Capítulo tres

Kaanyr Vhok, príncipe semidemonio conocido como el Caudillo, estaba en un balcón que dominaba la antigua fundición enana observando el trabajo de sus armeros. El gran horno había sido el corazón del reino perdido de Ammarindar. La caverna era inmensa, y su techo descansaba sobre docenas de imponentes columnas talladas con formas de dragones que resplandecían con las luces furiosas de los fuegos y el resplandor vivo del metal fundido. El repicar de los martillos y el rugido de los hornos resonaban en el aire. Docenas de gigantescos tanarukks, demonios bestiales, fruto del cruce de orcos y demonios, se arañaban en la fundición. Carecerían de la habilidad y los encantamientos de los enanos que una vez trabajaron allí, pero los soldados ce Kaanyr Vhok poseían el instinto artero para crear armas mortíferas imbuidas de conocimientos oscuros.

El mismo Kaanyr encajaba en la escena. Alto y poderoso, tenía la corpulencia de un humano musculoso y la fuerza de un gigante de piedra. Su piel era roja y caliente al tacto, y lo bastante dura para doblar un cuchillo. Era increíblemente apuesto, aunque en sus ojos se veía el mal y sus dientes eran negros como el carbón. Llevaba una coraza dorada y un par de espadas cortas hechas con algún hierro negro, enfundadas en unas vainas cubiertas de runas. Sonreía contento mientras paseaba la mirada sobre la tumultuosa reunión de su ejercito.

—Ahora dirijo casi dos mil guerreros tanarukk —dijo— y tengo casi los mismos orcos, ogros, trolls y gigantes a mis órdenes. Creo quería llegado el momento de que compruebe mis fuerzas, amor mío.

Aliisza se permitió una sonrisa y se acercó. Se apretó contra el costado del príncipe semidemonio. Como Kaanyr Vhok, también poseía sangre de demonios. En su caso, era una semisúcubo, el producto de una súcubo y un hechicero mortal. De la espalda le salían alas tan suaves como el cuero negro, pero a pesar de ello era oscura y seductora, voluptuosa y atractiva, una semisúcubo cuyo encanto pocos mortales eran capaces de resistir. Además era astuta, caprichosa y muy hábil con la magia, y por lo tanto apropiada para ser la consorte de un caudillo demoníaco como Kaanyr.

—¿Menzoberranzan? —ronroneó, mientras recorría la filigrana de la armadura con un dedo.

—Por supuesto. Parece que no vale la pena tomar Ched Nasad, después de todo. —Kaanyr frunció el entrecejo y miró a la lejanía—. Si los elfos oscuros están sin la protección de su Reina Araña y son incapaces de dirimir sus interminables disputas, tendré la oportunidad de apoderarme de la grandeza que siempre codicié. Tras dominar las ruinas de Ammarindar, creo que deseo algo más. Me apetece doblegar una ciudad de drows.

—Otros pensaron lo mismo —señaló Aliisza—. Los menzoberranios con los que hablé en Ched Nasad sugirieron que su ciudad sufrió una importante insurrección de esclavos, promovida por alguien del exterior. Creo que los mercenarios duergars que lucharon en Ched Nasad no habrían dejado la ciudad en manos de la casa que los contrató, una vez que se las hubieran ingeniado para tomarla. Si las bombas duergars no funcionaran tan bien, sospecho que el clan Xornbane gobernaría Ched Nasad.

—O yo —dijo Kaanyr entornando los ojos—. Si me hubieras comunicado la situación a tiempo, me las habría ingeniado para llevar mi ejército contra Ched Nasad cuando los drows y los duergars estuvieran cansados de luchar entre sí.

Aliisza se relamió.

—Hubieras perdido el ejército en la ciudad —respondió—. Tus tanarukks habrían soportado los fuegos, por supuesto, pero el derrumbamiento de las calles de la ciudad destruyó todo lo que había en la caverna. Créeme, no perdiste una ocasión en Ched Nasad.

Kaanyr no respondió. Saltó por encima de la balaustrada y descendió al suelo de la fundición. El Caudillo no tenía alas, pero su herencia demoníaca le confería la habilidad de volar a voluntad. Aliisza frunció el entrecejo y lo siguió, extendiendo las alas para atrapar las corrientes ascendentes del recinto. Kaanyr aún estaba irritado por lo de Ched Nasad, y eso no era bueno, reflexionó. Si alguna vez el Caudillo se cansaba de ella, lo creía capaz de matarla de alguna manera espantosa, a pesar de las intimidades pasadas. No había nada de lo que no fuera capaz, si su temperamento sacaba lo peor de él.

El semidemonio se posó junto a un molde que se llenaba de hierro fundido. Un par de tanarukks estaban a la espera, observando el vertido con detenimiento. Kaanyr se agachó y removió el metal candente con los dedos. Estaba lo bastante caliente para causarle molestias y en momento después se sacudió el hierro fundido de los dedos y se lo limpió en la cadera.

—Buen hierro —les dijo a los tanarukks—. Continuad, muchachos.

Se enderezó y prosiguió su camino. Aliisza revoloteó hasta el suelo y se posó cerca de él.

