Capítulo cuatro

Halisstra y Ryld jugaron dos partidas en un pequeño tablero de viaje que el maestro de armas llevaba en una bolsa. Ryld Argith ganó ambas, aunque Halisstra se lo puso difícil en las dos. Siempre había tenido talento para el sava, aunque pronto descubrió que jugaba con un maestro. Pasaron largas y silenciosas horas en la oscuridad, sin que hubiera señales de que las lamias hubiesen descubierto su escondite.

No puedo creer que no nos hayan seguido, comentó Halisstra con el lenguaje de signos al final de la segunda partida.

Matamos a muchos de sus esclavos favoritos, imagino. A las lamias no les importaban sus vidas, y quizá no les quedan bastantes para buscarnos por la ciudad. Ryld sonrió con frialdad. Además, también liquidamos algunas lamias. Quizá no estén muy deseosas de encontrarnos.

Siempre y cuando nos dejen en paz, respondió Halisstra.

El juego de sava ya no la atraía, y se dio cuenta de que estaba hambrienta. Habían desayunado poco antes del amanecer con las escasas provisiones que habían traído de Ched Nasad, pero Halisstra estaba segura de que el día ya terminaba. Los drows eran capaces de pasar privaciones mejor que la mayoría, pero un duro combate seguido de horas de vigilancia la habían dejado exhausta.

Me muero de hambre, dijo a Ryld. Parece que la cosa está en calma. Me acercaré al campamento y traeré provisiones. Sigue alerta.

—Regresa pronto —susurró el maestro de armas.

Halisstra se levantó y se arrebujó en el piwafwi. La sala estaba oscura y tranquila, como lo había estado durante horas. Volvió en silencio a la cámara donde los demás esperaban a que Pharaun preparara sus conjuros con toda la cautela de la que fue capaz. Oía murmullos. Quenthel y Danifae conversaban en voz baja en el corredor en ruinas.

Una sombra oscura revoloteó en el corazón de Halisstra. Cuando pensó en ello, deseó que tuvieran pocas cosas que decirse.

«No debería haberlas dejado solas —se reprochó—. ¡Dejé que Quenthel me mandara como a un varón!».

Avanzó despacio, era una nube en la oscuridad. Veía a Pharaun sentado y envuelto en una manta, apoyado contra la pared en un ensueño profundo, los ojos medio abiertos. Quenthel y Danifae estaban sentadas, un poco alejadas del mago, lo que las dejaba más cerca del pasillo en el que estaba Halisstra.

—¿Qué crees que haremos cuando volvamos a Menzoberranzan? ¿Crees que le espera una buena posición a tu ama? —dijo Quenthel con susurros desdeñosos y ácidos.

—No lo sé, matrona —dijo Danifae después de un largo rato—. No he pensado en el futuro.

—Mentira. Te has estrujado los sesos desde el momento en el que posé los ojos en ti en la sala de audiencias de la casa Melarn. Incluso me arriesgaría a suponer lo que ocupa tu mente. Te preguntas cómo volver a la casa Yauntyrr en Eryndlyn, con Halisstra Melarn como tu prisionera de guerra.

—No me atrevo a tener semejante idea…

Quenthel soltó una carcajada cruel.

—Guárdate tus inocentes protestas para alguien más ingenuo, muchacha. Aún no has respondido a mi pregunta. ¿Por qué debería llevaros a ti y a tu dueña a Menzoberranzan?

—Ésa sería mi esperanza —dijo Danifae con voz vacilante—, que tuviera la oportunidad de demostrarte lo útil que soy, para que pudiera escoger la oportunidad de servir.

—Veo que esta vez no respondes pensando en tu ama —bufó Quenthel—. ¿Así que debería premiar tu desleal insolencia protegiéndote en la casa Baenre, cuando sé que no eres más que una víbora oportunista que abandonará a su dueña en cuanto la situación se le ponga en contra?

—Me malinterpretas —dijo Danifae—. Adoptar los mejores y más útiles nobles de una casa vencida es tradición entre los míos. Mi ama y yo…

Las víboras del látigo de Quenthel sisearon y chasquearon cerca de la cara de Danifae, y la acallaron.

—Creo —dijo Quenthel— que no malinterpreto nada. Eres una niña tonta que carece de la fuerza necesaria para evitar que la conviertan en esclava. Para mí no eres más que un ornamento inútil… o una aduladora muy paciente y lista, en cuyo caso llevarte a mi hogar tampoco sería de utilidad. —Se cruzó de brazos, burlándose de Danifae—. Quizá debería advertir a Halisstra de esta conversación. Dudo que a tu dueña le agrade saber lo mucho que supones en su nombre. Es impropio de una criada.

—Estás en tu derecho, matrona —dijo Danifae, con una inclinación de la cabeza—. Puedes hacer conmigo lo que te plazca. Sólo me pongo a tu servicio. —De nuevo levantó la mirada en actitud sumisa y se humedeció los labios—. En cautividad he llegado a comprender algo de la naturaleza del poder, qué significa tener poder absoluto sobre alguien. Si no estoy hecha para ello, entonces todo lo que me queda es ponerme a disposición de una hembra que también comprenda esas cosas. Halisstra Melarn es mi dueña, pero sólo porque tú quieres. Cuando llegue el momento en que examines el caso, rezo para que me permitas demostrarte mis cualidades más útiles y me gane la oportunidad de vivir como tu esclava. Tú, mucho más que mi ama, comprendes el ejercicio del poder.

