Gracklstugh, como Menzoberranzan, era una ciudad caverna. A diferencia del reino de los elfos oscuros, las estalagmitas hospedaban grandes hornos y fundiciones, no los elegantes castillos de familias nobles. En el aire flotaba un hedor acre, y el clamor de la industria sonaba sin parar por toda la caverna. Era el rugido de los fuegos, el sonido metálico del hierro contra el hierro y el borboteo de los arroyos contaminados que se llevaban los residuos de las forjas duergars. A diferencia de Menzoberranzan, sin luz excepto por los delicados fuegos feéricos destinados a decorar los palacios drows, Gracklstugh brillaba por la luz del fuego reflejada y el ocasional resplandor del metal al rojo que se vertía en los moldes. Era un lugar singularmente feo, una afrenta a cualquier noble drow. Halisstra pensó que el lugar parecía ni más ni menos que la fragua del Infierno.
En su extremo oriental, la gran caverna se inclinaba de repente para unirse al inmenso golfo del Lagoscuro, por lo que Gracklstugh era un puerto subterráneo; aunque pocas de las razas de la Antípoda Oscura usaban canales navegables como el Lagoscuro para el comercio. Por lo tanto, los muelles y los almacenes que había junto al lago de la ciudad duergar formaban uno de los distritos más pobres y peligrosos. Picahúlla amarró su fúnebre barca al final de un embarcadero de piedra ocupado por un puñado de barcas del mismo tipo.
—Llevaos las cosas y con paso ligero —soltó el enano—. Cuanto menos os vean por las calles, mejor. Un buen consejo para las besa arañas de la Ciudad de las Cuchillas, caminad rápido, no sé si me entendéis.
¡Ni una muerte! Aquí no lo tolerarán, dijo Valas en el lenguaje de signos.
El explorador se echó la mochila al hombro y siguió al enano por el embarcadero, envuelto en el piwafwi para esconder los kukris que llevaba en el cinturón.
—No te gustará esto, semidemonio. ¿Cómo pasarás el tiempo sin alguien indefenso al que desmembrar? —dijo Pharaun cuando levantó la mirada hacia Jeggred.
—Dejaré pasar las horas mientras pienso en cómo debería matarte —gruñó el draegloth.
Sin embargo, Jeggred lanzó un suspiro y se tapó el pelaje blanco con la larga capa. Hacía lo que podía por encorvarse y pasar inadvertido. El resto del grupo iba detrás. Caminaron por las desvencijadas calles del barrio de los muelles hacia una posada que parecía una fortaleza, a pocas manzanas de allí. Un signo escrito en enano y en el común de la Antípoda designaba el lugar como La Fresca Fundición. El edificio estaba compuesto por un muro de piedra que rodeaba varias edificaciones independientes y de pequeño tamaño. El grupo se detuvo ante la puerta principal de la posada, que estaba junto a un corral en el que había unos enormes y apestosos lagartos de carga.
—No es que sea muy atrayente —murmuró Pharaun—. Sin embargo, supongo que es mejor que una roca en el suelo de una caverna.
Valas habló con Picahúlla, y luego se volvió hacia los demás elfos oscuros.
—Picahúlla y yo arreglaremos lo de salir de la ciudad y lo de las provisiones. Es probable que tengamos que hacer algunos sobornos para obtener las licencias necesarias y cosas así, lo que llevará tiempo. Deberíamos quedarnos aquí un día, quizá dos.
—¿Podemos permitírnoslo? —preguntó Ryld.
—Eso depende de la matrona Quenthel —dijo Valas—, pero la próxima etapa del viaje nos llevará muchos días. No conseguiremos nada si nos morimos de hambre al cabo de dos o tres semanas en los túneles de la Antípoda Oscura.
Quenthel estudió la triste posada duergar y tomó una decisión.
—Nos quedaremos dos noches y nos iremos a primera hora pasado mañana —dijo—. Me quedaría más, pero soy reacia a confiar nuestra suerte a la hospitalidad de los duergars. Las cosas van demasiado de prisa para rezagarnos.
Miró al explorador y a Picahúlla, que estaban a poca distancia, luego observó la calle con los brazos cruzados sin prestar atención a lo que decían los elfos oscuros.