—Lo que me preocupa es —caviló Kaanyr— ¿por qué los duergars Xornbane traicionaron a la casa que los empleó, quemando la ciudad entera? ¿Era una simple disputa por un pago? ¿O tenían la intención desde el principio de llevar la ruina a Ched Nasad? Si es así, ¿estaba Horgar Sombracerada tras ello? ¿El príncipe de Gracklstugh envió sus mercenarios a Ched Nasad para destruir la ciudad o el clan Xornbane lo hizo por cuenta de otro?

—¿Importa eso? —preguntó Aliisza, que se movía furtivamente tras él—. La ciudad fue destruida, independientemente de las intenciones de quien fuera. Las grandes casas de Ched Nasad han desaparecido, y por la misma razón no quedan muchos enanos del clan Xornbane.

—Importa porque me pregunto si los duergars de Gracklstugh planean atacar ahora Menzoberranzan —dijo Kaanyr—. He acumulado una gran fuerza aquí, pero no creo que sea capaz de tomar Menzoberranzan, a menos que los elfos oscuros sean reducidos al caos y la impotencia absolutos. Si los duergars tienen la intención de marchar sobre la ciudad, mis oportunidades no tienen límite.

—Ah —exclamó Aliisza—. Puedes vender tus servicios a los elfos oscuros, a los enanos grises, a ambos, o a ninguno. Eso es interesante.

—Y el valor de lo que dirijo se incrementará con el número de guerreros que llevo y mi proximidad a Menzoberranzan, pero todo depende de las intenciones de los enanos grises. —El semidemonio soltó una carcajada—. No me gustaría encontrarme a las puertas de Menzoberranzan, una ciudad fuerte y unida, sin aliados a los que acudir.

—¿Por qué tengo la sensación de que volverás a mandarme lejos? —dijo Aliisza entre pucheros. Rodeó con sus alas a Kaanyr y con los brazos le hizo darse la vuelta—. Sabes que acabo de regresar.

—Chica lista —dijo Vhok con una sonrisa—. Sí, pretendo enviarte a otra misión. Aunque esta vez no tendrás que infiltrarte y permanecer escondida. Irás a ver a Horgar Sombracerada, príncipe heredero de Gracklstugh, como mi emisaria personal; una diplomática, si lo prefieres. Descubre si los enanos tienen la intención de atacar Menzoberranzan. Si es así, hazles saber que me gustaría unirme a ellos. Si no…, bueno, veremos si eres capaz de persuadirlos de que destruir Menzoberranzan no les beneficiará mientras los elfos oscuros sean débiles.

—Es muy probable que los enanos no confíen en mí.

—Por supuesto que no querrán confiar en ti. Sin embargo, si tienen la intención de atacar, descubrirán las ventajas de tenerme como aliado. Si no planean atacar, el hecho de que tenga la intención de aliarme podría decidir el asunto. No tienen buenas intenciones con Menzoberranzan, así que no necesitas preocuparte de que defiendan a los drows.

—Emisaria… —murmuró Aliisza—. Suena mejor que espía, ¿no? Supongo que puedo llevar el mensaje por ti, mi dulce y fiero Kaanyr, pero quizá deberías darme algún incentivo para que regresara rápido, ¿no?

Kaanyr Vhok la rodeó con sus poderosos brazos y acarició su cuello.

—Muy bien, querida —rugió—. Aunque a veces me pregunto si eres del todo insaciable.

Una hora de huida desesperada de edificio en edificio llevó al maltratado grupo a un refugio que los protegería de los monstruos de Hlaungadath. Bajo el gigantesco armazón de una torre cuadrada encontraron una escalera cubierta de arena que descendía hasta unas catacumbas oscuras y frías. Estimulados por su descubrimiento, los elfos oscuros caminaron por un laberinto de altares enterrados, pozos subterráneos y arcadas de piedra rojiza, que daban a un corredor profundo que no mostraba signos de uso reciente. Era un lugar triste y desolado, pero estaba libre de la cegadora luz del sol y de monstruos que controlaran la mente, y eso era todo lo que necesitaban.

—Pharaun, prepara tus conjuros, rápido —ordenó Quenthel después de examinar la sala—. Halisstra y Ryld, vigilaréis aquí. Jeggred y Valas, haréis guardia en la arcada más alejada, allí.

—Por desgracia, tendréis que mantener la vigilancia durante un rato —dijo el mago e hizo un gesto de pesar—. Antes, cuando tuve tiempo para descansar en el patio del palacio, estaba preparado para estudiar mis libros de conjuros, pero la lamentable hospitalidad de nuestros anfitriones lamias me ha fatigado. Debo descansar antes de ser capaz de estudiar los conjuros.

—Todos estamos cansados —soltó Quenthel—. No hay tiempo para que descanses. ¡Prepara tus conjuros ahora mismo!

Las serpientes de su látigo se retorcieron y sisearon agitadas.

—Sería inútil, querida Quenthel. Tienes que mantener a nuestros enemigos alejados de mí hasta que me haya recuperado.

—Si está tan débil —rugió Jeggred—, ahora sería un buen momento para castigarlo por sus transgresiones y actitud irrespetuosa.

—Criatura estúpida —le soltó Pharaun—. Mátame, y todos moriréis en estos yermos ardientes en menos de un día. ¿O has adquirido de pronto el don para las artes arcanas?