—Cesa tus disparatados halagos, muchacha —dijo Quenthel. Se levantó con ligereza y se acercó un paso, y con una sonrisa en los labios se alzó amenazadora ante la chica arrodillada—. Ya te dije que veo más allá de tu cara bonita. Además, apreciar el silencio es sólo una de las virtudes que encuentro cautivadoras en aquéllos que tomo bajo mi gentil mando.

—Te lo ruego, matrona —murmuró Danifae. Se inclinó hacia adelante para acariciar su cara contra los muslos de Quenthel, con los ojos cerrados, enlazando sus brazos alrededor de las rodillas de Quenthel—. Haré lo que sea para ganarme tu favor. Te lo suplico.

El flagelo de Quenthel se ensortijó y acarició el pelo plateado de Danifae. La matrona de la Academia permaneció en silencio, con la misma sonrisa helada en la cara. Cuando extendió el brazo y levantó la barbilla de Danifae, se inclinó para mirar sus ojos de cerca.

—Entiende esto —dijo Quenthel en voz baja—. Sé exactamente lo que estás haciendo, y no ganarás en este juego. Las mujeres de la casa Baenre estamos hechas de una materia más dura que las debiluchas de la casa Melarn. Saborea cada latido de tu corazón, necia, porque en el instante en que dejes de divertirme, tu vida terminará.

Quenthel la soltó y se alejó, reanudando su inquieto paseo por la polvorienta cámara. Danifae se levantó y se encaminó al mismo punto en que la había dejado Halisstra y se arrodilló para esperar.

Halisstra suspiró en el oscuro corredor, obligó a sus rígidas piernas a relajarse. No se había dado cuenta de lo tensa que estaba.

«Ahora, ¿qué debo hacer?», pensó.

Más de una vez había usado la belleza de Danifae para asegurarse favores. Si la llamaba para que le diera explicaciones por dirigirse a Quenthel en su ausencia, estaba segura de cómo respondería la muchacha. Danifae aduciría que sólo exploraba la opinión de Quenthel respecto a ella al fingir la mengua de su lealtad a la casa Melarn, una excusa plausible para acercarse a Quenthel, dadas las circunstancias. Danifae alegaría que le había dicho a Quenthel lo que quería oír, con objeto de dilucidar si había lugar para ella y su ama en la poderosa casa de la sacerdotisa. Era muy probable que terminara con sumisas disculpas y que le pidiera a Halisstra que le quitara la vida si sus acciones, de algún modo, habían desagradado a su noble ama.

Por otro lado, ¿no parecía igualmente probable que el acercamiento de Danifae a Quenthel fuese sincero? Si la criada encontraba un modo de escapar al vínculo mágico que la mantenía cautiva, necesitaría la aprobación de Quenthel, o, si no, su libertad le costaría la vida. Era bastante posible que el mortal capricho de una sacerdotisa noble previniera a Danifae de buscar la liberación de su vínculo. Después de todo, si reclamaba su libertad y tentaba a Quenthel para que se la garantizara, la Baenre podría decidir matar a la presuntuosa muchacha. Cualquier drow se deleitaría en alentar los sueños de un esclavo, sólo para destruirlo por un mero instante de oscuro placer.

Sólo un día antes, Halisstra habría descrito a Danifae como una de sus más preciadas posesiones. No sólo estaba sujeta por una lealtad inquebrantable, sino que le servía de confidente, quizá de amiga… a pesar de que su devoción estuviera obligada por la magia. Habían compartido muchas diversiones y maquinado muchas intrigas. Danifae anhelaba acompañarla en su obligado exilio, se ofreció a compartir sus experiencias y continuar su servidumbre. Por supuesto que habría pagado un precio terrible si hubiera permanecido en la casa Melarn después de la huida de Halisstra, pero ¿era sincera?

—Aquí estoy, temerosa de enfrentarme o castigar a mi propia criada —suspiró Halisstra—. Desde luego, Lloth me ha bajado del pedestal.

Con la frialdad encerrada en el corazón, Halisstra volvió sobre sus pasos. Ya no estaba hambrienta, pero era necesario disipar las sospechas. Se dio media vuelta y avanzó hacia el lugar donde se escondía el grupo. Permitió que las suelas de sus botas arañaran las piedras cubiertas de arena para que susurraran su presencia en el aire sosegado de la cámara. Dejaría que Quenthel y Danifae creyeran que no había oído nada, pero de ahora en adelante las observaría de cerca.

Nimor Imphraezl se abrió camino entre los grandes palacios y las puntiagudas estalagmitas del Qu’ellarz’orl, cubierto con un piwafwi con capucha. Llevaba la insignia de un mercader, disfrazado como un plebeyo adinerado con negocios en la meseta de las casas nobles más arrogantes de Menzoberranzan. Era un pobre disfraz, pues cualquiera que se fijara en su paso confiado y porte altivo no lo confundiría por otra cosa que no fuera un noble drow. Aquella vestimenta era habitual entre los varones nobles que deseaban pasar desapercibidos. Ciertos conjuros que tenía a mano le bastarían para mostrar cualquier apariencia que deseara, pero Nimor había descubierto hacía tiempo que el más sencillo de los disfraces solía ser el mejor. La mayoría de las casas drows estaban guardadas por soldados que notarían la aproximación de alguien enmascarado bajo las redes de una ilusión, pero descubrir un disfraz mundano requería una vigilancia que algunos elfos oscuros habían olvidado.

