Capítulo diecisiete

Halisstra estaba sentada en un banco, junto a una ventana, en el aposento dispuesto para ella, tocando las cuerdas de la lira de hueso de dragón. Llevaba confinada allí dos días y había descubierto que empezaba a estar algo más que cansada de su encierro.

«Me pase lo que me pase en esta aventura —se prometió—, a mí no me encarcelan de nuevo».

Había esperado que la torturaran, que aplicaran magia o algo peor durante el interrogatorio, pero Tzirik parecía que confiaba en su palabra. Muchos drows aprovecharían la oportunidad de torturar a un prisionero sin importar si era sincero o no, cosa que inducía a pensar a Halisstra que Tzirik esperaba a hablar con Quenthel y los demás antes de hacer algo que los enfureciera. Halisstra no pensaba que la matrona de Arach-Tinilith y sus camaradas atemorizaran a toda la casa, pero era posible que su arrojo hubiera persuadido a Tzirik de que no se buscara problemas sin una buena causa.

Miró por la estrecha ventana enrejada. El amanecer se acercaba. El cielo ya resplandecía en el este, aunque el sol aún no había salido. Halisstra distinguía el interminable bosque de Cormanthor, que se extendía kilómetros y kilómetros.

Una llamada a la puerta la sobresaltó, seguida por el tintineo de unas llaves en la cerradura. Miró a su alrededor y se levantó cuando Tzirik entró en la habitación, vestido con una espléndida capa roja y negra de cuello alto.

—Matrona Melarn —dijo, con una reverencia obsequiosa—, tus camaradas han vuelto. Si vienes conmigo, veremos si tenían una buena razón para abandonarte en el bosque del Mundo de la Superficie.

—¿Lo han conseguido? —preguntó Halisstra después de dejar la lira.

—Lo han conseguido, por lo que voy a dejarte a tu entera libertad. Si hubieran fallado, planeaba usarte como rehén para obligarlos a intentarlo de nuevo.

Resopló divertida, y el clérigo la acompañó fuera de la habitación. La condujo por los elegantes salones y pasillos de Minauthkeep. Un par de guerreros Jaelre les seguían los pasos, vestidos con corazas teñidas de verde y marrón, y con espadas cortas al cinto. Llegaron a una capilla pequeña, decorada con los colores de Vhaeraun y allí encontraron a Quenthel, Danifae y el resto del grupo.

—Veo que habéis sobrevivido a los rigores de Myth Drannor y estáis aquí para contarlo —dijo Tzirik a modo de saludo—. Como veis, parece que encontré algo vuestro, igual que vosotros habéis encontrado algo mío.

Halisstra estudió las caras de sus antiguos compañeros. La mayoría mostraban algo de sorpresa; una ceja levantada, un intercambio de miradas. Ryld le dedicó una cálida sonrisa antes de bajar la mirada y mover los pies con nerviosismo, mientras Danifae avanzó para asirle la mano.

—Matrona Melarn —dijo—. Pensamos que te habíamos perdido.

—Lo estaba —respondió Halisstra.

Se sorprendió al descubrir lo aliviada que se sentía de volver entre sus antiguos compañeros (aunque fueran intrusos de una ciudad rival), y su calculadora prisionera de guerra. Danifae no sería nunca más un adorno de Halisstra, pero el conjuro del vínculo aún estaba ahí, lo que la convertía en el único aliado que le quedaba.

—¿Dónde has estado? —preguntó Quenthel.

—Me retuvieron varios días para convertirme a la religión de Eilistraee, si puedes creértelo —respondió Halisstra—. Lloth me brindó la oportunidad de matar a dos de las sacerdotisas y escapé.

Aunque su corazón se hinchaba de orgullo por el logro, Halisstra descubrió que estaba un poco decepcionada por los resultados de su traición. No era una extraña en el oscuro arte de la traición, pero le parecía que sólo había hecho lo que podía esperarse de ella.

—Sin duda, la gente de la superficie te dejó libre para ver en lo que andabas metida —dijo Quenthel—. Es un viejo truco.

—También lo pensamos nosotros —dijo Tzirik—. Sin embargo, investigamos la historia de la matrona Melarn y descubrimos que era verdad. Es casi cómica la ingenuidad de nuestras hermanas del culto de Eilistraee. —Hizo una pausa y se frotó las manos—. Sea como sea, Jezz me informa de que le habéis ayudado a recuperar el libro que necesitábamos.

—¿Ayudado? —gruñó Jeggred.

—Su tarea era traer el libro —respondió Tzirik—, no luchar contra los habitantes de Myth Drannor.

—Ya tienes tu libro —dijo Quenthel. Pasó por alto los gruñidos de Jeggred, cruzó los brazos y clavó los ojos en Tzirik—. ¿Estás dispuesto a cumplir tu parte del trato?

—Ya lo he hecho —respondió el clérigo. Levantó la mirada hacia la imagen de bronce de la pared e hizo una pequeña genuflexión—. Tanto si volvíais vivos como si no, pretendía consultar con el Dios Oscuro y descubrir por mí mismo qué pretende Lloth de vosotros. Vuestra historia me inquietó bastante.

Quenthel, frustrada, hizo rechinar los dientes.

—¿Qué descubriste? —consiguió decir.

Tzirik saboreó la información que tenía y respondió con una deliberada sonrisa mientras se alejaba del grupo y tomaba asiento en el pequeño estrado que había a un lado de la capilla.

—En esencia vuestra historia es cierta —dijo—. Lloth no otorga conjuros a sus sacerdotisas, ni responde a súplicas.

