Capítulo diecinueve

Halisstra no era capaz de decir cuánto les había costado cruzar el Plano Astral. Nunca antes se había percatado de hasta qué punto los procesos rutinarios del cuerpo de uno medían los días. Su forma astral nunca se cansaba o tenía hambre, ni conocía la sed ni la incomodidad. Sin la menor necesidad de atender las necesidades del propio cuerpo (tomar un sorbo de un odre de agua cuando tenía sed, detenerse a comer durante la marcha del día o incluso sumirse en el ensueño y dejar pasar las horas brillantes de la luz del sol), el tiempo perdía su doliente paso.

De vez en cuando captaba atisbos de otros fenómenos diferentes de las infinitas nubes perladas y los vórtices grises que se retorcían y veteaban el cielo que los rodeaba. Trozos extraños de materia vagaban por el mar astral. En varias ocasiones dejaron atrás rocas o colinas y tierra que flotaban en el espacio como mundos en miniatura, algunos cercanos al tamaño de una montaña, otros de unos metros de lado. Ruinas extrañas y vacías llenaban la mayoría de ellos, moradas de visitantes astrales o residentes ya olvidados. Las cosas más extrañas ante las que pasaron eran estanques de color que se arremolinaban en el medio astral. Los tonos iban del plateado brillante a la negra noche, con vetas de un púrpura encendido.

—No os acerquéis demasiado a esos estanques de colores —había dicho Tzirik—. Si entráis en uno os arrojará a un plano de existencia diferente, y no tengo ganas de vagar por mundos extraños en busca de unos compañeros de viaje descuidados.

—¿Cómo sabremos cuál nos conduce al Abismo? —preguntó Valas Hune.

—No te preocupes, amigo mío, el conjuro que me ha concedido Vhaeraun me confiere cierta afinidad con el objetivo que me marqué cuando trasladé mi espíritu a este plano, y os conduzco más o menos rectos en dirección al estanque de color que servirá a nuestros propósitos.

—¿Cuánto falta para llegar? —preguntó Quenthel.

—Nos acercamos —respondió el clérigo—. Aquí es difícil de decir, pero me imagino que estamos a cuatro o cinco horas de nuestro destino. Hemos estado viajando durante casi dos días.

«¿Dos días? —pensó Halisstra—. Parecía mucho menos».

Se descubrió pensando qué habría pasado en Faerun en dos días. ¿Jeggred aún continuaba vigilando sus cuerpos inertes? No había sido negligente con su deber, pues aún estaban vivos; pero ¿cuántos días más pasarían antes de alcanzar su destino, implorar una audiencia a la diosa e ingeniárselas para volver a su plano?

Absorta en sus pensamientos, se puso a hacer balance del viaje. Apenas notó que sus compañeros hacían lo mismo. Se sorprendió cuando Tzirik aminoró el vuelo y detuvo su movimiento frente a un estanque negro con vetas plateadas que se agitaba despacio a poca distancia de los viajeros.

—La entrada al sexagésimo sexto Plano del Abismo —dijo el clérigo de Vhaeraun—. Hasta ahora el viaje ha transcurrido sin incidentes, pero una vez pongamos el pie en el dominio de Lloth, cambiará. Si tuvieras dudas sobre esta búsqueda, matrona Baenre, éste sería el momento de expresarlas.

—No tengo razones para temer la Red de Pozos Demoníacos —se burló Quenthel—. Pretendo conseguir lo que vine a hacer.

Sin esperar al clérigo se lanzó hacia adelante y se zambulló en la mancha negra y arremolinada. En un abrir y cerrar de ojos su brillante forma astral desapareció, engullida por el remolino.

—Muy impaciente, ¿no? —comentó Tzirik.

Se encogió de hombros y se adentró en el estanque de color. Igual que Quenthel, Halisstra también se sentía segura y no tenía la intención de dejar que cualquier desaliento le impidiera seguir su rumbo. Entró en el estanque de tinieblas arremolinadas un instante después que Tzirik, con los dientes apretados, y lanzó un gruñido desafiante.

Al principio no tenía sensaciones, aunque la mancha anuló su visión por completo cuando se zambulló dentro de ella. El medio se parecía mucho al resto del Plano Astral (una nada ingrávida, tranquila y perfecta) pero la arremolinada corriente del estanque giratorio la atrapó al instante, absorbiéndola con una sensación extraña de atracción, o aceleración, que tiró de su forma física en una dirección que no alcanzaba a comprender. No dolía, pero era tan extraña, tan dislocante, que Halisstra boqueó por la impresión y la angustia. Se estremeció con violencia ante el agarre de la vorágine astral.

«¡Diosa, ayúdame!», imploró en el silencio de su mente, mientras agitaba los brazos e intentaba liberarse de la masa que giraba. Hubo otro momento largo de movimiento indescifrable, y…

Estaba al otro lado.

Halisstra se tambaleó como borracha ante la vuelta de la gravedad y procuró recuperar el equilibro. Abrió los ojos y se encontró de pie sobre algo gris plateado, una rampa inclinada o la parte superior de una pared que descendía a una increíble distancia. El resto del grupo estaba cerca. Miraban a su alrededor en silencio mientras se frotaban las extremidades o palpaban sus armas.