Dejó atrás a un par de soldados Baenre que andaban en dirección opuesta. Los dos lo miraron con franca curiosidad y con no poco recelo. Nimor hizo una reverencia y les soltó una broma. Los jóvenes miraron atrás una o dos veces, pero continuaron con sus asuntos. Los de Baenre se habían vuelto reacios a buscarse un problema a menos que estuvieran muy seguros de sí mismos. De todas formas, Nimor dio un rodeo o dos hasta su destino, para asegurarse de que no se les había metido en la cabeza seguirlo. Volvió sobre sus pasos por última vez como última precaución y se volvió hacia un palacio de altas murallas cerca del centro de la meseta. Se acercó a una puerta parecida a la de una fortaleza.

Era la casa Agrach Dyrr, la quinta casa de Menzoberranzan, encaramada entre torres como agujas, rodeada por un gran foso seco. Cada colmillo de roca estaba unido a su vecino por un elegante muro de roca reforzado por adamantita, delgado y fuerte. Arbotantes, bellos como dagas, unían las torres naturales con aquellas construidas por los drows, formando un denso grupo de minaretes y agujas en el centro de un complejo que se elevaba a decenas de metros por encima del suelo. Un puente sin barandillas cruzaba, en un elegante arco, el escarpado abismo que rodeaba la estructura.

Nimor subió al puente al descubierto y se acercó. Cerca del extremo contrario se encontró con varios espadachines y un par de magos que parecían competentes.

—Detente —exigió el que parecía ser el capitán—. ¿Quién eres y qué te trae a Agrach Dyrr?

El asesino se detuvo con una sonrisa en los labios. Sentía el gran número de instrumentos de muerte apuntados contra él, que podían acabar en su cabeza si pronunciaba una respuesta inoportuna.

—Soy Reethk Vaszune, un proveedor de ingredientes mágicos y reactivos —dijo mientras se inclinaba y extendía los brazos—. Me ha convocado el Viejo Dyrr para hacer negocios.

—El señor nos dijo que te esperaba, Reethk Vaszune —dijo el capitán—. Ven por aquí.

Nimor siguió al capitán a través de espléndidas salas de recepciones y altos salones. El capitán lo condujo a una pequeña sala de estar, decorada con exóticos corales y piedras calizas con los motivos de los kuo-toas, las criaturas pez que moraban en algunos de los mares subterráneos de la Antípoda Oscura. Lo bastante exótica para indicar la riqueza y el gusto de la casa, la habitación irradiaba arrogancia.

—Me han informado de que lord Dyrr se unirá a nosotros en breve —dijo el capitán.

Un momento después, una puerta oculta en la pared opuesta se abrió sin hacer ruido, y apareció el Viejo Dyrr. El anciano mago era decrépito, una rara visión para cualquier elfo, mucho menos para un drow. Se apoyaba en un báculo de madera negra, y su piel de ébano parecía delicada y fina como un pergamino. Una chispa brillante y fría ardía en el ojo del viejo mago, indicando reservas de ambición y vitalidad sin explotar a pesar su avanzada edad.

—Nos alegramos de volverte a ver tan pronto, maese Reethk —dijo el anciano drow con una voz seca y quebrada—. ¿Has obtenido las cosas de que hablamos?

—Creo que estaréis satisfecho, lord Dyrr —dijo Nimor.

Echó una mirada al capitán de la guardia, que se la devolvió para asegurarse de que podía irse. Dyrr lo despidió con un gesto de la mano. Entonces el viejo mago hizo otro gesto, pronunció una palabra arcana y aisló la sala en una esfera de oscuridad que susurraba y gemía como si estuviera viva.

—Espero que me perdones, joven, si tomo medidas para asegurarme de que nuestra conversación es privada —murmuró el anciano drow—. Escuchar a escondidas parece ser tradición entre los de nuestra raza.

Arrastró los pies hacia una silla labrada llamativamente y se sentó, al parecer indiferente al hecho de darle la espalda a Nimor.

—Una sensata precaución —dijo Nimor.

«El viejo no me reconoce como una amenaza —pensó el asesino—. O es muy confiado (improbable) o se siente seguro. Si tiene tal confianza al aislarse conmigo, entonces tampoco conoce la medida de mi fuerza, o no tengo la medida de la suya».

—Es seguridad, joven —dijo el mago—, y no me tienes tomada la medida, porque los dos somos más de lo que parecemos. —Dyrr volvió a soltar otra carcajada, un sonido áspero y húmedo—. Si, sé lo que piensas. No he llegado a esta avanzada edad sin tomar precauciones. Ahora, toma asiento. Nos olvidaremos de las tonterías y discutiremos de negocios.

Nimor extendió las manos en un gesto de aprobación y se sentó en la silla que había delante del viejo mago. Reordenó sus ideas con cuidado, escondió los secretos más oscuros en lo más profundo de su mente, un lugar que no recorrería en presencia de Dyrr, y se concentró en aquello que los ocupaba.

—¿Sin duda has oído lo de la desafortunada desaparición de la matrona de la casa Faen Tlabbar? —dijo el asesino—. ¿Y también de su hija Sil’zet?