¿Es seguro este lugar?, preguntó en el lenguaje de signos. ¿Nos traicionará el enano?
Lo bastante seguro, respondió el explorador. Mantén a Jeggred escondido. El resto no deberíais tener problemas siempre y cuando evitéis las confrontaciones. Lanzó una mirada a Picahúlla. El enano sabe que le pagaremos bien por sus servicios, pero si llega a creer que lo mataremos antes de pagarle, encontrará el modo de que nos arresten. Sabe que somos algo más que mercaderes, pero no le importa lo que nos trae aquí siempre y cuando se le pague.
¿Crees que puede ser peligroso?, preguntó Ryld.
Sí, mucho, señaló Valas. No le quitaré la vista de encima mientras estemos aquí.
—Llévate a Ryld, por si acaso —dijo Quenthel.
Ryld asintió y tiró de la mochila, para ajustársela mejor a la espalda.
—Listo —dijo.
—No diré que la compañía no sea bienvenida si hay problemas —respondió Valas—. Bueno, no hagamos esperar a maese Picahúlla. Si no sabéis nada de nosotros antes de mañana al mediodía, suponed lo peor y salid de la ciudad por vuestros propios medios y cuanto antes.
El explorador se alejó de prisa en pos de Ryld. Se reunieron con Picahúlla y se adentraron en la ciudad.
—Es ese ilimitado ánimo que tienes lo que hace que te hayas ganado nuestro cariño, Valas —comentó Pharaun—. Bueno, tengo dos recados que hacer. He de descubrir lo que sucede con un distribuidor de reactivos arcanos y reabastecerme de componentes de conjuros.
—No tardes demasiado —dijo Quenthel. Echó una mirada a Halisstra y Danifae—. Bueno, ¿venís?
—Aún no —dijo Halisstra—. Ya que estamos aquí pienso buscar unas armas y una armadura a Danifae. Volveremos cuando esté equipada como es debido.
—Pensé que te inquietaba permitir que tu prisionera de guerra luchara por ti —dijo Quenthel, con mirada calculadora.
—He decidido que no es bueno que Danifae esté desarmada y desprotegida. No quiero que mi propiedad acabe lastimada por una tontería.
Halisstra casi sentía las sospechas de Quenthel, y la Baenre acarició la empuñadura del látigo mientras observaba a la nasadiana y a su criada con aire pensativo.
«Bien —pensó Halisstra—. Dejemos que se pregunte qué clase de vínculo tengo con Danifae que me permite darle un arma. Un poco de inseguridad haría que se valoraran mejor nuestras aptitudes».
—No os alejéis demasiado ni os metáis en problemas —dijo Quenthel—. No dudaré en irme sin vosotras si las circunstancias así lo dictan.
Le hizo un gesto a Jeggred y entró en la posada. Parecía que había apartado de su mente a la nasadiana y la eryndlir.
Halisstra fue incapaz de reprimir una sonrisa de satisfacción mientras Quenthel desaparecía de la vista, y Jeggred se escabullía tras ella. Cruzó una mirada con Danifae, y las dos se encaminaron hacia la ciudad duergar.
Aunque Picahúlla insistió en que la ciudad estaba abierta a la gente de todas las razas, a condición de que llevaran oro, Halisstra no estaba convencida de que un par de elfas oscuras estuvieran seguras en Gracklstugh. Los robustos duergars que abarrotaban las calles se ocupaban de sus asuntos con una hosca determinación que a Halisstra no le acababa de gustar. No reían, ni se acicalaban, incluso intercambiaban amenazas veladas entre sí. Más bien, miraban con enfado a los transeúntes de cualquier raza, incluida la suya, andaban a zancadas y vestidos con pesadas cotas de malla, los puños cerrados sobre los mangos de hachas y martillos cruzados en sus cinturones. Sólo después de que Halisstra y Danifae dejaran atrás a media docena de seres de otras razas empezaron a relajarse.
Halisstra se detuvo en un punto entre dos hornos imponentes y miró alrededor.
—Aquí. No sé mucho de los enanos, pero creo que esos signos son los de los armeros.