A su alrededor no había nada excepto un negro vacío sofocante, más oscuro e imponente que el abismo más negro de la Antípoda Oscura. Sus fosas nasales estaban llenas de un olor fétido y acre. Desde abajo ascendía un murmullo suave y constante. Halisstra echó una mirada al abismo y vio que algo brillaba allí, un hilo de un brillo apagado que descendía hacia la oscuridad. Hebras menores lo cruzaban a intervalos irregulares, y mientras los seguía con la vista vio que ascendían hasta la misma rampa o contrafuerte en el que estaban. La brisa caliente y apestosa se hizo momentáneamente más fuerte y provocó un bamboleo en el monstruoso hilo.

—Es una telaraña —murmuró Ryld—. Una gigantesca telaraña.

—¿Eso te sorprende? —dijo Pharaun con una sonrisa irónica.

Con cautela, Danifae dio un par de pasos sobre la telaraña. Tenía unos treinta o cuarenta metros de ancho, y como la superficie se pandeaba, era difícil sentirse cómodo si se andaba a más de tres metros del centro del hilo. Se arrodilló y pasó los dedos sobre la superficie e hizo una mueca.

—Pegajoso, pero no demasiado; y parece que volvemos a ser corpóreos. —Se enderezó y se estiró con lentitud—. ¿Ahora tengo dos cuerpos? ¿Uno aquí y el otro en el castillo Jaelre?

—De hecho, sí —dijo Tzirik—. Cuando uno deja el mar astral y entra en otro plano, el espíritu viajero se construye un cuerpo físico. Podrías decir que tu espíritu experimenta una clase de condensación para reanudar una existencia física en otro plano. Cuando dejes este lugar, el espíritu volverá al Plano Astral, mientras este caparazón que has creado se desvanecerá en la nada.

—Pareces muy familiarizado con los rigores de estos viajes —comentó Halisstra.

—Vhaeraun me ha llamado a su servicio en los planos más allá de Faerun en varias ocasiones —admitió Tzirik—. De hecho, ya había estado en la Red de Pozos Demoníacos. Todos los dioses de nuestra raza residen aquí, cada uno en su dominio, dentro de este gran abismo de telarañas. Mis anteriores asuntos no me habían llevado al dominio de Lloth. Pero eso fue hace muchos años.

—Toda la Red de Pozos Demoníacos es dominio de Lloth, hereje —dijo Quenthel con el entrecejo fruncido—. Ella es la reina de todo este plano del Abismo, y los presuntos dioses de los demás existen aquí sólo por su tolerancia.

—Ya veo que sabes repetir como un loro los dogmas de tu fe y por eso no discutiré el tema contigo, sacerdotisa de Lloth. Para nuestros propósitos, la relación exacta de las deidades de nuestro panteón no es muy importante.

Tzirik le dio la espalda a Quenthel y examinó el abismo negro que rodeaba al grupo. Con una mano indicó que lo siguieran.

—En algún lugar bajo nosotros encontraremos alguna clase de puerta o frontera que marca el lugar donde esta entrada se abre al dominio de Lloth; la cual debe ser muy parecida al resto de la Red de Pozos Demoníacos, excepto porque está sujeta a su antojo y capricho.

—Si el plano es infinito, el punto que buscamos podría estar infinitamente lejos de aquí —observó Pharaun—. ¿Cómo conseguiremos ir de aquí allí?

—Si nos hubiéramos materializado en algún lugar aleatorio en esta realidad tendrías razón, mago —respondió Tzirik—. Sin embargo, el conjuro astral no es un modo de viaje aleatorio. No estamos muy lejos de lo que buscamos; una marcha de una hora, quizá un día, pero no mucho más lejos. Puesto que ya sabemos que el dominio de Lloth se halla en el punto más bajo de este lugar, propongo que bajemos por esta hebra y continuemos descendiendo cada vez que lleguemos a una intersección. Mientras tanto, estad alerta.

—Nos encontraremos a otros —añadió Quenthel—. Las almas de los muertos recientes. Si vemos a alguien que reconozcamos como devoto de la Reina Araña, lo seguiremos.

«Si es que Lloth aún los llama a su hogar», pensó Halisstra.

Los demás parecían pensar lo mismo.

El clérigo sopesó la maza, se ajustó el escudo y se puso en marcha por la sólida telaraña gris. Los menzoberranios intercambiaron miradas, pero se volvieron para seguirlo y descendieron por la inclinada columna de telarañas tras el clérigo Jaelre.

Caminar por aquella superficie no suponía un problema. Era pegajosa, más que adhesiva, y estaba compuesta de fibras ásperas que permitían hacer pie con seguridad y era lo bastante elástica para amortiguar las molestias del descenso.

Al principio Halisstra pensó que el lugar estaba tan vacío como los mares plateados del Plano Astral, pues las distancias entre hilos de la telaraña daban al lugar una sensación de inmenso vacío. No obstante, cuanto más descendían, más consciente era de que había una malignidad activa en aquel lugar, como si el plano entero observara su intrusión e hirviera de ira. Ascendían susurros extraños y ruidos de insectos, un sonido reptante de movimientos que transmitía la sensación de amenaza.

Algunas veces, Halisstra descubrió que se movían los hilos vecinos, aunque los pandeados hilos grises se extendían kilómetros y kilómetros por el espacio sin fondo. Distinguía actividad frenética aquí y allí, las criaturas u objetos responsables estaban tan lejos que era imposible imaginar lo que serían. Más de una vez sintió presencias en los vacíos alrededor de su hilo, seres inmundos y lentos que planeaban en los efluvios repugnantes de abajo, girando y acercándose a los viajeros drows como si examinaran una presa fácil.