—Eso ya lo sabíamos —observó Pharaun.

—Pero yo no —contestó el clérigo—. En cualquier caso, parece que Lloth se ha parapetado dentro de su dominio en el Abismo. Se niega al contacto no sólo con sus sacerdotisas, si no con todos los seres mortales y divinos, lo que explicaría por qué los demonios que conjuraste para saber sobre la Reina Araña eran incapaces de ayudarte.

Los menzoberranios se quedaron en silencio. Estaban sopesando la respuesta de Tzirik. Halisstra también estaba desconcertada.

—¿Por qué haría eso la diosa? —se preguntó en voz alta.

—Para ser sincero, admitiré que Vhaeraun o no lo sabe o no desea que lo sepa —dijo Tzirik. Centró la mirada en Halisstra—. Por el momento, el capricho divino parece una explicación tan buena como cualquier otra.

—¿Está… viva? —preguntó Ryld en voz baja. Quenthel y la otra sacerdotisa lanzaron miradas de enfado al maestro de armas, pero éste continuó—: Lo que quiero decir es, ¿la ha matado otro dios, o ha enfermado, o la han encarcelado contra su voluntad?

—Si tuviéramos esa suerte —dijo Tzirik, con una carcajada—… No, Lloth aún vive, sin embargo deberías definir qué significa que una diosa esté viva. Si se ha encerrado ella misma en la Red de Pozos Demoníacos o lo ha hecho otro poder, Vhaeraun no lo dijo.

—¿Cuándo terminará esta situación? —preguntó Halisstra.

—De nuevo, Vhaeraun o no lo sabe o no desea que lo sepa —dijo Tzirik—. Una pregunta mejor sería «¿acabará?». La respuesta a eso es «sí», acabará con el tiempo, pero antes de que os consoléis demasiado con eso, debo recordaros que una diosa puede tener un sentido diferente de lo que nosotros consideraríamos una espera razonable. El Señor Oculto podría referirse a algo que sucederá mañana, el mes que viene, el año siguiente o quizá dentro de un siglo.

—No podemos esperar tanto —murmuró Quenthel. Su expresión era distante, pensaba en los sucesos de la lejana Menzoberranzan—. Debemos tomar una decisión.

—Entonces aceptad el culto de una deidad más compasiva —respondió Tzirik—. Si estáis interesados, sería un placer adoctrinaros en las virtudes del Señor Oculto.

Quenthel se encrespó, pero mantuvo la boca cerrada. Lo que era una proeza para la sacerdotisa Baenre.

—Me niego —dijo—. ¿Tiene algún otro consejo para nosotros el Señor Oculto, clérigo?

—De hecho, sí —respondió Tzirik. Se movió en el asiento y se inclinó hacia adelante para dirigirse a Quenthel—. Éstas son las palabras exactas que me dijo, así que tomad nota de ellas. Los hijos de la Reina Araña debían buscarla para encontrar respuestas.

—Pero ya lo hacemos —gritó Halisstra—. Todos nosotros, pero no nos escucha.

—No creo que fuera eso —dijo Danifae—. Creo que Vhaeraun sugiere que no descubriremos nada más a menos que vayamos a la Red de Pozos Demoníacos y supliquemos a la diosa en persona.

Tzirik permaneció en silencio y observó a los menzoberranios. Quenthel paseaba en círculos, sopesando la idea.

—La Reina Araña requiere cierta dosis de iniciativa y de seguridad en sus sacerdotisas —dijo la matrona de Arach-Tinilith—, pero además pide obediencia. Ir a su morada divina para pedir respuestas… A Lloth no le gustaría semejante atrevimiento.

Halisstra permaneció en silencio, pensaba con rabia en lo que Tzirik sugería. Aventurarse en otros planos de la existencia no le era desconocido, por supuesto. El conjuro de Pharaun había llevado al grupo por el Plano de las Sombras, después de todo, y había muchos más universos que alcanzarían mortales pertrechados con la magia correcta, una multitud de cielos e infiernos, maravillas y terrores más allá de los confines del mundo físico, pero la idea de intentar un viaje así, sin la invitación explícita de Lloth, aterrorizaba a Halisstra.

—Los castigos por no comprender la voluntad de la diosa en este asunto serían graves —dijo Halisstra.

—¿No acabamos de oír la voluntad de la diosa? —preguntó Danifae—. Nos guió hasta este lugar y esa respuesta a su silencio es tan clara como si la hubiera grabado en nuestros corazones. Podría enojarse si fracasamos en esto.

Halisstra estaba acostumbrada a una sensación de seguridad cuando llegaba el momento de interpretar los deseos de la Reina Araña. Antes de que el silencio divino cayera sobre las sacerdotisas de Lloth, conocía los extraños susurros de la diosa en su mente. No ocurría a menudo, por supuesto (sólo era una sacerdotisa, y a Lloth la servían innumerables miles), pero sabía cómo comprender hasta en lo más profundo de su ser qué deseaba la Reina Araña y cómo lo lograría. Halisstra no sentía nada. La voluntad de Lloth, evidentemente, era que debía averiguarlo por ella misma.

Halisstra levantó la mirada, la posó donde colgaba la máscara de bronce de Vhaeraun. Lo ajeno del lugar parecía palpable, una expresión tangible de todo lo que había perdido. En vez de estar ante el antiguo altar del orgulloso templo de la casa Melarn, la divina certeza de Lloth resonando en su alma mientras ejecutaba los ritos de sacrificio y humillación que exigía la Reina Araña, estaba sola, perdida. Era una entrometida en el templo de un falso dios, mientras buscaba a tientas una señal que desvelara las intenciones de Lloth.

