Capítulo dieciocho

Cuatro horas más tarde, el grupo estaba de nuevo bajo la máscara de bronce de Vhaeraun, en la capilla de Minauthkeep. Las cotas de malla limpias a conciencia, los aros remendados y los justillos lavados. Aquéllos que habían perdido las mochilas, sacos de dormir u otros equipos llevaban reemplazos comprados a los mercaderes Jaelre. Por primera vez desde que habían dejado Gracklstugh Halisstra se sentía limpia, descansada y razonablemente bien preparada para el siguiente tramo del viaje. Echaba mucho de menos la cota de malla que había llevado como Primera Hija de la casa Melarn y la atronadora maza que le había dado su madre hacía un siglo, pero aún tenía la lira. La cota de malla de Seyll Auzkovyn y la espada no eran sustitutos del todo inútiles.

La espada en particular parecía una excelente pieza. Estaba encantada con alguna clase de poder mágico que la hacía zumbar cuando la empuñaba un elfo oscuro, pero Halisstra sospechaba que su hoja sería muy dañina para cualquier criatura del infierno que sufriera su mordedura. Considerando el hecho de que pretendían descender al Abismo, donde esas criaturas se lanzarían sobre el grupo en gran número, deseaba que ese desagradable encantamiento se prolongase mucho tiempo.

Tzirik lucía una armadura completa de mithral negro decorada con grotescas figuras demoníacas y una filigrana de oro. De su cinturón colgaba una maza erizada de pinchos de perverso aspecto, y llevaba un yelmo con la forma del cráneo de un demonio. Irradiaba seguridad y energía, como si hubiera esperado mucho tiempo la oportunidad de servir a su dios en una importante misión.

—Como sabéis —dijo el clérigo—, hay más de un modo de abandonar este plano de existencia y aventurarse en las dimensiones del más allá. He estudiado el tema en detalle y he decidido que viajaremos de forma astral. Ahora, si…

—Eso requeriría que abandonáramos nuestros frágiles cuerpos —lo interrumpió Quenthel—. ¿Cómo esperas que acepte eso?

—Es una trampa —murmuró Jeggred—. Pretende que sus camaradas nos corten el cuello mientras nuestros cuerpos yacen inertes.

El draegloth dio un paso al frente a la vez que le enseñaba los colmillos al clérigo vhaeraunita.

—He escogido el viaje astral por dos razones, matrona Baenre —respondió Tzirik sin hacer caso de Jeggred—. Primero, es un poco más seguro. Si el espíritu de alguno acaba muerto en la Red de Pozos Demoníacos, esa persona no moriría de verdad; despertaría aquí, ilesa. Segundo, por lo que yo sé, no tenemos otra alternativa. Ya he intentado el cambio de plano a la Red de Pozos Demoníacos, y el conjuro falló. Creo que la barrera o el sello del que hablaba el Señor Oculto evitaban la transferencia directa de un cuerpo físico a los dominios de Lloth.

—¿A pesar de todo eso crees que serás capaz de llevar nuestras formas astrales allí? —preguntó Halisstra.

—Conozco sólo dos maneras de llevaros a la Red de Pozos Demoníacos, y si una no funciona, la otra debería —dijo Tzirik con un encogimiento de hombros—. El mismo Señor Oculto me ordenó que os llevara allí, así que tiene que haber un modo. Sin embargo, si conocéis algún portal permanente o portales que conecten nuestro mundo con el Abismo, o la Red de Pozos Demoníacos…

—Demuéstrame que el viaje físico no funcionará —dijo Quenthel.

—Acercaos —dijo Tzirik con un tono divertido— y cogeos de las manos.

Los drows se acercaron y formaron un círculo. Tzirik, que se puso entre Quenthel y Danifae, puso la mano izquierda sobre las de ellas y dejó la derecha para hacer los gestos que requería el conjuro. Se concentró y luego recitó una plegaria cuyas impías palabras llenaron la atmósfera de una oscuridad casi tangible.

Halisstra observó con cuidado para asegurarse de que el clérigo lanzaba el conjuro correctamente, y, por lo que ella sabía, así lo hizo. Por un momento pensó que funcionaría, pues la capilla se tornó brumosa y tenue, y de algún modo su cuerpo pareció caer de aquel mundo pero sin moverse un ápice; entonces notó un impedimento como sobrenatural, una barrera que evitaba que el grupo se materializara de nuevo y que parecía que los empujaba otra vez a Minauthkeep. Se bamboleó mientras se le confundían sus sentidos.