—No me pasó inadvertido. Cuento con que los Tlabbar vayan gritando «asesinato» al consejo regente. Me pregunto qué reacción esperan de las demás matronas.

—Quizá estén sumidos en la tristeza —respondió Nimor.

Despacio, metió la mano en una bolsa, para que el mago notara la naturaleza deliberada de su movimiento. De ésta sacó un broche de platino, trabajado con el símbolo de la doble curva rayada de Faen Tlabbar, coronado por un rubí oscuro. Nimor lo dejó sobre la mesa.

—Es el broche de la matrona de la casa. Me lo quedé como recuerdo para ti. Espero que tu escudo sea bueno, lord Dyrr. Sin duda los magos Tlabbar buscarán este emblema con toda la magia de que disponen.

—Son niños torpes que andan a tientas en la oscuridad —murmuró Dyrr—. Hace quinientos años yo había olvidado más del Arte del que han descifrado todos los magos de la casa juntos durante sus años de entrenamiento.

Extendió una mano casi esquelética hacia el broche y lo sopesó.

—Estoy seguro de que tienes medios para confirmar la autenticidad de este broche —dijo Nimor.

—Oh, te creo, asesino. No creo que me engañes, pero lo examinaré más tarde, sólo para estar seguro.

El mago dejó el broche sobre la mesa y se recostó en la silla. Nimor esperó con paciencia mientras Dyrr se reclinaba, al tiempo que golpeaba ligeramente su vara con un dedo largo y delgado, esbozando una sonrisa de satisfacción en la cara.

—Bueno —dijo el viejo mago al fin—, en nuestro encuentro anterior te pedí que demostraras el alcance y la habilidad de tu hermandad desprendiéndote de un enemigo de mi casa, y supongo que has hecho eso. Te has ganado que te preste atención. Así que, ¿qué quiere la Jaezred Chaulssin de la casa Agrach Dyrr?

Nimor rebulló y lanzó una mirada incisiva al mago. Dyrr tenía que estar muy bien informado para saber ese nombre. Muy pocos fuera de Chaulssin lo sabían. De hecho, Nimor evitó mencionarlo cuando se había entrevistado por primera vez con el anciano señor. Se preguntó qué pistas había dejado para que el mago las descifrara, y si se podía permitir que Dyrr supiera tanto.

—No te precipites, muchacho —lo previno Dyrr—. No dejaste escapar nada que yo no supiera. He sido consciente de la existencia de la casa de las Sombras desde hace mucho.

—Estoy impresionado —dijo Nimor.

—Al contrario, crees que soy un presuntuoso. —Dyrr se señaló la sien y mostró una sonrisa fría—. No soy dado a fanfarronadas o a suposiciones alocadas. Hace tiempo que distinguí un patrón de actividad que abarcaba un buen número de grandes ciudades de nuestra raza y deduje la existencia de una alianza secreta entre lo que en apariencia eran casas menores, todas famosas por las habilidades de sus asesinos, todas célebres por ser dirigidas por varones, todas aliadas secretas de las demás. Esas familias, que de otro modo acabarían devoradas por sus ambiciosas rivales matriarcales, sobrevivían gracias a la conveniente y violenta muerte de cualquier enemigo emergente.

»Aunque encuentro irónico que cualquier casa de la Jaezred Chaulssin tenga que considerarse el más malévolo de los traidores a la ciudad que tiene el infortunio de albergarla. Situar la lealtad a nuestra casa por encima de la debida a la ciudad no es un pecado muy importante, por supuesto, pero admitir un lazo de lealtad con una casa de otra ciudad, eso es algo muy distinto, ¿no es así?

—Pareces saber todos nuestros secretos —dijo Nimor, que mantuvo la mente en blanco.

Estudió al mago con pies de plomo, intentaba no mostrar los cálculos que realizaba en su mente.

—No es del todo verdad —respondió Dyrr—. Daría mucho por saber cómo organiza tu hermandad sus casas, dónde reside vuestra verdadera fuerza y quién gobierna vuestra sociedad. Vuestro nombre proviene de la ciudad de Chaulssin, que se perdió en la sombra hace muchos siglos. Me pregunto el significado de esa denominación.

«Sabe más de lo que podemos permitirnos», pensó Nimor.

Lanzó una mirada incisiva al viejo mago al darse cuenta de que Dyrr habría percibido el pensamiento. El anciano mago lo estudió con su mirada lánguida e inclinó la cabeza. El asesino recobró el dominio sobre su mente y decidió cambiar de tema.

—Por el bien de nuestra amistad, te pido respetuosamente que no hagas nada con tus conocimientos que llame la atención. Estamos convencidos de que es mejor que nuestros secretos mantengan esa condición.

—Haré lo que me plazca. Sin embargo, no deseo ganarme vuestra enemistad. Creo que sería inapropiado tener a la Jaezred Chaulssin como enemigo.

—No es sólo inconveniente, lord Dyrr. Es siempre fatal.

—Quizá. En cualquier caso, guardaré vuestros secretos.

El viejo drow rió levemente, mientras se agarraba a la vara con sus manos marchitas.

—Ahora, vamos a nuestros negocios, joven. Tú y tus socios demostrasteis no poca habilidad en el asesinato de la matrona Tlabbar, el enemigo de mi casa. Muy bien, estoy impresionado. ¿Qué quieres de Agrach Dyrr?