Empezaron a dejar atrás cadáveres a intervalos irregulares, formas grandes y pesadas que combinaban las peores características de demonios y arañas. Había grandes desgarrones en los caparazones quitinosos de los monstruos, extremidades partidas, más de un tórax peludo aplastado que rezumaba una pasta verde. Demonios alados parecidos a buitres yacían en montones de plumas asquerosas con sus inmundos picos abiertos. Criaturas parecidas a ranas hinchadas colgaban suspendidas de las fibras de la telaraña, mientras se balanceaban envueltas en el caliente hedor del lugar. Algunos de los demonios aún se agarraban a la vida, demasiado heridos para hacer nada más que temblar, escarbar o croar amenazas horrendas a los drows mientras el grupo los dejaba atrás.

—Este lugar es un cementerio de demonios —murmuró Ryld, que se tapaba con una mano la boca y la nariz—. ¿Siempre es así?

—No vi nada como esto en mi anterior visita —dijo Tzirik—. Qué significa, no lo sé, pero no me gustaría encontrarme con lo que ha destrozado a esos demonios.

—Tampoco es lo que yo recuerdo —dijo Quenthel. Tenía una expresión ceñuda, la voz baja y tensa—. El cambio es la esencia del caos, y el caos es un aspecto de Lloth.

—Desde luego —dijo Pharaun. El quisquilloso mago se cubría la nariz con un pañuelo y daba un rodeo para evitar el cuerpo de una enorme araña cuyo abdomen bulboso estaba reventado y su contenido esparcido por el hilo—. A lo mejor se hicieron esto ellos mismos. Los demonios son criaturas violentas, después de todo. En ausencia de un ente poderoso y dominante, a menudo se vuelven unos contra otros.

—Una ausencia… —repitió Halisstra. Frunció el entrecejo al examinar la carnicería—. No hay cuerpos de drows aquí.

Al haber descendido un buen trecho, las hebras vecinas estaban más cerca, y las intersecciones eran más frecuentes. Halisstra veía más formas destrozadas adheridas a los harapientos hilos. Cualquiera que fuera la batalla que se había producido allí debía de abarcar docenas de hebras y kilómetros de oscuridad.

—La Reina Araña… —dijo Halisstra—. Abandonó a los habitantes de su plano, como hizo con nosotros. Al igual que hicimos en Ched Nasad, los demonios de su reino se han destruido entre ellos. —Cerró los ojos, intentaba alejar la horrenda visión. El olor le revolvía el estómago y quedó aturdida por las náuseas—. Diosa, ¿qué propósito tiene esto? —murmuró en voz alta.

—La Reina Araña explicará sus propósitos si lo cree adecuado —respondió Quenthel—. Sólo podemos implorarle que nos devuelva su favor, y confío en que nos dé su aprobación.

—También podemos avanzar un poco más rápido y dejar de mirar las musarañas —advirtió Valas Hune. Estaba en retaguardia, con una flecha preparada en el arco. El explorador miraba hacia atrás, con expresión preocupada—. Perdonad la interrupción, pero tenemos compañía. Algo nos sigue.

Halisstra siguió la mirada del explorador y se tambaleó al perder el equilibrio. No se había dado cuenta de lo lejos que habían descendido hasta que vio una enorme hebra de atrás, que subía cada vez más inclinada entre la oscuridad. Algo les seguía. Una horda reptante de figuras arácnidas que abarrotaban toda la circunferencia del hilo, arriba, a los lados y abajo. Aún estaba a centenares de metros del grupo, pero incluso a esa distancia Halisstra veía que eran monstruosidades del tamaño de un ogro, y la rapidez con que se movían no presagiaba nada bueno.

—No me gusta esto —dijo Ryld.

—Ni a mí —convino Quenthel—. Pharaun, ¿tienes preparado algún conjuro que los frene?

—No sin riesgo de cortar el hilo, me temo —contestó el maestro de Sorcere mientras negaba con la cabeza—, y soy bastante reacio a arriesgarme. Sin embargo, podría lanzar un conjuro de vuelo para abandonar este hilo y alcanzar otro, o podríamos descender a esa hebra que está bajo nosotros levitando.

Señaló una telaraña delgada y casi etérea bastante más debajo de ellos y un poco a un lado.

—Ahórrate la magia —decidió Quenthel—. Ese hilo servirá. Pharaun, Ryld, llevad a Valas y Danifae.

Se deslizó por el costado del hilo en el que estaban y se lanzó a la oscuridad. Uno por uno, los demás la siguieron. Halisstra lanzó otra mirada más a los horrores que los acosaban y se apresuró a seguir a la sacerdotisa Baenre. Bajó por el monstruoso cable y saltó a la oscuridad.

Tres días después de la victoria en los Pilares del Infortunio y treinta kilómetros más cerca de Menzoberranzan, Nimor estaba entre las sombras de la boca del Lustrum, una mina muy rica en mithral. Cerca de la entrada, una bóveda se clavaba unas decenas de metros, ensanchándose cada vez más; pero el suelo de la caverna estaba resquebrajado y obstaculizado por los restos de enormes rocas. Los mineros (esclavos y soldados de la casa Xorlarrin, o eso creía) habían abandonado sus herramientas y sus hogares ante el avance del ejército duergar, transportando tanto mineral de mithral como podían. Nimor levantó la mirada hacia la grieta que tenía encima.

