El sonido de la espada de Vhaeraun, que batía la gran barrera de piedra, sacudió todo el plano. Cada golpe hizo temblar el gran templo negro del centro de la telaraña con la fuerza de un terremoto, y, desde el eje, vibraron todos los inmensos cables que ascendían por la noche sin fin. Aunque cada golpe la tiraba de nuevo sobre las frías losas, Halisstra consiguió acercarse al grupo de menzoberranios, que, igual que ella, se tambaleaban de un lado a otro.
Tzirik permaneció a un lado. Aún estaba extasiado ante la gloria de su dios. No parecía percibir el daño que infligía el Señor Oculto, las sacudidas lo atravesaban sin afectarlo. A cada golpe, una red diminuta de grietas parecía extenderse en la cara de Lloth. A pesar de la incalculable fuerza de cada ataque de la espada del dios, la faz de la Reina Araña parecía, casi, invulnerable.
«La diosa no responde —pensó Halisstra con asombro y abatimiento—. No le importa».
Cayó a cuatro patas entre el resto del grupo, que no le prestó atención, estupefactos como estaban por el colérico asalto de Vhaeraun. Ryld estaba arrodillado junto a Tajadora, desviaba la mirada y resistía con entereza los golpes. Valas agitaba los brazos, movía las piernas arriba y abajo como una araña clavada en un alfiler. El explorador no sabía si observar, correr o esconderse, y parecía que intentaba hacer las tres cosas a la vez. Pharaun levitaba a medio metro del suelo para evitar los estremecedores impactos, escudado en alguna clase de conjuro mientras iba mirando a sus compañeros, al dios, a Tzirik y de vuelta a Vhaeraun. Danifae, cerca de él, se mantenía en pie con elegante facilidad mientras observaba cada golpe con una mirada fiera. Quenthel estaba tan tiesa como una estatua, afectada por cada temblor, los brazos rodeaban su torso como si sostuvieran su angustia. Observaba la escena con una fascinación enfermiza, incapaz de hacer nada más.
Pharaun tomó una decisión. Se deslizó cerca de Quenthel y le asió un brazo.
—¿Qué sucede aquí? —le gritó el mago en la oreja—. ¿Qué está haciendo?
La Baenre apretó los dientes, frustrada.
—No lo sé —admitió—. Todo va mal. No es lo mismo. Aquí no hay almas.
—¿Qué almas? —preguntó el mago—. ¿Deberíamos interferir?
Ryld y Valas levantaron la mirada, con expresiones de angustia.
—Es un dios —consiguió gritar Ryld por encima el ruido ensordecedor—. ¿Qué propones que hagamos?
—Excelente, entonces. ¿Nos quedamos a mirar o nos vamos? No parece un lugar muy seguro —respondió Pharaun.
Otra oleada de sacudidas zarandeó al grupo y provocó que el conjuro protector del mago brillara.
—No estoy seguro de que podamos irnos —dijo Ryld. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Tzirik, que observaba la escena con una expresión de alegría—. ¿No lo necesitamos?
—¿Deberíamos irnos para salvarnos? —añadió Valas—. Pareceríamos los culpables de… esto. —El explorador se protegió los ojos de los esfuerzos de Vhaeraun—. ¿Qué sucederá cuando abra una brecha en el templo? Matrona, ¿qué sucederá? ¿Está Lloth ahí dentro?
Quenthel soltó un grito de frustración.
—Matrona, ¿has estado aquí? —preguntó Danifae, que cayó a los pies de Quenthel—. ¿Has estado aquí antes?
—¡No lo sé! —gritó la matrona de Arach-Tinilith.
Apartó el brazo de Pharaun y se lanzó sobre Tzirik, trastabillando mientras el suelo temblaba bajo sus pies. Le dio la vuelta, arrancándolo de la adoración a su dios, y aferró su coraza.
—¿Por qué hace esto? —exigió saber—. ¿Qué has hecho, hereje?
Tzirik parpadeó y sacudió la cabeza, sus ojos aún estaban llenos de la gloria de la adoración.
—¿No sabes de lo que estás siendo testigo, sacerdotisa de Lloth? —dijo Tzirik. Soltó una carcajada—. Tienes la excepcional suerte de presenciar la destrucción de tu diosa. —Se desembarazó de las manos de Quenthel, que le asían la armadura, y dio un paso atrás. Su voz se elevaba en una triunfante alegría—. ¿Quieres saber lo que sucede aquí, llothita? Te lo diré. ¡El Señor Oculto va a derrocar a tu Reina Araña y derrumbará su tiranía para siempre! ¡Nuestra gente será al fin liberada de su venenosa influencia, y tú y el resto de tu parásita especie también seréis barridas!
