Capítulo cinco

Nada más los molestó durante el resto del viaje. Salieron del Margen poco después del ataque del caminante de las sombras y reaparecieron en Faerun, en el fondo de un desfiladero subterráneo. Las paredes estaban marcadas con varios signos y mensajes de aquéllos que se habían detenido allí. Era evidente que era un lugar de acampada habitual, cerca de la caverna de los mercaderes. El grupo descansó allí unas horas, tratando de quitarse de encima el frío insidioso del Margen Sombrío. Después de descansar, abandonaron la sima y entraron en una larga caverna, un túnel de paredes desbastadas, con alguna que otra cueva, que atravesaba kilómetros de oscuridad.

Valas condujo al grupo, ya que estaba familiarizado con el lugar y la ruta que seguían. Después de los cielos ardientes de la superficie y la miserable penumbra del plano de las sombras, los peligros rutinarios de la Antípoda Oscura les parecieron viejos amigos. Ése era su mundo, el lugar al que pertenecían, incluso para aquellos pocos que raramente se aventuraban fuera de sus ciudades.

Después de marchar unos dos kilómetros, Valas solicitó una parada breve y se arrodilló para bosquejar un tosco mapa en el polvo del suelo del túnel.

—Mantol-Derith está a un kilómetro de aquí. Recordad, es un lugar de comercio y alianzas con otras razas. No gobernamos Mantol-Derith (nadie lo hace), y sería prudente que evitáramos ofender a cualquiera que nos encontráramos, a menos que busquéis una pelea, lo que nos haría perder tiempo y recursos.

»Además, he pensado en la mejor manera para abrirnos camino desde la caverna de comercio hasta las posesiones de la casa Jaelre en el Laberinto. Nuestro camino debe atravesar el dominio de Gracklstugh, la ciudad de los enanos grises.

—Bajo ninguna circunstancia nos acercaremos a Gracklstugh —dijo Quenthel al instante—. Los duergars destruyeron Ched Nasad. No veo la razón de presentarme en sus dominios para que nos maten.

—Tenemos pocas opciones, matrona —dijo Valas—. Estamos al nordeste del reino duergar, y el Laberinto está a varios días al suroeste de la ciudad. No podemos rodear la ciudad por el norte porque el Lagoscuro está en medio, y los duergars patrullan sus aguas. Rodearla por el norte nos costaría casi tres semanas de difícil ruta que no conozco demasiado bien.

—¿Entonces, por qué hemos venido por este camino? —murmuró Jeggred—. También podríamos haber vuelto a Menzoberranzan.

—Bueno, por una cosa, Gracklstugh aún está entre nosotros y la casa Jaelre. Tanto si estamos en Mantol-Derith o en Menzoberranzan —respondió Pharaun. Señaló tres puntos en el tosco mapa de Valas—, tendríamos que tratar con los enanos grises. La cuestión es si nos atrevemos a atravesar Gracklstugh o no.

—¿Serías capaz de llevarnos más allá de la ciudad caminando por las sombras? —preguntó Danifae.

—Nunca he viajado más allá de Mantol-Derith en esa dirección —dijo Pharaun con una mueca—, y ese tipo de viaje es más útil cuando vas a un destino conocido. En cualquier caso, no me sorprendería descubrir que los duergars han cerrado su reino a la entrada de viajeros por los otros planos.

—¿Estamos seguros de que los enanos grises rechazarán nuestra presencia? —preguntó Ryld—. Los mercaderes de Menzoberranzan viajan a Gracklstugh bastante a menudo, y los duergars traen sus mercancías al bazar de Menzoberranzan. Es posible que Gracklstugh no tenga nada que ver con los mercenarios duergars que atacaron Ched Nasad.

—No he oído nada que me sugiera que deberíamos arriesgarnos a entrar en Gracklstugh —dijo Quenthel. Hizo un gesto lacónico con la mano, acallando el debate—. Prefiero no apostar por la hospitalidad de los enanos grises, al menos después de la caída de Ched Nasad. Rodearemos la ciudad por el norte, y confiaré en maese Hune para que encuentre un camino.

Halisstra miró a Ryld y Valas. El explorador se mordía el labio, preocupado, mientras el maestro de armas, resignado, bajaba los ojos.

—¿Estamos a dos o tres kilómetros de la caverna conocida como Mantol-Derith? —preguntó Halisstra señalando el mapa.

—Sí, señora —respondió Valas.

—¿Y escojamos el camino que escojamos, tenemos que pasar por ese lugar?

El explorador de Bregan D’aerthe asintió de nuevo.

—Entonces quizá deberíamos ver lo que descubrimos en la caverna de comercio antes de tomar una decisión —propuso Halisstra. Sentía los ojos de Quenthel sobre ella, aunque no miró a la de Baenre—. Podría haber mercaderes duergars allí que arrojaran algo de luz a la cuestión. Si no, bueno, de cualquier modo tendremos que aprovisionarnos antes de partir a las zonas yermas de la Antípoda Oscura.