Jeggred se encrespó, pero Quenthel lo silenció con una mirada. El draegloth se alejó para hacer la guardia al extremo de la larga y polvorienta sala, agazapado tras un montón de piedras caídas. Valas soltó un suspiro y se alejó para unirse a él.

—Prepara tus conjuros lo antes que puedas, mago —dijo la sacerdotisa, con rabia contenida en la voz—. Tu ingenio colma mi paciencia. Dale a Halisstra la varita de relámpagos por si necesitamos conjuros para repeler otro ataque.

Era un indicador de su cansancio que Pharaun no quisiera decir la última palabra. Se volvió a Halisstra y dejó la varita de hierro negro en su mano con una sonrisa agria.

—Supongo que ya sabes usarla. Por supuesto, la quiero de vuelta, así que, por favor, intenta no agotarla. Son difíciles de fabricar.

—No la usaré a menos que sea necesario —dijo Halisstra.

Observó mientras el mago encontraba un rincón oscuro junto a una columna y se sentaba con las piernas cruzadas, apoyado sobre la piedra fría. Quenthel se calmó y observó a Pharaun como si se asegurara de que no fingía su necesidad de descansar. Ryld Argith se enderezó y se encaminó hacia el corredor que conducía hacia la superficie, llena de monstruos, apoyado en su recio mandoble.

—¿Debo hacer guardia aquí, matrona Melarn? —dijo Danifae cuando Halisstra empezaba a seguirlo.

La muchacha estaba arrodillada en el suelo, entre el mago y la sacerdotisa, la daga sobresalía de su cinturón. Levantó la mirada hacia Halisstra, con expresión perfecta para una pregunta inocente.

La sacerdotisa Melarn reprimió una mueca. Armar a una prisionera de guerra implicaba que ya no tenía fuerza para someterla, y sospechó que Danifae exigiría más tarde un precio elevado para seguir cumpliendo sus deberes. Danifae observaba con serenidad mientras su ama consideraba su oferta. Halisstra intuía que Quenthel la miraba y se obligó a no pedirle a la sacerdotisa Baenre su aprobación.

—Puedes quedarte la daga para defenderte… por ahora —concedió Halisstra—. No se precisa tu participación. No sugieras eso otra vez.

—Por supuesto, matrona Melarn —contestó Danifae.

La cara de la muchacha estaba falta de emoción, pero a Halisstra no le gustó la inteligente mirada que había en los ojos de Danifae mientras se disponía a esperar.

«¿Aguantará el vínculo?», se preguntó Halisstra.

En el corazón de la casa Melarn, rodeada de fuerzas enemigas, Danifae no se había atrevido a librarse del vínculo mágico que la esclavizaba, incluso aunque pudiera hacerlo. Pero las cosas habían cambiado. El cuidado con que Danifae se dirigía a su dueña frente a Quenthel no escapaba a Halisstra. No tenía ya una casa, ni una ciudad, que confiriera a Halisstra dominio absoluto sobre lo que ella llamaba sus propiedades (su vida, sus fieles y sus posesiones como Danifae) o cualquier otra cosa que le pudieran arrebatar. La idea le dejó un sentimiento tan profundo y quebradizo como un trozo de hueso podrido.

«¿Qué sucederá cuando Danifae decida probar en serio los límites de su cautividad? —se preguntó—. ¿Permitirá Quenthel que conserve mi autoridad sobre la muchacha o la Baenre intercederá sólo para molestarme y despojarme de otra parte más de mi rango? En cualquier caso, ¿es capaz Quenthel de liberar a Danifae y reclamarme como prisionera de guerra?».

La bella muchacha estudió a Halisstra con recato.

—¿Vienes? —preguntó Ryld. Estaba en la entrada del corredor, a la espera.

—Sí, por supuesto —dijo Halisstra, que apenas fue capaz de contener un gesto de enfado.

A propósito, le dio la espalda a su sirvienta y siguió a Ryld hacia los túneles por los que habían pasado. Por el momento, estaba a salvo. Danifae era incapaz de quitarse el medallón de plata del cuello. En el momento en que lo tocara, el conjuro tensaría sus músculos hasta la rigidez mientras no abandonara la intentona. No podía pedirle a nadie que se lo quitara, pues en el momento en que tratase de hablar del medallón, se le paralizaría la lengua. Mientras rodeara su cuello, Danifae estaba obligada a servir a Halisstra, incluso hasta el punto de dar la vida para salvar a su ama. Danifae había soportado bien el vínculo, pero Halisstra no tenía la intención de quitarle el medallón en presencia de los menzoberranios… si es que alguna vez lo hacía.

Ryld y ella tomaron posiciones en una pequeña rotonda que había un poco más adelante, un espacio abierto y oscuro desde el que vigilar sin ser vistos, si alguien se acercaba. Tapados con sus piwafwi, eran prácticamente indistinguibles de la piedra oscura que los rodeaba. A pesar del caos y de la ambición que roía los corazones de los drows, cualquier elfo oscuro era capaz de tener paciencia y una disciplina de hierro cuando realizaba una tarea importante, y, así, Halisstra y Ryld se dedicaron a vigilar y esperar en silencio.