La mina de mithral era muy interesante, pero sólo una de las razones por las que estaba allí. El Lustrum se encontraba entre el ejército de Gracklstugh y el de Kaanyr Vhok. Los duergars estaban a la izquierda y subían a Menzoberranzan por el lado suroeste, mientras los tanarukks empujaban por la derecha y se acercaban a la ciudad por el sureste. El ejército drow se retiraba ante ellos, a toda velocidad, en busca de la incierta seguridad de su ciudad. El Manto de Menzoberranzan (un gran círculo de cavernas retorcidas y túneles que rodeaban la ciudad) ofrecía a los ejércitos invasores un millar de caminos por los que acercarse.

Por supuesto, las matronas no habían dejado sus propiedades exteriores indefensas. Nimor echó una ojeada a los fragmentos de una de las infames arañas de jade, enormes autómatas mágicos de piedra que guardaban las proximidades de la ciudad. Los despojos de la que aún estaba a sus pies humeaban con los acres humos de las bombas quemapiedras que la habían destruido unas horas antes. Eran máquinas inteligentes y mortíferas, pero, sin un grupo de sacerdotisas que lanzaran toda clase de conjuros sobre los invasores, las arañas de jade eran insuficientes para detener a dos ejércitos.

«¿Cuánto tiempo pasará hasta que los grandes castillos de Menzoberranzan acaben destrozados como este objeto?», meditó Nimor.

La Espada Ungida interrumpió sus reflexiones ante el retumbo de unas botas enanas y el rechinar del hierro sobre la roca. La diligencia acorazada del príncipe heredero Horgar Sombracerada se acercaba, escoltada por una columna doble de Guardias de Piedra. Nimor se estremeció ante el resonante estrépito.

«Se diría que se han traído los golpes de martillo y los ruidos de su ciudad», pensó.

Se alisó la túnica y bajó para reunirse con su aliado.

—Bien hallado, príncipe heredero Horgar. Estoy contento de que accedas a mi petición de parlamentar.

El príncipe duergar abrió la puerta blindada y descendió. El Mariscal Borwald le pisaba los talones, con la cara oculta tras un gran yelmo de hierro.

—Te he estado buscando, Nimor Imphraezl —respondió Horgar—. Desapareciste después de guiar a nuestra vanguardia por este laberinto de túneles. ¿Qué negocios te traes que son más acuciantes que nuestro asalto a Menzoberranzan?

La victoria había transformado el pesimismo del príncipe heredero en un hambre feroz de triunfos, y los terratenientes de Horgar secundaban la actitud de su gobernante. Si antes la visión del asesino provocaba semblantes ceñudos y murmullos, ahora los terratenientes de Gracklstugh aceptaban su presencia con bruscas inclinaciones de cabeza y abierta envidia por sus éxitos.

—Príncipe heredero, todos mis negocios guardan relación con el asalto previsto —dijo Nimor con una carcajada. Apartó de una patada uno de los fragmentos de jade del autómata destrozado—. Una vez que mostré a tus hombres cómo neutralizar estas criaturas me pareció que tu ejército tenía la cosa por la mano, así que me tomé la libertad de informar a mis superiores y observar cómo va todo en la ciudad.

El príncipe duergar frunció el entrecejo.

—No tuviste reparos en utilizar al ejército de los tanarukks —dijo Horgar—. Se habrían vuelto contra nosotros con la misma facilidad que contra los menzoberranios.

—En circunstancias normales, quizá, pero la oportunidad se huele en el aire. La huelo, Kaanyr Vhok la huele y creo que tú también. Haría falta un gran acontecimiento para cambiar la situación, tal como están las cosas.

—Eso son tópicos vacíos, Nimor —gruñó el enano gris.

Cruzó sus gruesos brazos y miró hacia la oscuridad, a la espera. Al poco, se oyó ruido de pies y bufidos en la oscuridad, seguidos de unos pasos rápidos y pesados.

Una veintena de tanarukks, que llevaban al hombro un pesado palanquín de hierro del tamaño de una carroza pequeña, entraron a grandes zancadas en la caverna. Sus ojos bestiales estaban encendidos de odio, blandían hachas y mazas en sus fuertes puños. Los enanos grises y los semidemonios cruzaron miradas, murmurando con nerviosismo y señalando las armas.

La puerta del palanquín se abrió, y salió Kaanyr Vhok. El Caudillo semidemonio estaba resplandeciente en su armadura escarlata y dorada, y su piel de escamas delicadas y su enérgica fisonomía sugerían un porte y un carisma de un modo que la mala educación de Horgar y su talante desconfiado nunca alcanzarían. La semisúcubo Aliisza lo siguió, extendiendo las alas. Por último, Zammzt descendió del palanquín del Caudillo.

—Bueno, aquí estoy —dijo Kaanyr con su poderosa voz. Estudió a los enanos grises reunidos y admiró a Nimor—. Los elfos oscuros huyen hacia su ciudad gracias a nosotros. ¿Ahora cómo vamos a acabar la tarea? Y, más importante, ¿cómo dividimos el botín?

—¿Dividir el botín? —dijo Horgar con voz rasposa—. Creo que no. No cogerás parte de mi premio después de que mi ejército pechara con lo peor del trabajo. Se te pagará con justicia por tu ayuda, pero no pretendas reclamar una parte de mi victoria.

Kaanyr frunció el entrecejo.

—No soy un pordiosero que pide generosidad, enano —dijo el semidemonio—. Sin mi ejército aún estarías abriéndote camino hacia Menzoberranzan, paso a paso.

Horgar empezaba a responder con enfado, pero Nimor se interpuso entre el enano gris y el semidemonio y levantó los brazos.

—¡Señores! —gritó—. La única manera de que los menzoberranios os venzan es que os volváis unos contra otros. Si cooperáis, si combináis vuestros esfuerzos con inteligencia, la ciudad caerá.