Se imaginó ante Lloth, su alma desnuda para su diosa, sus ojos cegados ante la visión de la oscura gloria de Lloth, sus oídos ensordecidos por el sonido de la sibilante voz de la Reina Araña… Quizá era demasiado osado creer que Lloth disiparía sus dudas, que proporcionaría respuestas a sus preguntas y un bálsamo para su corazón herido, pero descubrió que no le importaba. Si Lloth decidía apartarla, castigarla, lo haría; pero ¿entonces, por qué había destruido Ched Nasad y la casa Melarn si no era para llevarla ante ella y recibir su súplica?

—Estoy de acuerdo con Danifae —dijo al fin—. No veo qué puede significar eso que no sea convocarnos ante el trono de la diosa. Encontraremos las respuestas en su presencia.

—Interpreto su voluntad del mismo modo, hermanas —dijo Quenthel después de asentir—. Debemos ir a la Red de Pozos Demoníacos.

Ryld y Valas cruzaron miradas de preocupación.

—Una visita al sexagésimo sexto plano del Abismo —dijo Pharaun—… Bueno, he soñado con ese lugar. Sería interesante ver si la realidad corresponde a mi sueño de hace años, aunque tengo que decir, que no me deleita la idea de encontrarme con Lloth en persona. Destrozó mi alma cuando tuve esa visión. Me costó meses recuperarme.

—Quizá deberíamos regresar a Menzoberranzan e informar de lo que hemos descubierto antes de dejar llevarnos por el impulso… —terció Ryld. Era evidente que estaba alarmado ante la perspectiva de descender a los reinos infernales.

—Ahora que comprendo la voluntad de la diosa, no deseo postergar el cumplimiento de su voluntad —dijo Quenthel—. Pharaun puede usar su conjuro para informar a Gomph de nuestras intenciones.

—Más concretamente —dijo Valas—, ¿cómo consigue uno llegar a la Red de Pozos Demoníacos?

—Adora a Lloth toda tu vida —respondió Quenthel, con una mirada oscura que nublaba sus ojos—, luego muere.

Halisstra echó una breve ojeada a la suma sacerdotisa y luego al explorador.

—Si la diosa nos concediera sus conjuros, lo haríamos sin pensarlo —dijo Halisstra—. Sin ellos no es tan fácil. ¿Pharaun?

El mago se acarició las manos.

—Aprenderé los conjuros en la primera oportunidad que se presente —dijo—. Tendré que localizar a un mago de renombre que conozca los adecuados, y persuadirlo para que comparta uno conmigo.

—Eso no será necesario, maese Pharaun —dijo Tzirik. Se levantó de la silla y descendió de la tarima—. Da la casualidad de que mi dios no cree necesario privarme de mis conjuros. Tengo interés en ver qué ocurre en el dominio de Lloth. Podemos irnos esta misma noche, si así lo deseáis.

Compañía tras compañía, el ejército de la Araña Negra marchaba con orgullo hacia la caverna que había tras los Pilares del Infortunio. No era comparable a la vasta caverna de Menzoberranzan o el inabarcable abismo del Lagoscuro, pero la planicie a la entrada del cañón era impresionante, quizá medía como un kilómetro de ancho y su techo se alzaba a más de sesenta metros. Innumerables columnas lo sostenían, y cavernas laterales se veían por todos lados; parecían nichos que abrían caminos en la oscuridad.

Nimor examinó el lugar montado sobre su lagarto de guerra. Observó cómo las grandes casas de Menzoberranzan entraban en la caverna, formando en cuadros relucientes bajo una docena de estandartes distintos. Se había pasado más de dos días para reconocer las grietas, cuevas y túneles que llegaban a la planicie. El valor estratégico de los Pilares del Infortunio era evidente. Sólo una carretera llevaba al sur, por un tortuoso cañón. Sin embargo, donde había conducido a los drows acababan varios túneles. Cada uno llevaba al interior del Dominio Oscuro de Menzoberranzan.

—Un buen lugar para la batalla —dijo, mientras asentía para sí con satisfacción.

Su montura, a pesar de ser una bestia depravada y estúpida, parecía sentir el inminente conflicto. Nerviosa, siseaba y rascaba el suelo mientras agitaba la cola.

Nimor esperaba cerca del centro de la línea de exploradores que ocupaban la horcajadura entre los Pilares, a la cabeza de una fuerza de casi un centenar de jinetes de Agrach Dyrr. Aquéllos de entre su fuerza de exploradores que eran leales a cualquier otra casa estaban repartidos entre las rocas y las grietas del cañón, donde Nimor y sus hombres los asesinaron poco después de llegar a los Pilares.

Anhelaba ir a saludar a Mez’Barris Armgo, Andzrel Baenre y el resto de sacerdotisas y oficiales superiores del ejército. Veía su pabellón, que ya estaba levantado en el centro de la caverna.

«Lo malo de una traición que abarca todo un campo de batalla —pensó— es que uno no puede estar en todas partes para saborear el momento en su totalidad».

Vio que un enjuto lagarto salía del pabellón de mando en dirección a su compañía.

—Parece que me buscan —dijo a los soldados Agrach Dyrr que esperaban detrás de él—. Ya sabéis qué hay que hacer. Esperad a la señal. Cuando llegue, no esperéis ni un segundo.

Nimor espoleó a su lagarto de guerra y cabalgó un poco para reunirse con el mensajero. El jinete era un tipo joven con el uniforme de la casa Baenre; sin duda, un sobrino preferido o primo, dada la relativa seguridad que ofrecía la tarea para ganar rango sin correr demasiados riesgos. No llevaba casco y permitía que su cabello ondeara como una crin. Una bandera roja se agitaba en un arnés afianzado en la silla.