Fueron calle abajo, que era poco más que una vereda serpenteante entre estalagmitas. Llegaron a algo que parecía una especie de plaza, un lugar abierto, rodeado por edificios bajos de argamasa y piedra. Allí encontraron una tienda grande que mostraba docenas de armas y armaduras.
—Esta parece prometedora —dijo Halisstra. Se inclinó bajo la puerta y entró, seguida de Danifae.
El lugar estaba lleno de objetos marciales de todas las clases, la mayoría enanos, pero varios eran de otras razas: pesadas hojas de hierre de artesanía orog, armaduras kuo-toa hechas con las escamas de algún pez grande y pálido, y una armadura de anillas de mithral negro de manufactura drow. Dos duergars armados hasta los dientes se ocupaban de ensamblar una armadura en un banco de trabajo, a un lado de la puerta. Clavaron miradas de sospecha en Halisstra y Danifae cuando entraron y no apartaron la vista de ellas mientras la sacerdotisa y su criada examinaban la mercancía.
—Matrona Melarn —requirió Danifae.
Halisstra se volvió para encontrarse a la chica con la mirada puesta en una cota de malla drow de calidad, con un emblema de una casa menor que no conocía. Una rodela a juego colgaba cerca de la armadura y al lado tenía una maza de acero negro labrado en forma de cara demoníaca, con cuernos retorcidos. Halisstra murmuró las palabras de un conjuro de detección, y sonrió ante el resultado. Los objetos eran mágicos; no demasiado, pero eran tan buenos, o mejores, como los que buscaba.
—¿Qué podéis decirnos de esos objetos drows? —les preguntó a los empleados.
Los duergars hicieron un alto en su trabajo. Podrían ser gemelos; Halisstra apenas los diferenciaba.
—Son unas piezas magníficas —carraspeó uno de ellos—. Un capitán al servicio del terrateniente Thrazgad nos los vendió hace un par de meses. No sé de dónde los sacó.
—Son mágicos —dijo el otro enano—. No son baratos. En absoluto.
Halisstra se desplazó hacia el mostrador y sacó una bolsita de su cota de malla. Rebuscó entre el contenido y escogió varias esmeraldas excelentes.
—¿Hacemos un trato?
El enano gris se enderezó y se acercó a estudiar las esmeraldas.
—Más que eso. Mucho más —dijo con expresión hosca.
Halisstra frunció el entrecejo y afrontó su mirada. No había conseguido llevarse mucho de su casa antes de que cayera y no lo malgastaría por la codicia de un enano, si podía evitarlo.
—Danifae, échale otra mirada —dijo por encima del hombro—. Asegúrate de que es lo que quieres.
Danifae adivinó sus intenciones. La chica asió la maza y la sopesó, para ver su equilibrio. Como Halisstra esperaba, el segundo enano se puso nervioso, al ver como una elfa oscura manejaba una mercancía tan valiosa. Dejó el trabajo y se desplazó para no perderla de vista. Se aseguró de permanecer entre Danifae y la puerta. De inmediato, Danifae empezó a hacer comentarios sobre los objetos, admiraba la cota de malla, cuestionaba la fuerza de los conjuros, le daba conversación al tipo.
—Te costará cinco veces ese peso en gemas —le dijo el duergar del mostrador a Halisstra—. Y tienen que ser todas buenas.
—Muy bien —dijo Halisstra.
Sacó un estuche de cuero y lo dejó sobre el mostrador. Lo abrió con cuidado, cogió una lira, un pequeño instrumento curvado de hueso de dragón, de cuerdas de mithral y con filigranas del mismo metal.
—Como ves, es una exquisita pieza de artesanía —dijo.
Cogió el instrumento como si fuera a mostrar sus cualidades y cantó una canción de bae’qeshel en voz baja. El enano abrió la boca y retrocedió horrorizado cuando se dio cuenta de que estaba lanzando un conjuro. Antes de que pudiera avisar a su compañero la magia de la canción lo atrapó.
—¿Qué sucede? —exigió saber el enano que conversaba con Danifae.
—Dile a tu amigo que todo va bien —susurró Halisstra—. No quieres la lira.