—Hicieron el trabajo de Gracklstugh cuando destruyeron la ciudad —dijo Quenthel Baenre en tono sombrío. Se enderezó y puso los brazos en jarras, mientras miraba el bosquejo del suelo. Pensó un momento y luego, enojada, lo borró con el pie—. Entonces vamos a ver lo que descubrimos en Mantol-Derith. Sospecho que el tiempo es esencial, y si podemos ahorrarnos un desvío de veinte o treinta días para evitar la ciudad, deberíamos hacerlo; pero si oímos algo que indique que Gracklstugh tiene algo que ver con lo sucedido, iremos por los túneles.

Valas asintió.

—Muy bien, matrona, sospecho que podremos arreglar nuestra entrada a menos que los duergars estén en guerra abierta con Menzoberranzan. He tratado antes con enanos grises, y no hay nada que no vendan por un buen precio. Buscaré un guía duergar en Mantol-Derith y veré lo que descubro.

—Bien —dijo Quenthel—. Llévanos hasta los duergars, y haremos…

—No, matrona, nosotros no —dijo el explorador. Se puso en pie y se limpió las manos—. La mayoría de los duergars sienten poca simpatía por los drows, y mucho menos por nobles, e incluso menos por las sacerdotisas de la Reina Araña. Tu presencia sólo complicaría las cosas. Sería mejor que llevara yo mismo las negociaciones.

Quenthel frunció el entrecejo.

Jeggred, que estaba cerca de ella, refunfuñó.

—Lo seguiré y no lo perderé de vista, matrona.

—Si una sacerdotisa de Lloth pone nervioso a un enano gris, ¿qué crees que pasaría contigo? —dijo Pharaun después de soltar una repentina carcajada.

El draegloth se irguió, pero Quenthel sacudió la cabeza.

—No —dijo—, tiene razón. Buscaremos un lugar donde esperar y quizá obtengamos noticias mientras Valas se cuida de los detalles.

Reanudaron la marcha y pronto llegaron a Mantol-Derith. El lugar era mucho más pequeño de lo que esperaba Halisstra, una caverna de no más de diecinueve o veinte metros de altura y quizá el doble de anchura, aunque serpenteaba varios cientos de metros. Estaba acostumbrada a la inmensidad del gran desfiladero de Ched Nasad, y las historias que había oído de otros lugares civilizados bajo tierra a menudo hablaban de tremendas cavernas de kilómetros de un lado a otro. Mantol-Derith no sería más que una caverna lateral de una ciudad drow.

Además, estaba mucho menos abarrotado de lo que habría esperado. Los mercados en su ciudad natal siempre estaban llenos, atestados de drows normales o esclavos de nobles atareados. Del mercado de una ciudad drow por lo general emanaba trabajo, energía y actividad, incluso si esas cualidades estaban particularmente distorsionadas para encajar con los gustos estéticos de una sociedad drow. Mantol-Derith era, en comparación, silencioso e imponente. Aquí y allá, en toda la longitud de la caverna, se sentaban pequeños grupos de comerciantes, sus mercancías encerradas en cofres detrás de ellos en vez de expuestas. Nadie gritaba o regateaba o reía. Los negocios que se traían entre manos parecía que se llevaba a cabo entre susurros y sombras.

En Mantol-Derith se reunían criaturas de muchas razas. Unos cuantos mercaderes drows aguardaban en las esquinas de la caverna, la mayoría de Menzoberranzan, si Halisstra interpretaba correctamente los blasones de las mercancías. Los ilitas se movían sin problemas de un sitio a otro, su piel color malva refulgía con un brillo húmedo, y retorcían sus tentáculos bajo las cabezas de cefalópodo. Un puñado de hoscos svirfneblin se apiñaban en una parte, mirando a los drows con resentimiento. Por supuesto, también los duergars estaban presentes en buen número. Bajos y de hombros anchos, los huesudos enanos grises se reunían en reservadas sociedades y conversaban entre ellos en voz baja en su lengua gutural.

Halisstra seguía a Pharaun, al tiempo que estudiaba a cada grupo a medida que los dejaban atrás. Percibió que el mago intercambiaba señales discretas con Valas mientras se internaban en el mercado.

—No hay muchos mercaderes hoy —comentó el mago—. ¿Dónde estarán todos?

—El caos en Menzoberranzan ha traído pocos compradores —respondió Valas después de mirar de soslayo para asegurarse de que Quenthel no miraba—. Pocos compradores significan pocos vendedores. Parece que la anarquía no es buena para los negocios.

El explorador se volvió para mirar a un grupo cercano de duergars.

—Seguid adelante —dijo casi sin volverse—. Hallaréis alguna posada un poco más lejos. Nos encontraremos allí.

Se acercó a los enanos grises en silencio, mientras hacía un extraño saludo con las manos unidas y se sumaba a los susurros de los mercaderes duergars. El resto del grupo continuó.