—¿Eres el capitán Zhayemd? —preguntó, mientras aminoraba la velocidad del lagarto para saludar a Nimor.

—Lo soy.

—Se requiere tu presencia en el pabellón de mando de inmediato, señor. La matrona Del’Armgo quiere saber dónde están los enanos grises y cómo disponer las tropas.

—Ya veo —contestó Nimor—. Bueno, cabalga de vuelta y dile que me presentaré en breve.

—Con todo el respeto, señor, estoy…

Tres sonoros toques de cuerno, dos cortos seguidos por uno largo, bramaron en el espacio que había entre los Pilares del Infortunio. Reverberaron tan fuerte que pareció que la misma roca daba voz al grito.

—Por la furia de Lloth, ¿qué es eso? —quiso saber el mensajero.

—Eso —dijo Nimor— era la señal para el ataque duergar.

Desde las profundidades del cañón bajo los Pilares del Infortunio llegó un fragor que hacía temblar el suelo. Bajo la línea de exploradores de Nimor, de pronto, centenares de duergars en lagartos salieron de detrás de unas telas de camuflaje hábilmente dispuestas y se colocaron en la brecha en la que los exploradores de Nimor se suponía que tenían que estar. Tras las líneas de la caballería, avanzaron al trote las columnas de infantería, mientras chillaban sus rudos gritos de guerra, alzando hachas y martillos. Los jinetes de Agrach Dyrr subieron a sus sillas, mientras tomaban la posición para detener la carga entre las gigantescas columnas de roca; y, como habían acordado, giraron al unísono hacia un lado, para dejar la línea desguarnecida.

—¡Los Agrach Dyrr! ¡Nos traicionan! —gritó el mensajero. El horror y la sorpresa se le reflejaban en la cara.

Volvió grupas, pero Nimor se inclinó y ensartó al muchacho. El joven Baenre se llevó la mano a la herida, tambaleándose, y cayó de la silla. Nimor dio un golpe en la grupa del lagarto y la bestia salió disparada hacia la caverna, arrastrando al mensajero muerto pues aún tenía los pies en los estribos.

Nimor espoleó su montura hacia un saliente que había a unos cuatro metros del suelo de la caverna que daba a los Pilares. Desde ese punto veía la mayor parte de la caverna.

—¡Un buen panorama de la batalla, mi príncipe! —requirió—. Qué magnífico día para tu triunfo, ¿eh?

—Te lo diré en un cuarto de hora, depende de si conseguimos la victoria o no.

Desde las sombras del fondo del saliente, emergió Horgar Sombracerada. Él y sus guardias personales estaban protegidos por una ilusión bien urdida, invisible para cualquiera que estuviera abajo, a menos que alguien supiera dónde mirar.

—No te acerques más, Nimor —dijo el príncipe heredero—. No deseo que nadie descubra que desapareces en una pared y se vuelva demasiado curioso sobre lo que podría haber aquí.

—Seguramente pretendes incorporarte a la batalla, príncipe Horgar. Sé que eres un enano de no poco valor.

—Participaré en ella cuando esté seguro de que no necesito dar más órdenes, Nimor. En unos momentos serás incapaz de oír a alguien que te grite en la oreja.

Nimor devolvió la atención a la batalla. Los jinetes de Agrach Dyrr, lejos de los Pilares, cargaron en círculo, pasaron por la cueva y evitaron el cuerpo principal del ejército menzoberranio. Su tarea era llegar a la retaguardia y ayudar a la infantería de Agrach Dyrr a sellar el túnel por el que acababa de llegar el ejército de la Araña Negra.

La caballería duergar fluyó por la abertura e invadió las posiciones que se suponía que tenían que aguantar contra ellos. Varios contingentes de las casas de la vanguardia se arremolinaban con evidente desorden, sorprendidos al descubrirse de pronto frente a una carga en campo abierto, en vez de los trabajos de asedio y construcción que esperaban.

Otras casas respondieron al repentino asalto con destreza y valor. El enorme contingente Baenre elevó un fiero grito de guerra y se arrojó al frente para apoderarse del paso antes de que más duergars lo atravesaran.

—Una maniobra atrevida, Andzrel —dijo Nimor, no sin admiración—. Por desgracia, creo que es demasiado tarde para poner el corcho en la botella.

Nimor azotó las riendas de su lagarto de guerra y se situó para tener una vista mejor del centro de la caverna. Quería ver la caótica confusión, el espectáculo de las columnas a la carga, chocando y retirándose como el sangriento oleaje de un mar de hierro, pero el ruido de la batalla era intolerable. Atrapados por la roca arriba, abajo y por todos lados, los rugidos, los gritos y el rechinar de las armas sobre los escudos se tornaron indistinguibles, y el fragor creció hasta ser un retumbo que se incrementaba a medida que más guerreros se enzarzaban en la lucha.

—El ruido nos beneficiará —gritó por encima del hombro a Horgar, aunque no oía sus propias palabras—. Los oficiales del ejército de la Araña Negra deben decidir cómo responder y dar las órdenes apropiadas.

—Sí —respondió el monarca enano. Nimor tuvo que esforzarse para entenderlo—. ¡El peor momento para trazar tu plan de batalla es en medio de un ataque!

Un brillante relámpago desgarró las líneas de los duergars, seguido de un trueno que se oyó por encima del estrépito de la batalla. Estallidos de bolas de fuego y hojas de llamas veteaban el campo de batalla, mientras los magos de cada bando hacían notar su presencia.