—Necesito un aliado en Menzoberranzan, lord Dyrr, y tengo la firme sospecha de que tú podrías serlo. —Nimor se inclinó hacia adelante, con una sonrisa artera en los labios—. Los hechos que están ocurriendo en esta ciudad conducirán a la ruina de las casas que os aventajan. Si escoges formar parte de esos hechos, descubrirás que la casa Agrach Dyrr tiene una gran oportunidad para organizar la ciudad como le plazca. Creemos que nos puedes ayudar a dirigir Menzoberranzan en los tiempos difíciles que nos esperan.

—¿Y si nos negamos, moriremos?

Nimor se encogió de hombros.

—Dada la incertidumbre de la situación —dijo Dyrr—, soy reacio a abrazar una causa de la que sé poco.

—Comprensible. Por supuesto, es elucubrar, pero espero que reconozcas la sabiduría, en estos tiempos inciertos, de dar pasos decididos y enérgicos para que se haga realidad lo que deseas ver. Impón tu visión en los hechos, en vez de permitir que limiten tu imaginación.

—Es fácil decirlo, joven, pero es más difícil llevarlo a cabo —dijo Dyrr.

El anciano mago permaneció callado largo rato, observando al enjuto asesino con ojos maliciosos, sin pestañear. Nimor afrontó su mirada sin miedo, pero volvió a preguntarse qué fuerza ocultaba el mago. Dyrr sonrió de nuevo, sin duda leía sus pensamientos, y se movió en su asiento.

—Muy bien, príncipe de Chaulssin. Has despertado mi curiosidad. Explica con exactitud lo que quieres decir y lo que planeas, y te diré si la casa Agrach Dyrr está dispuesta a apoyar tus temerarias acciones o no.

—Juntaos más, queridos amigos —dijo Pharaun con tono obsequioso—, y os diré unas cosas que sería bueno que recordarais mientras caminamos por las sombras.

El mago se mantuvo seguro de sí en el centro de la cámara, con los brazos cruzados, sin mostrar un ápice del cansancio o desaliento por los desesperados combates de ese mismo día. Tras salir de su ensueño poco antes del ocaso, se había pasado casi una hora preparando una docena de conjuros de su colección de tomos de viaje.

Aunque nadie hizo amago de acercarse al mago, todos centraron su atención en él. Pharaun sonrió de placer, satisfecho como nunca de ser el centro de atención. Enlazó las manos a la espalda como si disertara para principiantes de Sorcere.

—Cuando estemos preparados, os conduciré por un sendero que pasa alrededor del Margen; los bordes del plano de las sombras. Viajaremos bastante rápido y, por lo menos, inconvenientes menores, como montañas heladas, monstruos hambrientos y humanos cabezotas, no nos molestarán. Calculo que tardaremos de diez a doce horas en alcanzar Mantol-Derith, siempre que no nos perdamos u os conduzca a una horrorosa muerte en un plano lejos de Faerun.

—No es que me alientes mucho, Pharaun —suspiró Ryld.

—Oh, nunca me he perdido en las Profundidades de la Sombra, ni conozco a un mago que lo haya hecho. Por supuesto, no volvería a saberse nada de un tipo tan desafortunado, así que, quizá, un accidente al caminar por las sombras explicaría la desaparición de un joven mago que conocí…

—Ve al grano —le espetó Quenthel.

—De acuerdo. Hay dos cosas importantes que recordar, para aquéllos de vosotros que os enfrentéis a esta proeza. Primero, aunque no debemos temer dificultades en ese mundo, no tenemos una protección especial ante los peligros del Plano de las Sombras. Hay seres en ese lugar que se opondrán a nuestro viaje si topan con nosotros… Me encontré con una de esas criaturas la última vez que viajé de esta manera, y estuvo a punto de ser la última de mis maravillosas aventuras.

»Segundo, y más importante, no me perdáis de vista. Permaneced cerca y seguidme diligentemente. Si perdéis contacto conmigo mientras atravesamos el Plano de las Sombras, es muy probable que vaguéis por sus sombríos eriales durante toda la eternidad; o hasta que algo terrible os devore, lo que es muy posible que suceda bastante antes. Mi atención debe permanecer en el conjuro y en guiarme por el Margen, así que no me distraigáis, a menos claro, que yo no os guste, en cuyo caso sentíos libres de pasear por las Profundidades de la Sombra a vuestro antojo.

—¿Podrán seguirnos las lamias? —preguntó Ryld, con un ojo puesto en el corredor que llevaba a la ruinas del exterior.

—No, a menos que tengan un mago tan culto y encantador como yo, que conozca un conjuro que le permita seguir el rastro de los caminantes de las sombras, cosa que no creo. —Pharaun sonrió—. Podrás librarte del polvo de la superficie, amigo Ryld. No te preocupes más de los peligros de este lugar y guárdate la inquietud para lo que podríamos encontrar en el Margen. —El mago miró a su alrededor, y asintió—. Muy bien, entonces. Asíos las manos (tenemos a Jeggred, tú puedes agarrarlos a todos a la vez, ¿no?) y permaneced quietos mientras lanzo el conjuro.

Pharaun levantó los brazos y pronunció una serie de palabras arcanas.

