Mientras Pharaun se retiraba a una tranquila y oscura sala para estudiar sus grimorios y preparar los conjuros, el resto del grupo reunió el equipo y se preparó para irse. Estaban bastante mal preparados para un viaje por la superficie; Halisstra y Danifae no tenían vituallas de ninguna clase. Los menzoberranios habían recuperado sus mochilas antes de escapar de Ched Nasad, pero su largo viaje a la Ciudad de las Telarañas Resplandecientes había agotado sus provisiones.
Mientras esperaban a Pharaun, Halisstra estudió las ruinas. Tenía aptitudes intelectuales, e interesarse por la antigua ciudad era tan bueno como cualquier otra cosa para no pensar en las últimas horas de su ciudad natal. Los demás se ocuparon en desmontar el campamento o esperaron con paciencia en las sombras más oscuras que fueron capaces de encontrar. Halisstra reunió las pocas cosas que había traído y se encaminó hacia el patio en ruinas. Sus ojos se posaron en Danifae, que estaba arrodillada bajo la sombra de una arcada rota, observando cómo se alejaba.
—Ven, Danifae —la llamó Halisstra, deteniéndose.
No le gustaba la idea de dejarla sola entre los menzoberranios. Danifae la había servido bien durante años, pero las circunstancias habían cambiado.
La sirvienta se puso en pie y la siguió. Halisstra la llevó entre la desmoronada estructura del palacio que rodeaba el patio, y salieron a una ancha avenida que atravesaba el corazón de la antigua ciudad. La atmósfera se había calentado un poco, pero aún hacía bastante frío, y el resplandor diurno parecía aumentado por la claridad cristalina de los cielos. Ambas mujeres se quedaron cegadas durante un largo rato por la luz del sol.
—Esto no es bueno —murmuró Halisstra—. Tengo los ojos tan entornados que apenas veo la mano que tengo delante.
Incuso cuando creyó que podía abrir los ojos, apenas veía nada más que dolorosos puntos brillantes.
—Valas dice que es posible acostumbrarse a la luz diurna, con el tiempo —comentó Danifae—. Me es difícil creerlo, ahora que lo experimento. Es bueno que volvamos a la Antípoda Oscura tan pronto. —Halisstra oyó como un rasgón a su lado, y Danifae le puso un trozo de tela en la mano—. Póntelo encima de los ojos, señora. Quizá ayude.
Halisstra decidió usarlo como velo improvisado. Ayudaba a menguar el intenso brillo solar.
—Así está mejor —dijo Halisstra.
Danifae desgarró otra tira y se también se la puso sobre los ojos mientras su señora examinaba las ruinas. A Halisstra le pareció que el palacio donde se habían refugiado era uno de los edificios más importantes, lo que tenía sentido. Los portales mágicos no eran fáciles de hacer y a menudo se encontraban en lugares escondidos o sitios bien vigilados. Había una arcada ante el edificio, y al otro extremo de la avenida se levantaba otro gran edificio; un templo, o quizá un edificio oficial. Había algo familiar en su arquitectura.
—Netherino —dijo—. ¿Ves las bases cuadradas de las columnas y los arcos afilados de las ventanas?
—Pensaba que las ciudades netherinas flotaban en el aire y que fueron destruidas por un cataclismo mágico —respondió Danifae—. ¿Cómo es que ésta aún está en pie?
—Podría ser uno de los estados herederos —dijo Halisstra—, construido después de que los grandes mythallars de las viejas ciudades netherinas desaparecieran. Compartirían la mayoría de las características arquitectónicas, pero serían más terrenales, menos mágicas.
—Allí arriba hay algo escrito —dijo Danifae, mientras señalaba la fachada de un edificio que estaba en ruinas—. Allí…, por encima de las columnas.
Halisstra siguió el dedo de Danifae.
—Sí —dijo—. Eso es netherino.
—¿Eres capaz de leerlo? —preguntó Danifae.
—Estudié varias lenguas; la común de la superficie, el alto netherino, el illuskano y alguna de las que hablan los dragones —respondió Halisstra—. Nuestras bibliotecas contienen crónicas fascinantes e importantes conocimientos registrados en lenguas distintas al drow. Cultivé el hábito de estudiar esas cosas hace unos cien años, cuando creía que encontraría algún conjuro olvidado o un secreto que resultaría útil contra mis rivales. Encontré poco de eso, pero descubrí que disfrutaba aprendiendo.