Halisstra intentó vaciar su cabeza de todo excepto de lo que le decían sus sentidos, para vigilar mejor, pero descubrió que una serie de ideas importantes asaltaban su mente. Se le ocurrió que todo lo que le sucediera de ese día en adelante dependería de su fuerza, astucia y crueldad. La caída en desgracia de la casa Melarn no significaba nada. Si deseaba respeto, tendría que hacer del descontento de Halisstra Melarn algo que temer. Todo porque Lloth había decidido probar a los que le eran más fieles. Por el capricho de la diosa de la casa Melarn, cuyas dirigentes, durante innumerables siglos, habían derramado sangre y tesoros sobre los altares de la Reina Araña, Ched Nasad había caído.

«¿Por qué? —se preguntó Halisstra—. ¿Por qué?».

Por supuesto, no hubo respuesta. Las maquinaciones de Lloth no estaban hechas para que las comprendieran sus sacerdotisas, y sus pruebas eran crueles. Halisstra apretó los dientes e intentó ahogar sus lastimeras preguntas en su corazón. Si Lloth decidía probar la fe de Halisstra quitándole todo aquello que amaba para ver si la primogénita de la casa Melarn era capaz de recuperarlo, la Reina Araña descubriría que era una adversaria digna.

¿Quieres que hablemos de ello?, transmitieron los dedos de Ryld en el complejo lenguaje de signos de los elfos oscuros.

¿Hablar de qué?

De lo que te preocupa. Algo te tiene preocupada, sacerdotisa.

No es nada que concierna a un varón, replicó con los dedos.

Por supuesto. Nunca lo es.

Sus miradas se cruzaron. Halisstra se sorprendió al descubrir que la cara de Ryld tenía una curiosa expresión de resignación amarga e irónica. Lo observó con detenimiento, intentando averiguar el motivo que tendría para iniciar una conversación.

Era muy alto y fuerte para ser un varón (en realidad, para ser un elfo oscuro). Su pelo cortado a cepillo era una costumbre exótica para una sociedad drow, una extraña austeridad para una raza que disfrutaba de la belleza y el refinamiento. Los drows eran de un pragmatismo implacable en sus tratos con los demás, pero no al acicalarse. Por lo que sabía Halisstra, muchos varones se maquillaban para asumir una gracia sutil y una mortal astucia. Pharaun era el epítome. Ryld, descubrió, era algo diferente.

Luchas bien, dijo… No era una disculpa, no podía disculparse con un varón, pero era algo. Podrías haberme dejado morir en Ched Nasad, aunque te arriesgaste para salvarme. ¿Por qué?

Teníamos un acuerdo. Nos llevabas a un lugar seguro, y te ayudábamos a escapar.

Sí, pero ya erais libres de mi parte del acuerdo en ese momento. No había necesidad de cumplirlo.

Ni de incumplirlo.

Ryld mostró una leve sonrisa y habló en susurros:

—Además, parece que fue en mi propio interés; no hace ni una hora me salvaste la vida. Estamos en deuda.

Halisstra soltó una carcajada, tan leve que nadie a más de tres metros la habría oído.

No somos una raza que pague nuestras deudas, señaló con los dedos.

Eso me lo han dejado ver en más de una ocasión, respondió el maestro de armas. Un breve destello de dolor cruzó su cara, y Halisstra se preguntó en quién había confiado el maestro de Melee-Magthere, y por qué había hecho esa insensatez. Antes de que ella lo pudiera preguntar, él continuó: Háblame de los bae’qeshel. No sé nada de ellos.

—Por tradición —susurró—, nuestros magos, espadachines y sacerdotisas se entrenan en academias. Es habitual en la mayoría de las ciudades drows. La razón por la que no sabes nada de los bae’qeshel es que el entrenamiento de los bardos no es público. Nuestros secretos pasan de las maestras a las estudiantes.

—Pensé que las casas nobles no necesitaban juglares normales.

—Los bae’qeshel no son juglares comunes, maestro de armas —dijo Halisstra en voz baja—. Somos una orgullosa y antigua secta, los bae’qeshel telphraezzar, los susurradores de la Reina Tenebrosa. Soy una sacerdotisa de Lloth, como las demás hembras de mi casa, pero me escogieron para estudiar durante muchos años el conocimiento de los bae’qeshel. Venero a la diosa no sólo con mis servicios como sacerdotisa, también con el don de cantar las antiguas canciones de nuestra raza, que complacen sus oídos. La casa Melarn siempre estuvo orgullosa de educar una bae’qeshel al servicio de Lloth en cada generación.

—Si tus canciones son sagradas para Lloth, ¿por qué funcionan mientras los conjuros fallan? —preguntó Ryld.

—Porque las canciones poseen un poder intrínseco, como los conjuros de un mago. No canalizamos el poder divino de la Reina de las Arañas para cantar nuestras canciones. Por desgracia, mi habilidad con esto es incomparable con el poder divino que manejaría en nombre de Lloth, si me devolviera su favor.

—Sin embargo, es un talento interesante —murmuró Ryld y volvió la mirada hacia la estancia donde se hallaban los demás—. La cosa parece bastante tranquila. Aún tendremos que esperar más. Si conozco a Pharaun, necesitará horas para recuperar fuerzas. Dime, ¿juegas al sava?

