El mismo día en que había matado a Seyll, Halisstra empezó a preguntarse si no habría sido mejor acompañar a las sacerdotisas de Eilistraee y fingir que se convertía. Habría sido una estrategia bien extraña para reunirse con sus camaradas, pero le habría procurado cobijo, comida y la remota oportunidad de recuperar su equipo, en vez de una interminable caminata por los bosques helados. Cuando se acercaba el alba, no encontró mejor abrigo que un hoyo húmedo y pequeño rodeado por rocas, de la altura de un drow, y árboles sin hojas. Entre temblores, se quitó la mochila robada y rebuscó a conciencia, con la vaga esperanza de que hubiera pasado por alto algún utensilio importante o un poco de comida.
Seyll y sus seguidoras habían pensado que su paseo por el bosque duraría unas pocas horas. No llevaban más equipo del que Halisstra habría cogido si hubiera decidido aventurarse a una caverna conocida a dos o tres kilómetros de Ched Nasad. Desde luego, no se habían equipado para ayudar a su cautiva en su huida.
Con la ballesta que había cogido a Xarra y las canciones bae’qeshel tendría una posibilidad de abatir cualquier pieza con la que se cruzara, pero durante las dos horas que había vagado por el bosque no había visto nada más grande que un pájaro. Incluso si conseguía matar algo para comer, no tenía manera de cocinarlo, y empezaba a sospechar que el bosque conspiraba contra ella.
Estaba bastante segura de que se las había arreglado para mantener el rumbo oeste después de escapar de las renegadas. Si Seyll no había mentido cuando dijo que estaban cerca del punto en el que la habían capturado, no se hallaba a más de uno o dos días de marcha del riachuelo que Pharaun había descrito en su visión. Puesto que el río bajaba de sur a norte, era un objetivo difícil de fallar siempre y cuando siguiera avanzando hacia el oeste.
Intentó mantener el ocaso y la luna al frente, y un poco a la izquierda, pues tenía que estar algo al sur en ese momento del año; o eso había deducido al observar cómo Valas se guiaba por los bosques durante los días pasados. Por supuesto, no tenía manera de saber si dirigirse río arriba o abajo cuando alcanzara ese río, pues no estaba segura de encontrarlo en el mismo punto que el mago había visto. Por eso mismo, tampoco estaba demasiado segura de si el riachuelo sería el correcto. Ya había dejado atrás una docena de arroyos, y aunque creía que a ninguno de ellos se le podía llamar río, no tenía la experiencia suficiente en el mundo de la superficie para saberlo con certidumbre.
—Por supuesto, todo esto es así a menos que haya caminado en círculos durante horas —murmuró Halisstra.
Podría ser que lo más atinado fuera abandonar la idea de buscar a los Jaelre, y escoger el camino más directo que fuera capaz de encontrar para salir del bosque. Tarde o temprano, volvería a encontrar una civilización y mendigaría, pediría prestada o robaría comida. O hechizaría a un guía que la llevara hasta los Jaelre.
Cerró los ojos. Intentaba construirse una imagen mental de Cormanthor y las tierras que lo rodeaban. Sabía que estaba en la parte oriental del bosque. ¿Era mejor ir hacia el este, hacia el sol naciente? Había poco en ese lado del bosque a excepción del asentamiento humano del valle de la Rastra, si recordaba la geografía. ¿O era mejor dirigirse al sur? Había varios valles más en esa dirección, así que tendría más probabilidades de alcanzar una civilización si seguía por allí, incluso si eso implicaba un viaje más largo hasta salir del bosque. El norte lo descartó de inmediato, puesto que estaba bastante segura de que en esa dirección estaba Elventree. Fuera cual fuese la decisión que tomara, daría la espalda a los Jaelre y a su misión sagrada, al menos por un tiempo.
—Esto sería más fácil si la diosa se aviniera a responder mis oraciones —gruñó.
Cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir, fue incapaz de reprimir una mirada a su alrededor y taparse la boca. Lloth no miraba con buenos ojos a los que se quejaban.
Pasó un día frío, húmedo y miserable encorvada entre las rocas de su pequeño escondite, mientras permanecía en un duermevela. Más de una vez deseó haber tenido la presencia de espíritu para ordenar a Feliane que la guiara hasta los Jaelre. Era muy probable que los soldados de Dessaer estuvieran bajo su pista, por supuesto, y no mostrarían mucha compasión si volvía a caer en sus manos. Aun así, Halisstra empezaba a pensar que una ejecución rápida por parte de los elfos de la superficie sería preferible a una muerte larga y solitaria por inanición en el interminable bosque.
Al anochecer se levantó, reunió sus pertenencias y salió a gatas del escondite. Miró en la dirección en que creía que estaba el oeste, luego al sur y al oeste de nuevo. El sur ofrecía más posibilidades de encontrar un asentamiento humano o elfo, aunque era incapaz de abandonar la esperanza de reunirse con sus camaradas. Mejor marchar un poco más hacia el oeste y, si no encontraba el río de Pharaun al amanecer, desistir.
—El oeste, entonces —dijo para sí.
Caminó durante un par de horas. Intentaba mantener la luna a la izquierda, aunque la sentía más que verla. La noche era fría, y unas nubes finas se deslizaban en el cielo, impulsadas por fuertes ráfagas de viento que no pasaban de las copas de los árboles. Los bosques estaban en calma, probablemente negros como boca de lobo para los patrones de los habitantes de la superficie, pero Halisstra descubrió que la difusa luz de la luna inundaba el bosque como un mar de brillantes sombras plateadas. Se detuvo a estudiar el cielo. Trataba de calibrar si el avance de la luna afectaba demasiado su rumbo cuando oyó el débil sonido de agua en movimiento.