Nimor frunció el entrecejo. Un puñado de poderosos magos era capaz de decidir el asunto, incluso ante el feroz asalto de los duergars y sus aliados de Agrach Dyrr, pero también había magos entre las tropas duergars, muchos de ellos disfrazados de jinetes o infantes. Cuando los magos drows golpeaban a los enanos grises atacantes revelaban sus posiciones. Los magos duergars respondieron a cada relámpago, cada explosión ígnea, y en unos instantes la caverna se llenó de destellos de luz y fuego rojizo. El aire caliente y acre transportaba la poderosa magia lanzada sin contemplaciones de un lado al otro.

Por mucho que lo intentara, Nimor era incapaz de decir qué magos prevalecían, mientras el terrible espectáculo se acercaba a la anarquía completa. En el tiempo que se tarda en contar hasta veinte, la masa de tropas de Menzoberranzan contuvo la acometida inicial de los duergars. Los dos ejércitos quedaron trabados en un largo frente que culebreaba cientos de metros por la caverna. Los estandartes ondeaban y caían, lagartos de guerra corcoveaban y se desplomaban, mientras la carga inicial se disolvía en un millar de combates cuerpo a cuerpo.

Las columnas de duergars a veces atravesaban los puntos donde estaban reunidas las casas drows. Entraban y rodeaban a los enemigos que luchaban desesperadamente. Nimor esbozó una sonrisa sombría. Los elfos oscuros tenían pocas nociones de cómo mantener unidas a sus compañías y convertir el ejército en un arma, pero cada uno de los contingentes de las casas era un pequeño ejército de veteranos experimentados y mortíferos. El asalto duergar había dividido a los drows en veinte fuerzas más pequeñas que se apiñaban y luchaban como gatos panza arriba.

—Nuestra victoria aún está en el alero, Nimor —gritó Horgar desde arriba—. ¡Los malditos magos han contenido nuestro primer asalto!

—Sí, pero has cruzado los Pilares, ¿no? —respondió Nimor a gritos—. Pensé que la carga inicial aniquilaría a los menzoberranios pero parece que a los ejércitos de las casas no se les barre con tanta facilidad.

Mientras examinaba la batalla, Nimor pensó que los enanos grises, con la ventaja de la sorpresa, serían capaces de vencer a las casas de Menzoberranzan, pero costaría un largo día de combates acabar con la fuerza de los elfos oscuros. La casa Baenre, en particular, se las había ingeniado para hacerse fuerte en los Pilares del Infortunio, por el momento, y cuanto más tiempo aguantara Andzrel en el paso, tanto más oportunidades tendrían los elfos oscuros.

Por fortuna, Nimor había tomado medidas contra esta posibilidad. Los menzoberranios parecían muy absortos en el asalto de los enanos grises. Era el momento de hundir el cuchillo entre las costillas de Menzoberranzan.

—Ahora, Aliisza —dijo hacia la nada.

Nimor volvió grupas, sacó la espada y espoleó al lagarto de guerra hacia la confusa refriega. Mez’Barris Armgo y Andzrel Baenre estaban en algún lugar cerca del centro de la lucha, y pretendía asegurarse de que no escapaban a la destrucción de su ejército.

A poco menos de un kilómetro, apiñados en un estrecho túnel que descendía desde el este hacia la planicie, Aliisza estaba con los ojos cerrados, la mente enfocada en el conjuro que le permitía observar a Nimor. Gracias a la magia que usaba, oyó cada palabra como si las hubiera pronunciado en una habitación en silencio. Despertó del trance y dejó que el conjuro se disipara.

—Es el momento —le dijo a Kaanyr Vhok.

—Bien —dijo el Caudillo. Sus dientes afilados asomaron en una fiera sonrisa. Se relamía ante la inminente batalla. Echó un vistazo al asesino Zammzt, que estaba cerca—. Bueno, renegado, supongo que es tu día de suerte. Lanzaré a mis guerreros contra los elfos oscuros, no contra tus aliados duergars.

—Te aseguro, Caudillo, que no lo lamentarás —contestó Zammzt después de inclinar la cabeza—. Destruye su ejército, y Menzoberranzan yacerá desguarnecida ante ti.

Kaanyr avanzó hacia donde estaban sus portaestandartes.

—¡Tocad a carga! —gritó.

Al instante, una docena de tamborileros osgos golpearon sus instrumentos, produciendo un simple redoble triple, que repitieron tres veces. Agolpados en un túnel más abajo, sedientos de sangre, los tanarukks de la Legión Flagelante de Kaanyr Vhok aullaron y avanzaron de prisa. Estampaban los pies en el suelo mientras blandían las hachas. Kaanyr sacó su espada y se unió a sus tropas, mientras su guardia y los portaestandartes se apresuraban tras sus pasos. Aliisza retuvo el aliento ante el espectáculo y voló tras el estandarte de Kaanyr. Después de todo, una batalla como ésa no se daba cada día.

Por delante de los tanarukks, uno de los muros de la caverna en el flanco del ejército de la Araña Negra rieló y de pronto dejó de existir, descubriendo un túnel oculto por una ingeniosa ilusión. La estridente horda de tanarukks babeantes surgió de allí y se lanzó contra el ejército drow por retaguardia mientras las grandes casas estaban trabadas con los jinetes duergars. Aliisza vislumbró la bandera roja de Kaanyr, que ondeaba orgullosa al frente de las tropas, y la Legión Flagelante se volcó en la batalla.