Nimor se aferraba a una estalactita gigantesca, uno de los muchos colmillos de piedra que sobresalían del techo de la vasta caverna de Menzoberranzan. Antiguos pasillos y caminos precarios se entrecruzaban allí, y en muchas de las estalactitas se habían esculpido castillos de oscura belleza y viviendas aún más espectaculares por su osadía. Sólo los drows construirían sus hogares en frágiles lanzas de piedra a trescientos metros por encima del suelo. Los drows nobles a menudo tenían magia innata o broches encantados que los liberaban de la preocupación por las alturas, y daban poca importancia a las mareantes vistas que aterrarían a un murciélago. Sus esclavos y sirvientes no eran tan afortunados y encontraban la vida en las estalactitas algo particularmente exasperante.

Las más importantes estaban mágicamente reforzadas contra caídas inevitables y no cederían a menos que la magia se disipara; aunque había más de un orgulloso palacio desierto y polvoriento, la casa a la que pertenecía era demasiado débil en el Arte para mantener los conjuros que la convertían en un lugar sostenible. En uno de esos lugares se agazapaba Nimor, inclinado sobre el negro abismo para estudiar el objetivo.

La casa Faen Tlabbar, tercera casa de Menzoberranzan, estaba bajo él. El castillo se extendía por varias imponentes estalagmitas y columnas, sus elegantes balaustradas y sus altos contrafuertes contrastaban con la solidez que emanaban las torres y los baluartes de piedra negra. El complejo de Faen Tlabbar era uno de los más grandes y soberbios de todos los que no estaban en la meseta de Qu’ellarz’orl, el más prestigioso de los barrios nobles de la ciudad subterránea. El palacio de la casa Tlabbar trepaba sobre la pared sur de la gran caverna, hasta el punto de que sus agujas más altas superaban la meseta a cuya sombra se situaba, como si las matronas de la tercera casa desearan mirar por encima del borde del altiplano y contemplar con envidia las mansiones lo bastante afortunadas para situarse junto a la enaltecida casa Baenre.

Era una analogía apropiada para las maniobras políticas de Faen Tlabbar. Sólo dos casas se situaban por encima en la oscura jerarquía de Menzoberranzan: Baenre, la primera, y Barrison Del’Armgo, la segunda. Nimor pensó que era probable que la matrona Tlabbar abrigara grandes aspiraciones para su casa. Del’Armgo, la segunda casa, era fuerte pero con pocos aliados; Baenre, la más fuerte, era tan débil como lo había sido durante siglos. Casas como la Faen Tlabbar contemplaban a la Baenre y recordaban los siglos de arrogancia absoluta, de humillante condescendencia y se preguntaban si ya habría llegado el momento de que las casas menores se unieran y acabaran con la dominación de Baenre de una vez por todas.

«Sería un divertido espectáculo», reflexionó Nimor.

Sospechaba que en ese escenario Baenre se mostraría más fuerte de lo que sus resentidas adversarias se imaginaban, pero la sangría sería espectacular. Varias grandes casas caerían, ya que Baenre no se iría sola al olvido. Por supuesto, eso iría en beneficio de los planes de la Espada Ungida de la Jaezred Chaulssin.

Aunque eso sería un juego para otro día. Nimor pretendía dar un profundo y amargo golpe a la Faen Tlabbar, no incitarlos contra la casa Baenre. Ghenni Tlabbar, matrona de la tercera casa, moriría a sus pies. Su sangre buscaría la traición a gran escala, y al poner el estilete en la mano del asesino Nimor lo hacía con la intención de que se clavara en el corazón de Menzoberranzan.

Un ruido y el tintineo de unas cotas de malla llamaron la atención de Nimor. Se retiró en silencio a las sombras y esperó con paciencia mientras una brigada de guerreros Tlabbar, montados en grandes lagartos, ascendía por una pequeña estalactita cercana. Los pálidos reptiles llevaban almohadillas grandes y pegajosas en sus zarpas que les permitían adherirse a la superficie más escarpada. Muchas de las casas nobles de Menzoberranzan usaban esas criaturas para patrullar los lugares altos de la vasta caverna de la ciudad. Faen Tlabbar era famosa por sus escuadrones de lagartos. El asesino estudió las patrullas Tlabbar desde su precaria posición durante más de una hora, cronometrando sus recorridos.

«Justo a tiempo —observó Nimor—. Os habéis permitido volveros predecibles, muchachos».

Los jinetes llevaban ballestas y lanzas, marchaban de prisa en una sola fila mientras rodeaban y ascendían la pequeña estalactita y examinaban el techo de la caverna. Como esperaba Nimor, el oficial al mando se volvió a la izquierda y siguió la curva del pináculo de piedra hacia abajo y desapareció.

—Harías bien en variar tu rutina, capitán —susurró Nimor hacia la brigada que se iba—. Un regreso inesperado amedrentaría hasta a un valiente como yo.

De un silencioso salto, Nimor se lanzó hacia la vasta oscuridad, confundiéndose con la eterna noche.

Por un accidente de la formación de la caverna, la casa Tlabbar apenas tenía contacto con el techo de la caverna y las cuevas superiores. Una larga columna y un par de pequeñas estalactitas unían la Tlabbar con el techo, lo que significaba que tenía un ángulo ciego sobre el techo de su palacio. Ésa era la debilidad que Nimor intentaba aprovechar. Su capa negra se agitaba, y el aire frío le rozaba la cara. Nimor apretó los dientes en una sonrisa brutal. Se deleitó en los largos instantes que duró su gran salto. Su cuerpo ardía con los fuegos oscuros de su herencia, y deseaba despojarse de su apariencia enjuta, pero ése no era el momento.