—Entonces, ¿qué dice?
—No estoy segura de alguna de las palabras, pero creo que dice: «Gran Sede de Justicia, Hlaungadath; bajo la luz de la verdad no moran las sombras».
—Qué creencia tan ingenua.
Halisstra señaló las ruinas que las rodeaban.
—Puedes ver lo lejos que los llevó. Aunque conozco ese nombre, Hlaungadath. He visto mapas del mundo de la superficie. Valas no se equivocó al calcular nuestra posición.
—Incluso un varón es capaz de hacer algo bien de vez en cuando —dijo Danifae.
Halisstra sonrió y se alejó para recorrer las ruinas con la mirada en busca de algo de interés.
Algo leonado y rápido se escabulló fuera de su vista. Halisstra se quedó paralizada un instante, con la mirada clavada en el punto en que lo había visto, un boquete en un muro a poca distancia. Allí no se movía nada pero llegó un sonido como de ruinas desmoronándose de otra dirección. Sin apartar la mirada tocó el brazo de Danifae.
No estamos solas, indicó con las manos. Regresemos con los demás… Rápido.
Se alejaron del Tribunal de Justicia y salieron a la calle. Mientras volvían sobre sus pasos, algo largo, que se movía lentamente y estaba cubierto de escamas del color de la arena, salió a la avenida. Era evidente que sus gruesas alas no lo ayudarían a volar, pero sus poderosas garras y sus enormes mandíbulas estaban mucho más desarrolladas. El dragón se detuvo, levantó la cabeza para ver mejor a las dos drows y siseó de placer. Debía de medir unos quince metros de la boca a la cola. Era una robusta criatura cuyos ojos brillaban con sagacidad y malicia.
—¡Lloth nos proteja! —jadeó Danifae.
Las dos mujeres se retiraron en otra dirección, en ángulo recto al palacio en el que esperaban sus compañeros. El dragón las siguió sin prisa, balanceándose de un lado a otro.
—¡Nos aleja de los demás! —gruñó Halisstra, mirando a la bestia.
Notó piedra detrás y se arriesgó a echar un vistazo a sus espaldas. Estaban atrapadas contra un edificio, pero ante ellas surgió un oscuro callejón a escasos metros. Halisstra vaciló un instante, entonces agarró a Danifae por la muñeca y se lanzó por la estrecha abertura lo más rápido que pudo.
Algo las esperaba en las sombras de la callejuela. Antes de que Halisstra pudiera detenerse, una criatura alta y dorada se irguió ante ella, medio león, medio mujer, bella y grácil. Con una sonrisa cruel, la mujer león alargó la mano y acarició la mejilla de Halisstra. Su tacto era frío, tranquilizador, y en un instante sintió cómo su miedo, su determinación y su voluntad se disolvían. Levantó la mano sin mucha convicción para apartar la de la criatura.
—No tengas miedo —dijo la criatura con una voz encantadora—. Acuéstate y descansa un rato. Estás entre amigos, y no te haremos daño.
Halisstra se quedó paralizada. Se daba cuenta de que las palabras de la criatura no tenían sentido, pero no tenía la voluntad para resistirse. Danifae le dio la vuelta y le cruzó la cara de un bofetón.
—¡Es una lamia! ¡Quiere engañarte!
La lamia gruñó de rabia, sus bellas facciones de pronto se tornaron duras y crueles.
—No te resistas —dijo con una voz más áspera.
Halisstra sintió cómo el conjuro de la criatura la envolvía, minando su determinación, buscando doblegar su voluntad. Sabía que, si se rendía, iría de buena gana hacia la muerte, incluso se tumbaría mientras la lamia la devoraba si así se lo pedía; pero el dolor de la bofetada de Danifae había despertado su voluntad, lo suficiente para hacer caso omiso de las dulces palabras de la lamia.
—Somos drows —consiguió susurrar Halisstra—. Nuestra voluntad no se doblega ante tus semejantes.
La lamia mostró los dientes en una mueca de rabia y sacó una daga de bronce de la cintura, pero Halisstra y Danifae retrocedieron por donde habían venido.
El dragón ha desaparecido, comentó Danifae con los dedos.