Sólo un puñado de casas menores estaban en el camino de la arrebatada horda. La oleada de semiorcos sedientos de sangre las desbordó. Eran como una lanza de acero al rojo que se hundía en el flanco del ejército. Aliisza se descubrió gritando de alegría y terror, arrebatada por el terrible espectáculo e incapaz de expresar su excitación de otra manera. El ejército de la Araña Negra estaba irremediablemente enzarzado en la batalla que no deseaba, un cuerpo a cuerpo salvaje en terreno abierto contra los ejércitos combinados de Gracklstugh y Kaanyr Vhok. Como islas en un mar de enemigos, cada casa de Menzoberranzan resistía contra una marea de acero y conjuros, luchando por sus vidas.

La semisúcubo aterrizó sobre una estalagmita y miró de hito en hito la batalla que se libraba bajo ella.

«Ah, Nimor —pensó—. ¡Qué cosa tan grande y terrible has hecho!».

Nimor Imphraezl, Espada Ungida de la Jaezred Chaulssin, avanzaba por una escena tal que los demonios de todos los infiernos apenas podrían imaginar. La sangre de docenas de nobles drows manchaba su estoque y su cota de malla. Su lagarto de guerra hacía rato que había sido carbonizado por un relámpago lanzado por un mago Tuin’Tarl, y le dolían las extremidades por la fatiga y una docena de pequeñas heridas, aunque Nimor mostraba una sonrisa salvaje, embelesado por los resultados de su mortífero trabajo.

—¿Quién ha obtenido un mayor éxito, Venerado gran patriarca? —dijo con una fuerte carcajada—. ¡Zammzt te entregó Ched Nasad, pero yo he hecho que la ciudad preferida de la Reina Araña se postre!

La batalla ya duraba hacía horas. En vez de mantener una defensa inexpugnable en los Pilares del Infortunio, el ejército de la Araña Negra se veía asediado por todas partes por un enemigo que había escogido el terreno y el momento de atacar. Al igual que una gran bestia con una herida mortal en el vientre, un ejército abatido tarda mucho en morir, su agonía dura horas, mientras se desangra lentamente. En las batallas del mundo de la superficie, quizá los drows habrían entregado las armas confiando en el buen trato que les dispensaran los vencedores. En la cruel estrategia del arte de la guerra en la Antípoda Oscura, no se daba ni se pedía cuartel. Los enanos grises no tenían intención de permitir que un solo elfo oscuro sobreviviera a ese día. Los guerreros de Menzoberranzan lo sabían y por eso luchaban hasta morir.

Algunas de las casas menores estaban hechas pedazos o diezmadas. Sus combatientes, en grupos de dos o de tres, vendían sus vidas tan caras como podían. Bandas de duergars, osgos, ogros y otros soldados leales al príncipe heredero de Gracklstugh recorrían la caverna, sedientos de sangre, a la caza de los desgraciados drows cuyas compañías estaban desperdigadas. Algunas casas mantenían su posición en la gran caverna, luchando con furia pese a que la marea duergar crecía cada vez más y los hostigaba desde todos los lados. Otras casas sumaban sus esfuerzos con la esperanza de conjurar el espectro de una derrota catastrófica.

Los soldados de Barrison Del’Armgo habían sido conducidos hacia un túnel lateral, estrecho y serpenteante, y los atacaban desde la planicie. Se estaban retirando por un pasillo de sólo seis metros de ancho, y los orgullosos guerreros de la segunda casa resistían los repetidos asaltos de los duergars. Mez’Barris estaba atrapada allí, incapaz de unirse a otras casas, mientras sus suministros ardían junto al resto del convoy, quemado por la infantería de Agrach Dyrr, que se había situado en retaguardia. A Del’Armgo le esperaba un largo y penoso camino de vuelta al hogar.

La compañía de la casa Xorlarrin, bien provista de los poderosos magos de la casa por los que era célebre, acabó atrapada cerca del centro de la caverna, lejos de cualquier lugar que ofreciera una relativa seguridad. Resistieron contra una cantidad de duergars cinco veces mayor que sus fuerzas durante buena parte del día, levantando muros de fuego y de hielo y descargando explosiones de energía destructiva, pero sus magos se cansaban, agotaban los conjuros. Centenares de lanceros duergars montados en lagartos de guerra esperaban la oportunidad de cargar contra Xorlarrin cuando sus mágicas defensas fallaran.

La orgullosa compañía de Baenre, más de cinco mil almas, aguantaba como una roca mientras a su alrededor las casas menores eran masacradas o hechas pedazos. Como había predicho Nimor, Andzrel Baenre se vio obligado a abandonar los Pilares del Infortunio poco después de tomarlos, y sus fuerzas retrocedieron por el túnel por el que el ejército de la Araña Negra había pasado horas antes. Los Baenre centraron toda su atención en los Agrach Dyrr, que les cerraban el paso. Virotes, jabalinas, conjuros mortíferos, volaban mientras las dos casas batallaban como fieras. Aunque los Baenre superaban a los traidores Agrach Dyrr por dos a uno, los guerreros de la primera casa se veían obligados a defenderse de ataques lanzados desde todos los lados mientras intentaban abrir una brecha para escapar.

Nimor avanzaba hacia el centro del combate, dejando a su paso muertos y moribundos. Por fortuna, había preparado varios conjuros de invisibilidad para ese día. De lo contrario, lo habrían interrumpido una y otra vez los duergars o los tanarukks ansiosos por matar a cualquier drow que encontraran. Cientos de Guardias de Piedra de Horgar se enfrentaban a la infantería Baenre, mientras Agrach Dyrr levantaba barricadas en la boca del túnel principal. Nimor evitó el fragor de la lucha y advirtió que Andzrel y Zal’therra estaban bajo el estandarte Baenre.