—Desde luego —dijo Zammzt. El asesino estaba cerca del palanquín de Vhok, envuelto en su capa oscura—. No tiene sentido dividir el botín de una ciudad que aún no habéis capturado. Y aún tiene menos permitir que el reparto del botín impida la caída de una ciudad.

—Eso es cierto —dijo Kaanyr, mientras cruzaba sus fuertes brazos sobre su amplio pecho—, pero no os olvidéis de mí cuando saqueemos la ciudad. Vosotros me trajisteis aquí.

—A mí también me trajisteis —tronó Horgar—, así como a los Agrach Dyrr. Sospecho que vuestra casa secreta se verá en apuros para cumplir vuestras promesas. ¿A cuál de vuestros tres aliados pensáis traicionar?

Por primera vez, Nimor se descubrió preguntándose si quizá había alistado demasiados enemigos contra Menzoberranzan. Pero así era la diplomacia en la Antípoda Oscura, después de todo. Ninguna alianza sobrevivía a su utilidad, ni por un instante.

Para su sorpresa, Aliisza salió en su ayuda.

—No podrá cumplir sus promesas en ningún caso mientras la ciudad siga en pie —dijo la semisúcubo escondida tras Kaanyr—. ¿Cómo podría? Volveremos a casa con las manos vacías si no llegáis a un acuerdo.

Nimor inclinó la cabeza en agradecimiento e hizo un esfuerzo para que su mirada no permaneciera demasiado tiempo sobre Aliisza. Dudaba que hubiera compartido con su señor los detalles exactos de su visita a Gracklstugh y no quería darle una razón al semidemonio para que indagara.

—La sabiduría de lady Aliisza es tan grande como su belleza —dijo—. Y para ahorrarnos discusiones propongo esto: para Horgar, cinco décimas partes de la riqueza de Menzoberranzan, población y territorio; para Kaanyr Vhok, tres décimas partes; y para mi casa, dos décimas partes, de las cuales entregaré una parte a los Agrach Dyrr. Todo sujeto a una negociación final cuando Menzoberranzan sea nuestra, por supuesto.

—Mi ejército supera al del semidemonio por algo más de dos a uno, ¿por qué gana algo más que mi mitad? —dijo Horgar.

—Porque está aquí —dijo Nimor—. Toma tu ejército y vete a casa si quieres, Horgar, pero mira a tu alrededor antes de partir. Estamos en el Lustrum, las minas de mithral de la casa Xorlarrin. Menzoberranzan controla docenas de tesoros como éste, y sus castillos y cámaras están repletos de las riquezas acumuladas en cinco mil años. Si no luchas, no ganarás nada.

Ésa era la otra razón por la que Nimor había escogido el Lustrum como lugar para negociar. Servía como seductor recordatorio del premio que les aguardaba.

Los ojos de Horgar se oscurecieron, pero el príncipe duergar se volvió para estudiar el abismo y el túnel cercano. El mariscal Borwald se inclinó y susurró algo al príncipe heredero, y los demás terratenientes intercambiaron susurros. Un momento después, Horgar puso sus fuertes manos en el cinturón y se aclaró la garganta.

—Muy bien, entonces. Sujeto a negociación final. ¿Cómo pretendes atacar la ciudad?

—Aplastaréis Menzoberranzan entre dos ejércitos —dijo Nimor—. Dada vuestra victoria en los Pilares del Infortunio, los llothitas están obligados a esperar vuestro asalto; pero, gracias al laberinto de túneles que rodean la ciudad, no sabrán por dónde atacaréis. Eso significa que los menzoberranios tendrán que mantener un fuerte destacamento cerca del centro de la ciudad para acudir a cualquier punto que se vea amenazado. La Legión Flagelante será esa amenaza y, cuando forcemos a los llothitas a entrar en esa batalla, el ejército de Gracklstugh asaltará la ciudad.

—No es un mal plan —juzgó Kaanyr—. Sin embargo, es lo que esperan que intentemos. No comprometerán todas sus fuerzas en una sola amenaza.

—Sí —dijo Horgar—. ¿Cómo los sacarás de la ciudad ahora que les has enseñado cautela en los Pilares del Infortunio?

Nimor sonrió. No se le escapaba que Horgar y Kaanyr estaban examinando el problema táctico de vencer a Menzoberranzan en vez de discutir su parte en el botín.

—Mis hermanos y yo esperamos que ayudéis en ese sentido —dijo—. No somos numerosos, pero estamos bien situados, y, señores, habéis olvidado a la casa Agrach Dyrr.

Horgar y Kaanyr intercambiaron un cabeceo, incluso una sonrisa.

«Preparaos, menzoberranios —pensó Nimor—. Ya voy».

—Nunca imaginé que pudiera haber tantos demonios —refunfuñó Ryld. Estaba apoyado en Tajadora, observando cómo una forma enorme e hinchada con alas de murciélago caía en picado hacia la oscuridad e intentaba volar en vano con sus alas destrozadas por los golpes del mandoble del maestro de armas. Ryld se enderezó y se pasó el dorso de la mano por las cejas—. También tengo calor. Espero que estemos cerca de lo que buscamos.

Halisstra y el resto del grupo estaban al lado con náuseas o temblando de cansancio debido a sus esfuerzos y a aquella rara atmósfera. Durante lo que les habían parecido horas se habían abierto paso por aquellos hilos. Algunas veces descendían durante kilómetros más allá de telarañas que estaban vacías o en las que sólo había cadáveres, pero cada vez con más frecuencia se encontraban demonios vivos y hambrientos. La mayoría de aquellas criaturas infernales se lanzaban de cabeza contra ellos como enajenadas, pero unas pocas conservaban la suficiente inteligencia para emplear a fondo sus formidables habilidades mágicas.