—¡No vivirás para verlo! —exclamó Quenthel, enfurecida.
El látigo saltó a su mano, y echó el brazo hacia atrás para quitarle la expresión de triunfo de la cara. Antes de que descargara el golpe, Vhaeraun (a tiro de flecha y de espaldas al grupo mientras golpeaba la faz de piedra) agitó la mano izquierda sin darse la vuelta. Bajo los pies de Quenthel explotó una columna de magma negro e hirviente que la lanzó una docena de metros por el aire con una fuerza sorprendente. Tzirik, que estaba a un paso, resultó ileso, pero el resto del grupo se dispersó para evitar los impactos de las grandes gotas de roca fundida.
El dios no detuvo su ritmo. Pegaba una y otra vez, incluso cuando Quenthel cayó sobre las losas de la plaza, gritando mientras las salpicaduras de roca infernal se aferraban a su piel y la quemaban. Valas y Ryld corrieron en su ayuda. Danifae tuvo miedo, pero mantuvo la mirada en el dios.
Pharaun estudió la escena y sacudió la cabeza.
—Esto es de locos —murmuró.
Hizo un curioso gesto con la mano y desapareció. Se teletransportó a algún lugar más seguro. Halisstra lo vio partir y se quedó mirando durante un rato antes de que otro impacto de la espada de Vhaeraun la tirara al suelo. Se quedó allí, vencida, mientras Quenthel se agitaba y lanzaba gritos de agonía.
—Ah —suspiró Vhaeraun. El dios se apartó de la cara, que estaba partida por una cicatriz verde brillante que iba desde el centro de la frente hasta el hoyuelo de la barbilla—. Madre, ¿ahora tampoco tienes nada que decir? ¿Morirás en silencio?
La cara permaneció impasible. Su turbia mirada no se alteró, pero una vez más algo pareció hender el tejido del cosmos con un desgarro. Una herida profunda apareció en el aire, cerca de la cara, y de ella salió otra forma divina.
Mientras Vhaeraun era enjuto y de una elegancia imposible, el recién llegado era un ser de pesadilla. Medio araña medio drow, empuñaba un arsenal de espadas y mazas en seis musculosos brazos, y cada una de sus patas quitinosas acababa en una pinza. Su cara era la de un apuesto drow, bastante perverso.
—Retírate, Oculto —ordenó el dios araña con una voz torturada y acuosa—. Te está prohibido entrar aquí.
—No te interpondrás entre mí y mi destino, Selvetarm —gruñó Vhaeraun.
El monstruoso dios araña Selvetarm no esperó más y salió disparado con una velocidad cegadora, agitando las seis armas en un ataque que habría desmembrado una docena de gigantes en dos latidos de corazón.
Vhaeraun se hizo a un lado. Bailaba en aquella tormenta de acero como si persiguiera las armas de Selvetarm en vez de lo contrario, detenía golpes que parecía imposible esquivar y respondía con gracia sobrenatural. Cuando las armas de los dioses chocaban, los truenos sacudían el suelo.
Halisstra se puso en pie, con la boca abierta por el asombro. Se hubiera quedado helada ante la escena indefinidamente, pero Ryld apareció.
—Necesitamos tus canciones sanadoras —siseó—. Quenthel tiene quemaduras graves.
«¿Eso qué importa?», se preguntó Halisstra.
No obstante, se puso en pie y se encaminó hacia la sacerdotisa. Quenthel se retorcía en el suelo, siseaba entre dientes mientras se esforzaba sin éxito en controlar el dolor. Halisstra se desentendió del duelo entre las dos deidades, se centró en las heridas de la Baenre e inició el discordante lamento de una canción bae’qeshel. Puso las manos en las quemaduras de Quenthel y urdió su canto lo mejor que pudo. Encontró una calma momentánea en el ejercicio de sus talentos. Las sacudidas de Quenthel se aliviaron, y un momento más tarde abrió los ojos. Tras esto, Halisstra volvió a sentirse abatida y clavó la mirada en los dioses contendientes.
—¿Qué hacemos? —susurró—. ¿Qué podemos hacer?
—Resistir —respondió Ryld. Agarró su brazo con mano de hierro y posó la mirada en sus ojos—. Espera y observa. Algo sucederá.
Él también devolvió la mirada hacia Vhaeraun y Selvetarm.