Mientras caía, articuló las palabras de un conjuro que lo volvería invisible, y mientras el pináculo parecido a una lanza del palacio central de Faen Tlabbar se abalanzaba sobre él, detuvo la caída empleando su poder de levitación. Menos de seis latidos después de saltar desde la estalactita, se posó en la afilada cresta de una sala empinada sin que lo detectaran. Aguzó el oído en busca de signos de que lo hubieran descubierto y luego se deslizó hacia la unión de la sala con el propio castillo. Sus pasos eran tan silenciosos como la muerte.

Los elfos oscuros de Faen Tlabbar estaban al tanto de la vulnerabilidad de un asalto desde arriba, y había centinelas en las almenas y cúpulas, al acecho de posibles intrusos. Nimor los evitó con cuidado. Aquéllos que eran capaces de ver enemigos invisibles (y había más de uno) no estaban habituados a tener que estar en guardia frente a los que se deslizaran entre las sombras con la cautela de un maestro de asesinos. Nimor estaba más preocupado por las barreras mágicas que protegían la casa. Habitualmente se protegía con conjuros diseñados para contrarrestar y confundir varias formas de detección mágica, pero no eran infalibles.

Un resplandor verde y dorado brillaba a su alrededor mientras gateaba por las tejas de una torre cuadrada. La Faen Tlabbar, como muchas otras casas, usaba la magia para iluminar y decorar las recargadas agujas y galerías de su hogar. Nimor se puso boca abajo y se inclinó aún más sobre el borde para escuchar con cautela. Esperaba encontrar un puesto de guardia y una entrada que condujera a la mansión. Durante décadas la Jaezred Chaulssin había usado la magia para descubrir lo que pudiera de las defensas y el método de muchas grandes casas en más de una ciudad drow. El delgado asesino estudió las notas y dibujos de la casa Tlabbar. La información era, por supuesto, incompleta y desfasada, ya que había partes del castillo que no se dejaban inspeccionar, y la Jaezred Chaulssin no estudiaba las casas de Menzoberranzan desde hacía mucho tiempo. Nimor habría preferido actualizar su información gracias a sobornos o la captura de un centinela Tlabbar, aunque no tenía tiempo para ello y ajustarse al plan previsto.

Oyó que algo se movía en el balcón, bajo el alero del tejado en el que estaba. Eran dos, calculó, y al menos uno llevaba cota de malla. Tendría que ser rápido; un solo grito daría al traste con su asalto al castillo. Con calculada paciencia, Nimor se inclinó aún más y vio un balcón curvo bajo el alero. A su izquierda, el pasillo se transformaba en una escalera amurallada que conducía a las almenas inferiores, mientras que a la derecha acababa en una puerta negra; estaba abierta. Justo debajo había un drow con armadura, que miraba sin ver un patio de más abajo.

Nimor estudió al tipo durante treinta latidos, planeando su ataque, mientras en silencio deslizaba la daga fuera de su vaina. Era una hoja de acero encantado negro y verdoso que tenía un brillo húmedo bajo la vacilante luz feérica. Entonces, todavía invisible, se dejó caer tras el guardián Tlabbar.

Los pies del asesino tocaron las baldosas con un ruido amortiguado. El centinela empezó a volverse y abrió la boca para pedir ayuda, pero con un movimiento implacable Nimor le puso una mano en la boca y hundió la daga en la base del cráneo. La hoja rechinó contra el hueso, y el Tlabbar se desplomó sobre los brazos de Nimor, muerto. Dejó que el cuerpo sin vida cayera al suelo y levantó la mirada hacia el otro centinela, un tipo con las ropas negras de un mago. El mago Tlabbar echó una mirada hacia el rumor, justo a tiempo de ver cómo su compañero de guardia se doblaba y caía al suelo sin causa aparente; pues Nimor aún era invisible.

—¿Zilzmaer? ¿Qué pasa?

Nimor saltó hacia adelante y hundió su daga cubierta de sangre bajo la barbilla del mago, atravesando el cerebro del Tlabbar. El mago se convulsionó dos o tres veces, luego tembló y murió.

—Shss —siseó el asesino—. No es nada. Duerme.

Dejó al mago al lado de su compañero, y se volvió hacia la oscura arcada que llevaba al castillo.

Cuchillo en mano la cruzó; para acabar detenido por una barrera invisible que bloqueaba el paso tan firmemente como una pared de ladrillos. Nimor frunció el entrecejo, se armó de voluntad y lo intentó de nuevo, para descubrir que le seguían barrando el camino.

—Demonios —murmuró—. Una restricción.

El castillo Tlabbar, es decir, su interior, estaba protegido por un conjuro que impedía que un enemigo pusiera un pie en su interior. Nimor era capaz de eludir o desmontar algunas trampas mágicas, pero aquella restricción estaba más allá de su habilidad para infiltrarse.

«Eso explica la puerta abierta —pensó—. Los Tlabbar confían en sus defensas mágicas. ¿Ahora qué hago?».

