que destruirían toda Ched Nasad.

—No esperaba descubrir que un elfo oscuro tuviera la confianza de un príncipe de los duergars —dijo Aliisza después de levantar una ceja.

—En cierto modo soy un mercenario —respondió el tipo—, con la tarea de promover ciertos cambios en un puñado de casas en Ched Nasad y Menzoberranzan. —Mostró una ligera sonrisa que no secundó su mirada—. Llámame Nimor.

—Nimor —respondió Aliisza—. Cualquiera que fuera tu propósito, cambiaste las cosas en Ched Nasad. ¿Qué tienes en mente respecto a Menzoberranzan?

—¿Qué interés tiene en ello Kaanyr Vhok? —dijo Horgar, que rebulló incomodo.

—Bueno, si hubiéramos sabido que alguien tenía la intención de atacar Ched Nasad, habríamos ofrecido nuestra ayuda —respondió Aliisza—. Mi señor ve oportunidades en las dificultades de los elfos oscuros. Si alguien estuviera pensando en hacer un esfuerzo similar en Menzoberranzan, estaríamos deseosos de contar con socios.

—Dudo que el Reino Profundo tenga necesidad de unos pocos centenares de chusma achaparrada —se burló Borwald.

Aliisza reprimió su enfado.

«Son simplemente duergars —dijo para sí—, bruscos y groseros. Así es como son».

—Tus espías están un poco desfasados —dijo—. Mi señor dirige cerca de dos mil guerreros tanarukks, tan fuertes como un ogro y tres veces más listos. Hemos construido forjas y armerías, quizá no tan espléndidas como las de Gracklstugh, pero suficientes para pertrechar a nuestros soldados. También tenemos tropas auxiliares (osgos, ogros, gigantes y similares) más numerosas que nuestra Legión tanarukk. —Centró su mirada en Borwald y añadió—: No tenemos la fuerza del Reino Profundo, Manoígnea, pero somos capaces de enfrentarnos al doble de nuestras fuerzas y oponerles una lucha feroz. Desprecias la Legión Flagelante de Kaanyr Vhok muy imprudentemente.

—No desconozco la creciente fuerza de Kaanyr Vhok —murmuró Horgar, mientras se mesaba la barba—. Habla claro. ¿Qué quiere tu señor?

«Nada de sutilidad —lamentó Aliisza—. Kaanyr podría haber enviado un ogro con pocas luces para entregar el mensaje».

—Kaanyr Vhok quiere saber si intentas atacar Menzoberranzan. Si es así, desea unirse a ti. Como acabo de decir, creo que la Legión Flagelante sería un aliado valioso.

—No te querríamos como aliado si pensáramos en una cosa semejante —dijo Horgar—. Pensaríamos que tenemos fuerzas suficientes para conseguir lo que queremos sin dividir el botín.

—Puedes pensar lo que quieras —concedió Aliisza—. Si tuvieras razón, los elfos oscuros de Menzoberranzan tendrían buenos motivos para buscar aliados contra ti. La pregunta es ¿a qué aliados irían en busca de ayuda?

—Aplastaría a Kaanyr Vhok si hiciera algo tan estúpido —gruñó Horgar—. Regresa con tu demoníaco amo y dile…

—Un momento, príncipe Horgar —dijo Nimor, situándose entre el duergar y la semisúcubo—. No nos precipitemos. Deberíamos estudiar con cuidado el mensaje de lady Aliisza antes de dar una respuesta.

—¡No me digas cómo tengo que llevar los asuntos de mi reino, drow! —prorrumpió Horgar.

—Por supuesto que no, mi señor príncipe, pero me gustaría mucho sopesar con tiempo este tema. —Nimor se volvió hacia Aliisza y dijo—: ¿Supongo que estarías dispuesta a quedarte como invitada del príncipe heredero mientras estudiamos la oferta de tu señor?

Aliisza sonrió. Dejó que sus ojos se demoraran en la figura del elfo oscuro. Si le daban una oportunidad, estaba segura de que lo convencería para ver las virtudes de su propuesta, aunque notaba que en Nimor había algo más de lo que se veía a simple vista. Por desgracia, Horgar y su mariscal, Manoígnea, estaban menos predispuestos a sucumbir a sus encantos. Podía esperar uno o dos días y ver si Nimor tenía éxito con sus argumentos.

El príncipe duergar le tomó las medidas a Aliisza, mientras reflexionaba sobre las palabras de Nimor. Al final, se ablandó.

—Te quedarás poco tiempo, mientras pensamos en tu oferta. Haré que dispongan un alojamiento para ti en palacio. Tus soldados tendrán que quedarse en barracones cerca de mis guardias. No se les permitirá entrar en el castillo.