Encontraron la posada a la que se refería el explorador en una malsana cueva cerca del extremo sur de Mantol-Derith. Allí, una hosca enana gris aterrorizaba a un puñado de esclavos goblins, obligándolos sin compasión a hacer una tarea tras otra. Varios fuegos crepitaban sin orden ni concierto en la zona, calentando ollas de un espeso estofado, atendidos por los atosigados cocineros. Otros esclavos se afanaban en escanciar los toneles de cerveza de hongos o la cerveza dorada robada en la superficie, y servían a los silenciosos parroquianos que se reunían alrededor de los fuegos, sentados en rocas planas dispuestas como sillas. Unas puertas macizas de fibra de hongo petrificado o chapa de acero oxidada cerraban hendiduras en las paredes. Halisstra supuso que llevaban a las habitaciones de la posada. Las cámaras debían ser muy seguras con esas puertas, aunque no era capaz de imaginar su comodidad.

—Qué… rústico —dijo Halisstra.

Por un instante le pasó por la cabeza si su destino sería vivir el resto de su destierro agazapada en un cuchitril parecido.

—Es aún más encantador que la última vez que estuve aquí —dijo Pharaun con una sonrisa forzada—. La enana de allí se llama Dinnka. Descubrirás que esta posada sin nombre al borde del camino es uno de los mejores alojamientos disponibles en Mantol-Derith. Tendrás comida, fuego y refugio (tres cosas difíciles de conseguir en los yermos de la Antípoda Oscura), y pagarás una pequeña fortuna por ello.

—Supongo que será mejor que descansar en unas ruinas de la superficie infestadas de monstruos —dijo Quenthel.

Encabezó la marcha mientras el grupo se acercaba a uno de los fuegos. Un trío de osgos ocupaba los asientos. Por lo que parecía eran mercenarios de cierto nivel, a juzgar por la calidad de sus armaduras. Las peludas criaturas estaban ensimismadas en sus jarras de cerveza de hongo y mordían muslos de carne de rote. Uno a uno, los fornidos guerreros levantaron la mirada mientras los cinco drows y Jeggred se acercaban. Quenthel cruzó los brazos y miró a las criaturas con desprecio.

—¿Y bien? —dijo.

Los osgos gruñeron, dejaron la cerveza y la comida, al tiempo que llevaban las manos a las empuñaduras de las hachas que sobresalían de sus cinturones. El movimiento llamó la atención de Halisstra. Osgos con dos dedos de frente habrían abandonado los asientos de inmediato, casi en toda la Antípoda Oscura. No eran esclavos drows (era evidente que no, si estaban en Mantol-Derith), pero ella se había aventurado por lugares parecidos cerca de Ched Nasad las suficientes veces para comprender que criaturas como los osgos aprendían rápido a dejar paso a los habitantes de la Antípoda Oscura verdaderamente peligrosos, como los elfos oscuros nobles.

—¿Bien, qué? —refunfuñó el más grande de los tres—. Te costará más de un chiste que dejemos los asientos.

—¿Crees que puedes hacer que nos levantemos? —añadió otro osgo—. Los elfitos no asustan tanto como antes, sabes. Quizá tengas que demostrarnos por qué vamos a hacer lo que dices.

Quenthel esperó un momento.

—Jeggred —dijo al cabo de unos instantes.

El draegloth dio un salto y levantó al primer osgo. Con los dos brazos más pequeños le bajó las manos para evitar que sacara las armas que tenía en el cinturón. Le sujetó la cabeza con una de las garras y la otra se la hundió en la cara. El mercenario chilló algo en su grosero lenguaje y forcejeó con el draegloth. Jeggred sonrió, fijó las zarpas en la cabeza del monstruo y tiró hacia atrás con fuerza, de forma que arrancó la parte delantera del cráneo del osgo. Sangre y cerebro salpicaron a sus compañeros, que se pusieron en pie mientras sacaban hachas y espadas.

Jeggred bajó un poco el cuerpo que se agitaba y miró a los otros dos.

—¿El siguiente? —dijo con voz meliflua.

Los dos osgos que quedaban se apartaron y huyeron aterrorizados. Jeggred sacudió la cabeza, arrojó el cuerpo a un lado y tomó asiento ante el fuego. Se sirvió un trozo de asado dejado por un osgo y levantó una de las jarras con la otra mano.

—Osgos… —murmuró.

—¡Eh, tú!

La arisca posadera duergar (Dinnka) corrió hacia ellos, con expresión de disgusto.

—Esos tres aún no habían pagado la cuenta —se quejó—. Por los nueve infiernos, ¿cómo conseguiré ahora que me paguen lo que me deben?

Ryld se encorvó y le quitó la bolsa al osgo. Se la tiró a Dinnka.

—Ajusta cuentas con esto —dijo el maestro de armas—, y lo que queda va para nuestra ronda. Querremos buen vino y más comida.

La duergar asió la bolsa, pero no se movió.

—No me gusta que asustéis a parroquianos que pagan, drow. Ni que los matéis. La próxima vez asesinad en vuestra casa, donde toca.

Se alejó, mientras ladraba órdenes a los esclavos goblins.

Halisstra observó cómo se iba.

Eso es extraño. ¿Habéis oído lo que ha dicho el osgo?, dijo en el lenguaje de signos.

—¿Lo que dijo de que los drows no eran tan temibles como acostumbraban? —dijo Ryld, y luego cambió a los signos. ¿Ha llegado tan pronto la noticia de la caída de Ched Nasad? Fue hace solo dos días, y Mantol-Derith está a muchas jornadas de viaje de la Ciudad de las Telarañas Relucientes.