Valas se levantó junto a Quenthel y se dirigió hacia Tzirik, que estaba encogido para mantener el equilibrio.
—¡Tzirik! ¿Qué le sucederá a este lugar, a nosotros, si Vhaeraun vence a Selvetarm y destruye la cara? ¿Nos sacarías de aquí?
—Lo que nos suceda no importa —respondió el clérigo.
—Quizá a ti no, pero a mí me importa mucho —murmuró Valas—. ¿Nos trajiste aquí para que muriéramos, Tzirik?
—Yo no te traje aquí, mercenario, vinisteis vosotros —respondió el clérigo, concediéndole sólo una parte de su atención—. Nadie excepto una sacerdotisa de la Reina Araña conseguiría llegar tan cerca de su templo, ni el Señor Oculto. Respecto de qué sucederá cuando Vhaeraun venza a Selvetarm, bueno, ya veremos.
Volvió toda su atención hacia los dioses.
El Señor Oculto y el Campeón de Lloth continuaban su enfurecida lucha. La sangre manaba de varias heridas negras en el cuerpo quitinoso del dios araña, y unas sombras negras fluían de un puñado de cortes que habían alcanzado al grácil Vhaeraun. Aunque los dioses pugnaban en el reino de lo físico, intercambiando golpes a un ritmo mareante, también se encontraban con magia. Conjuros de terrible poder explotaban una y otra vez entre los dos, aún más asesinos que las seis armas de Selvetarm. Tenían las miradas fijas en los ojos del contrario, en una contienda cuya potencia anulaba lo que quedaba de la razón de Halisstra. Golpes errados y conjuros desviados causaban daños terribles alrededor de las dos deidades, abrían grandes cráteres en las paredes del templo y las losas de la plaza, y más de una vez estuvieron peligrosamente cerca de aniquilar a los espectadores mortales.
—¡Chacal traidor! —gruñó Selvetarm—. ¡Tu perfidia no será recompensada!
—Tonto ingenuo. Por supuesto que sí —replicó Vhaeraun.
Saltó entre las hojas arremolinadas de Selvetarm y hundió la espada de sombras en el bulboso abdomen del dios araña. El Campeón de Lloth gritó y retrocedió, pero un momento más tarde aferró el tobillo de Vhaeraun con una pinza y lo tiró al suelo. Tan rápido como un gato, descargó una lluvia de golpes mortales sobre el Señor Oculto.
Vhaeraun respondió con la invocación de una colosal explosión de sombras ardientes que bajó en picado desde alguna altura imposible y bañó a los dos dioses en fuego negro. Selvetarm soltó un grito de agonía, mientras golpeaba una y otra vez a Vhaeraun.
Con un terrible rechinar que Halisstra y los demás espectadores sintieron en sus huesos, la plaza de piedra se desintegró bajo ellos. Aún trabados en su furioso combate, las dos deidades cayeron hacia el abismo negro. Sus rugidos de rabia y los demoledores ruidos de las armas se hicieron cada vez más débiles.
—Se han ido —dijo Ryld, anonadado, constatando lo evidente—. ¿Ahora qué?
Nadie tenía una respuesta, todos estaban boquiabiertos ante el agujero del tamaño de un castillo que habían dejado los dioses. Muy abajo se veían lejanos destellos de luz de la batalla. Durante varios minutos los drows no hicieron nada. Luego se pusieron en pie, y nadie dijo nada. Tzirik se cruzó de brazos y esperó.
—¿Se destruirán entre ellos? —aventuró el explorador al fin.
—Lo dudo —dijo Danifae.
Miró con atención la grieta verde y brillante que dividía la cara de Lloth, pero no dijo nada más.
—Si Lloth no ha respondido al asalto de Vhaeraun, dudo que tenga nada que decirnos —dijo Ryld—. Deberíamos irnos de aquí.
El maestro de armas se volvió para hablar con Tzirik y descubrió que el clérigo Jaelre estaba absorto, con la mirada perdida, la expresión iluminada por la adoración.
—Sí, señor —susurró a nadie—. ¡Sí, obedezco!
Cuando Ryld avanzó un paso para preguntarle al clérigo, éste gesticuló y pronunció una plegaria impía. Un círculo de millares de cuchillas como las que había usado contra el goristro surgieron a su alrededor y lo parapetaron tras un muro cilíndrico de metal.
Ryld gritó una maldición y saltó hacia atrás, para apartarse de las cuchillas mortales.