—Eso sucedió la última vez que lo intenté —dijo Tzirik.

Quenthel frunció el entrecejo, pero se las arregló para mantenerse calmada mientras separaba la mano de la de Danifae y se sostenía en Jeggred.

—Pharaun —dijo la suma sacerdotisa—, ¿qué crees?

El mago levantó una ceja, quizá sorprendido de que una matrona Baenre le consultara.

—Parece bastante plausible —dijo—. Si viajamos con la proyección de nuestros espíritus al Plano Astral, no iremos directamente desde este plano al Abismo. De hecho atravesaríamos el mar astral y nos acercaríamos al dominio de Lloth como espíritus. Podría ser que la misteriosa barrera con la que nos topamos no impida tal aproximación. —El mago se alisó la túnica mientras pensaba—. Y eso explicaría por qué nuestros demonios invocados no pueden recurrir a ese truco. No viajan entre los planos mediante la proyección astral porque no tienen alma.

Quenthel murmuró algo para sí, cruzó los brazos y se volvió hacia Tzirik.

—De acuerdo —dijo—. Me has convencido. ¿Dónde pretendes dejar nuestros cuerpos?

Tzirik se acercó a una pared de la capilla y apretó una pieza de metal que reveló una cámara secreta detrás de la máscara de bronce de Vhaeraun. No era grande, pero había ocho divanes antiguos y elegantes dispuestos en círculo, con las cabezas juntas. Se diría que esos muebles debían ser de cuando el castillo era una morada de los elfos de Cormanthyr.

—Sólo un puñado de mi gente conoce la existencia de esta habitación —dijo el clérigo—, y he dado instrucciones de que nadie entre. Aquí no os harán daño.

—Así que si nuestros espíritus mueren mientras estamos en el Plano Astral, volveríamos a nuestros cuerpos —afirmó Ryld, que estaba un poco oculto tras Jeggred, a Pharaun y Halisstra—. ¿Qué les sucederá a nuestros espíritus si alguien clava un cuchillo a nuestros cuerpos?

—La muerte —respondió el mago—. Un tipo cauteloso se aseguraría de que su cuerpo está en un lugar seguro y vigilado por gente de confianza antes de enviar su espíritu a otro plano.

Ryld sonrió, pero no respondió.

El grupo siguió a Tzirik hacia la pequeña habitación. Halisstra miró con inquietud el viejo diván frente a ella. Era incapaz de apartar la mirada. No era el único miembro del grupo que veía en ellos una colección de ataúdes. Quenthel debía de tener los mismos pensamientos.

—Dejaremos un guardia —dijo después de levantar la mirada hacia Tzirik—. Alguien de nuestra confianza se quedará aquí para vigilar nuestros cuerpos hasta que volvamos. Y alguien de tu confianza te vigilará a ti.

—Ah —dijo Tzirik—. Muy propio de una elfa oscura. Haz lo que quieras.

—Podría hacer que todo el castillo cayera sobre el que dejáramos vigilando —refunfuñó Jeggred—. Mejor dejemos dos, quizá tres.

—El que se quede le cortará el cuello a Tzirik si ve que van a matarlo —dijo Pharaun—. La pregunta es, ¿quién se queda?

Quenthel miró a Ryld, luego sus ojos se dirigieron hacia Halisstra. Por un momento ésta temió que Quenthel quisiera dejarla atrás para negarle la audiencia que buscaba con Lloth, pero aunque su corazón latía con recelo se dio cuenta de que la última cosa que querría ella (si es que en realidad veía a Halisstra como una amenaza) sería una Melarn consciente y sola junto a su cuerpo indefenso. Quenthel entornó los ojos mientras sopesaba las mismas consideraciones y se volvió hacia Jeggred.

—Tú debes quedarte aquí —le dijo al draegloth.

Jeggred se retorció con un espasmo de rabia.

—¡No voy a sentarme aquí mirando vuestros cuerpos mientras os enfrentáis a los peligros del reino de la diosa! Madre me dijo que te defendiera. ¿Cómo puedo hacerlo si me dejas atrás?