—Necesitaré algunos asistentes.

—Bien, quédate con dos. El resto fuera.

Horgar miró hacia el final del salón e hizo un gesto. El capitán se acercó a la carrera.

—Hablaremos de nuevo cuando tome una decisión —le dijo.

—En eso caso, estaré dispuesta cuando te apetezca —le dijo a Horgar, pero dejó que sus ojos se demoraran en Nimor mientras hablaba.

—Hoy no puede ser —le dijo Thummud, del clan Muzgardt, a Ryld, Valas y Picahúlla. El gordo duergar sellaba con un mazo un barrilete de cerveza fresca de hongos—. Volvedlo a intentar en uno o dos días, a ver.

Picahúlla maldijo por lo bajo, pero los drows cruzaron miradas recelosas. Ryld advirtió que una docena de enanos trabajaban cerca de donde estaba Thummud y que en muchos de ellos se veía el inconfundible brillo del metal bajo sus jubones. Parecía que el cervecero no tenía la costumbre de arriesgarse.

—Eso lo dijiste ayer —dijo Ryld—. El tiempo apremia.

—Eso no es mi problema —respondió Thummud. Acabó de poner la tapa y dejó el mazo sobre el barril—. Tendréis que esperar, os guste o no.

Valas suspiró y se llevó la mano hacia la bolsa que le colgaba del cinturón. La sacudió y la dejó cerca de los dos.

—Ahí hay gemas que valen más del doble de lo que acordamos —dijo el explorador—. Son tuyas si nos consigues la licencia hoy.

Thummud entornó los ojos.

—Me pregunto en qué andaréis metidos —dijo lentamente—. No es algo honesto, de eso estoy seguro.

—Considéralo una gratificación personal —dijo Ryld en voz baja—. Tu señor espera doscientas monedas de oro por cabeza, y tú harás lo que tengas que hacer para que las consiga. Lo que sobre no es cosa suya, ¿verdad?

—No puedo decir que no consiguierais lo que queréis en otro momento —admitió Thummud encogiéndose de hombros—, pero mi señor ha sido muy claro en este tema. Me cruzaría en su camino si hago ese trato contigo, y el viejo Muzgardt pediría mi cabeza. —El cervecero pensó en ello durante un momento, y añadió—: Mejor que sean dos o tres días. Los muchachos del príncipe heredero están por toda la ciudad y mejor que no vean que venís aquí todos los puñeteros días.

El corpulento enano levantó el barrilete, se lo puso al hombro y se fue, dejando a los dos elfos oscuros junto a Picahúlla, rodeados por los hoscos duergars.

—¿Ahora qué? —le preguntó Ryld a Valas.

—Supongo que volver a la posada y esperar, digo yo —murmuró Picahúlla—. Quedándoos aquí no sacaréis nada. Volved en un par de días.

—A Quenthel no le gustará —dijo Ryld, dirigiéndose al explorador drow.

Valas se encogió de hombros a modo de respuesta.

Los dos drows y el guía dejaron la cervecería de Muzgardt, pensativos. Caminaron juntos un corto trecho.

—Empiezo a preguntarme si no sería mejor que nosotros mismos redactáramos esa licencia —dijo Valas en voz baja—. Después de todo no la necesitaríamos durante mucho tiempo.

—Es una mala idea —dijo Picahúlla—. Falsificarías una licencia que parecería buena, pero necesitas la bendición de Muzgardt. Si te dan el alto, te retendrían mientras comprueban que cuentas con su patronazgo. Y eso no lo tendrás hasta que Muzgardt te lo conceda.

—Maldición —murmuró Valas.

Ryld examinó la situación, intentando sacar algo en claro: si Picahúlla los había conducido a propósito a un callejón sin salida o si realmente era tan difícil obtener una licencia. En el primer caso, Ryld no veía qué interés podía tener Picahúlla en retrasarlos. Quizá el enano pretendía tenderles una trampa, pero si era así, ¿no habría tenido suficientes oportunidades para dar el golpe que tuviera en mente? Por otro lado, si Picahúlla y Thummud no estaban conchabados, ¿por qué el príncipe heredero había escogido esas fechas para tomar esas medidas tan duras con los extranjeros que se movían por su reino?

«Porque tiene algo que no quiere que vean los extraños, por supuesto —decidió Ryld—. ¿Qué querrá esconder?».

Ryld se detuvo de pronto en medio de la calle. Valas y Picahúlla hicieron lo mismo unos pasos más adelante, y se quedaron mirándolo.

—¿Qué pasa? —preguntó Valas.

—Tú y yo tenemos algo que hacer —le dijo Ryld a Valas, y entonces se volvió hacia el guía—. Ven a la posada mañana temprano.