Tzirik hizo caso omiso del maestro de armas y continuó con la tarea que Vhaeraun le había asignado. El clérigo sacó un cilindro y extrajo un pergamino, lo desenrolló y empezó a recitar en voz alta las palabras de otro poderoso conjuro mientras se protegía de los menzoberranios con su mortífera barrera.
Halisstra levantó la mirada hacia él, sorprendida. Intentaba discernir qué conjuro estaba lanzando el clérigo Jaelre, aunque ya no le importaba.
Mientras Halisstra se hundía en la apatía y la desesperación, el espíritu de lucha se reavivó en Quenthel. Se levantó y empezó a buscar su látigo.
A unos metros de allí, escondido entre la oscuridad y los vapores, Pharaun estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la piedra, apresurándose a finalizar su conjuro. Observó cómo combatían los dos dioses hasta que desaparecieron de la vista con la caída. El conjuro no se podía lanzar rápido, y si intentaba acelerarlo, lo perdería del todo. En la parte de su mente que no estaba absorta en modelar la magia, se preguntó, con no poca inquietud, si la omnisciencia sería lo bastante completa para sentir su presencia, notar que lanzaba un conjuro y deducir por qué lo hacía, y si los dioses lo detendrían. Aunque creía que Vhaeraun y Selvetarm estaban ocupados con su batalla y era improbable que le hicieran mucho caso.
—Jeggred, estamos en peligro. Mata el cuerpo de Tzirik ahora. Volveremos pronto, pero vigila hasta ese momento. Quenthel lo ordena —dijo (un mensaje que recorrería distancias incalculables de dimensiones y espacio) tras completar el conjuro.
Pharaun suspiró y se puso en pie, con aire pensativo. No estaba seguro de qué efectos tendría su conjuro desde otro plano de existencia. Ni sabía lo que tardarían sus palabras en llegar a Jeggred en Minauthkeep, o si el draegloth haría lo que se le pedía en nombre de Quenthel… o si el maldito semidemonio aún estaba vivo y libre para matar al clérigo.
El maestro de Sorcere tenía la sensación de que todo iría como esperaba. Era sólo cuestión de tiempo, y no mucho.
—Éste no es un buen momento para discutir, Jeggred —murmuró Pharaun—. Por una vez, haz lo que te pido sin poder objeciones.
Con cautela, empezó a caminar hacia la lejana grieta en la maciza pared del templo.
Rodeado por su muro de cuchillas, Tzirik leía con rapidez el pergamino. No se preocupó en decirles a los menzoberranios qué le había dicho Vhaeraun que hiciera, o por qué lo hacía. Procedió como si no estuvieran allí, aparte de la precaución de levantar una pared de cuchillas para impedir que interfirieran.
Ryld y Valas estaban cerca de las mortales cuchillas giratorias, observando con impotencia cómo el clérigo lanzaba el conjuro. Danifae y Quenthel se hallaban un poco más atrás. Su determinación de hacer algo luchaba con su incapacidad para discernir lo que debían hacer. Halisstra también observaba, esperaba para ver cuál sería su destino.
—¡Tzirik, detente! —gritó Valas—. Ya nos has puesto demasiado en peligro. No te permitiremos continuar.
—Mátalo, Valas —dijo Danifae—. Ni te escuchará ni se detendrá.
El explorador se quedó paralizado mientras el canto del clérigo se acercaba a las triunfantes notas finales. Encorvó la espalda, afligido por la derrota. Sin previo aviso, Valas levantó el arco y disparó.
La primera flecha la desvió una cuchilla, pero la segunda la atravesó y perforó la mano enguantada de Tzirik. El clérigo chilló de dolor y dejó caer el pergamino, que fue a parar al suelo.
—¿Aún eres el chico de los recados de esas rameras, Valas? —dijo el Jaelre, volviéndose hacia el aludido con los ojos inflamados de odio—. ¿No ves que no eres nada más que un buen perro de presa para ellas? ¿Por qué continúas siendo leal a la Reina Araña, cuando podrías escoger al Señor Oculto como tu dios y conocer la verdadera libertad?
—Lloth hará lo que desee —respondió Valas—. Yo, sin embargo, soy leal a Bregan D’aerthe y a mi ciudad. No podemos permitirte ni a ti ni a tu dios que nos desvíes de nuestra búsqueda, Tzirik.
—Tú y tus compañeros no os opondréis a la voluntad de Vhaeraun. Me niego a permitirlo —dijo Tzirik con expresión sombría.