Una ilusión, respondió Halisstra de igual modo mientras sacudía la cabeza. Nos había engañado.
Aún revoloteaba algo en el centro de la calle, una fugaz visión fantasmal que era del mismo tamaño del ser que habían visto antes. Oían sus siseos de protesta como si vinieran de la lejanía.
—Una ilusión —repitió Danifae con disgusto.
El recuerdo del dragón carcomía los recovecos de sus mentes, junto con otros murmullos y sombras más insistentes. Los edificios rielaron y se desvanecieron, reemplazados por ruinas de apariencia diferente. Seres oscuros y horribles reptaban entre los escombros, cerrándoles la retirada. Surgieron drows fantasmales vestidos con túnicas relumbrantes, sonrientes y felices, que las llamaban para que se unieran a ellos, una vez sometidas.
La lamia caminó lentamente por la calle, con la daga escondida a la espalda.
—Resistiréis nuestras tentaciones durante un tiempo —ronroneo—, pero a la larga os agotaremos. —Extendió las manos de nuevo—. ¿No dejaréis que os alivie vuestras preocupaciones? ¿Que os toque otra vez? Sería mucho más fácil.
Un movimiento elegante y rápido atrajo la mirada de Halisstra, y echó un vistazo a su izquierda. Otra lamia, un macho, había saltado sobre un muro obstaculizando su huida. Tenía una piel broncínea, era bello, ágil y leonino, y les sonreía con crueldad.
—Vuestro viaje habrá sido largo y agotador —dijo con voz aterciopelada—. ¿No me contaréis vuestros viajes? Quiero saberlo todo de ellos.
De la oscura puerta de la Corte de Justicia, emergió una tercera.
—Sí, por supuesto, contadnos, contadnos —canturreó el monstruo—. Qué excelente manera de pasar el día, ¿eh? Descansad y dejad que nos ocupemos de vosotras.
Se apoyó sobre una lanza y mostró una sonrisa beatífica.
Halisstra y Danifae intercambiaron una mirada y corrieron para salvar sus vidas.
Gomph Baenre, archimago de Menzoberranzan, estaba decepcionado. Aunque la revuelta de esclavos se había sofocado sin demasiados problemas, le preocupaba mucho que tantos varones drows hubieran hecho causa común contra las matronas. No sólo eso, habían hecho causa común con las razas esclavas para volverse contra la ciudad. Eso sugería un miedo desesperado reprimido durante mucho tiempo, y algo más; sugería que había un enemigo invisible que encontraba un modo de dar voz y una misión a ese miedo. Los drows no cooperaban con tanta facilidad, era difícil coordinar una rebelión y que brotara madura.
La tensa calma que se cernía sobre la ciudad después de aplastar la revuelta y la muerte del alhún le hacían sentir la presencia de algo maligno y engañoso.
Se levantó del escritorio y paseó por el estudio, pensando. Kyorly, la rata que hacía las veces de su familia, lo miró con frío desinterés, como si masticara un trozo de queso de rote.
De algún modo la visión de la rata le recordó que no sabía de Pharaun desde hacía tiempo. Aquel petimetre arrogante había informado de que Ched Nasad estaba sumida en el caos. Quizá era el momento de verificarlo.
Gomph atravesó una arcada que daba a una especie de chimenea y levitó hacia la habitación que le hacía de cámara de escrutinio. Por necesidad estaba algo menos protegida que otras partes de su hogar, pues requería cierta dosis de transparencia mágica, con el fin de expandir su mente al ancho mundo que rodeaba su palacio. Alcanzó la sala y se sentó con las piernas cruzadas frente a una mesa baja en la que descansaba un gran orbe de cristal.
Con un pase de sus envejecidas manos, murmuró las palabras de activación del objeto.
—Muéstrame a Pharaun Mizzrym, el descarado granuja que piensa en reemplazarme algún día —ordenó.
Lo último no era del todo cierto, aunque pensó que así daba voz a sus frustraciones.
El orbe se volvió gris y lechoso, la niebla se arremolinaba en su interior, y entonces destelló con un resplandor inesperado. Gomph blasfemó y apartó la mirada. Por un momento creyó que Pharaun había ideado un nuevo conjuro para impedir que los enemigos lo espiaran, pero el archimago pronto reconoció la peculiar calidad del brillo.