Es posible que mediante un examen mágico o unos conjuros de comunicación ya se haya difundido —dijo Halisstra. O… quizá quería decir otra cosa. Quizá ya se conoce alguna de nuestras atípicas dificultades.

«Eso —pensó Halisstra— es muy inquietante». Enanos grises e ilitas eran enemigos muy capaces, criaturas que conocían muchos secretos de brujería. Percibir la debilidad de los drows no sería del todo sorprendente, pero si unos vulgares mercenarios osgos estaban al tanto de los asuntos de Ched Nasad o Menzoberranzan, lo sabía mucha gente.

Los esclavos goblins volvieron de los fogones cargados con comida, mejor de la que habían disfrutado los osgos, y botellas de vino frescas de alguna viña de la superficie. Los esclavos recogieron el voluminoso cuerpo del osgo muerto y lo arrastraron hacia la oscuridad. Los elfos oscuros apenas les prestaron atención. Los esclavos goblins estaban tan lejos de su percepción que era como si no existieran. El grupo comió y bebió en silencio, ocupado en sus propios pensamientos.

Al cabo de un rato, Valas se unió a ellos, acompañado por otro enano gris. Era un varón, con una barba corta de color gris hierro y sin un solo pelo por encima de las cejas. El duergar llevaba una cota de malla y una terrorífica hacha en el costado. Su cara estaba mutilada por tres cicatrices que le habían arrancado una oreja y retorcido la parte derecha de la cara. Podría ser un mercader, un mercenario, un minero… su austera indumentaria ofrecía pocas pistas en cuanto a su ocupación.

—Éste es Ghevel Picahúlla —dijo el explorador—. Es propietario de una barca que está amarrada aquí al lado, en el Lagoscuro. Nos llevará a Gracklstugh.

—Deseo cobrar por adelantado —advirtió el enano gris—. Y quiero que sepáis que tengo contratado un seguro con mi gremio. Si pensáis en cortarme el gaznate y tirarme al agua, os buscarán hasta dar con vosotros.

—Un alma confiada —dijo Pharaun con una sonrisa—. No nos interesa robarte, maese Picahúlla.

—Tomaré mis precauciones, de todas formas. —El duergar miró a Valas y preguntó—: Ya sabes dónde está la barca. Págame ahora, y me encontraréis allí mañana, temprano.

—¿Cómo sabemos que no nos robarás, enano? —refunfuñó Jeggred.

—Por lo general es un mal negocio robar a un drow, a menos que consigas liquidarlo —respondió el enano—. Por supuesto, eso está cambiando, pero no tan rápido como para arriesgarme hoy.

Valas agitó una bolsa frente al enano y la dejó caer en su mano. De inmediato el enano vació el contenido en la otra, evaluando las gemas antes de volverlas a meter en la bolsa.

—Tenéis prisa o vuestro hombre habría conseguido un precio mejor. Ah, pero bueno, los drows no saben apreciar una buena gema después de todo.

Se volvió y se alejó.

—Es la última vez que lo ves —dijo Jeggred—. Tendrías que haberle pagado más tarde.

—Insistió en ello —repuso Valas—. Dijo que quería asegurarse de que no lo matábamos para recuperar el precio del viaje. —El explorador miró hacia el duergar y se encogió de hombros—. No creo que nos time. Si es esa clase de duergar, bueno, no duraría mucho en Mantol-Derith. A la gente de aquí no le gusta que la embauquen.

—¿Puede asegurarnos que entraremos en Gracklstugh sin problemas? —preguntó Ryld.

—Tendremos que llevar cierta clase de documentos o cartas —respondió Valas después de extender las manos— que Picahúlla nos puede arreglar. Creo que es algún tipo de licencia mercantil.

—No llevamos mercancías —comentó Pharaun con sequedad—. ¿Esa explicación no parece un poco débil?

—Le dije que la familia de lady Quenthel tenía negocios en Eryndlyn que desea inspeccionar y que, si encuentra las cosas en orden, estaría interesada en negociar los servicios de carreteros duergars para transportar las mercancías a través del territorio de Gracklstugh. Además, sugerí que Picahúlla podría hacerse con una parte del arreglo.

Pharaun no tuvo tiempo de responder antes de que la caverna reverberara con el ruido de numerosos pies. Los elfos oscuros apartaron la mirada del fuego y vieron que un gran grupo de guerreros osgos se acercaba, acaudillados por los dos mercenarios que habían huido antes. Al menos una docena de sus compañeros los seguían de cerca, hachas y mayales erizados de pinchos en las manos, la muerte en sus ojos. Los demás parroquianos de Dinnka empezaron a escabullirse, en busca de entornos más seguros. Los corpulentos humanoides murmuraban y gruñían entre ellos en su idioma.

—Decidme —dijo Valas—, ¿da la casualidad de que alguien mató, mutiló o humilló a un osgo mientras yo hablaba con Picahúlla? —El explorador cruzó una mirada con los demás y sus ojos se posaron en Jeggred, que se encogió de hombros. Lanzó un suspiro—. ¿No fui claro cuando advertí que no quería peleas?