Halisstra se quedó entre Danifae y Valas, con las manos enlazadas. El gran corredor subterráneo se hizo más oscuro, si tal cosa era posible en una habitación sin ninguna iluminación y bajo tierra. Los drows veían bastante bien en los lugares más lóbregos, pero a Halisstra le pareció como si algún tipo de oscuridad se cerniera sobre ellos. A primera vista, parecía que Pharaun había tenido éxito al conjurar la oscuridad alrededor del grupo, pero cuando estudió el entorno con más detenimiento, se dio cuenta de que ya no estaban en Faerun. Un frío sobrenatural, que irradiaba del polvo helado bajo sus pies, les roía la piel al descubierto. Las columnas altas y llenas de runas que bordeaban el lugar eran caricaturas retorcidas que surgían de un modo extraño del suelo de la sala.

—Raro —murmuró Halisstra—. Esperaba algo… diferente.

—Éste es el mundo de la sombra, querida —dijo Pharaun. Su voz parecía plana y distante, a pesar de que estaba a dos pasos de ella—. Este plano no tiene sustancia. Está hecho de los ecos de nuestro mundo y otros lugares más extraños. Estamos entre las sombras de las ruinas, pero no son las mismas que atravesamos hace poco. Las lamias y sus acólitos no existen aquí. Ahora, recuerda, mantente cerca y no me pierdas de vista.

El mago se puso en marcha por el corredor que conducía a la superficie. Halisstra pestañeó sorprendida. Sólo dio un pequeño paso mientras se alejaba del grupo, pero de pronto estaba al otro lado de la cámara, y un segundo paso la llevó mucho más lejos del pasillo del exterior. Se apresuró para no perder de vista al mago, pero descubrió que un simple paso provocaba que la sala se desdibujara en las sombras. Ahora estaba tan cerca de Pharaun que tuvo que reprimir el impulso de separarse, para no quedarse rezagada.

—Me siento halagado por tu interés, querida —dijo el mago divertido por su incomodidad—, pero no necesitas estar tan cerca. —Soltó una suave carcajada—. Da un paso cuando yo lo haga y andarás con más facilidad.

Dio varios pasos mesurados y lentos, mientras permanecía un poco retrasada. El resto del grupo no tardó en pillar el truco y en un momento todos marchaban juntos por las polvorientas calles de Hlaungadath bajo un cielo frío y sin estrellas. Cada paso parecía catapultar a Halisstra tres, quizá cinco, metros por el impreciso terreno. Las formas negras de edificios en ruinas se inclinaban amenazadoras desde todos los ángulos, sobre las calles, como si cercaran a los viajeros, para acabar como oscuros borrones a cada paso.

Lejos de los muros en ruinas, Pharaun se detuvo un momento para observar al grupo. Hizo un gesto hacia la extensión del desierto que llevaba a las frías montañas del oeste y se puso en marcha con prontitud. Impuso un ritmo rápido que contradecía sus melindres y su aversión a las dificultades de los viajes. Al final, Halisstra se vio capaz de extender las piernas y empezó a entender lo rápido que se movían. En cinco minutos de caminata dejaron muy atrás el emplazamiento de la ciudad netherina, que pasó a ser una mancha oscura en las confusas arenas. En media hora, las montañas, un lejano muro de picos coronados de nieve desde las calles de Hlaungadath, se alzaban ante ellos como un baluarte de negrura. Caminar por las sombras los ayudó a superar lo más difícil del camino. Sin dudarlo, Pharaun dio un paso por encima de un barranco como si no existiera. La magia del conjuro y el extraño plano por el que avanzaban llevó su pie al otro lado del obstáculo. Escalar las largas y escarpadas cuestas que subían a las montañas no era más difícil que dar pasos de piedra a piedra en un riachuelo.

—Dime, Pharaun —dijo Quenthel al cabo del rato—, ¿por qué nos arrastramos durante kilómetros de peligrosos túneles de Antípoda Oscura para llegar a Ched Nasad, cuando podías usar este conjuro para acortar nuestro viaje?

Halisstra percibía la ira oculta en la voz de la Baenre, incluso en la lobreguez y desesperanza del Margen Sombrío.

—Por tres razones, bella Quenthel —respondió Pharaun, sin apartar los ojos del camino invisible que seguía—. Primero, no me pediste que hiciera tal cosa. Segundo, los magos de Ched Nasad dispusieron ciertas defensas contra intrusiones de este tipo. Y por último, como dije antes, el Margen es un lugar peligroso. Sólo lo sugerí después de que todos acordáramos que avanzar durante meses por el mundo de la superficie bañado por el sol era una perspectiva poco halagüeña.

Quenthel pareció reflexionar sobre las palabras del mago, mientras las montañas se tambaleaban y retorcían, y unos árboles negros empezaban a surgir a su alrededor.

—En el futuro —dijo la matrona de Arach-Tinilith— espero de ti que, por voluntad propia, me transmitas información útil o sugerencias en el momento oportuno. Tu reticencia a dar información podría costamos la vida. ¿Vale eso el magro placer que obtienes de saber cosas que nosotros ignoramos?

Los dientes del maestro de Sorcere brillaron en su oscura cara y siguió adelante sin dar una respuesta. Durante algún tiempo dedicó su atención a orientarse. Como Pharaun era, en circunstancias normales, el más locuaz de todos, el esfuerzo de concentrarse en su conjuro hizo que el grupo permaneciera inusualmente silencioso. Su marcha era atenta, concentrada, y serpenteaban en silencio, y en fila, mientras el insondable viaje a través de la oscuridad se extendía en lo que podrían ser horas o incluso días. Halisstra descubrió que empezaba a creer que ése era el mundo real, la verdadera sustancia de las cosas, y que la insulsa y trivial rigidez de su mundo era la ilusión. Descubrió que no le importaba demasiado ese pensamiento.