—Nada —dijo el primer enano—. Me ofrece la lira, pero no la queremos.
—Por supuesto que no —murmuró el segundo—. ¿Ves algún instrumento aquí?
Devolvió su atención a Danifae, que le preguntó por la mejor manera de cuidar una cota de malla en lugares húmedos.
—Ahora —dijo Halisstra al enano que había hechizado—, por el momento nuestras posiciones están alejadas, pero estoy segura de que llegaremos a un buen acuerdo. Nos vas a vender el equipo que está examinando mi criada. ¿Te quedarás las esmeraldas como entrada? Volveré en un par de días con una buena suma para cancelar la deuda.
—Las piedras servirán de anticipo —aprobó el comerciante—, pero mi compañero no estará contento. Pensará que no vas a volver.
—Dejémosle pensar que te lo pago todo, y no te molestará —dijo Halisstra.
Pensó un poco más, y luego se inclinó hacia adelante y lo miró a los ojos.
—Ya sabes —dijo en voz baja—, si algo le sucediera a tu compañero, todo el negocio sería tuyo para que lo manejaras a tu antojo, ¿no es así? Te quedarías con todos los beneficios, ¿no?
Un brillo avaricioso apareció en los ojos del mercader.
—Creo que tienes razón —dijo—. ¡No sé por qué no se me ha ocurrido antes!
—Paciencia —aconsejó Halisstra—. En cualquier momento del día sería excelente. Oh, y preferiría que no mencionaras a nadie que mi amiga y yo hemos hecho negocios contigo. Que quede entre nosotros.
Nimor se fue de Menzoberranzan con varios pagos y facturas como garantía de que Reethk Vasune había llegado a un acuerdo para proveer a los magos de Agrach Dyrr con ciertos reactivos y componentes de conjuros, pues cabía la posibilidad de que se le exigieran explicaciones sobre su salida de la ciudad. Los detalles del verdadero acuerdo que había forjado sólo los llevaba en la mente. La Espada Ungida de la Jaezred Chaulssin se sentía satisfecho por el trabajo realizado durante los últimos días. Aunque no era estrictamente necesario el entendimiento con Agrach Dyrr para lo que tenía en mente, el acuerdo al que había llegado con el anciano señor de la casa haría mucho más fácil el trabajo que le quedaba por hacer.
Nimor fue hacia una pequeña caverna lateral que llevaba al Dominio Oscuro. Había llegado a conocer bastante bien el laberinto de peligrosos túneles que rodeaba la gran ciudad en los últimos meses, y pronto encontró un lugar tranquilo, oscuro e inadvertido para cualquiera de los defensores de la ciudad. La Espada Ungida extendió la mano hacia una piedra de la pared del túnel. El Anillo de las Sombras relució, formando un círculo pequeño de negra oscuridad que parecía más una oquedad diminuta en el mundo que un adorno. Entre otros poderes, el anillo le permitía caminar por el Plano de las Sombras, y eso lo liberaba de muchos de los inconvenientes que le acarrearía viajar a pie.
Dio un paso hacia la pared y se desvaneció en el Margen Sombrío. Su destino no estaba a más de ciento sesenta kilómetros de Menzoberranzan. Ya había hecho el viaje varias veces, y pocas le había llevado más de una hora. Ningún hijo de Chaulssin tenía que temer andar entre las sombras, así que Nimor dedicó el viaje a evaluar su alianza con Agrach Dyrr, y a preguntarse si el anciano mago que gobernaba la casa en secreto era digno de confianza.
Nimor siguió el sendero oscuro que el anillo creó en el Margen Sombrío durante un lapso de tiempo indeterminado, y el camino empezó a volver hacia el mundo material. Era casi imposible determinar el paso del tiempo en el Margen, pero la magia del conjuro era tal que el camino que creaba emergería en el destino deseado. El asesino puso la mano sobre la empuñadura del espadín y dio el último paso del viaje, atravesando un velo de oscuridad para salir en una cámara enorme de bloques de piedra. Sólo había una puerta en la sala, un portal de hierro grande reforzado con conjuros. Nimor sacó una gran llave de bronce y la metió en la cerradura. La puerta se abrió con un chirrido.