—Me defenderás —dijo Quenthel—. No me pueden hacer daño en el Plano Astral. Es aquí donde seré vulnerable, y no confío en nadie más. Tienes que ser tú, Jeggred.

—Tú más que todos sabes lo que os espera en la Red de Pozos Demoníacos, matrona —dijo el draegloth después de agitar los cuatro brazos—. Allí necesitarás mi fuerza.

—Basta ya —ordenó la matrona de Arach-Tinilith. Sus ojos relampaguearon, y el látigo se agitó y chasqueó—. Tú no eres quién para cuestionarme, sobrino. Cumplirás lo que te ordené, como es tu obligación.

Jeggred se apaciguó aunque mantuvo un silencio enfurruñado. Disgustado, se volvió y se alejó mientras se quitaba de mala manera la mochila. Quenthel miró a los demás e hizo un gesto hacia los divanes.

—Vamos —dijo—. La diosa nos aguarda.

Tzirik esperó mientras los menzoberranios escogían sus divanes y se tumbaban. Se acercó al último y se levantó, y luego le echó un vistazo a Jeggred.

—Si te vas a quedar aquí, semidemonio, deberías saber que algunos de mis soldados te acompañarán. No les causes problemas, aunque creo que descubrirás que estarán contentos de dejarte solo.

Jeggred se rió con desprecio, y Tzirik se tendió con dificultad debido a la armadura que llevaba, colocando la maza en su costado.

Halisstra descubrió que estaba entre Ryld y Danifae. Lanzó una mirada al maestro de armas. La expresión de Ryld era tensa y nerviosa. Estaba claro que nunca había hecho un viaje astral.

¿Si son nuestros espíritus los que hacen el viaje, por qué necesitamos todas nuestras armas?, le dijo en el lenguaje de signos.

Son parte de ti, respondió ella. Tu conciencia incluye tus pertenencias. Por lo tanto, cuando nuestra alma vaga libre del cuerpo, tu mente te imaginará como una copia astral de ti y de las cosas que tengas a mano.

—Asid las manos de los que tenéis al lado —dijo Tzirik—. Aseguraos de que estáis bien cogidos. No quiero dejarme a nadie atrás.

El clérigo empezó a recitar un cántico con su melodiosa voz. Halisstra miraba el techo y extendió el brazo para agarrar a Danifae con la mano derecha, y a Ryld con la izquierda.

Quizá debería imaginarme una buena bebida fuerte, comentó Ryld.

Antes de que Halisstra respondiera le asió la mano con fuerza.

Detrás de ella, sin que lo viera, Tzirik continuaba el conjuro, pronunciando las palabras ásperas de la magia con confianza y soltura. Halisstra sintió que una sacudida eléctrica recorría su cuerpo de una mano a otra mientras la magia empezaba a cobrar vida, uniéndola con Ryld y Danifae. Una sensación de desprendimiento la atravesó. Y fue como si no pesara. Parecía flotar fuera de su cuerpo, atraída por alguna fuerza irresistible que tiraba de ella en una dirección que no asociaba con arriba o abajo, derecha o izquierda. El techo de piedra vaciló y se desvaneció. Aquella fuerza tiraba de ella cada vez más y más.

Y desapareció.

Triel Baenre andaba con paso majestuoso ante las filas de sus machacados soldados. Gracias a su determinación de hierro su rostro mantenía una rígida inexpresividad. Las exhaustas tropas estaban firmes ante ella lo mejor que podían en el estrecho túnel. Había hecho que Nauzhor la transportara de inmediato a la escena de la retirada para ver con sus propios ojos el alcance de la derrota de Menzoberranzan. Y no le gustó lo que vio. No le gustó lo más mínimo.

El túnel era el terreno más practicable en quince kilómetros, pues allí había una de las principales carreteras que conducían a la maraña de retorcidos pasadizos y cavernas conocidas como el Dominio de Menzoberranzan. Parecía que cada soldado ante los que pasaba estaba herido; un torso vendado aquí, un brazo en cabestrillo allí, uno que usaba una lanza rota como muleta. Aunque los heridos no la preocupaban. Lo que de verdad desconcertaba a Triel era la fatiga y el desánimo. Por supuesto que esperaba encontrarlos cansados (Andzrel había hecho marchar al ejército durante un día sin dejarlos recuperarse del desastre de los Pilares del Infortunio), pero no esperaba ver a sus soldados tan… derrotados. Habían sido machacados y lo sabían.