La luz del sol.
Se preguntó qué haría en la superficie, se protegió los ojos y echó un vistazo. Vio a Pharaun, sentado a la sombra de una pared derruida mientras estudiaba sus libros de conjuros. Ninguno de los elfos oscuros que acompañaban al mago estaba a la vista, aunque veía una arcada cercana que daba a un patio lleno de una luz odiosa.
La diminuta imagen de Pharaun levantó la mirada y frunció el ceño. El mago acababa de sentir el espionaje de Gomph, como cualquier hechicero cualificado sería capaz. Pharaun dio unos silenciosos pases con las manos, y la escena se desvaneció. Pharaun había lanzado un conjuro para bloquear miradas ajenas, porque aunque la ocasión era buena, no sabía quién estaría observando.
—¿Crees que te librarás de mí con tanta facilidad? —dijo Gomph, con la mirada puesta en la neblina.
Hizo un gesto con los dedos y lanzó un conjuro, para enviar un mensaje mental al mago.
«¿Dónde estás? ¿Qué ha sucedido en Ched Nasad? ¿Qué vais a hacer ahora?».
Se preparó para recibir la respuesta de Pharaun; el conjuro de comunicación transportaba la respuesta del receptor en unos minutos. El tiempo pasó despacio, mientras Gomph contemplaba las ventanas altas y estrechas de la sala de adivinación, a la espera de la respuesta del joven mago.
Notó el toque ligero con que las palabras de Pharaun aparecieron en su mente: «Anauroch. Ched Nasad fue destruida por el fuego de una rebelión. El silencio de Lloth se extiende ahora allí. Por eso buscamos a un clérigo de Vhaeraun, para obtener respuestas».
El contacto se desvaneció tras esas treinta palabras. Ese conjuro no permitía conversaciones largas, pero Pharaun respondió a las preguntas de Gomph con inusual eficiencia.
—¿Ched Nasad destruida? —exhaló Gomph.
Eso merecía una investigación de inmediato. Se volvió de nuevo hacia el orbe de cristal y le ordenó que le mostrara la Ciudad de las telarañas Resplandecientes. La niebla se aclaró en un momento y mostró al mago una catástrofe.
Donde estuvo Ched Nasad, no había nada excepto restos de telaraña calcificada, que se desprendían lentamente hacia el negro abismo, como el hielo fundido de un glaciar. De los siniestros palacios y los castillos encaramados en las paredes no quedaba nada.
—Lloth nos proteja —murmuró Gomph, que se sintió enfermar al ver la escena.
No sentía nada en especial por la Ciudad de las Telarañas Resplandecientes, pero cualquiera que fuera la desgracia que había caído sobre Ched Nasad podría suceder en Menzoberranzan. Ched Nasad había sido una ciudad casi tan importante y poderosa como la misma Menzoberranzan, pero ahora Gomph veía con sus propios ojos lo completo de su ruina. Si quedaba uno de cada veinte edificios, se sorprendería.
Gomph cambió la visión del orbe, en busca de algún signo de que hubiera supervivientes, pero la caverna principal estaba en su mayor parte desierta. Vio más de un cuerpo quemado entre los candentes cascotes, pero todo drow que hubiera sobrevivido al fuego estaría a resguardo en las cavernas cercanas. Gomph fue incapaz de encontrarlos. Después de un tiempo decidió que el esfuerzo no valía la pena y permitió que el orbe de cristal se oscureciera de nuevo. Permaneció sentado un largo rato, con la mirada absorta en la oscura bola.
—¿Debo compartir esto con Triel? —se preguntó cuando al final volvió en sí.
Sabía algo que las matronas era probable que no supieran, y eso podía ser una baza. El problema era que no tenía idea de qué ventaja sacaría de no compartir ese conocimiento, y los riesgos de no comunicar lo que sabía eran demasiado claros. Saber que el silencio de Lloth se extendía más allá de Menzoberranzan supondría un reto para las sacerdotisas; pero, si dirigía toda la fuerza de Sorcere contra las casas gobernantes de la ciudad, ¿qué quedaría si tenía éxito? Los escombros humeantes de Ched Nasad parecían un resultado probable. Lo más factible era que la lealtad a las casas de los maestros de la escuela de magos frustraran semejante posibilidad desde el principio.