Los líderes Baenre dirigían a sus soldados al centro del combate. Lentos, pero con seguridad, se abrían paso entre los guerreros de la casa traidora. Un fuerte círculo de guardias los rodeaba.

El asesino sonrió al ver la oportunidad. Los líderes Baenre se habían sumado a la batalla. Si era capaz de matarlos, decapitaría al contingente Baenre; y si su fuerza se desintegraba, había una excelente oportunidad de que ningún soldado del Ejército de la Araña Negra sobreviviera a ese día.

Nimor vio a Jazzt Dyrr, que estaba alejado de los combates, dirigiendo a los soldados de Agrach Dyrr. El noble se tapaba con una mano un corte en las costillas. El asesino se apresuró y disipó la invisibilidad.

—Un trabajo bien hecho, pariente —le gritó a Jazzt—. Continúa frenando a los Baenre, y la guardia del príncipe heredero los triturará.

Jazzt levantó la mirada. La fatiga y el dolor eran evidentes en su cara.

—Es más fácil decirlo que hacerlo —dijo—. Los Baenre luchan como demonios, y bastantes de nuestros muchachos no volverán a casa. —Se irguió y le ofreció la mano a Nimor—. Recelaba de ti, Zhayemd, pero tu plan parece desarrollarse a la perfección. Pensé que te necesitaríamos aquí, pero veo por las manchas de sangre que te mantienes ocupado.

—Las grandes casas aún resisten en el centro de la caverna, pero éste es el punto decisivo —respondió Nimor. Tenía los ojos clavados en el estandarte Baenre—. Préstame todos los soldados que puedas. Voy a matar a los oficiales Baenre.

—De acuerdo, nos vendrá bien esa ayuda —contestó Jezzt. Hizo un gesto, y aparecieron doce guerreros experimentados—. Muchachos, id con Zhayemd. ¡Tomad el estandarte Baenre!

Nimor preparó el estandarte y la daga mientras los soldados se reunían a su espalda. El cuerpo a cuerpo se acercaba. Mientras, los Baenre continuaban ganando terreno. Veía el estandarte Baenre, ondeando por encima del centro del combate. Andzrel estaba cerca de la vanguardia, rodeado por lo mejor que podría ofrecer la casa Baenre, mientras Zal’therra cojeaba unos pasos por detrás. La sacerdotisa lidiaba con una fea herida en la cadera y caminaba apoyando el brazo sobre los hombros de un lugarteniente.

Nimor esperó hasta que los guardias de los oficiales Baenre estuvieron a tiro de lanza de sus soldados.

—¡Arriba y a por ellos, muchachos! —gritó.

Entre enfebrecidos vítores, los guerreros de Agrach Dyrr atacaron desde sus escondites. Algunos dispararon sus ballestas hacia los Baenre antes de descartarlas y desenvainar las espadas. Las flechas sisearon en la boca del túnel. Algunas rebotaron en la armadura de las sacerdotisas y la guardia Baenre, pero otras dieron en el blanco. Los de Baenre se prepararon para recibir la carga de Agrach Dyrr lo mejor que pudieron. Zal’therra saltó a un lado del túnel y se defendió con un enorme flagelo negro de dos cabezas, reacia a confiar en su pierna herida pero ni mucho menos indefensa, como aprendió un soldado de Agrach Dyrr cuando lo hizo tropezar y le asestó un golpe que le rompió el cráneo. En un momento, el entrechocar del acero y el abominable sonido del metal sobre la carne resonaron en el túnel, acompañados de los gritos, gruñidos y maldiciones de los guerreros.

Andzrel, a diferencia de su parienta, se lanzó a la lucha. Llevaba una espada de dos hojas con las que detenía las centelleantes espadas de sus enemigos a la par que les asestaba patadas para derribarlos. Nimor observó admirado la cambiante suerte del furioso asalto. Entonces, los de Agrach Dyrr se abrieron paso, y se acercó al maestro de armas Baenre.

—Saludos, Andzrel —dijo—. Tu maestro de exploradores informa de que los duergars parecen haberse infiltrado más allá de nuestra línea en los Pilares del Infortunio, y ahora presentan un peligro considerable para el ejército de la Araña Negra.

Andzrel Baenre se quedó paralizado. La furia hervía bajo su talante disciplinado.

—Zhayemd —profirió—. Has cometido un grave error al enfrentarte a mí. Habría sido más acertado saborear los frutos de la traición desde lejos.

—Ya veremos —respondió Nimor.

Dio un salto al frente y dirigió una estocada asesina al pecho del Baenre, pero Andzrel estaba preparado. El maestro de armas se hizo a un lado y levantó su espada de doble hoja en una parada circular que desvió el estoque de Nimor. Luego, se acercó a éste y lo golpeó con el codal de su armadura en la sien. Si Nimor hubiera sido el menudo drow que parecía ser, el golpe le habría fracturado el cráneo. En cambio, sólo le sacudió la cabeza. Respondió girando en dirección contraria mientras levantaba la daga en un golpe encubierto que alcanzó a Andzrel bajo la coraza. El maestro de armas reculó medio paso y saltó, al tiempo que estampaba la bota en las costillas del asesino, pero Nimor sólo soltó un gruñido y empujó a Andzrel con fuerza hacia atrás.

Andzrel rodó y a continuación se levantó con la espada en alto, los ojos muy abiertos.