Picahúlla frunció el entrecejo.

—De acuerdo —dijo. El duergar se volvió y se marchó calle abajo, mientras murmuraba por lo bajo—. No me culpéis si acabáis arrestados por hacer lo que estáis tramando. No hablaré en vuestro favor. Estaré en mi barca si me necesitáis.

¿Qué pasa?, preguntó Valas en el lenguaje de signos después de que el enano desapareciera entre las sombras de la calle.

El príncipe heredero limita la libertad de movimientos a los mercaderes extranjeros y viajeros, respondió Ryld de igual modo. No quiere que las noticias salgan de la ciudad. Creo que el ejército de Gracklstugh está a punto de ponerse en marcha.

¿Así lo crees?, señaló Valas sorprendido.

—Es lo que yo haría —respondió Ryld—. La cuestión es, cómo asegurarse de eso.

Echó un vistazo a la calle. Como siempre, cualquier enano gris que hubiera a la vista miraba a los dos elfos oscuros con abierta hostilidad.

Investigar tus sospechas nos convierte en el tipo de gente que buscan los soldados del príncipe heredero, señaló Valas. El delgado explorador frunció el entrecejo, pensativo. ¿Qué necesitarías para confirmar tus sospechas?

Una caravana de suministros, respondió Ryld al instante. Carros, lagartos de carga, esa clase de cosas. Uno no reúne todo eso a menos que pretenda movilizar un ejército, y se tardaría varios días en hacerlo. Se necesitaría un montón de espacio.

De acuerdo, respondió Valas.

Valas se quedó pensativo y frunció el entrecejo mientras acariciaba los extraños amuletos y símbolos que llevaba en las ropas.

¿Quieres intentarlo?, señaló el explorador.

Ryld miró a su alrededor. Thummud había sido categórico al decirles que las cosas no cambiarían durante varios días como mínimo, y eso no agradaría a Quenthel. Si Gracklstugh pretendía atacar Menzoberranzan, él quería saberlo antes de que el ejército duergar avanzara. Encontrarían la manera de enviar una advertencia a casa. Los duergars no eran una turbamulta de esclavos a los que aplastar como pasatiempo de las casas nobles. El ejército de la Ciudad de las Cuchillas sería grande, fuerte, disciplinado y bien pertrechado, y no le gustaba pensar qué podría hacerle un ejército de esa clase a su ciudad.

Vamos, respondió.

Valas asintió y se puso en marcha al instante. En vez de volver a La Fresca Fundición, se volvió hacia el centro de la caverna. Se adentraron por las calles apestosas y los oscuros callejones durante un buen trecho, dejando atrás distritos de comerciantes donde los artesanos duergar y los mercaderes tenían apiñadas sus tiendas. Se hacía tarde, y los transeúntes parecían disminuir. Al final los dos elfos oscuros llegaron a una calle que corría por el borde de una grieta que dividía los barrios más altos e inaccesibles de la ciudad de los vecindarios destartalados que había junto al lago. Numerosos puentes de piedra cruzaban el abismo, que acababan en calles estrechas. Una brigada de soldados hacía la guardia al principio de cada uno, prohibiendo el paso.

El explorador condujo a Ryld hacia las sombras de una callejuela e hizo un gesto hacia la grieta y los puentes.

—El Surco de Laduguer —comentó—. También conocido por La Raja. Todo lo que hay en el lado oeste está vedado a los forasteros. Hay un par de cavernas grandes en el otro extremo que servirían de campos de maniobras, ocultos a miradas indiscretas.

Ryld estudió al explorador de Bregan D’aerthe. Se preguntó cómo sabía tanto de una parte de la ciudad que se suponía estaba prohibida.

—Veo que ya has estado ahí —repuso Ryld.

—He pasado por Gracklstugh un par de veces.

«Me pregunto si habrá un lugar por el que no haya pasado», pensó Ryld. Se deslizó entre las sombras para tener una mejor vista de los puentes. Sabía mantenerse escondido, pero no le gustó lo que vio. No había modo de esconderse una vez puesto un pie en uno de esos estrechos puentes sin petril.

—¿Cómo cruzaremos? —preguntó.

Valas acabó de hacer los nudos y se acercó, puso el pie derecho en un lazo y pasó el brazo por otro.

—Trata de ocultarte tras esta estalagmita mientras asciendes —dijo. Ryld asintió y tocó la insignia que llevaba prendida del piwafwi. El objeto lo identificaba como maestro de Melee-Magthere, y al igual que los broches de la mayoría de las casas nobles, otorgaba el poder de la levitación. Valas no dudaba que Ryld había luchado con ahínco para ganarse el derecho de llevarlo.