Nimor envainó la daga y estudió la arcada. Un conjuro de restricción se urdía para defender un edificio o una zona, pero si los Tlabbar querían moverse por su propio castillo, tendrían que haber hecho una restricción que pudieran atravesar sin demasiada dificultad; quizá con un símbolo de alguna clase o quizá con una contraseña. Nimor rebuscó en los cuerpos de los dos muertos, pero no encontró nada que pareciera servir como símbolo para atravesar la restricción.

«Podría ser cualquier cosa —pensó—. El broche de la capa, una moneda encantada en la bolsa, un pendiente o un collar…».

Decidió que no tenía tiempo para hacer pruebas. Con una mano levantó al mago muerto y se lo puso bajo el brazo, entonces volvió hacia la arcada y se enderezó para atravesarlo. Esta vez, cruzó sin resistencia, como si la barrera no existiera.

«Entonces es algo que llevan los centinelas», decidió Nimor.

Por un momento consideró echarse al hombro al mago muerto e ir con él por si necesitaba pasar otra protección dentro del castillo, pero decidió no hacerlo. Cautela y velocidad eran su mejor defensa, y acarrear un cuerpo por el castillo le restaría ambas. Además, no era probable que los Tlabbar tuvieran dos restricciones en su palacio, o usaran la misma llave en los dos. Dejó al mago en el suelo y se adentró.

La arcada daba a un largo corredor de techo alto situado por encima de uno de los salones. Puertas de madera pálida de zurkh flanqueaban el salón, daban a estudios, antecámaras, salas de trofeos y a otras habitaciones, si los viejos mapas de Nimor eran correctos. No hizo caso y corrió a toda velocidad por el salón, hasta alcanzar una pequeña escalera al fondo que descendía al piso inferior. Allí encontró un glifo mágico que impedía el paso, pero sintió la trampa antes de acercarse lo suficiente para activarla. Saltó por encima del pasamano y aterrizó en silencio en la escalera. Descendía en una amplia curva y lo llevó a otro reluciente corredor negro cerca del centro del castillo, que conducía al altar de la casa. El suelo era de mármol negro pulido, que brillaría como un espejo si hubiera alguna luz. No muy adelante, había un par de centinelas que montaban guardia cerca de unas grandes puertas dobles que conducían al santuario de Lloth.

Nimor sonrió y se felicitó por lo oportuno que había sido. La matrona, y quizá una hija o dos, estarían dentro, ejecutando algún inútil ritual a su muda diosa.

Se mantuvo escondido con cuidado y echó otro vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie más se acercaba. Estudió a los dos centinelas de la puerta. Eran unos jóvenes soldados, ataviados con orgullo para cumplir el alto deber de ser la guardia de la matrona, pero Nimor no confiaba en sus ojos. Los dos eran más de lo que parecían, estaba seguro. Decidió esquivarlos, si era posible.

Nimor levantó la mano izquierda, en la que relucía un anillo tan negro como el azabache. El anillo de las sombras era quizá su arma más útil, un objeto que confería varios poderes mágicos de mucha utilidad. Invocó uno de ellos y se fundió con las sombras del oscuro corredor para salir al santuario más sagrado de la casa Tlabbar. El templo casi ocupaba el espacio central del gran palacio, su elegante bóveda se elevaba sobre su cabeza, ribeteada en plata y azabache, con la insignia de la araña de Lloth. El altar estaba iluminado por un siniestro resplandor plateado, lo mejor para exhibir la abundante riqueza que la casa Faen Tlabbar se había gastado en decorar la capilla de la Reina Araña. Pero Nimor no prestó atención a las baratijas de oro y a las imágenes llenas de gemas.

La matrona Ghenni y dos de sus hijas se postraban ante el imponente ídolo negro de la silenciosa diosa, serviles ante Lloth. Sin duda, imploraban a la Reina Araña que devolviera su favor a la casa. No había nadie más. Por lo que parecía, la matrona creía que sus centinelas y sirvientes no debían verla postrada, a ella y a sus hijas, en sus adoraciones privadas. Una vez más la información de Nimor sobre la Faen Tlabbar se demostraba acertada.

El asesino desenvainó el estoque sin hacer ruido y avanzó, mirando a su presa. Ghenni era una espectacular elfa oscura, con un cuerpo voluptuoso y una elegancia sinuosa que le permitía llevar mejor el paso de los años que muchas cien años más jóvenes. Percibió el oscuro destello de una cota de malla bajo las túnicas color esmeralda y sonrió. Al parecer, incluso la matrona de una casa poderosa no se sentía del todo segura en su propio hogar sin la protección de la Reina Araña.

La matrona se detuvo en su ceremonia, alarmada por algo; un rumor, el fluctuar de una sombra, posiblemente sólo una intuición. Se levantó hasta ponerse de rodillas y miró a su alrededor. La cautela era evidente en su expresión.

—Sil’zet, Vadalma —siseó—. No estamos solas.

Las dos chicas se detuvieron al unísono, todavía echadas en el frío suelo de piedra. Miraron a su alrededor con recelo. Ghenni se levantó con precaución, mientras llevaba la mano hacia una varita que llevaba en el cinturón.

—¿Quién eres? —exigió saber—. ¿Quién se atreve a importunar nuestras adoraciones?

Nimor no respondió aunque se deslizó más cerca. La matrona no lo veía, estaba seguro, pero justo cuando estaba al alcance de su arma, sintió una presencia en la sala. Un fuerza demoníaca invisible tomó forma en el aire cerca del techo de la bóveda.