Más allá de la puerta había un salón oscuro iluminado por carbones incandescentes en braseros de hierro. Al igual que la cámara, las paredes eran de bloques de piedra, el techo lo soportaban unas macizas columnas, pero a diferencia de las salas parecidas en los palacios drows, el lugar estaba desprovisto de decoración. Nimor percibió que había vigilantes, aunque decidieron no mostrarse.
—Soy yo, Nimor Imphraezl —dijo—. Informad al príncipe heredero de que estoy aquí.
De la nada aparecieron varios duergars, anulando su invisibilidad. Los enanos grises eran una cabeza más bajos que él, aunque eran de hombros anchos y torso largo, las piernas cortas y gruesas, los brazos musculosos. Llevaban una coraza negra, hachas de batalla y escudos blasonados con el símbolo de Gracklstugh. Una duergar, su rango lo indicaba una banda de filigrana de oro en la frente del yelmo, lo estudió con cautela.
—El príncipe heredero ha dejado instrucciones de que te llevemos a una habitación para huéspedes en el palacio. Te llamará en breve.
Aquella cortesía sonaba como una orden.
El asesino cruzó los brazos y tuvo que soportar la compañía de un par de Guardias de Piedra del príncipe. Los enanos grises lo miraban con inquietud, como si esperaran una treta de Nimor. En realidad, había poca simpatía entre duergars y drows, a pesar de que Menzoberranzan y Gracklstugh eran vecinos desde hacía milenios. Los enanos grises y los elfos oscuros se habían enfrentado en más de una guerra por el control del centenar largo de kilómetros de cavernas y simas que separaban las dos ciudades. El hecho de que tal guerra no se produjera desde hacía un siglo o más sólo indicaba que ambas razas habían llegado a respetar a regañadientes la fuerza del enemigo y no una disminución de la mala voluntad entre ellos.
Los guardias lo llevaron a través de los laberínticos corredores del palacio Gracklstugh y le mostraron un aposento en una parte en desuso de la fortaleza. El mobiliario era simple y funcional, conforme al gusto duergar. Nimor se dispuso a esperar y se acercó a una ventana parecida a una grieta para mirar la ciudad. Ésta era tan fea como siempre, una olla maloliente de humos y ruidos.
Al cabo del rato, Nimor oyó unos pasos y se volvió mientras Horgar Sombracerada entraba en la habitación, flanqueado por un par de Guardias de Piedra.
—Ah —dijo el elfo oscuro, con una inclinación de cabeza—. Buenos días tengas, mi señor. ¿Cómo le va a la Ciudad de las Cuchillas?
—Dudo que te importe —respondió Horgar. Para el gobernante de esta poderosa ciudad, el príncipe heredero no tenía mucha importancia. Se parecía mucho a los demás duergars de la sala. Tenía una mirada hosca en los ojos y era calvo. Llevaba un cetro y no vestía armadura, lo que le diferenciaba de los guardias. Les hizo un gesto para que permanecieran cerca de la puerta y avanzó para hablar en voz baja con Nimor—. ¿Bien? ¿Noticias?
—Creo que encontré los aliados que buscaba en Menzoberranzan, querido príncipe. Una casa fuerte ansiosa por ver el antiguo orden de las cosas desmantelado, pero cuya lealtad no se cuestiona. La hora de nuestra victoria se acerca.
—Humm. La casa Zauvirr estaba deseosa de contratar nuestros mercenarios en Ched Nasad, pero muy pocos del clan Xornbane volvieron. Creo que tú o ese Zammzt dijisteis lo mismo cuando los contratasteis.
—Las pérdidas de Xornbane son lamentables, pero no esperábamos la excepcional efectividad de vuestras bombas quemapiedras sobre las telarañas calcificadas de Ched Nasad. Si no fuera por el imprevisible azar, Khorrl Xornbane habría tomado la ciudad con la casa Zauvirr.
El príncipe duergar frunció el ceño, su barba se alzó puntiaguda.