«No —decidió Gomph—. No soy un revolucionario ansioso por barrer el viejo orden… aún no».
Además, la causa más probable de todos los problemas era una nueva trampa de Lloth. Gomph no creía que la Reina Araña se mantuviera en silencio sólo para ver quién se alzaba entre las sombras para sacar ventaja de la debilidad temporal de sus sacerdotisas. Eso significaba que tarde o temprano, Lloth se cansaría del juego y volvería a dar su favor a las sacerdotisas. Cuando eso sucediera, ay de aquél lo bastante insensato para no mostrar una profunda lealtad hacia el orden establecido. No, lo más prudente era decirle a Triel lo que había descubierto y asegurarse de que la matrona Baenre no se guardaba ese conocimiento. Las palabras de Pharaun apuntaban un grave peligro para Menzoberranzan, y Gomph no quería que se le recordara como el archimago que permitió que asolaran su ciudad.
Con un suspiro, se levantó y se dejó caer por el conducto. Confiaba en que Triel estuviera haciendo algo importante, para saborear el placer de interrumpirla con noticias que no podían esperar.
—La pregunta no es adonde deberíamos ir después —comentó Pharaun con gesto irónico—. Sino cómo escaparemos vivos de Hlaungadath. —El maestro de Sorcere estaba exhausto. El polvo apelmazaba la sangre y el sudor en su cara, y estaba tan cansado que sólo era capaz de caer rendido a la sombra de un largo y desmoronado muro. Puesto que hacía tiempo que había agotado sus útiles conjuros ce combate, llevaba una varita de hierro negro con la que invocaba rayos. Levantó la mirada al cielo como si intentara calibrar cuánto faltaba para que la luz diurna se desvaneciera y pronto hizo una mueca de dolor—. ¿Nunca se pondrá ese maldito sol?
—Levántate, mago —dijo Quenthel—. Si descansamos, moriremos.
Ella también temblaba de cansancio, pero permanecía de pie. Las largas serpientes del látigo que llevaba aún se retorcían y siseaban. Estaba cubierta de sangre seca, aunque la sangre goteaba de un feo corte por encima de su ojo izquierdo, y dos cortes en las anillas rotas de la malla mostraban lo cerca de morir que había estado bajo las garras de una monstruosidad gigantesca de ojos arácnidos y piel gris.
—Uno es más vulnerable a los poderes de sugestión e ilusión de las lamias si está fatigado —dijo Halisstra—. Mejor morir luchando que bajo el dominio de una de esas criaturas.
Estaba en condiciones parecidas a los demás. Pues ella y Danifae habían sobrevivido a su encuentro inicial con los monstruos. Fueron largas horas de combate por las calles y edificios vacíos de las ruinas. Al principio, una manada de lamias intentó dominar al grupo con sus cautivadores poderes, pero unos drows advertidos no eran una presa fácil. Halisstra y los demás se infundieron de valor para luchar contra los monstruos de cuerpo leonino, pero las lamias (falsas y cobardes como son) se retiraron del combate y les lanzaron oleada tras oleada de esclavos. Las lamias carecerían de coraje, pero las mantícoras, asabis, gárgolas y otras criaturas bajo su control desde luego que no.
—Ninguna opción me parece atractiva —gruñó Quenthel. Se volvió despacio mientras estudiaba las paredes y edificios que los rodeaban, en busca de una salida—. Ahí. Veo el desierto justo detrás de aquellos edificios. Quizá abandonen la caza si nos vamos de la ciudad.
—Eso es imprudente, matrona —dijo Valas. Se agazapó cerca de una arcada que conducía a su refugio temporal, vigilando el siguiente asalto—. Una vez que dejemos el abrigo de los muros, sabrán exactamente dónde estamos. Seremos visibles a kilómetros, incluso con los piwafwi; no están hechos para escondernos a plena luz en un llano. La ocultación es nuestra mejor defensa.
Ryld asintió cansado. Estaba cerca de otro portal. El mandoble descansaba sobre su hombro.
—Nos rodearían y nos arrastrarían allí fuera —dijo el maestro de Melee-Magthere—. Mejor será que intentemos movernos entre las ruinas, y esperar a que las lamias… ah, maldición. Tenemos compañía.
Cayeron cascotes en algún lugar del laberinto de ruinas cuando algo grande se acercó.