—Hubo un malentendido con la distribución de asientos —explicó Quenthel.

Ryld se levantó y se pasó la capa por encima del hombro a fin de tener los brazos libres para el combate.

—Tendríamos que haber pensado que habría más por los alrededores —dijo.

—Es el momento de recordarles a esas estúpidas criaturas quién manda aquí —comentó Halisstra.

Quenthel se levantó y sacó el flagelo de tres colas, mientras miraba a los guerreros que se acercaban con una sonrisa abyecta.

—¿Jeggred? —dijo.

Gomph Baenre estaba en un balcón muy alto, estudiando las deslucidas luces feéricas de Menzoberranzan. Llevaba esperando casi una hora, y su paciencia estaba a punto de acabar. En otras circunstancias una hora aquí o una allá no significaría nada para un elfo oscuro con siglos de vida por delante, pero aquello era diferente. El archimago esperaba atemorizado, temiendo la llegada del que lo había convocado a ese encuentro clandestino. No era un sensación a la que Gomph estuviera acostumbrado, y descubrió que después de todo no le importaba. Había tomado, por supuesto, precauciones extremas, protegido por una serie de conjuros defensivos y una cuidadosa selección de objetos mágicos protectores. El archimago no estaba muy convencido de que esas precauciones disuadieran al que venía a reunirse con él en ese lugar solitario y azotado por los vientos.

—Gomph Baenre —lo saludó una voz fría y rasposa. Antes de que el archimago empezara a darse la vuelta, sintió la presencia del otro, un gélido escalofrío que de algún modo se las arregló para aplastar sus defensas. La presencia de una magia poderosa y terrible—. Qué bien que aceptaras mi invitación. Ha pasado mucho tiempo, ¿no?

El anciano hechicero Dyrr salió de entre las sombras del fondo del balcón, apoyado en su gran báculo. Sus pies parecían inmóviles mientras se deslizaba entre el rumor de sus prendas con la soltura de un viejo al caminar.

A Dyrr le convenía usar la apariencia de un venerable elfo oscuro de fantástica edad entre los ambiciosos drows de su casa, pero la visión arcana de Gomph atravesaba el disfraz y veía la verdad que escondía. Dyrr estaba muerto, muerto hacía muchos siglos. No quedaba más del anciano mago que huesos polvorientos revestidos de jirones de piel momificada. Las manos eran las garras de un esqueleto; las ropas estaban desteñidas y raídas; la cara era una calavera sonriente y abominable, y las cuencas negras de los ojos brillaban con la llama verde de su poderoso espíritu.

—Veo que mi pobre disfraz no te engaña —dijo el liche con un chillido—. La verdad es que me sentiría muy decepcionado si te enredara con tanta facilidad, archimago.

—Lord Dyrr —dijo Gomph. Inclinó la cabeza sin apartar los ojos del liche—. La verdad, me sorprende ver que aún estás entre nosotros. Oí que aún vivías… eh, por así decirlo… confinado en tu casa. De vez en cuando pensé que distinguía una mano astuta que guiaba los asuntos de Agrach Dyrr, pero no encontré a nadie que afirmara haberte visto en casi doscientos años, y ha pasado casi el doble desde la última vez que hablamos.

—Valoro mi intimidad y exhorto a mis descendientes a valorarla. Es mejor para todos los involucrados si mi mano permanece escondida. No queremos que las matronas se pongan nerviosas, ¿verdad?

—Desde luego. Sé que no les gustan las sorpresas.

El liche soltó una carcajada, un sonido horrible que helaba la sangre. Se acercó más, para situarse junto a Gomph y mirar la ciudad. El archimago se encontraba bastante incómodo ante la presencia antinatural de la criatura no muerta; de nuevo, una sensación que no experimentaba a menudo.

«¿Qué secretos guardará este fantasma en su cráneo vacío? —se preguntó Gomph—. ¿Qué sabe sobre esta ciudad que nadie más recuerda? ¿Qué solitarias y terribles cotas de conocimiento ha alcanzado en las lúgubres centurias de su existencia imperecedera?».

Las preguntas angustiaron a Gomph, pero decidió apartar tales especulaciones por el momento.

—Bueno, lord Dyrr, solicitaste este encuentro. ¿De qué asunto hablaremos?

—Siempre fuiste admirablemente directo, joven Baenre —dijo el liche—. Es una agradable cualidad de los nuestros: ir directo al grano. ¿Qué piensas de las recientes dificultades que acosan a nuestra bella ciudad? En especial, ¿qué crees que debe hacerse con la debilidad que azota ahora a la casta gobernante de las sacerdotisas?

—¿Qué debe hacerse? —respondió Gomph—. Es difícil decirlo cuando la pregunta parece ser: ¿qué puede hacerse? Apenas está en mi poder rogarle a la Reina de la Red de Pozos Demoníacos que devuelva su poder a sus sacerdotisas. Lloth hará lo que le plazca.