Andzrel iba a un paso de la matrona, sin hablar.

—¿Son muchas las bajas? —preguntó al fin, sin mirar al maestro de armas.

—Entre un cuarto y un tercio de nuestro ejército, matrona. A algunas casas les ha ido mejor o peor, depende del azar de la batalla.

—¿Y el contingente de la casa Baenre?

—Noventa muertos, cuarenta y cinco heridos muy graves —respondió Andzrel—. Cerca de un cuarto de nuestras tropas.

—Fue una suerte que pudiéramos salvar a tantos, matrona —añadió Zal’therra—. Algunas de las casas menores han perdido hasta el último varón…

—No me dirijo a ti —dijo Triel.

Cruzó los brazos e intentó soportar el horror que atenazaba su estómago.

«Será un milagro si el Consejo no se levanta contra mí —pensó la matrona—. Gracias a la diosa que Mez’Barris está perdida en alguna parte y que Fey-Branche está tan debilitada. Byrtyn Fey tendrá que refrenarse con la mitad del ejército de la casa destruido, y yo tendré algún tiempo para considerar qué he de hacer antes de enfrentarme a Mez’Barris, Lloth mediante».

Sin embargo, ¿qué quedaba del Consejo? Faen Tlabbar, la tercera casa, estaba en las manos de una niña inexperta, y Yasraena Dyrr no era probable que se presentara en la siguiente reunión. Ella y su asquerosa casa estaban parapetados en su castillo, esperando la llegada de sus aliados duergars.

Eso dejaba a Zeerith Q’Xorlarrin, Miz’ri Mizzrym y Prid’eesoth Tuin’Tarl como las únicas matronas de las que tenía que preocuparse.

Para distraerse del desagradable futuro que le esperaba, Triel se volvió para estar frente a Andzrel y Zal’therra. Por encima de todo, anhelaba castigar al maestro de armas y a su prima por conducir al ejército a una emboscada desastrosa; pero por lo que sabía, la habilidad de Andzrel y la decisión de Zal’therra habían librado al ejército de la Araña Negra de una hecatombe. El ejército de Menzoberranzan estaba machacado, pero no diezmado.

—¿Dónde están ahora los duergars? —preguntó.

—A unos cinco kilómetros al sur de nosotros —respondió Andzrel—. En este momento la casa Mizzrym nos cubre la retaguardia y he enviado al menos un centenar de nuestros soldados para reforzarlos. —Triel comprendió lo que Andzrel quería decir; había situado soldados junto a los de Mizzrym para asegurarse de que no hubiera otra traición como la de Agrach Dyrr—. La Legión Flagelante avanza por otro túnel al este, para rodearnos. No intentemos resistir en este túnel o los tanarukks acabarán con nosotros.

—Sólo con un centenar de soldados podríamos defender ese túnel contra casi cualquier fuerza, ¿no? —preguntó Triel.

—Sí, pero los duergars tienen suficientes magos de combate entre sus filas y máquinas de asedio. No los detendríamos durante mucho tiempo.

—De todos modos, inténtalo —dijo Triel—. Usa tropas de esclavos y dispon los suficientes oficiales para asegurarnos de que no salen corriendo. Necesitamos tiempo, maestro de armas, y para eso sirven las retaguardias.

Andzrel no discutió, y Triel se alejó para reordenar su mente. Rebeldes drows, revueltas de esclavos, ejércitos duergars, traiciones, un archimago desaparecido, hordas de tanarukks… Era difícil que las cosas fueran a peor. ¿Por dónde empezar a solucionar cualquiera de esos problemas? ¿Asaltar Agrach Dyrr sin el poder mágico de las sacerdotisas? ¿Escoger otro lugar en el que resistir a los duergars y permitir que los tanarukks los barrieran?

—¿Cómo hemos llegado a esto? —murmuró.

—Agrach Dyrr estaba confabulado con los enemigos de nuestra ciudad —respondió Zal’therra—. Se las ingeniaron para formar la vanguardia de nuestro ejército y, en vez de defender los Pilares del Infortunio de los enanos grises, nos llevaron a una trampa. Debemos aniquilarlos por su traición.