Con colmillos, garras, aguijones e impía brujería los habitantes de la Red de Pozos Demoníacos hostigaban al grupo. Y no había sido una ayuda que Quenthel ordenara a Pharaun que reservara los conjuros para mejor ocasión.

—Recupera el aliento, maese Argith —dijo Quenthel, que estaba agachada. Se enderezó despacio. Su látigo estaba salpicado por la sangre de una docena de demonios—. Debemos continuar.

El grupo no había avanzado más de cuarenta metros cuando el hilo tembló, y apareció por debajo una zarpa enorme. Un robusto demonio con cabeza de búfalo y un pelaje áspero por los hombros se izó hasta ellos y rugió un desafío.

—¡Un goristro! —gritó Pharaun—. ¿Qué infiernos hace aquí?

—Una mascota de Lloth que se ha soltado, no lo dudes —contestó Tzirik.

El clérigo de Vhaeraun empezó a salmodiar un conjuro mientras los demás se ponían en acción. Antes de que el monstruo se pusiera del todo en pie, Valas le clavó tres flechas; las astas negras sobresalían de sus hombros y del cuello como agujas en un alfiletero. El goristro bufó de dolor y rabia, y extendió un brazo para agarrar el cuerpo de un pequeño demonio araña cercano. Arrojó el cadáver a Valas y lo alcanzó mientras buscaba más flechas en el carcaj. El impacto hizo tambalear a Valas, que tropezó y se deslizó hilo abajo, mientras maldecía en unas cuantas lenguas.

Ryld corrió hacia adelante con Tajadora en alto. Quenthel iba a su lado. Mientras, Halisstra y Danifae intentaban rodear a la bestia pese a lo estrecho del hilo.

Tzirik acabó su conjuro y gritó una grave y arrolladora palabra de poder, que creó un gran disco de cuchillas que daban vueltas ante el cuerpo del goristro. Las hojas mordieron y la sangre voló, pero el monstruo ni se inmutó.

—¿Con qué podemos detenerlo? —preguntó Halisstra—. ¿Tiene alguna debilidad?

—Es estúpido —respondió Pharaun—. Apenas tiene inteligencia. No intercambiéis golpes.

El mago gesticuló y alcanzó al monstruo con un rayo brillante de energía que mordió el pecho del goristro, mientras Tzirik iba tras Quenthel y Ryld para ayudarlos. El maestro de armas y la suma sacerdotisa saltaron y atacaron el torso y el abdomen de la criatura, mientras esquivaban los pesados golpes de sus enormes puños. Un golpe oblicuo puso a Quenthel a cuatro patas, pero se las arregló para apartarse antes de que la criatura acabara con ella.

—¡Noooo estúpiiidooo! —rugió el goristro.

Levantó un pie y lo estampó en el hilo con tal violencia que todo el cable se agitó como si estuviera vivo. La sacudida lanzó a todos los drows por los aires, aunque el goristro falló al calcular las consecuencias del impacto, porque acabó igual que sus oponentes. El monstruoso demonio aterrizó de costado y se deslizó por el hilo. Se agarró con un brazo a la superficie. Se debatió. Sus esfuerzos hacían oscilar el cable aún más.

Quenthel se levantó en la superficie temblorosa y esquivó el brazo del monstruo para mirarle a la cara. Azotó el flagelo hacia uno de sus ojos y destruyó el órgano con una nauseabunda explosión de sangre. El goristro aulló de dolor y retrocedió, perdió pie y cayó al abismo. Sus rugidos de rabia continuaron durante un largo rato, aunque disminuían a medida que se alejaba de ellos. Quenthel no se molestó en observar cómo caía. Se volvió hacia el resto del grupo.

—Venga —dijo—. Estamos perdiendo el tiempo.

Halisstra se puso en pie y miró a su alrededor. Valas apareció desde su precaria posición a un lado del hilo. Danifae también se levantó. Fueron tras Quenthel cuando la matrona de Arach-Tinilith emprendió la marcha. Halisstra estaba demasiado cansada para aguantar aquel paso durante mucho rato, pero aún tenía menos energías para discutir con la decidida sacerdotisa, así que apretó los dientes y se obligó a resistir.

Alcanzaron el fondo… casi.

Durante algún tiempo advirtieron que los cables convergentes se acercaban al suyo, y Halisstra vio la razón. Un gran anillo de telarañas una docena de veces más grueso que cualquiera de los demás estaba suspendido bajo ellos, uniendo los extremos. Su circunferencia era tan grande que Halisstra apenas era capaz de ver la curva que describía. En el centro había algo; una estructura titánica o especie de isla colgada de la telaraña. Los drows se detuvieron. Examinaron aquello hasta que Valas rompió el silencio.

—¿Es eso? —dijo en voz baja.

—La entrada a los dominios de Lloth —respondió Tzirik— está en algún punto de ese anillo.

—¿Estás seguro? —preguntó Ryld.

—Lo estoy —respondió Quenthel por el clérigo.

No apartó la mirada ni vaciló, y de nuevo se puso en marcha al mismo ritmo.

Mientras la hebra se acercaba al anillo central su pronunciada inclinación se niveló, y por primera vez en lo que parecían incontables horas y kilómetros el grupo se encontró que recorría algo parecido a un suelo. Aparecieron más cadáveres de arácnidos demoníacos, algunos medio enterrados en el hilo como si hubieran caído desde las alturas, lo que era muy probable.