—Como siempre. No quiero decir que tú debas actuar de otro modo. —El liche hizo una pausa, el fuego verde de su mirada se clavó en el archimago—. ¿Qué ves cuando paseas la mirada por Menzoberranzan, Gomph?

—Desorden. Peligro. Exclusión.

—¿Y, quizá, oportunidad?

—Sí, por supuesto —dijo Gomph, después de vacilar un instante.

—Has titubeado. ¿No estás de acuerdo conmigo?

—No, no es eso.

El archimago frunció el entrecejo y escogió las palabras con cuidado. No deseaba ofender a la poderosa aparición. Dyrr parecía bastante civilizado, pero la mente no siempre lleva bien varios siglos de no muerte. Tenía que asumir que no había nada de lo que el liche no fuera capaz.

—Lord Dyrr —dijo—, seguro que has observado que las tretas de la Reina Araña no tienen fin. La única certeza de nuestra existencia es que Lloth es una deidad caprichosa y exigente, una diosa que disfruta enseñando lecciones muy duras. ¿Y si su silencio es una artimaña para probar a sus fieles? ¿No es probable que Lloth niegue su favor a las sacerdotisas para ver cómo responden? ¿O (peor aún) para ver si los enemigos de sus sacerdotisas se envalentonan para salir de las sombras y atacar a sus fieles? Si ése es el caso, ¿qué sucederá entonces con alguien lo bastante estúpido para desafiar a la Reina de las Arañas, cuando se canse de la prueba y devuelva todo su favor a las sacerdotisas tan repentinamente como lo retiró? No me gustaría que esa estratagema me cogiera por sorpresa. En absoluto.

—Tu lógica es bastante atinada, aunque creo que has permitido que el hábito de la precaución estorbe tus pensamientos —dijo Dyrr—. Casi coincido contigo, querido, excepto por ese hecho. En los más de dos mil años que hace que me muevo por este mundo, nunca he visto que sucediera esto. Oh, soy capaz de recordar varias ocasiones en las que arbitrariamente decidió dejar de favorecer a esa sacerdotisa o a aquella casa, entregándoselas a sus enemigos, pero nunca abandonó a toda nuestra raza mes tras mes. —El liche levantó la mirada en un gesto reflexivo—. Parece una manera incorrecta de tratar a los devotos. Si alguna vez alcanzo la divinidad, creo que intentaría hacerlo mejor.

—Entonces, ¿qué propones, lord Dyrr?

—Aún no propongo nada, pero me planteo, joven Baenre, si se debería confiar en las impotentes sacerdotisas para que dirijan la ciudad durante mucho tiempo más. Tú y yo, aún manejamos grandes y terribles poderes, ¿no es así? Los secretos místicos de nuestro Arte no nos han abandonado, ni es muy probable que lo hagan en el futuro. Quizá es el momento de que nos confíen la seguridad de nuestra civilización, la defensa de nuestra ciudad, de tomar las riendas del gobierno que las matronas ya no son lo bastante fuertes para llevar. El peligro para nuestra ciudad crece a cada hora. Después de todo, hay rivales fuera del Dominio Oscuro, otras razas y reinos que nos amenazan.

—Y precisamente por eso soy reacio a volver a los magos contra las sacerdotisas —respondió Gomph—. Lo único que podría incrementar nuestra vulnerabilidad sería empezar una guerra civil. Para ahorrarnos el destino de Ched Nasad, debemos apoyar el orden existente hasta que acabe la crisis.

—¿Y qué favores crees que ganarás de las sacerdotisas o de la misma Reina Araña por esa ciega lealtad? —Dyrr se volvió hacia Gomph y golpeó con suavidad el pecho del archimago con el dedo índice. Gomph no pudo evitar un escalofrío—. Tienes potencial, joven Gomph. No careces de talento, y más allá de la casa Baenre ves Menzoberranzan. Pon esas cualidades a trabajar y examina con cuidado el rumbo que escoges durante los próximos días. Los hechos que se avecinan te depararán oportunidades de grandeza o de fracaso. No tomes la decisión equivocada.

Gomph dio un cauteloso paso atrás y se elevó sobre el inmenso abismo de la caverna.

—Lo siento, debo atender Narbondel, lord Dyrr. Ahora me iré… y estudiaré detenidamente tus palabras. Puede que valores la situación con más acierto que yo.

La ardiente mirada del liche siguió a Gomph hacia la oscuridad mientras descendía hacia la ciudad. Desde luego que meditaría las palabras del liche. Era capaz de sortear a Dyrr con cortesía y cautela, pero no indefinidamente. Gomph estaba seguro que el liche esperaría una respuesta diferente la próxima vez que se vieran.

El Lagoscuro era un lugar extraño y terrible. La negrura más grande que Halisstra había visto nunca envolvía al grupo. Aquél era un espacio tan vasto que sus escondrijos atormentaban la mente. Muchas de las grandes cavernas de los drows tenían kilómetros de ancho. Eran grandiosos lugares que albergaban a ciudades de miles de habitantes, pero (si Picahúlla no exageraba) el Lagoscuro ocupaba una caverna de cientos de kilómetros de un lado a otro y centenares de metros de altura. Grandes columnas del tamaño de montañas sostenían el techo, creando archipiélagos de colmillos en la oscuridad. Las aguas del lago casi llenaban el inmenso espacio. Mientras navegaban, el techo muchas veces estaba a menos de un tiro de lanza y dejaba decenas o incluso cientos de metros de misteriosa negrura ante ellos. Era una sensación estremecedora.