—No hablaba contigo —gruñó Triel, y esta vez no fue capaz de contenerse.

Aunque sabía que no era la culpable de la desastrosa batalla, tenía que golpear algo. Le dio tal bofetón a la muchacha que casi la tira al suelo a pesar de que Zal’therra era al menos un palmo y medio más alta que ella y pesaba unos doce kilos más.

—¡Deberías esperar una traición, idiota! —exclamó Triel—. ¿Por qué no había oficiales Baenre entre nuestros exploradores? ¿Por qué no verificasteis los informes de Agrach Dyrr? Si hubieras tenido un mínimo de cautela, nuestro ejército no estaría hecho jirones.

—Matrona, todos ratificamos los planes de Andzrel… —dijo Zal’therra, encogida.

—Andzrel es un arma, Zal’therra. El ejército de nuestra casa es un arma. Tuya es la mano que debe llevar esas armas contra nuestros enemigos. Te envié para que aplicaras tu criterio y tomaras decisiones, ¡para que usaras la cabeza y pensaras!

Triel se dio media vuelta para no volver a golpear a Zal’therra. Si lo hacía no se sentía capaz de parar y, le gustara o no, Zal’therra era probablemente la más capaz de sus primas. Triel no viviría para siempre y necesitaba pensar en dejar la casa Baenre con al menos unas pocas sacerdotisas competentes en el caso de que llegara el día en que tuviera que matar a sus hermanas.

—Matrona —consiguió decir la muchacha, con una expresión de miedo en los ojos—. Te pido disculpas por mi error.

—Nunca te he pedido una disculpa, chica, y una Baenre no debería ofrecerlas nunca —tronó la matrona—, pero te daré la oportunidad de redimirte y demostrar tu iniciativa. Tomarás el mando de la retaguardia.

Triel hizo un gesto hacia el sur. Cabía la posibilidad de que enviara a su prima a la muerte, pero necesitaba saber si Zal’therra tenía el ingenio y la decisión para convertirse en líder de la casa Baenre; y si descubría un modo de sobrevivir a la tarea y obtenía cierto éxito, Triel se pensaría si le perdonaba la vida.

—Haz que los duergars tengan que luchar por cada paso que den hacia Menzoberranzan —añadió—. Tu supervivencia depende de tu éxito. Si abandonas este túnel antes de tres días, te mataré.

Zal’therra hizo una reverencia y se alejó a toda prisa. Triel se volvió hacia el maestro de armas.

—Comprenderás que no estás libre de culpa, tampoco —dijo en voz baja—. Fuiste el autor de nuestra estrategia, y comprometí todo el peso del poder y el prestigio de la casa Baenre en tu plan de batalla, el cual nos ha llevado a un desastre que no se había visto desde Mithril Hall. En otras circunstancias te habría empujado a un pozo de ciempiés hambrientos con los tendones cortados, pero… estos tiempos son insólitos, y existe la pequeña posibilidad de que tu habilidad y conocimientos de estrategia se demuestren útiles en los días que vendrán.

—Sí, matrona —dijo Andzrel, mientras hacía una reverencia.

—Entonces —continuó—, ¿dónde detenemos a los duergars y sus aliados?

—No lo haremos, matrona —respondió el maestro de armas sin vacilar—. Dadas las pérdidas que hemos sufrido, aconsejo una retirada hacia Menzoberranzan y prepararnos para un asedio.

—No me gusta esa opción —replicó Triel—. Apesta a derrota, y cuanto más rato permanezca un ejército ante nuestro umbral, más probable será que se vea reforzado por la llegada de algún otro enemigo, como los contempladores o los rebanadores de mentes.

—Eso es posible, por supuesto —dijo Andzrel, en tono neutro—, pero los enanos grises descubrirán que no es fácil mantener un asedio alrededor de Menzoberranzan, a más de cien kilómetros de su ciudad. No creo que los duergars nos asedien más allá de unos meses, y dudo que tengan las fuerzas necesarias para asaltar la ciudad. Nuestra mejor estrategia es hacer que los duergars nos sitien, y ver a qué clase de amenaza nos enfrentamos. Eso nos daría la oportunidad de aplastar a la casa Agrach Dyrr en el ínterin.

—¿Tienes miedo de enfrentarte de nuevo a los duergars? —dijo Triel con voz áspera.