—Atentos a las ilusiones —dijo Halisstra.
Sopesó la maza y comprobó las cinchas de su escudo, para asegurarse de que estaba bien sujeto al brazo. A su espalda, Danifae, con una larga daga en la mano, se agazapó. A Halisstra no le agradaba ver armada a la prisionera, pero por el momento necesitaban toda la ayuda posible, y estaba claro que el deseo de Danifae eran asegurarse de que no caían presa de los habitantes de Hlaungadath.
Las lamias intentaron algo nuevo. Los monstruos lanzaron una oleada de asabis reptilianos contra el boquete de la pared que guardaba Jeggred. Eran unas criaturas salvajes que sisearon de rabia cuando se abalanzaron sobre el draegloth con cimitarras y alfanjes. Tres más desafiaron a Valas, mientras un par de gárgolas pasaron como un rayo sobre los muros y se dejaron caer en medio del edificio en ruinas, detrás de Ryld. Sus grandes alas negras levantaban nubes de polvo a cada aleteo. El maestro de armas giró sobre sus talones para enfrentarse a la amenaza mascullando maldiciones.
Jeggred aulló de rabia y saltó para enfrentarse a la avalancha de asabis, golpeando armas y mandíbulas a la par que desgarraba a los lagartos con las zarpas. El demonio de pelo albino usó sus cuatro brazos para infligir una carnicería, pero incluso Jeggred se estaba cansando. Golpes que hubiera evitado con su espeluznante velocidad acertaron. Bloqueó una cimitarra con uno de los brazos derechos y sufrió un sangriento corte del codo a la muñeca. Otra alcanzó su torso y le dibujó una línea roja de un lado a otro del pecho. El draegloth rugió y redobló sus esfuerzos.
Ryld atacó a las gárgolas mientras Halisstra y Quenthel corrían a su lado. Quenthel azotó a una con el látigo. Las cabezas de serpiente rodearon una de las patas de la criatura y hundieron los colmillos en su piel pétrea, pero la gárgola batió las alas con furia y al ganar altura levantó a la sacerdotisa, que se vio transportada al otro lado del polvoriento edificio. Pharaun levantó la varita para destruir a los monstruos con un rayo mortífero, pero se dio media vuelta y cayó. Un virote de ballesta le había atravesado el antebrazo derecho. La varita se le escapó de la mano.
—¡Los tejados! —grito Pharaun.
Halisstra se apartó de las gárgolas y entornó los ojos para mirar el cielo brillante. Unos borrones leonados estaban agazapados sobre el alto muro, quizá a cuarenta o cincuenta metros. Eran un puñado de lamias que llevaban ballestas pesadas, atentas a encontrar una oportunidad de disparar, sus bellas caras deformadas por sonrisas malignas. Mientras miraba, una disparó a Ryld. El virote siseó sobre la cabeza del maestro de armas y arrancó un trozo de la blanda piedra de una pared cercana. Ryld retrocedió.
—¡Que alguien se encargue de las ballestas! —soltó, mientras asestaba un tajo a las gárgolas.
Un segundo más tarde, dos virotes más se dirigieron hacia Ryld. Uno rebotó en la coraza, pero el otro le alcanzó en el costado derecho. El virote se alojó en una zona que no cubría la armadura. Ryld trastabilló dos pasos y se desplomó al suelo.
Halisstra recogió la varita de Pharaun.
—Ayuda a Quenthel —le dijo a Danifae.
Apuntó el arma del mago hacia las lamias de la pared. Sabía algo de cómo usar esos objetos; un talento que en condiciones normales sería reacia a revelar. Pero la lucha era desesperada. Pronunció una palabra arcana, y un rayo púrpura salió disparado hacia la primera lamia, que saltó por los aires. El trueno reverberó por las polvorientas ruinas.
Apuntó a la siguiente, pero los monstruos no eran estúpidos. Abandonaron sus posiciones al instante, saltando tras el muro para evitar los rayos.
Pharaun retornó al combate, armado con otra varita. Ésta generaba un llameante chorro de fuego, que dirigió hacia las gárgolas. Se alejaron entre chillidos de dolor, aunque la que estaba envenenada por los latigazos de Quenthel no llegó muy lejos. Cayó a peso sobre los tejados.