Como esperaba, el encantamiento demostró ser lo bastante poderoso para elevar a los dos. Ascendieron sin esfuerzo hacia el humo y oscuridad que reinaban en las alturas de Gracklstugh, hasta que éstos impidieron ver sus calles. Desde lo más alto de la gran caverna, el suelo parecía envuelto en niebla y humo. El resplandor de los fuegos producía círculos de brillante niebla roja en un centenar de puntos.

—Esto es mejor de lo que pensé —dijo Valas—. El humo nos oculta bastante bien.

—Y me hace llorar —dijo Ryld. Tocó el techo y descubrió que era áspero y lleno de agujeros—. ¿En qué dirección vamos?

—Hacia tu derecha. Sí, eso es.

Valas indicó la muralla septentrional de la ciudad con la barbilla, mientras mantenía asegurados el brazo y la pierna en los estribos que se había hecho. Con cuidado, Ryld se volvió un poco para nivelarse, y tiró con las manos como si escalara una pared de roca. El explorador se movió para asegurar el agarre, mientras mantenía los ojos en el suelo de la caverna y dirigía el avance del maestro de armas.

—Un mago enano con un conjuro de disipación nos fastidiaría el invento —comentó Ryld—. ¿No estás un poco nervioso?

—Siempre me he encontrado a gusto en las alturas, pero dejemos de hablar de ello.

Ryld rió entre dientes.

Durante los días pasados, el viaje había transcurrido sin incidentes, aburrido. Pero aquel desafío de espiar en el corazón de la ciudad duergar les animaba.

—Dirígete más a tu izquierda —dijo Valas, interrumpiendo sus pensamientos—. Hay una especie de repisa en la pared de la caverna que seguramente sigue la misma dirección que llevamos.

Ryld asintió, y ambos descendieron por el inclinado techo de la caverna hasta que encontraron el lugar en el que se convertía en una pared. Allí, una veta erosionada rodeaba la caverna como los aleros de una vieja posada. El maestro de armas lo miró con recelo, pero mientras se acercaban Valas se desenredó y saltó para agazaparse allí como si de una araña se tratara.

Ryld lo siguió, con algo más de torpeza. Apenas era capaz de arreglárselas, pero tenía la suerte de tener la magia de la insignia para recuperar pie si lo demás fallaba.

Valas avanzó confiado por la cornisa, mientras descendía. De repente desapareció en una curva cerrada.

Ryld gateó tras él. Maldecía en silencio mientras sus pies desplazaban alguna piedra suelta y la enviaban pared abajo con estrépito. Las forjas y martillos de Gracklstugh acallaron el ruido bastante bien, pero estaban sobre el Surco de Laduguer. La roca desapareció en el abismo.

Valas echó una mirada hacia el recodo.

—Con cuidado —señaló—. Ven hasta aquí y mira esto.

Ryld avanzó a trancas y barrancas hasta el explorador, y se tendió boca abajo. La repisa bajaba hasta una caverna lateral y giraba bruscamente. Desde su atalaya, a más de treinta metros del suelo, veían una caverna de tamaño considerable, quizá de unos trescientos o cuatrocientos metros de largo y casi la mitad de ancho. Las paredes estaban cubiertas de barracones, suficientes para albergar un gran número de soldados. Pero el suelo del lugar estaba nivelado y despejado. Un buen campo de entrenamiento para tropas.

De un extremo a otro el espacio estaba cubierto de carros y lagartos de carga. Centenares de duergars pululaban por el lugar, aseguraban grandes cestas sobre las espaldas de los feos reptiles, cargaban carros y preparaban máquinas de asedio. El hedor nocivo de las fundiciones de la ciudad no era suficiente para enmascarar el fuerte olor del estiércol que había en la gran caverna, y los siseos y los ásperos gañidos de los lagartos hendían el aire.

Valas empezó a contar carros y bestias de carga. Intentaba estimar el tamaño de la fuerza que se pondría en marcha. Pocos minutos después, apartó la vista.

¿Qué calculas, unos dos mil o tres mil?, dijo Ryld.

Creo que algo más, quizá cuatro mil, pero podría haber más en otras cavernas cercanas, dijo el explorador después de fruncir el entrecejo.

¿Se te ocurre alguna razón pare creer que no van a atacar Menzoberranzan?, preguntó Ryld.

No somos sus únicos enemigos. Sin embargo, que hayan elegido este momento me inquieta.

Tampoco creo en las coincidencias, susurró Ryld. Empezó a volver sobre sus pasos a rastras, procurando no mover más piedras. Estaría bien inspeccionar las demás cavernas en busca de más soldados, pero creo que hemos visto más de lo que los duergars querían, y no me gusta tentar la suerte. Mejor volvemos e informamos a los demás.