Los viajeros alcanzaron el espeso anillo y cruzaron otra extensión más de telaraña para descubrir que la estructura del centro era una especie de templo de piedra, un edificio de deslumbrante obsidiana negra y de kilómetros de diámetro. Puntiagudos contrafuertes de piedra se elevaban por el espacio insondable, conectando el edificio al anillo que lo rodeaba. Plazas inmensas de piedra pulida, lo bastante grandes como para abarcar ciudades, rodeaban los costados del templo. En silencio, el grupo se dirigió a uno de los contrafuertes y avanzó hacia su meta.

Halisstra se descubrió temblando, no de cansancio, si no por una combinación de terror y éxtasis mientras se daba cuenta de que pronto debería soportar el examen de Lloth.

«Soy digna —se dijo—. Debo serlo».

A los demonios que los habían acosado en su viaje por las telarañas no parecía importarles el templo negro. En cualquier caso, ninguno de los monstruos persiguió al grupo una vez que dejaron la red. Durante un largo rato, los elfos oscuros caminaron hacia adelante, cruzaron la enorme plaza exterior, mientras los muros del templo se acercaban cada vez más, revelando sus detalles oscuros.

Quenthel dirigió la marcha hacia un espacio determinado en la ciclópea pared, una grieta enorme que debería ser el pórtico del templo. De vez en cuando pasaban junto a formas extrañas e inanimadas, grandes seres que parecían esculpidos en piedra negra líquida. Era bastante curioso que esas formas petrificadas se hicieran cada vez más pequeñas cuanto más cerca estaban de la grieta. Halisstra apartó el misterio de su mente, concentrada en la meta.

Al final alcanzaron la boca del templo y observaron la entrada. Una cara enorme se enfrentaba a ellos. Era la cara de una elfa oscura de una belleza cruel, sus rasgos tranquilos e inmóviles, como si los contemplara. De un lado a otro, una piedra de un negro perfecto impedía la entrada, esculpida con la imagen de la faz de la Reina Araña. Sólo sus ojos medio abiertos mostraban viveza. Con la mirada baja, hacia los suplicantes, los ojos de Lloth relucían con una alegría infernal, concentrados por entero en cualquier pensamiento.

El grupo se quedó mirando maravillado y aterrorizado, y Quenthel se postró ante la imagen de su diosa. Halisstra y Danifae se unieron a ella al instante. Incluso los varones cayeron al suelo, boca abajo y desviando la mirada. Tzirik, como clérigo de Vhaeraun, puso una rodilla en el suelo y bajó la mirada con respeto. No servía a la Reina de la Red de Pozos Demoníacos, pero él y los de su fe reconocían su divinidad.

—¡Gran Reina! —pidió Quenthel—. ¡Venimos de Menzoberranzan para implorarte que devuelvas tu favor a tus sacerdotisas! Nuestros enemigos invaden nuestra ciudad sagrada y amenazan a tus fieles con la destrucción. Te pedimos con humildad que nos enseñes qué debemos hacer para que nos aceptes. ¡Ármanos con tu sagrado poder una vez más, y cazaremos a tus enemigos hasta que su sangre llene la Antípoda Oscura y sus almas tu vientre!

La cara no respondió.

Quenthel esperó un largo rato, postrada, y entonces se humedeció los labios y pronunció otra plegaria. Halisstra y Danifae se unieron a sus súplicas e imploraron con cada oración, cada invocación, que les habían enseñado. Se arrastraron ante el templo. Los varones esperaron tendidos en el suelo. Un tiempo después, Tzirik se alejó un poco y se sentó de espaldas a la cara, en comunión con su dios. Halisstra hizo caso omiso y continuó con sus súplicas.

A pesar de todo, la cara no respondía.

Las tres sacerdotisas continuaron sus súplicas durante lo que parecieron ser horas, pero al final Quenthel se puso en pie y miró la cara de Lloth.

—Es suficiente, hermanas —dijo la matrona de Arach-Tinilith—. La diosa no se digna a respondernos.

—Quizá estemos en el lugar equivocado —sugirió Pharaun—. Quizá debamos adentrarnos para que le ofrezcáis vuestras oraciones.

—No se puede ir más lejos —dijo Tzirik, mientras se reunían con el grupo—. Vhaeraun me dijo que éste es el único lugar de aproximación al dominio de Lloth a través del Abismo. Si se niega a escucharte en este lugar, no lo hará en ningún otro punto de este plano.

—Pero ¿por qué continúa sin hacernos caso? —preguntó Halisstra con voz quejumbrosa. Se puso en pie, con el corazón enfermo de anhelo. Después de todo lo que había sucedido (la caída de su casa, la destrucción de su ciudad, las dificultades de su búsqueda), acabar ante el templo de Lloth y ser despreciada le era incomprensible—. ¿Qué más tenemos que hacer?

—No puedo responder a esa pregunta —dijo Tzirik después de encogerse de hombros.

—Por lo que parece Lloth tampoco —dijo Halisstra.

Pasó por alto el rechazo y el miedo que apareció en la cara de Quenthel y se acercó a un paso de la enorme cara.

—¡Escúchame, Lloth! —gritó—. ¡Respóndeme! ¿Qué hemos hecho para disgustarte? ¿Dónde estás?

—¡Habla con respeto! —siseó Quenthel, con los ojos llenos de terror.