—Advertí a Khorrl de que los elfos oscuros tienen el hábito de premiar pobremente a los mercenarios, en especial si son enanos. No permitiré que otra de nuestras compañías de mercenarios vuelva a lanzarse hacia un peligro como ése. Xornbane era un octavo de la fuerza de esta ciudad.
—No necesito una sola compañía de mercenarios, príncipe, no importa lo grande y fiera que sea —le aseguró Nimor—. Necesito todo tu ejército. Marcha con todas tus fuerzas, y no hará falta que temas por la derrota.
—Me sigue oliendo a una pérfida estratagema drow.
—Príncipe Horgar —dijo Nimor después de fruncir el entrecejo—, si vacilas en correr riesgos, pocas veces ganarás. Tienes la oportunidad de lograr algo grande, pero no puedo decirte que tu éxito esté asegurado o que no haya riesgos en la empresa.
—No hablamos de un puñado de monedas en un juego estúpido —dijo el príncipe duergar—. Hablamos de embarcar mi reino en una guerra que puede dar un vuelco en un sinnúmero de formas que no me gustan. No intentes forzar mis decisiones con comentarios vacíos sobre los riesgos y las recompensas.
—Muy bien, entonces, no lo haré, pero señalaré que cuando nos reunimos la última vez, sólo querías una cosa antes de dar tu consentimiento para liderar tu ejército contra Menzoberranzan, y ésa era un aliado importante dentro de la ciudad. Te lo he proporcionado. ¿Cuándo mejor sería desbaratar la amenaza que una Menzoberranzan fuerte representa para tu reino? Sus sacerdotisas son débiles, ya han resistido una dañina rebelión de esclavos, y ahora te entrego una gran casa deseosa de ayudarte en tus empeños. ¿Qué más necesitas, príncipe?
El duergar frunció el entrecejo y apartó la vista para mirar Gracklstugh. Se quedó un rato ensimismado. Nimor observó que vacilaba y decidió que era el momento de echar el anzuelo.
—¿Qué mejor manera de asegurar tu puesto ante los desafiantes terratenientes —dijo después de bajar la voz y acercarse— que distraerlos con una campaña más allá de la frontera? Incluso si fallaras en la conquista de Menzoberranzan, podrías asegurarte de que las fuerzas de los hacendados más peligrosos libraran las batallas más mortíferas. En realidad creo que está a tu alcance una gran victoria en Menzoberranzan y, al mismo tiempo, puedes arruinar la fuerza de los nobles más levantiscos.
El príncipe duergar refunfuñó y estudió a Nimor.
—Tú supones demasiadas cosas, elfo oscuro —dijo Horgar—. ¿Qué esperas ganar al destruir Menzoberranzan, eh? ¿Por qué quieres meterme en esa encerrona?
El asesino sonrió y palmeó el hombro del duergar. Los Guardias de Piedra de la sala se movieron nerviosos. Reprobaban el contacto.
—Mi querido Príncipe Horgar, la respuesta es simple —dijo Nimor—. Revancha. Tu ejército será el instrumento de mi venganza. Naturalmente, sé que no arrasarás Menzoberranzan sólo porque yo te lo pida, así que debo proporcionarte la adecuada motivación para hacer lo que deseo. He trabajado duro a fin de que se den las circunstancias para que el ejército de Gracklstugh se dirija a la ciudad que odio; incluido, debería añadir, ayudarte con el pequeño problema de desconsiderada longevidad de tu padre. ¿Cómo podría dejar más claro mi propósito?
—Te pagué por esa ayuda con centenares de bombas quemapiedras —dijo el príncipe duergar, conteniéndose—. No hables de la muerte… de mi padre. Si llego a creer que buscas influir en mis actos con ese tema, tendría que asegurarme de que cualquier información que poseyeras nunca llegara a ver la luz. ¿Me comprendes?
—Oh, no intentaba decir nada con ese comentario, Horgar. Sólo señalaba que antes te fui útil y que puedo serlo de nuevo. Ahora, ¿cuento con el ejército de Gracklstugh o no?
Horgar Sombracerada, príncipe heredero de Gracklstugh, asintió a regañadientes.
—Iremos —dijo—. Ahora, cuéntame con detalle quién nos ayudará dentro de Menzoberranzan y cómo será capaz de hacerlo.