—Por la diosa, ¿qué eres? —murmuró.

Antes de que Nimor diera una respuesta adecuada, la mano del maestro de armas bajó como un relámpago hacia su bota y lanzó un cuchillo que fue directo al cuello de Nimor. El asesino puso el brazo frente a la cara y el arma se le clavó en el antebrazo. Lanzó un gruñido y se la arrancó. Su sangre caía al suelo polvoriento de la caverna.

Andzrel no lo esperó, por supuesto. El Baenre atacó y esquivó la guardia de Nimor. Intentaba derribarlo de un golpe seco.

Nimor saltó y aterrizó al otro lado. Mientras Andzrel se daba la vuelta, Nimor hundió el estoque a través de su coraza y abrió una profunda herida en el costado del maestro de armas. Andzrel gruñó y trastabilló, perdiendo el equilibrio. Cayó a los pies de Nimor, la espada de dos hojas yacía debajo.

—Un buen intento —dijo Nimor, mientras levantaba la espada para acabar con él.

Antes de que golpeara, una esfera de energía ambarina lo rodeó. La fuerza mágica detuvo la estocada con tanta seguridad como si intentara ensartar Narbondel y también resistió su cuchillo.

—¿Qué infiernos es esto? —exigió Nimor.

El asesino gruñó de rabia, incluso cuando se dio cuenta de que el fragor del combate había aumentado con creces en ese mismo instante. Miró más allá de la esfera. Intentaba determinar de dónde venía y qué pasaba.

Docenas de tropas Baenre de refresco aparecieron por el túnel detrás de los Agrach Dyrr y atraparon a Jazzt y a su infantería entre el martillo y el yunque. Los Agrach Dyrr que bloqueaban el túnel fueron ahuyentados o asesinados, lo que despejó la retirada del contingente de la casa Baenre. Nimor observó con fría cólera cómo los Baenre empezaban a correr ante su prisión mágica para reforzar a los suyos. En unos momentos, la batalla se alejó de él y volvió a la caverna principal.

Nimor se volvió hacia el túnel y se encontró con un mago alto y gordo, con los colores de la casa Baenre, que estudiaba el globo ambarino con una sonrisa de autocomplacencia. Zal’therra y Andzrel también miraban al recién llegado.

—Nauzhor —dijo la sacerdotisa. La sangre fluía de la herida de la cadera—. El momento no podría ser mejor.

—Ha sido un accidente en realidad —ronroneó el mago—. La matrona me ordenó que obtuviera noticias de la batalla, así que escruté al ejército, descubrí que la batalla estaba en marcha y advertí vuestras dificultades. Usé un pergamino muy valioso para levantar un portal y traeros alguna ayuda. —Se volvió y estudió a Nimor en el globo de energía—. ¿No es este fiero guerrero el capitán Zhayemd de Agrach Dyrr?

—Eso dice —dijo Andzrel entre dientes—. ¿Podrías matarlo con la esfera?

—Ahora mismo no. Sólo captura a alguien durante un rato, encarcela a la víctima dentro de un escudo impenetrable de fuerza mágica. Se desvanecerá en un rato, después de lo cual podrás matarlo a placer.

—Entonces más tarde —dijo Andzrel.

Con una mano cogió un pequeño vial del cinturón (una poción curativa, imaginó Nimor) y se la bebió. Echó una mirada a la batalla, con cara inexpresiva.

—Haz preparativos para cargar —dijo Zal’therra después de cojear hasta él—. Con los refuerzos de Nauzhor seremos capaces de devolverles el golpe a esos malditos enanos y tanarukks. —Miró al mago—. ¿Cuántos soldados has traído?

—Sólo una compañía, me temo. La matrona no quería arriesgar más fuerzas por si las cosas iban mal.

Zal’therra empezó a protestar, pero Andzrel le puso la mano en el brazo.

—No —dijo—, la matrona tiene razón. Ahora que nos hemos asegurado la retirada, tenemos que sacar tantas casas como podamos de la batalla, los duergars y sus aliados tanarukks han triunfado.

—¿Tal mal ha ido? —preguntó Nauzhor.

—Si nos movemos rápido —respondió Andzrel—, salvaremos buena parte de nuestros soldados. Una vez que tengamos a las casas importantes lejos de la batalla, lucharemos en retirada hasta Menzoberranzan si es necesario. No hay tiempo que perder, si queremos salvar a Xorlarrin y Tuin’Tarl. Fey-Branche está acabada, y no tengo la menor idea de lo que ha pasado con Barrison Del’Armgo, y Duskryn y Kenafin fueron barridas por los tanarukks. Menzoberranzan no puede perder más drows.

—Tu retirada sólo retrasará lo inevitable —dijo Nimor—. No podrás pararlo.

Andzrel se apoyó en la espada de doble hoja y le lanzó una mirada asesina.

—Pensadlo bien —dijo el maestro de armas—, dejaré a unos soldados para que esperen que la esfera se desvanezca. No veo razón para dejarlo vivir un momento más de lo necesario. —Cruzó una mirada fría con Nimor—. Tu casa lamentará el día que traicionaste a nuestra ciudad.

Nimor intentó salir de la esfera de fuerza una vez más. Fue en vano. Andzrel, Zal’therra y el mago Baenre dieron media vuelta y siguieron a sus soldados hacia la batalla, mientras varios soldados de Baenre tomaban posiciones alrededor de la esfera.

—Os veré en Menzoberranzan —prometió Nimor.

La Espada Ungida invocó el poder del anillo y desapareció del globo de fuerza para entrar en las acogedoras sombras.