Ryld tembló, pero reunió fuerzas para dar un par de pasos al frente.

—Matrona Melarn… —dijo—. Halisstra, aléjate de aquí. No puede…

—¡Lloth! —gritó Halisstra—. ¡Respóndeme, maldita seas!

Golpeó la piedra fría de la cara con los puños, encolerizada. Su mente se vació cuando su furia animal despertó para arrebatarle la razón. Gritó maldiciones a su diosa, maltrató la cara hasta que sus manos sangraron, y aun así no hubo respuesta. Al cabo del rato se encontró desplomada sobre la fría piedra, llorando, con las manos rotas e inútiles. Como una niña perdida, lloró con todo el dolor de su corazón.

—¿Por qué? ¿Por qué? —era todo lo que decía entre hipidos—. ¿Por qué nos has abandonado? ¿Por qué nos odias?

—Dices herejías —dijo Quenthel, el rechazo resonaba en su voz—. ¿Ya no te queda fe, Halisstra Melarn? La diosa hablará cuando le apetezca.

—¿De verdad aún lo crees? —murmuró Halisstra.

Apartó la cara y se entregó a las lágrimas. Ya no le importaba lo que pudieran pensar Quenthel, Danifae o los demás. Tenía la respuesta de Lloth.

—Débil… —oyó que susurraba Quenthel.

—Bueno, ya está, supongo —dijo Tzirik después de soltar un suspiro—. Lloth ha decidido no romper su silencio por vosotras, así que ahora debo hacer algo.

Levantó los brazos e hizo una serie compleja de pases, mientras murmuraba terribles palabras de poder. El aire crepitó con la energía. Los ojos de Quenthel mostraron sorpresa cuando reconoció el conjuro que estaba lanzando el vhaeraunita.

—¡Detenedlo! —chilló, mientras se volvía para enfrentarse al clérigo.

Avanzó, con el látigo en alto, pero Danifae le agarró el brazo.

—¡Con cuidado! —siseó Danifae—. Nuestros cuerpos aún están en Minauthkeep.

—¡Crea un portal! —restalló Quenthel—. ¡Aquí!

—¿Qué estás haciendo, Tzirik? —dijo Pharaun, alarmado.

El mago dio un paso atrás y preparó un conjuro defensivo, pero la advertencia de Danifae era lo bastante importante para que vacilara antes de intervenir.

Ryld y Valas también detuvieron sus manos. No estaban seguros de lo que sucedería si herían al clérigo cuyo conjuro los había llevado hasta la puerta de Lloth. El maestro de armas y el mercenario sacaron las armas pero se detuvieron ahí.

—Pharaun, ¿qué debemos hacer? —dijo Ryld.

Antes de que el mago respondiera, Tzirik acabó el conjuro. Con un sonido desgarrador, una enorme grieta negra apareció en el aire junto al clérigo Jaelre.

—¡Estoy aquí, mi señor! —gritó hacia la grieta—. ¡Estoy ante la cara de Lloth!

—Bien, ya voy —respondió una voz de un poder inenarrable, de una potencia terrible, desde las profundidades de la oscuridad.

La negrura pareció agitarse, y de la grieta salió algo que tenía el tamaño y la altura de un drow enjuto, pero que era algo más. Vestido en cuero negro y con una máscara púrpura en la cara, el ser irradiaba energía y presencia, la forma casi temblaba por el poder que contenía. Incluso Halisstra, absorta en su desdicha y de espaldas a la escena, volvió la cabeza cuando sintió la llegada del ser. Con gesto imperioso, el ser examinó la planicie de piedra oscura y el templo.

—Es como me lo imaginé —le dijo a Tzirik, que estaba postrado a sus pies—. Levántate, hijo mío. Lo has hecho bien y me has traído a un lugar que me estaba prohibido.

—Hice lo que me pediste, Señor Oculto —dijo Tzirik, que se ponía en pie despacio.

—Tzirik —consiguió decir Quenthel con voz ahogada—, ¿qué has hecho?

—Me ha abierto un portal —dijo el ente, que sólo podía ser un dios, con una sonrisa cruel en la cara—. ¿No reconoces al hijo de tu diosa, sacerdotisa de Lloth?

—Vhaeraun —exhaló Quenthel.

El dios cruzó los brazos y caminó más allá del grupo de menzoberranios para situarse frente a la cara de piedra, despreciando a los mortales. Hizo un gesto con la mano, y Halisstra, que aún estaba acuclillada ante la cara, salió despedida. Dio unas vueltas por el aire, cayó a unos treinta metros y rebotó hasta detenerse en la piedra negra de la plaza.

—Querida Madre —dijo Vhaeraun, dirigiéndose a la cara—, fuiste una necia al quedarte en este estado.

El dios empezó a crecer. Su esplendor aumentaba mientras crecía hasta una altura mayor que un gigante de las tormentas, hasta la medida que precisaba para la tarea que iba a afrontar. Levantó un brazo, y de la nada apareció una espada brillante y negra, hecha de sombras, acorde con su tamaño.

A tiro de lanza, Halisstra soltó un gruñido y levantó los ojos de suelo sobre el que estaba su dolorido cuerpo. Los menzoberranios estaban paralizados por la indecisión. Tzirik, por otro lado, observaba con aire satisfecho cómo Vhaeraun levitaba para enfrentarse a la mirada de Lloth, espada en mano. Con decisión, el Señor Oculto desplazó atrás la espada de sombras, mientras su rostro se deformaba en un rictus de odio.

Y Vhaeraun la descargó en la cara de Lloth con todo su poder divino.