Mucho tiempo después, Pharaun levantó la mano y se detuvo. Estaban sobre un puentecito de piedra gris, que se arqueaba sobre un profundo barranco por el que fluía un arroyo oscuro y burbujeante. Cerca, las negras murallas de una ciudad abandonada se recortaban en el cielo sin luz, un lugar que parecía más una fortaleza que una población, sus gruesos muros perforados por puertas defendidas por torreones.

—Estamos a medio camino de nuestro destino —dijo Pharaun—. Sugiero un descanso de media hora y quizá comer lo que nos queda. Deberíamos reabastecernos de provisiones cuando lleguemos a Mantol-Derith.

—¿Qué lugar es ése? —dijo Ryld señalando el castillo abandonado.

—¿Ése? —Pharaun lo miró de reojo—. ¿Quién sabe? Quizá es el eco de una ciudad de la superficie en este mundo o quizá el reflejo de otra realidad, todo junto. La Sombra es así.

La compañía se reunió junto al pretil de piedra del puente y comieron con desgana sus menguantes provisiones. El frío omnipresente del lugar absorbió la calidez del cuerpo de Halisstra, como si las piedras que había bajo ella se alimentaran de su vida. La tristeza asfixió sus almas, acalló cualquier intento de conversación y dificultó el pensar con algún grado de agudeza. Cuando llegó el momento de volver a ponerse en marcha, Halisstra se sorprendió de la apatía que se había apoderado de sus extremidades. Tenía pocas ganas de hacer cualquier cosa, excepto desplomarse en el suelo y quedarse quieta, arropada por las sombras. Sólo un decidido y concentrado esfuerzo de voluntad hizo que se pusiera de nuevo en movimiento.

Ya habían emprendido el camino hacia la noche oscura y se habían alejado del viejo puente cuando Halisstra se dio cuenta de que los seguían. No estaba segura de ello, al principio. Fuera lo que fuese era sigiloso, y la confusión que reinaba en la Sombra le hacía dudar de si en realidad había oído algo o no. Aquello parecía susurrar y reír con disimulo, una presencia que se delataba con una perturbación del aire quieto, una débil ráfaga del viento a sus espaldas. Se volvió y observó el camino, en busca del perseguidor, pero no vio más que las cansadas expresiones de sus compañeros.

Valas abandonó la retaguardia y levantó la mirada hacia ella mientras se acercaba.

¿También lo sientes?, dijo en el lenguaje de signos.

—¿Qué es? —se preguntó Halisstra en voz alta—. ¿Qué clase de seres viven en un lugar como éste?

—Seres a los que Pharaun tiene razones para temer —le respondió el explorador, encogiéndose de hombros en señal de abatimiento—, cosa que me alarma. —Y se volvió hacia el resto del grupo. Halisstra se quedó pasmada al ver lo lejos que se habían alejado en los pocos momentos que se había detenido para vigilar—. Vamos, no queremos que nos dejen atrás. Quizá lo que nos acecha se contentará con seguirnos.

Se apresuraron a alcanzar a los demás… y en ese momento su perseguidor atacó. De las sombras surgió una tremenda figura hecha de oscuridad, un gigante negro y sin rostro que medía más de seis metros de altura. A pesar de su gran tamaño, se movía rápido y en silencio, con una elegancia extraña. Dos óvalos de plata dibujaban sus ojos, y unas garras largas y delicadas se extendían hacia Halisstra y Valas. Sus sibilantes murmullos llenaron sus mentes con cosas horribles, como pálidos gusanos que se arrastraran entre carne podrida.

—¡Pharaun, espera! —gritó Halisstra.

Tanteó en busca de la maza mientras el gigante oscuro se acercaba. A su lado, Valas maldecía y desenvainaba sus kukris, ya en posición de combate. La criatura irradiaba un frío nauseabundo y tangible, como el que fluía en todo el plano pero mucho más concentrado y malévolo. El gigante oscuro relució, adquiriendo una apariencia casi oleosa, y saltó hacia adelante como una exhalación.

Antes de que Halisstra fuera capaz de gritar otra advertencia, un golpe la tiró al suelo. El ser se volvió para centrar su terrible mirada en Valas. El explorador de Bregan D’aerthe chilló de terror y desvió la mirada, se le cayó un kukri y el otro también se le desprendió de la mano.

Jeggred bramó un grito de desafío y saltó hacia el monstruo, con las garras extendidas. El gigante oscuro aplastó al draegloth contra el suelo con un golpe de su negra mano. El demonio se revolvió para ponerse en pie y saltó para dibujar surcos profundos en los muslos y el abdomen del coloso, con la idea de destripar a la criatura, pero las heridas se cerraron después de que las garras pasaran a través de la piel de aquel ser. Jeggred aulló de frustración y redobló su inútil ataque.

—¡Aléjate, idiota! —gritó Pharaun—. Es un caminante de las sombras. Necesitas una magia muy poderosa para herirlo.

El mago pronunció un apresurado conjuro, y un rayo de electricidad verde salió disparado para impactar a la criatura en el torso; pero la nociva energía atravesó la piel negra del monstruo sin causar daño.