Levantó el escudo mientras pronunciaba las palabras de otro conjuro mágico. Valas disparó de nuevo, pero sus flechas rebotaron en el escudo del clérigo. Tzirik finalizó su conjuro y puso la mano herida en el suelo. Un poderoso temblor sacudió la piedra y golpeó a los menzoberranios, arrojándolos como muñecas y abriendo grandes grietas en las losas de la plaza, y esas aberturas llevaban a una negrura absoluta.
Valas se tambaleó, intentaba mantener el equilibrio mientras las piedras crujían y cedían bajo él. Danifae se estabilizó y lanzó un disparo con la ballesta que pasó las cuchillas y alcanzó a Tzirik en la coraza, pero el virote se hizo añicos en la armadura del clérigo.
Quenthel se las ingenió para dar un salto desesperado a fin de no caer en una grieta. Rodó con torpeza y se levantó con una varita de hierro en la mano. La suma sacerdotisa gritó la palabra de activación y descargó una esfera blanca, de alguna sustancia mágica y viscosa, en el clérigo, pero las cuchillas de Tzirik convirtieron la burbuja en un montón de hilos pegajosos.
—Levántate, Halisstra —siseó Quenthel—. Tus hermanas sacerdotisas te necesitan.
Los fuertes temblores hicieron perder pie a Halisstra la primera vez que intentó enderezarse. Sacudió la cabeza y lo intentó de nuevo.
«¿Mis hermanas me necesitan? —pensó—. Extraño, parece que nuestra diosa no necesita que la sirvamos como sacerdotisas. Si Lloth decide darme la espalda, despreciar mi fidelidad y devoción, entonces lo último que puedo hacer es devolverle el favor».
Durante toda su vida Halisstra se había unido de buena gana a sus peores enemigos, sus rivales más acérrimas, cuando se alzaba algo que amenazaba el dominio absoluto que compartían ella y sus hermanas sacerdotisas sobre la sociedad drow. Visto lo visto en el espacio infinito y vacío de la Red de Pozos Demoníacos, decidió que no daría un solo paso en nombre de Lloth.
—Déjale hacer lo que quiera —le dijo a Quenthel—. Lloth me ha enseñado que no importa. Si nos las ingeniamos para preservar la existencia de Lloth, ¿crees que nos lo agradecería? Si me arranco el corazón y lo dejo en el altar de la Reina Araña, ¿crees que estaría complacida por mi sacrificio?
Unas carcajadas amargas brotaron de su boca y se entregó a ellas, mientras decrecían los temblores de Tzirik. El corazón le dolía con una herida que podría partir el mundo en dos, pero no encontraba palabras para expresarlo.
Quenthel se la quedó mirando horrorizada.
—Blasfemas —consiguió susurrar.
La matrona de Arach-Tinilith recuperó el látigo y se volvió hacia Halisstra, pero antes de que golpeara, Tzirik atacó con otro conjuro, que quemó a todo el grupo con lenguas de fuego que corrían por toda la plaza como agua que se derramara. Halisstra cayó al suelo y gritó de dolor. Los demás maldijeron o gritaron, buscando un refugio que no existía.
—¡Dejadme! —ordenó Tzirik desde su jaula de cuchillas de acero.
Se inclinó y recuperó el pergamino, mientras los menzoberranios se enderezaban sobre las losas humeantes.
Ryld se levantó despacio, la cara y las manos quemadas, y observó mientras el clérigo empezaba de nuevo el conjuro. El maestro de armas miró las cuchillas que rodeaban al clérigo y, con la celeridad de un gato, saltó hacia la barrera, hecho una bola. Las gotas de sangre salpicaron todo el derredor mientras las cuchillas daban vueltas y cortaban la armadura enana del maestro de armas entre chispas, pero el maestro de Melee-Magthere atravesó la barrera.
Se puso en pie a trompicones con un gruñido de dolor, Tajadora aferrada con torpeza en sus manos laceradas, pero se las ingenió para dirigirla hacia Tzirik. Una vez más el clérigo se vio obligado a dejar caer el pergamino. Detuvo la estocada con el escudo y respondió con la maza.
Ryld evitó el golpe saltando hacia atrás, tan cerca de las cuchillas que saltaron chispas donde las hojas rozaron su espalda. Se recuperó y avanzó de nuevo, blandiendo la espada y acuchilló al clérigo.
Valas, al oro lado de la barrera, tocó el símbolo de la estrella de nueve puntas que llevaba en el pecho. En un abrir y cerrar de ojos desapareció y reapareció dentro de la barrera detrás de Tzirik. Dejó el arco y sacó los kukris, pero Tzirik lo sorprendió.