La barca de Picahúlla era bastante incómoda: una nave asimétrica construida en su mayor parte por tablas aserradas de los troncos leñosos de un determinado hongo gigante de la Antípoda Oscura, calafateadas con barnices para reforzarla y endurecerla. La madera de zurkh formaba una plataforma ancha, que flotaba sobre bolsas llenas de aire extraídas de alguna especie acuática de hongo gigante. Todo estaba remachado por un excelente forjado de los enanos grises.

Cuatro esqueletos gigantescos (quizá en vida ogros o trolls), agachados en una especie de pozo en el centro de la barca, hacían girar sin cesar dos grandes manivelas que movían un par de aspas de madera de zurkh. Los no muertos nunca se cansaban, tampoco se quejaban, ni reducían el ritmo a menos que Picahúlla se lo ordenara, dirigiendo el bote adelante sin ruido, excepto por el suave rumor del agua que producían las ruedas y los leves chasquidos de los huesos al moverse. El enano gris estaba cerca de la popa, sobre un pequeño puente elevado, lo bastante en alto para ver por encima de las aspas. Miraba hacia la oscuridad, con los brazos cruzados y la expresión absorta.

Los pasajeros estaban encogidos en la cubierta fría e incómoda, o paseaban de un lado a otro, a poca distancia de la inexistente batayola. El viaje desde Mantol-Derith no era muy rápido, ya que la nave no era veloz, y Picahúlla tenía que escoger el rumbo para esquivar los puntos donde el techo de la caverna bajaba tanto que no había suficiente espacio para que pasara la barca.

Valas estaba la mayor parte del tiempo en el puente junto al enano, con un ojo puesto en el rumbo que llevaban. Pharaun estaba sentado con las piernas cruzadas en la base de la estructura, sumido en el ensueño, mientras Ryld y Jeggred mantenían una vigilancia exhaustiva de babor y estribor, para asegurarse de que ninguno de los habitantes del lago se acercaba sin ser visto. Las sacerdotisas se mantenían al margen, sumidas en el ensueño o con la mirada perdida en las negras aguas.

Pasaron casi dos días de ese modo. Se detenían un poco para comer con austeridad o para dejar que el capitán duergar descansara. Picahúlla era muy cauteloso con las luces y los obligaba a encender fuego en un hornillo que ocultaba las llamas.

—La luz atrae demasiadas cosas —murmuró—. Incluso ésa puede ser peligrosa.

Después de la tercera comida, a punto de terminar una jornada de viaje, Halisstra se retiró hacia la proa para mirar las aguas y rehuir a sus compañeros. En el furioso combate para escapar de Hlaungadath y la caminata por el Plano de las Sombras, había tenido poco tiempo para aceptar y comprender las nuevas circunstancias. Horas de oír el suave murmullo del agua y los chasquidos de la propulsión —actividad a la que sus sentidos eran ajenos— la sumieron en los recuerdos de la caída de Ched Nasad.

«¿En qué se ha convertido mi casa? —se preguntó—. ¿Habrá sobrevivido algunos de nuestros criados y soldados? ¿Están juntos, y quién los dirige? ¿O murieron todos entre las llamas y las ruinas?».

La muerte de la matrona Melarn había dejado a Halisstra como cabeza de la casa; pues daba por sentado que ninguna de sus primas más jóvenes reclamaría el liderazgo. Si así fuera, Halisstra estaba segura de que sería capaz de arrebatárselo. Siempre fue la preferida de las hijas Melarn, la mayor, la más fuerte, y sabía que sus primas no le negarían su herencia.

Pero parecía muy probable que sus derechos no fueran más que ceniza y escombros en el suelo del gran abismo de Ched Nasad. Incluso si algunos miembros de su casa habían logrado escapar, ¿querría buscarlos y unirse a ellos en un exilio peligroso y miserable en la Antípoda Oscura?

«Esto no era lo que tendría que haber sido —pensó—. Debía haber ocupado el lugar de mi madre con el tiempo, y ejercer el poder que fue suyo y de su madre antes que ella. Toda la sociedad de Ched Nasad se habría postrado a mis pies. Mi deseo más ínfimo lo habría satisfecho con una palabra, una mirada, un simple gesto. En cambio, ahora soy una vagabunda desarraigada.

»¿Por qué, Lloth? —clamó en silencio—. ¿Por qué? ¿Qué ofensa te hicimos? ¿Qué debilidad mostramos?».

Una vez Halisstra había oído los susurros oscuros de la Reina Araña en el corazón, pero ahora su corazón estaba vacío. Lloth decidió no responder. Ni decidió castigar a Halisstra por la temeridad de exigirle una respuesta.