—No, matrona, no aconsejaría una estrategia que arriesgara la ciudad en una batalla para la que no estamos preparados, a menos que no tengamos otra salida. Aún no hemos llegado a ese punto. —Hizo una pausa, y añadió—: Siempre podemos reunir nuestras fuerzas dentro de la ciudad y salir dentro de unos días, si vemos la necesidad.

Triel sopesó el consejo del maestro de armas.

—Volveré a Menzoberranzan y expondré el tema ante el Consejo —dijo al fin—, pero, mientras no se te ordene lo contrario, continúa con tu retirada. Tendré a los capitanes de nuestra ciudad preparados para resistir un asedio.

Halisstra abrió los ojos y se encontró a la deriva en un mar plateado e infinito. Suaves nubes grises se movían despacio en la lejanía, mientras extrañas vetas se retorcían por todo el cielo, sus extremos tan alejados que no los veían; sus partes centrales giraban como trozos de cuerda enrolladas en los dedos de un niño. Bajó la mirada. Se preguntó qué la sostenía y no vio más que aquel extraño cielo perlado bajo sus pies y a su alrededor.

Al instante tomó aire, sorprendida por la vista, y sintió que sus pulmones se llenaban de algo más dulce y quizá un poco más sólido que el aire; pero en vez de toserlo o ahogarse pareció aclimatarse a la perfección. Una emoción electrizante recorrió sus extremidades cuando se encontró hipnotizada por el simple acto de respirar.

Halisstra levantó la mano hasta su cara en un deseo inconsciente de protegerse los ojos y descubrió que su vista era increíblemente aguda. Cada juntura de su guantelete se veía con una simetría perfecta, los bordes definidos, relucientes.

Le fallaron las palabras.

—¿Nunca te habías aventurado hasta aquí, matrona Melarn? —dijo Tzirik en algún lugar detrás de ella.

Halisstra volvió la cabeza para mirarlo, pero en respuesta la vista entera dio vueltas en un movimiento rápido y suave, que llevó ante ella las figuras flotantes de sus compañeros. El clérigo vhaeraunita estaba (no, eso no era correcto, «flotaba» era mejor) a una docena de metros de ella, su armadura tan brillante como el filo de un cuchillo, su capa ondeaba gracias a una suave brisa que Halisstra no sentía. Hablaba con suavidad, aunque su voz se oía con una claridad maravillosa y una precisión que parecía estar al alcance de la mano.

—Esperaba que una sacerdotisa de tu rango estuviera familiarizada con el reino astral —añadió el clérigo.

—Sé lo que debo esperar, pero nunca tuve la ocasión de viajar a otros planos —respondió—. Mi conocimiento de este lugar es sólo… teórico.

Notó que cada uno de sus camaradas parecía muy definido, tan tangible y real, como el mismo Tzirik. De un punto que no percibía con claridad (en algún lugar a sus espaldas, o quizá la nuca), surgía un tendón delgado y reluciente de luz plateada.

Halisstra extendió el brazo hacia su espalda y sintió su cuerda. La arteria cálida vibraba con energía y, cuando sus dedos la acariciaron, una poderosa sacudida atravesó todo su torso como si le arrancaran la fibra del alma. Apartó la mano y decidió no volverla a tocar.

—Tu cuerda plateada —explicó Tzirik— es un lazo casi indestructible que ata tu alma a su hogar legítimo: tu cuerpo. —El clérigo mostró una sonrisa cruel—. Tienes que tener cuidado con ella. Hay pocas cosas que sean capaces de partir la cuerda de un viajero astral, pero si alguna lo hace, ese viajero será destruido en un instante.

Halisstra observó cómo Ryld palpaba su cuerda y la tocaba. Mostró sorpresa y apartó la mano tan rápido como lo había hecho ella.

—¿Hasta dónde llegan estas cosas? —preguntó el maestro de armas.

—Son infinitas, maese Argith —dijo Tzirik—. No te preocupes, se desvanecen a uno o dos pasos de tu piel, así que no tropezarás con la tuya. De hecho, suelen apartarse de tu camino, sin que lo pienses.