Dio la espalda a Ryld y cargó con el escudo contra el Bregan D’aerthe en el momento en que Valas asía los cuchillos. Con un grito de rabia el Jaelre empujó a Valas hacia la cortina de cuchillas y envió al explorador al otro lado. Las hojas le produjeron innumerables cortes.
Ryld se lo hizo pagar a Tzirik y cargó hacia el clérigo, le descargó un golpe que le hizo dar media vuelta, pero la coraza del clérigo aguantó. En respuesta, Tzirik saltó hacia Ryld y atacó con una andanada de golpes que hicieron recular al maestro de armas.
Ryld se recuperó para otro asalto, pero en ese momento Quenthel también se lanzó a través de las cuchillas. Una le hizo un corte profundo en la pantorrilla y la hizo trastabillar y echar la rodilla en tierra con un espasmo de dolor. Tzirik se apartó del alcance del látigo de la Baenre y lanzó un hechizo. Ryld se quedó paralizado cuando el clérigo le lanzó el conjuro.
Rápido como una víbora, Tzirik se volvió hacia Quenthel y la tiró al suelo mientras aún intentaba ponerse en pie. Evitó las siseantes cabezas de serpiente, dio una patada al látigo, que salió de la cortina de cuchillas, y se volvió para aplastarle el cráneo a Ryld mientras estaba indefenso. Levantó la maza de bronce para el golpe mortal… y Tzirik se apartó de un bandazo de su víctima, golpeado por una fuerte explosión de sonido.
Halisstra, que estaba al otro lado de la barrera de cuchillas, inició otra canción bae’qeshel y volvió a atacar al clérigo. No lucharía de nuevo por Lloth, pero sí lo haría por sus compañeros, por Ryld sobre todo.
—No matéis al clérigo —pidió a sus compañeros—. ¡Lo necesitamos para volver a casa!
—Entonces ¿qué sugieres? —preguntó Danifae a voz en grito—. ¡Parece que tiene la intención de destruirnos!
—Ni que lo digas —dijo Tzirik.
El clérigo Jaelre se recuperó de los conjuros de Halisstra y lanzó uno de los suyos. Invocó desde el cielo negro una columna de fuego púrpura que abrasó a Halisstra y Danifae. El clérigo se volvió para enfrentarse a Quenthel, que se recuperaba en ese momento para saltarle a la espalda.
—Disfruto mucho matando sacerdotisas de la Reina Araña —dijo Tzirik—. Cuando despiertes en Minauthkeep, te volveré a matar.
Avanzó hacia ella, los ojos crueles encendidos mientras Quenthel cojeaba, tratando de evitar el inexorable golpe.
El peto de Tzirik se desvaneció. El clérigo se detuvo desconcertado y bajó la mirada. Todas las demás piezas de su armadura estaban en su sitio, pero entonces, despacio, el justillo de cuero también desapareció y mostró la piel negra de su torso.
—¿En nombre del Señor Oculto qué…? —murmuró, y levantó la mirada justo a tiempo para alejarse de Danifae, que le disparó un virote al corazón que se clavó en el escudo del clérigo. Su desconcierto se tornó al instante puro terror.
—¡No! —gritó—. N…
Alguna fuerza invisible le desgarró el pecho a Tzirik y empezó a arrancar sus ensangrentadas costillas una a una. La sangre y trozos de huesos se esparcieron, aunque el clérigo se mantenía en pie mientras algo lo descuartizaba vivo ante los asombrados menzoberranios.
Halisstra, que había visto cosas muy terribles en los altares de Lloth, reculó horrorizada. Con un parte distante y lejana de su mente, sintió que la carne y los huesos destrozados de Tzirik desaparecían, igual que su armadura.
«No sucede aquí —descubrió—. Están matando a Tzirik, pero en Minauthkeep».
Un obsceno golpe final hirió las entrañas de Tzirik y las esparció. El clérigo Jaelre cayó de rodillas mientras ponía los ojos en blanco. Desde una distancia inmensa apareció una brillante cuerda plateada, atada a la espalda del clérigo. Retrocedió a su cuerpo astral con una fuerza que sacudió el alma de Halisstra, y Tzirik desapareció, como si nunca hubiera existido.
—Dioses… —consiguió decir Valas, y entonces gruñó por la sorpresa.
Todos ellos lo sintieron en el mismo instante; una distorsión violenta de sus almas que rasgó la plaza y el templo negro en millares de astillas plateadas.
Halisstra abrió la boca, un grito de terror brotaba de su garganta, pero antes de que tomara forma tiraron con fuerza de ella hacia la inconsciencia.