Si realmente Lloth la había abandonado, ¿qué sería de ella si seguía el destino de su casa? Durante toda su vida había creído que su leal servicio a la Reina Araña como sacerdotisa y como bae’qeshel le granjearía un lugar importante en el reino de Lloth después de su muerte, pero ¿qué sucedería ahora? ¿Acabaría enterrado su espíritu con las demás almas desgraciadas que ningún dios reclamaba en la vida venidera, condenadas a disiparse y sufrir la muerte real y eterna en los vacíos grises reservados para los infieles? Halisstra se estremeció de terror. La fe de Lloth era dura, y los débiles no tenían sitio en ella, pero una sacerdotisa esperaba que la gratificasen en la muerte por su servicio en vida. Si eso ya no era cierto…

Danifae se acercó con gracia sinuosa y se arrodilló junto a ella. Clavó la mirada en la cara de Halisstra con osadía y no bajó los ojos.

—La pena es un vino dulce, matrona Melarn. Si sólo bebes un poco, tienes la tentación de beber más, y las cosas nunca mejoran.

Halisstra apartó la mirada para rehacerse. No le importaba compartir su horror con Danifae.

—«Pena» no es una palabra suficiente para describir lo que hay en mi corazón —dijo—. He pensado en pocas cosas más desde que empezamos este interminable viaje. Ched Nasad era más que una ciudad, Danifae. Era un sueño, un sueño oscuro y glorioso de la Reina Araña. Altivos castillos, telarañas ascendentes, casas llenas de riqueza y orgullo y ambición, todas quemadas hasta los cimientos en pocas horas. La ciudad, sus matronas e hijas, los bellos palacios de telaraña, todos perdidos, ¿y por qué razón? —Cerró los ojos y combatió el ardiente dolor en el pecho—. Los enanos no nos destruyeron. Lo hicimos nosotros.

—No lamentaré la caída de Ched Nasad —dijo Danifae. Halisstra levantó la mirada de repente, más afectada por el tono desapasionado de la muchacha que por sus palabras—. Era una ciudad llena de enemigos, la mayoría de los cuales han muerto, mientras otros huyen como indigentes hacia las zonas inexploradas de la Antípoda Oscura. No, no llevaré luto por Ched Nasad. ¿Quién, aparte de los pocos nasadianos que sobreviven, lo haría?

Halisstra decidió no responder. Nadie se entristecería por una ciudad de drows, ni ellos mismos. Ésa era la naturaleza drow. Los fuertes resistían, y los débiles se quedaban en el camino, como exigía la Reina Araña. Danifae esperó bastante rato antes de hablar de nuevo.

—¿Has pensado en lo que haremos después?

—Nuestro sino ya está unido al de los menzoberranios, ¿no es así? —dijo Halisstra con una mirada evasiva.

—Hoy sí, ¿pero coincidirán mañana nuestros propósitos con los suyos? ¿Qué haremos si Lloth nos devuelve su favor mañana? ¿Adónde iremos?

—¿Importa eso? —dijo Halisstra—. Volver a Ched Nasad, supongo, y reunir a todos los supervivientes que pueda. Será una tarea dura, pero con la bendición de la Reina Araña la casa Melarn aún podría hacerse.

—¿Crees que Quenthel permitirá semejante cosa?

—¿Por qué debería importarle lo que hago con el resto de mi vida? ¿En especial si los paso levantando un miserable trozo de una casa sobre las humeantes ruinas de mi ciudad? —dijo Halisstra con amargura.

Danifae extendió las manos. Halisstra comprendió. Después de todo, ¿qué razón tenía una Baenre para hacer algo? Los menzoberranios la habían salvado de la destrucción de Ched Nasad, pero a una palabra de Quenthel se convertirían en sus captores o sus asesinos. La muchacha volvió la mirada hacia donde los demás meditaban o montaban guardia, y cambió al lenguaje de signos.

Quizá sería mejor estudiar con cuidado cómo nos haremos indispensables para los menzoberranios, señaló. Llegará la hora en la que ya no confiaremos en la benevolencia de Quenthel Baenre.

Cuidado, advirtió Halisstra.

Se enderezó y controló el impulso de mirar de reojo. Danifae tenía una rara habilidad para manipular a los demás, pero si Quenthel sospechaba que Halisstra y Danifae planeaban socavar su autoridad (o imponer límites a su libertad de acción), Halisstra no dudaba que la Baenre tomaría decisiones rápidas y drásticas.

Es peligroso lo que sugieres, Danifae. Quenthel no dudará en matar a un contrincante, y si me mata…

No sobreviviré, acabó la frase Danifae por ella. Comprendo las implicaciones de mi cautividad bastante bien, matrona Melarn. Sin embargo, la inacción ante el peligro es igual de arriesgada que lo que estoy a punto de proponer. Escúchame y podrás decidir lo que deseas que haga.

Halisstra examinó a la chica, sus rasgos perfectos, su figura seductora. Pensó en la conversación entre Danifae y Quenthel que había oído en las catacumbas de Hlaungadath. Era capaz de detener las confabulaciones de la muchacha con una palabra. Incluso coaccionarla con la magia del medallón; pero entonces no sabría lo que maquinaba Danifae.

—Muy bien —dijo. Dime lo que tienes en mente.