«Vuestros conjuros son inútiles —susurró una voz oscura y terrible en la mente de Halisstra—. Tus armas también. Eres mía, insensata drow».

Se enderezó y cargó con la maza en alto. El arma era mágica, y esperaba que fuera lo bastante poderosa para herir a la criatura. Un brazo largo con garras mortíferas la atacó, pero Halisstra se dejó caer al suelo y golpeó la rodilla del caminante de las sombras. Con un crujido agudo y un estallido de luz, el arma explotó con la fuerza de un trueno. El caminante de las sombras no profirió un solo sonido, pero su rodilla se dobló, y se tambaleó.

El látigo de Quenthel siseó en el aire, azotando la cara de la criatura. Las víboras rasgaron y mordieron la negra carne, dejando unas importantes heridas, pero pareció que al monstruo no le afectaba el veneno mortal que impregnaba el arma. Aparentemente, incluso la ponzoña más virulenta no causaba mella en la materia sombría.

Ryld, en un giro, atacó al monstruo con su resplandeciente mandoble. El caminante de las sombras extendió un brazo para apartar el arma, pero el maestro de Melee-Magthere saltó hacia atrás y cortó la mitad de la mano de la criatura con un golpe brutal. El caminante de las sombras soltó un grito mudo, su angustia se clavó en las mentes de todos. Hizo caso omiso de los demás y concentró su mirada maligna en Ryld, e invocó un vapor atroz y oscuro que emergió de la tierra bajo sus pies y que les nubló la visión.

Halisstra caminó a tientas entre la niebla oscura, en busca del monstruo. El vapor abrasó su nariz como el vitriolo y le irritó los ojos. Quemaba como el fuego. Persistió y advirtió que el gigante estaba cerca de ella. Levantó la maza y golpeó de nuevo, esta vez a las piernas de la criatura. Cerca, oyó el chasquido del látigo de Quenthel, que laceraba la piel oscura de la bestia. Unas enormes garras negras surgieron de la niebla y arañaron el escudo de Halisstra, que cayó al suelo.

—¡Está aquí! —gritó, con la esperanza de atraer a alguien más al combate, pero la bruma ácida le quemaba la garganta como si de fuego se tratara.

Entornó los ojos cuanto pudo y golpeó al monstruo. La ponzoñosa voluntad del caminante de las sombras se posó sobre ella como una manta de locura. Quería quebrar su cordura, pero resistió el nuevo asalto, atacando una y otra vez.

La espada de Ryld acuchillaba las tinieblas como una navaja blanca, provocando heridas en el cuerpo de la criatura de sombra. Un fluido negro salpicó como gotas de veneno, y los susurros telepáticos del caminante de las sombras se elevaron hasta un alarido mental que llevó a Halisstra al borde de la locura… Y se hizo el silencio.

De repente sintió cómo el ser perdía sus contornos, su cuerpo explotaba y formaba una neblina oscura y apestosa que se disipó en las sombras.

Halisstra aún mantenía la boca cerrada ante los vapores venenosos que la criatura había levantado y salió a cuatro patas de la nube, en busca de aire. Su pecho ardía como si hubiera respirado azufre fundido. Cuando al final se vio capaz de abrir los ojos y prestar atención a lo que la rodeaba, descubrió que a la mayor parte del grupo le había ido un poco mejor que a ella.

Ryld se sentó sobre una roca, con la espada apoyada en el suelo, exhausto. Quenthel estaba cerca, con las manos en las rodillas, tosiendo.

—¿Es eso lo que te encontraste la otra vez? —dijo la suma sacerdotisa cuando pudo articular palabra.

El mago asintió.

—Caminantes de las sombras. Vagan por el Margen. Criaturas muertas de las tinieblas, el mal personificado. Y como has visto, pueden ser… formidables.

La matrona de la Academia se puso en pie y guardó el látigo en el cinturón.

—Creo que entiendo por qué vacilaste en ofrecer este método de viaje —dijo.

A pesar de su cansancio, el mago se limpió las ropas.

—Cuidado, Quenthel —dijo en tono burlón—, casi admites que soy útil.

La suma sacerdotisa frunció el entrecejo y se irguió con orgullo. Era evidente que no le interesaba ser blanco del sentido del humor del mago. Pharaun hizo un gesto muy elocuente señalando la amorfa oscuridad que tenían por delante. Parecía no percibir la fulminante mirada que le dedicaba Quenthel.

—Nuestro camino nos conduce hacia la sombra de nuestra Antípoda Oscura —dijo—. Sugiero que redoblemos esfuerzos y acabemos nuestro viaje pronto, pues podría haber más caminantes de las sombras alrededor.

—Eso es una idea condenadamente buena —refunfuñó Ryld—. ¿Cuánto queda?

—No más de una hora, quizá dos —respondió Pharaun.

El mago esperó mientras los elfos oscuros se levantaban y se situaban tras él. Ryld y Valas, los dos que habían soportado la virulencia de la mirada terrorífica del caminante de las sombras, parecían exhaustos y mostraban una tez cenicienta. Apenas eran capaces de mantenerse en pie.

—Vamos —dijo Pharaun—. Mantol-Derith no es Menzoberranzan, pero será el lugar más civilizado que hemos visto en días, y no es probable que alguien quiera matarnos.

»Al menos de inmediato.