Halisstra se despertó con un sobresalto, sentada sobre el mohoso diván de la cámara escondida de Tzirik. Le costó un momento comprender que estaba viva. La experiencia de ver su alma arrancada de la Red de Pozos Demoníacos para volver a Faerun en un instante era algo que no le gustaría repetir. Le costó más tiempo darse cuenta de que ya no tenía herida ninguna.
Aunque donde le dolía era en el corazón. Un gran daño latía en el centro de su ser, una pena tan profunda que Halisstra era incapaz de imaginarse algo que fuera capaz de borrarla.
Apretó la mano en su pecho como si aliviara ese dolor y miró a su alrededor. Los demás también despertaban, aturdidos o mareados. A su derecha, Tzirik estaba inmóvil, el cuerpo hecho jirones. La sangre salpicaba las paredes de la cámara, y trozos abominables del clérigo Jaelre estaban dispersos por el suelo. Junto al cuerpo destrozado del clérigo estaba Jeggred, lamiéndose la sangre de su pelaje blanco. A su lado tenía un par de guerreros Jaelre, degollados.
—¿Matrona? —le preguntó el draegloth a Quenthel—. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué has descubierto?
Los ojos de Quenthel se posaron en el cuerpo de Tzirik y en los guardias muertos, y frunció el entrecejo.
—En nombre de la diosa, ¿en qué estabas pensando? —le preguntó al draegloth—. ¿Por qué has hecho eso?
—¿Te refieres a los guardias? Me hubieran impedido hacer mi trabajo con el hereje —respondió Jeggred.
—No, ellos no —dijo la sacerdotisa—. ¡Tzirik!
Jeggred entornó los ojos y empezó a gruñir. El semidemonio se enderezó y rodeó los divanes para dirigirse hacia Pharaun, mientras crispaba los puños.
—Mago, si me he equivocado por tu culpa…
—Pharaun… —dijo Quenthel, mientras fruncía el entrecejo para recordar. No le costó mucho. Los recuerdos aparecieron en sus ojos y se volvió para clavar la mirada en el maestro de Sorcere—. Nos abandonaste en medio de la Red de Pozos Demoníacos cuando más te necesitábamos. ¡Explícate!
—Lo estimé oportuno —dijo Pharaun—. Estábamos en peligro de muerte, pero no podía escapar sin la complicidad de Tzirik, y era bastante claro que Tzirik no tenía intención de ir a ninguna parte. El mejor método para escapar que concebí era dirigir un mensaje a Jeggred y ordenarle que matara el cuerpo físico de Tzirik. Como el clérigo era el que había lanzado el conjuro del viaje astral, su muerte lo disiparía para todos nosotros. Fue más brusco de lo que me hubiera gustado, pero no se me ocurrían otras opciones. Le dije a Jeggred que tú lo ordenabas, pues no estaba seguro de si mataría al clérigo porque yo se lo pidiera.
—Tu cobardía nos ha alejado del lugar en el que teníamos la esperanza de obtener respuestas —gruñó Quenthel.
—No —dijo Halisstra—. La prudencia de Pharaun consiguió que escapáramos de una situación imposible, de la manera que creyó mejor.
—¿Qué sentido tiene escapar si fracasamos en nuestra búsqueda? —planteó la Baenre.
—¿Respuestas? No hay respuestas, Quenthel —dijo Halisstra—. Nos habríamos degradado hasta el fin de los tiempos, y a la Reina Araña no le hubiera importado un comino. La búsqueda era un sinsentido; y de cualquier manera era algo de lo que nunca estuviste segura. ¿O en el Abismo había almacenes que asaltar?
—Pasé por alto tu blasfemia y orgullo en la Red de Pozos Demoníacos, pero no lo hagas de nuevo —dijo Quenthel—. Si me vuelves a hablar de ese modo, te arrancaré la lengua. Serás castigada por tu apostasía, Halisstra Melarn. La Reina Araña será testigo de tormentos inimaginables por tu falta de respeto.
—Al menos eso sería una señal de que aún está viva —respondió Halisstra.
Se levantó y empezó a reunir sus pertenencias. De los salones más allá de las cámaras provenían gritos de alarma lejanos y el ruido de muchos pasos que se acercaban. Casi parecía una ensoñación.
—Vienen los Jaelre —dijo Danifae—. Tendrán algo que decir sobre el asesinato de su clérigo.
—Preferiría no tener que abrirme paso a golpes por este castillo —dijo Ryld—. Estoy harto de luchas.