Ryld sentía miradas llenas de odio en la nuca mientras seguía a Valas y Picahúlla por las calles de la ciudad duergar. Era demasiado consciente del hecho de que estaba fuera de su elemento. Se alzaba dos palmos por encima de cualquiera de los enanos grises, y la piel negra como el carbón y el piwafwi no le ayudaban a pasar desapercibido. Los tres viajeros serpentearon por la zona de los armeros, un callejón flanqueado por forjas al aire libre donde los duergars con delantales de cuero martilleaban sin cesar el metal incandescente. Ryld sabía un par de cosas sobre el buen acero y de un vistazo advirtió que los enanos conocían su trabajo.
El maestro de armas aceleró el paso y se situó junto a Valas.
—¿Adónde vamos? —preguntó en voz tan baja como le fue posible por encima de los repiqueteos de los martillos—. Pensé que necesitábamos alguna clase de licencia oficial o pase. ¿No deberíamos ir a un tribunal o algo así?
—Si quisieras una licencia real, sí —respondió Picahúlla—, pero te llevaría meses y una fortuna en sobornos. No, os llevo a la casa del terrateniente del clan Muzgardt. Os dará un salvoconducto que debería bastar para llevaros a donde queráis.
Ryld asintió. Después de todo, no era muy diferente de Menzoberranzan.
—¿Hasta dónde valdrá el escrito de Muzgardt? —preguntó Valas—. ¿Nos llevará más allá de los dominios de Gracklstugh?
—El clan Muzgardt son mercaderes. Negocian con cerveza y licores a lo largo del Reino Profundo, y algunas veces traen cervezas del exterior; vino drow, brandy svirfneblin, incluso algunas cosechas de la superficie, eso he oído. Encontrarás a su gente por todo el reino. —Picahúlla soltó una carcajada desagradable y añadió—: Por supuesto, Muzgardt vende salvoconductos a quienes se los piden. Le gusta el oro.
Ryld sonrió. Picahúlla era un tipo avaricioso para los patrones de cualquiera. La codicia de Muzgardt debía ser algo notable para que un enano como Picahúlla la comentara.
Llegaron al final de la calle de los armeros y se encontraron de nuevo cerca del Lagoscuro, aunque mucho más al norte del embarcadero. Ante ellos había una enorme y desvencijada fábrica de cerveza, construida con piedras apiladas entre troncos petrificados de un bosquecillo de hongos gigantes. Unas grandes tinas de cobre humeaban, impregnando el aire con un pesado hedor a fermentos. Cerca había docenas de barriles de cobre, y unos duergars corpulentos se afanaban, majaban hongos, mezclaban masas de fermentos, y llenaban toneles con cerveza recién elaborada.
—La segunda pasión de un enano después del oro —dijo Picahúlla con un sonrisa torcida— y os digo que los muchachos de Muzgardt hacen un buen trabajo.
El enano condujo a Ryld y a Valas al interior de la fábrica y llegó hasta un pequeño cobertizo. Allí había un par de enanos grises con cota de malla y hachas de apariencia amenazadora cerca de la mano. Miraron con enfado a los drows y alzaron las armas.
—¿Qué queréis? —gruñó uno.
—Thummud —respondió Picahúlla—. Quiero hacer negocios.
—Espera aquí —dijo un enano.
Se fue tras una cortina harapienta que cubría una puerta y volvió un momento después.
—Thummud te verá, pero los drows tienen que dejar las armas en la puerta. No confía en ellos.
Ryld miró a Valas.
¿Hemos de temer una emboscada?, preguntó Ryld en el lenguaje de signos.
Picahúlla sabe que hay cinco más en el grupo, incluido un mago calificado y un draegloth. No creo que nos lleve a una trampa… De todas formas vigila tu espalda, respondió Valas del mismo modo.
—Basta de charla con los dedos —soltó el enano—. Habla de manera que te entendamos, si tienes algo que decir.
—Siempre tengo algo que decir —le dijo Ryld a Valas en voz alta.
Le lanzó una dura mirada al duergar, pero sacó a Tajadora de la espalda y la dejó contra la pared. Desenvainó la espada corta que llevaba al cinto y la dejó al lado.