Halisstra paseó la mirada por el grupo. Observó cómo los menzoberranios se esforzaban por adaptarse al nuevo entorno. Ryld y Valas sacudían los brazos como si intentaran tirarse agua. Quenthel estaba tiesa como una tabla, con los brazos apretados a los costados; mientras Danifae se deslizaba sin ánimo, su largo cabello blanco ondeaba. Pharaun esperaba, sus ojos destellaban divertidos mientras veía los esfuerzos de sus compañeros. Tzirik miró a su alrededor, estudió las inmediaciones y asintió.

—Parece un lugar donde no pasa el tiempo pero no es así —dijo—. Deberíamos empezar nuestro viaje. Seguidme y manteneos cerca. Podéis pensar que veis hasta el infinito, pero las cosas tienen un modo extraño de desvanecerse en las nieblas.

Se deslizó sin moverse, con los brazos cruzados; la capa flameaba en silencio a su espalda.

«¿Seguirlo cómo?»; se preguntó Halisstra, mientras observaba cómo se alejaba el clérigo, aunque, de algún modo, al concebir la idea de mantenerse cerca de él, descubrió que saltaba con tal celeridad que su siguiente impulso fue gritar, aunque fuera para sí misma. —¡Alto!

Y lo hizo, tan rápido y con un final del movimiento tan perfecto que la mente le dijo que debía trastabillar hacia adelante, como si hubiera intentado detenerse muy repentinamente en una carrera. Dio un giro completo antes de detenerse en seco. Por fortuna, no era la única que tenía problemas.

Danifae frunció el entrecejo mientras intentaba dirigirse a alguna parte, y Ryld y Valas chocaron y se quedaron pegados, reacios a confiar de nuevo en el vacío.

—¡Oh, en nombre de la diosa! —refunfuñó Quenthel, mientras los observaba—. Sólo aclarad vuestra mente y pensad adonde queréis ir.

—Con todos los respetos, matrona, ¿adónde se supone que debemos ir? —preguntó Valas mientras se desembarazaba de Ryld.

—Concentraos en seguir al clérigo —replicó Quenthel—. Lanzó el conjuro, así que será capaz de encontrar el portal que lleva a la Red de Pozos Demoníacos. Podrían pasar muchas horas, pero descubrirás que aquí el tiempo pasa de modo extraño.

Con eso, Quenthel se alejó en persecución de Tzirik.

Halisstra cerró los ojos, respiró profundamente y se concentró en seguir los pasos del clérigo a una distancia razonable. Se acercó rápido y con suavidad, y esta vez no se dejó llevar por el pánico. Al poco rato el resto del grupo se deslizaba junto a ella. Se mantuvieron juntos mientras se iban acostumbrando a la peculiaridad del Plano Astral. Halisstra se dio el gusto de probar a moverse con desenvoltura. Al principio se puso horizontal y sintió que volaba como un pájaro a través del vacío perlado y luego, encarada en la dirección que llevaban, sintió como si caminara rápido sin mover las piernas.

Como descubrió, en realidad no importaba lo que hacía con su cuerpo siempre y cuando su mente siguiera concentrada en estar cerca de sus compañeros, y la inmaterialidad del mar astral empezó a filtrarse en su comprensión. Sólo era un espíritu, sin peso. Sin embargo estaba en un lugar en el que los espíritus se volvían tangibles. En algún lugar más allá del espacio perlado estaban los reinos de los dioses, un millar de conceptos infinitos sobre la existencia donde los seres divinos que gobernaban el destino de Faerun (de todos los mundos) tenían sus moradas. Le costaría un centenar de vidas drows explorar los dominios que tocaban el mar astral y no llegaría a verlos todos.

La idea le hizo sentirse pequeña, casi insignificante, y la apartó de su mente. Lloth no la había llamado a la Red de Pozos Demoníacos para acabar intimidada por el vacío plateado del Plano Astral. Había llamado a Halisstra y a los demás, capaces y orgullosos, para profesar su fe y adoración. ¿Con qué propósito había hecho todo lo que había hecho la diosa: quitarles los poderes a sus fieles, permitir la caída de Ched Nasad y causar las inacabables dificultades y tribulaciones que asaltaban a la Primera Hija de la casa Melarn?

«Había un propósito —se dijo Halisstra—, un propósito que pronto se me aclarará si mantengo mi fe y no flaqueo.

»La Reina de la Red de Pozos Demoníacos nos ha traído hasta aquí. Nos llevará un poco más lejos.».