Con un gruñido, Quenthel apartó los ojos de Halisstra y estudió la cámara. Se mordisqueó el labio con nerviosismo, como si luchara contra una idea que no le gustara, y entonces murmuró una maldición y se volvió hacia Pharaun.
—¿Tienes algún conjuro que nos pueda sacar de aquí?
Pharaun sonrió satisfecho, complacido de que Quenthel se viera obligada a recurrir a sus poderes después de que acabara de condenar sus acciones.
—Es un poco justo, pero creo que podemos teletransportarnos todos a la vez —dijo—. ¿Adónde queréis ir? No puedo llevaros a la Antípoda Oscura con seguridad, pero otro lugar…
—A cualquier parte menos aquí —respondió Quenthel—. Necesitamos tiempo para reflexionar sobre lo que hemos visto y aprendido, y el siguiente paso que daremos.
—Vayamos a la boca de la cueva del portal que llevaba al Laberinto —dijo Valas—. Se halla a varios días de marcha de aquí y no está muy concurrido.
—Excelente —dijo Quenthel—. Llévanos.
—Entonces, unid las manos —dijo Pharaun.
Puso su mano sobre las de Ryld y Halisstra y pronunció una frase corta justo cuando los primeros golpes resonaban en el panel de la puerta secreta. En un abrir y cerrar de ojos estaban en el suelo frío y cubierto de musgo de la boca de la cueva que había en el claro del bosque. El amanecer estaba próximo. El cielo del este era de un gris perlado, y el rocío mojaba el suelo. La cañada estaba vacía y triste igual que la primera vez que el grupo había acampado allí, hacía poco más de diez días. La mayor parte de la nieve se había fundido y goteaba en la cueva.
—Ya estamos —anunció el mago—. Ahora, si a nadie le importa, creo que voy a buscar el lugar más cómodo de la caverna y dormiré como un condenado humano.
Bajó por las rocas resbaladizas sin esperar una respuesta.
—Descansa más tarde, mago —le ordenó Quenthel—. Tenemos que decidir qué haremos, el significado de las cosas que vimos…
—Lo que vimos no tiene sentido —dijo Halisstra—, y lo que haremos no importa. Estoy con Pharaun.
Reunió fuerzas para saltar de roca en roca, mientras descendía hacia la oscuridad reconfortante y familiar de la caverna.
Detrás, Quenthel echaba chispas y Jeggred refunfuñaba, pero Ryld y Valas se pusieron las mochilas al hombro y siguieron a Pharaun hasta la caverna. Danifae se volvió hacia la Baenre y posó una mano en su hombro.
—Todos estamos inquietos por lo que vimos —dijo la prisionera de guerra—, pero también exhaustos. Pensaremos con más claridad cuando hayamos descansado, y quizá entonces el mensaje de la diosa estará más claro para todos.
A regañadientes, Quenthel asintió. Halisstra y Pharaun ya se habían echado en el suelo, a doce metros de la entrada, con la mochila apoyada en la pared. El resto de los menzoberranios entraron despacio y escogieron su lugar, desplomándose allí mismo.
La armadura ensangrentada de Seyll parecía muy pesada para los hombros de Halisstra, y la empuñadura de la espada le apretaba las costillas. Estaba demasiado cansada para encontrar otra posición.
—¿Nadie me explicará lo que sucedió en la Red de Pozos Demoníacos? —preguntó Jeggred—. Esperé en una habitación vacía durante días, vigilando vuestros cuerpos durmientes. Merezco oír lo que pasó.
—Sí —dijo Valas—. Más tarde. No creo que nadie sepa qué pensar de todo ello. Danos tiempo para descansar y para reflexionar.
«¿Descansar?», pensó Halisstra.
Se sentía como si fuera capaz de dormir (igual que un humano), durante diez días y no librarse de la fatiga que sentía. Su mente rehusaba plantearse de nuevo por qué Lloth la había abandonado; sin embargo tenía algo en el corazón que exigía un análisis, una pena que no le permitiría el refugio del ensueño hasta que no encontrara el modo de ahuyentarla.
Con un suspiro, acercó la bolsa y la abrió, para sacar la caja de cuero de la lira. Sacó la reliquia de la funda y paseó los dedos por las runas grabadas sobre los huesos de dragón. Luego, tocó las perfectas cuerdas de mithral.
«Al menos tengo esto», pensó.
En el silencio de la cueva, Halisstra tocó las oscuras canciones del bae’qeshel y dio voz a su insoportable pena.