—Tiene una maldición —dijo—. No os gustaría lo que pasaría si intentarais manejarla.
Valas dejó el arco corto y las flechas, y después los kukris. Los duergars cachearon a los dos elfos oscuros en busca de armas escondidas y luego los condujeron al interior del deprimente cobertizo. El lugar era una especie de oficina, con libros de registro y expedientes por todas partes. Cerca de un escritorio estaba uno de los enanos más gordos que Ryld había visto, un tipo rechoncho, de brazos gruesos y hombros amplios. Los duergars tendían hacia una constitución corpulenta aunque delgada, a pesar de su corta estatura, pero el cervecero Thummud se parecía a uno de sus barriles.
—Picahúlla —dijo a modo de saludo—, ¿qué puedes hacer por mí?
—Traigo un grupo de elfos oscuros que necesitan un salvoconducto de negocios de Muzgardt —dijo Picahúlla—. Prefieren no esperar a una autorización real.
—¿Qué clase de negocios?
—Solemos trabajar con gemas —dijo Valas—. Queremos organizar un transporte a través del Reino Profundo. Necesitamos ir a un lado y a otro, y hablar con un montón de gente y, como ha dicho Picahúlla, no queremos esperar meses para conseguir una licencia real.
—Entonces sois estúpidos o mentís. Pagaréis diez veces el valor de una licencia real para conseguir un escrito del señor de nuestro clan. La mayoría de los mercaderes que conozco no harían eso.
Valas levantó la mirada hacia Ryld y luego la volvió hacia Thummud.
—Muy bien, entonces —dijo Valas—. Tenemos algunos rivales que hacen buenos negocios por aquí y queremos sondear a sus proveedores para ver si los animamos a que nos vendan a nosotros en vez de a ellos. Una licencia real no llegaría tan lejos, ¿no es así?
—No, supongo que no —resopló Thummud.
—¿Ayudarás a mis clientes o no? —preguntó Picahúlla—. ¿O tendré que ir a ver a Cabeza de Hierro o quizá a Yunque Brioso?
—El clan Muzgardt es capaz de ayudarte —dijo Thummud al cabo de unos instantes—. Queremos doscientas monedas de oro por cada uno, y no lo tendrás hoy.
Picahúlla miró a los elfos oscuros. Ryld asintió.
—Pagarán vuestros honorarios —dijo el marinero duergar—, pero quieren empezar de inmediato.
—No importa lo que quieran —respondió Thummud con un encogimiento de hombros—. Tengo que tratar el tema con el señor del clan antes de redactar el salvoconducto.
—¡Nunca había sido así!
El enano gordo cruzó los brazos y cerró la boca en un ademán obstinado. Miró enfadado a Picahúlla y a los elfos oscuros.
—Así son las cosas, últimamente los soldados del príncipe heredero han comprobado nuestros salvoconductos con detenimiento. Horgar nos ha hecho saber que quiere estar al corriente de quién está en el Reino Profundo y por qué, y presiona a los señores de los clanes para que pongan coto a lo de los salvoconductos. Podremos conseguirles el suyo a tus clientes, creo, pero primero tengo que obtener la bendición de Muzgardt. Vuelve mañana o pasado.
Picahúlla murmuró entre dientes, pero no se molestó en discutir. Señaló con la cabeza hacia la cortina y se llevó a Ryld y Valas al exterior. Los elfos oscuros recogieron sus armas, y en pocos minutos la fábrica de cerveza estaba a sus espaldas.
—Ahora, ¿qué deberíamos hacer? —se preguntó Valas en voz alta—. ¿Conoces otro clan que nos pueda ayudar, Picahúlla?
—Quizá, pero con las medidas que Horgar ha tomado con los salvoconductos informales y esas cosas, tendremos problemas allí adonde vayamos. —El enano se rascó la barba—. Tengo que hacer algunas preguntas y creo que me iría mejor sin vosotros.
Ryld miró a Valas, que reflexionó antes de aceptar, e incluso entonces el maestro de armas pensó que su compañero menzoberranio no confiaba lo suficiente en la lealtad de su guía.