—Cuidado, matrona —murmuró la voz fría—. Un asesino invisible se acerca.

Dicho sea a su favor, la matrona de la casa Faen Tlabbar no se acobardó. Mientras sus hijas se ponían en pie, Ghenni dio dos pasos atrás e hizo un gesto rápido con la varita, al tiempo que pronunciaba la palabra de activación. Una esfera de oscuridad salió despedida de la varita y explotó tras Nimor en una negra mancha de sombras gélidas que hicieron presa en él como bestias hambrientas. El asesino hizo caso omiso del conjuro, pues ya saltaba hacia la matrona. Con una precisa estocada, atravesó a la Faen Tlabbar. La hoja era tan negra como la noche, un largo estilete de sombra intangible que se deslizó a través de la cota de malla de la matrona como si no existiera. El efecto en la sacerdotisa fue tan letal como era de esperar. Nimor retorció la hoja en el corazón y sonrió, aunque ella aún no podía verlo.

—Saludos, matrona —susurró—. Quizá encuentres las respuestas que buscabas cuando alcances los infiernos negros de Lloth.

Ghenni se quedó sin aliento y escupió sangre. Trastabilló hacia atrás, agarrada a la hoja clavada en su corazón, puso los ojos en blanco y se desplomó en el suelo. Nimor arrancó su estoque y se volvió hacia la izquierda, hacia Sil’zet, mientras el demonio cobraba forma sobre el cuerpo de Ghenni. Era una criatura esquelética envuelta en llamas verdes, armada con una cimitarra de hueso que lanzaba destellos negros.

Era obvio que el demonio lo veía perfectamente, pues se lanzó hacia Nimor al instante. Dirigió un feroz corte a su cabeza, el cual esquivó sin dificultad, pero la criatura invirtió la trayectoria con sorprendente rapidez y atacó con un corte a la altura de la cintura. Nimor frunció el entrecejo y saltó hacia atrás, por el momento obstaculizado. Tras el demonio, vio que Sil’zet desenrollaba un pergamino para leerlo, mientras Vadalma mantenía su posición, encorvada para recuperar la varita de su madre, y se protegía con una daga.

—No escaparás de esta habitación con vida, asesino —gritó Vadalma—. ¡A mí la guardia!

Nimor oyó cómo los centinelas del exterior intentaban abrir la puerta de la capilla. Se agachó y salió disparado, mientras se mantenía alejado del demonio de huesos, reacio a enfrentarse a él. Después de todo, matar a un demonio guardián era inútil. Sólo le quedaban unos momentos y quería aprovecharlos. El asesino dio un paso rápido y rodó bajo la guardia del demonio, se levantó junto a Sil’zet, que declamaba las palabras del pergamino. Le incrustó la daga en la parte baja de la espalda mientras detenía la cimitarra del demonio con su estoque negro. Sil’zet soltó un grito de agonía y se inclinó hacia atrás, pero Nimor le hizo la zancadilla. Se desplomó al suelo entre estertores. Nimor hundió la punta del espadín entre sus clavículas.

Esta vez el demonio le hizo pagar no haberle prestado atención. Chilló de rabia, mientras le descargaba un golpe con su espada de hueso que le produjo un corte largo y ardiente sobre el omoplato. Nimor apretó los dientes por el dolor y rodó para alejarse antes de que la criatura lo cortara en dos. Vadalma ladró la palabra de activación de la varita de su madre y la esfera de sombras estalló en dirección a Nimor, azotando la piel del asesino con zarcillos negros tan fríos y afilados como cuchillas.

La guardia irrumpió con las espadas desenvainadas y una expresión gélida e inexpresiva. Se acercaron con increíble celeridad, las puntas de las espadas se agitaban mientras buscaban a tientas a Nimor. Se volvían con sacudidas rápidas, como si el ruido de sus botas y los jadeos de su respiración lo traicionaran.

«He hecho lo que me proponía», se dijo Nimor.

Ghenni estaba muerta, y Sil’zet moribunda. Sus tacones repicaban en el suelo mientras se ahogaba en su propia sangre. Le habría gustado matar a Vadalma, pero el demonio y los centinelas (fueran lo que fuesen) complicaban el asunto.

Con una mueca de resignación, Nimor retrocedió varios pasos y desapareció gracias al poder de su anillo, y apareció un instante más tarde cerca del balcón por el que había entrado en el castillo. La restricción le impedía escapar de un salto dimensional, pero el asesino agarró el cuerpo del mago que había dejado cerca de la puerta y salió. El corte de la espalda le dolía mucho, al igual que las piernas, allí donde le habían tocado los zarcillos helados, pero respiró profundamente y se permitió una fiera sonrisa de triunfo.

—Sois unos tipos con suerte —les dijo a los muertos que había a sus pies—. Cuando comprueben que guardabais la puerta por la que he entrado, estaréis contentos de estar muertos.

Los cuerpos no contestaron, por supuesto. Nunca lo hacían.

Echó una mirada a la vacilante luz feérica que se veía por encima de las almenas del castillo. Oyó las alarmas y los gritos que se elevaban de su interior. Le habría gustado saborear los sonidos durante más tiempo, pero sus perseguidores no debían de estar muy lejos. Con un suspiro, cerró el puño alrededor del anillo negro y se teletransportó.