Valas despachó al último de sus atacantes con un ataque de los dos kukris que casi lo partió en dos, y Jeggred estaba rodeado de un montón de cuerpos de asabi, jadeando. El mago miró a su alrededor y vio a Ryld en el suelo.
—Maldición —murmuró.
Se arrodilló junto al maestro de armas y le dio la vuelta. Ryld se moría. La sangre fluía de la herida en el costado, y él se esforzaba por respirar, unas babas sanguinolentas manchaban sus grises labios. El mago frunció el ceño y levantó la mirada hacia Quenthel.
—Haz algo —dijo—. Lo necesitamos.
Quenthel cruzó los brazos y mostró una expresión gélida.
—Por desgracia, Lloth ha decidido no concederme conjuros de curación, y casi he consumido la mayor parte de la magia curativa que trajimos. Poco puedo hacer por él.
Halisstra entornó los ojos. De nuevo, no le gustaba la idea de lo que estaba a punto de hacer, pero obtendría un beneficio por revelar su secreto. Si demostraba que era útil, los menzoberranios serían reacios a excluirla.
«Además —pensó—, es probable que ya lo sepan».
—Apartaos —dijo en voz baja—. Lo ayudaré.
Quenthel y Pharaun cruzaron una mirada de sospecha.
—¿Cómo? —exigió saber Quenthel—. ¿Quieres decir que Lloth no te ha retirado su favor?
—No —respondió Halisstra. Se arrodilló junto a Ryld y lo examinó. Tendría que actuar con rapidez. Si moría, ya no podría hacer nada—. Lloth me niega los conjuros, igual que a Quenthel, y es de suponer que a todas las sacerdotisas de nuestra raza. Pero tengo alguna habilidad para sanar por medios distintos.
Dicho eso, empezó a cantar. La canción era un extraño lamento fúnebre, algo oscuro y espectral que hablaba de la admiración de los drows por la belleza, la ambición y los actos oscuros hechos con habilidad. Halisstra dio forma a su voz y a las antiguas palabras de la canción, invocando la magia de su lamento mientras posaba la mano en el virote y lo arrancaba.
Ryld se agitó, abrió unos ojos como platos, y la sangre chorreó sobre las manos de Halisstra; pero la herida se cerró formando una cicatriz, y el maestro de armas despertó profiriendo toses.
—¿Qué ha sucedido? —gimió.
—Eso digo yo —respondió Quenthel, que lanzó a Halisstra una mirada de desconfianza—. ¿Es lo que creo que es?
Halisstra asintió al levantarse, mientras se limpiaba la sangre de las manos.
—Es una tradición de mi casa que aquellas hembras que son idóneas para ello estudien las artes de las bae’qeshel, los bardos oscuros. Como ves, hay poder en la canción, algo que pocos de los nuestros se atreven a estudiar. Fui entrenada en los conocimientos de los bardos.
Ryld se enderezó y bajó la mirada hacia la coraza y el virote sanguinolento tirado en el suelo. Posó los ojos en Halisstra.
—¿Me has curado? —preguntó.
Halisstra le ofreció la mano y lo ayudó a ponerse en pie.
—Como dijo tu amigo Pharaun, te necesitamos demasiado para permitirnos la inconveniencia de tu muerte.
Ryld cruzó una mirada con ella, pensando en una respuesta. La gratitud no era una emoción de la que se preocuparan muchos drows. El maestro de armas quizá se preguntaba qué decidiría hacer Halisstra con la suya. Ésta le ahorró reflexiones más serias al volver su atención sobre Pharaun y entregarle la varita de hierro.
—Se te cayó esto.
—Admito que me sorprendió ver que la manejabas —dijo Pharaun después de inclinar la cabeza—, pero te oí cantar en Ched Nasad. La culpa es mía por no sumar dos y dos.
—Déjame ver el brazo —dijo Halisstra.
Repitió la canción sanadora y curó la herida de Pharaun.
Hubiera examinado a los demás, pero Quenthel la interrumpió.
—Nadie más se está muriendo —dijo la suma sacerdotisa—. Debemos irnos ahora o nuestros enemigos volverán a lanzarse sobre nosotros. Valas, encabeza la marcha. Dirígete a los muros exteriores, para que podamos ir hacia el desierto si decidimos huir.
—Muy bien, matrona Baenre —aceptó el explorador—. Será como tú digas.