Avanzó con cuidado, corrió y apareció en la orilla de un riachuelo ancho que discurría sobre un lecho de guijarros. Era más ancho que los que había visto hasta entonces, mediría unos diez o doce metros de ancho y fluía de izquierda a derecha.
—¿Es éste? —suspiró.
Parecía lo bastante grande y estaba cerca de donde esperaba encontrarlo; un día y medio de marcha desde el lugar en el que había sido capturada. Halisstra se agachó y examinó las rápidas aguas. Si tomaba la decisión incorrecta, seguiría el arroyo hasta llegar a alguna parte del bosque desolada y moriría de frío y hambre. A pesar de todo, su destino no era muy prometedor, hiciera lo que hiciese. Soltó un resoplido y siguió el riachuelo hacia la derecha. ¿Qué podía perder?
Avanzó otro kilómetro antes de que la caminata nocturna y el frío aire le provocaran un hambre demasiado atroz para soportarla, y decidió detenerse y comer las pocas provisiones que le quedaran. Se quitó la mochila y empezó a mirar a su alrededor cuando oyó un extraño zumbido. Sin pensárselo, se tiró al suelo. Conocía ese sonido demasiado bien.
Dos virotes pequeños pasaron sobre ella. Uno se hundió en un árbol cercano, el otro colgaba de la manga de la cota de malla. Halisstra rodó hasta el árbol y cantó un conjuro de invisibilidad lo más rápido que pudo, con la esperanza de quitarse de encima a los asaltantes, cuando se les ocurrió mirar de nuevo el virote. Era negro y pequeño, de plumas rojas; el dardo de una ballesta de mano drow.
Varios atacantes sigilosos se acercaron por entre los árboles. Su presencia la indicaba el ocasional ruido de las hojas o un silbido bajo. Halisstra se levantó con cuidado, mientras permanecía escondida tras el árbol.
—Dejad de disparar —exigió en voz baja—. Maté a la sacerdotisa de Eilistraee que llevaba esta armadura. Sirvo a la Reina Araña.
Su voz tenía dejes de una canción bae’qeshel, que le dieron a sus palabras una innegable sinceridad.
Varios drows se acercaron, sus pies hacían poco ruido. Halisstra los vio, varones vestidos de negro y verde que buscaban entre los árboles como panteras. La buscaban, pero el conjuro la ocultaba bastante bien.
Posó la mano en la empuñadura de la espada que le había arrebatado a Seyll y se movió un poco para cubrirse con el escudo en el caso de que encontraran el modo de disipar su invisibilidad.
—Te buscábamos —dijo uno de los drows que tenía delante.
—¿Me buscabais? —dijo Halisstra—. Quiero una audiencia con Tzirik. ¿Me llevaréis hasta él?
Los guerreros Jaelre se detuvieron. Sus dedos se movieron con rapidez, se comunicaban entre ellos. Un momento después, el guerrero que acababa de hablar se enderezó y bajó la ballesta.
—Tu grupo de besa arañas llegó a Minauthkeep hace tres días —dijo—. ¿Te separaron de ellos?
Con la esperanza de que Quenthel y los demás no hubieran hecho algo para enemistarse con los Jaelre, Halisstra decidió contestar con honestidad.
—Sí.
—Muy bien, entonces —respondió el extraño—. El Alto Clérigo Tzirik nos ordenó que te encontráramos, así que te llevaremos de vuelta. El porqué y qué pasará contigo es de su incumbencia.
Halisstra permitió que se desvaneciera la invisibilidad y asintió. Los Jaelre la rodearon y se pusieron en marcha hacia el sur, a buen ritmo, siguiendo el riachuelo. No sabía dónde estaban, pero los Jaelre parecían conocer bien los bosques. En menos de una hora, llegaron a la fortaleza en ruinas. Sus murallas blancas relucían bajo la luz de la luna. El riachuelo pasaba a un tiro de piedra de la fortaleza.
Era el arroyo correcto, advirtió Halisstra con algo de sorpresa.
Había mantenido el rumbo durante dos noches y parecía haberse desviado sólo tres o cuatro kilómetros hacia la derecha. Pensó qué habría sucedido si hubiera cruzado el riachuelo y hubiese continuado. La idea le hizo temblar.
Los exploradores Jaelre condujeron a Halisstra hacia el interior de la fortaleza en ruinas, dejando atrás centinelas escondidos. Descubrió que el lugar estaba mucho más restaurado de lo que parecía el exterior. La escoltaron hasta una modesta sala cuyos únicos adornos eran una gran chimenea y una colección de trofeos de caza, la mayoría, criaturas de la superficie que Halisstra no reconocía. Esperó bastante rato, mientras le acuciaban la sed y el hambre, pero al final apareció un varón de corta estatura y de complexión fuerte, con la cara cubierta de un velo ceremonial negro.
—Qué suerte la mía —dijo con voz sonora—. Dos veces en tres días han acudido a mi hogar adoradores de la Reina Araña y han preguntado por mí. Empiezo a preguntarme si Lloth desea que reconsidere mi devoción por el Señor Oculto.
—¿Eres Tzirik? —preguntó Halisstra.
—Lo soy —dijo el clérigo, que cruzó los brazos mientras la examinaba—. Y tú debes ser Halisstra.
—Soy Halisstra Melarn, Primera Hija de la casa Melarn, segunda casa de Ched Nasad. Debo suponer que mis compañeros están aquí.
—Claro —dijo Tzirik. Mostró una sonrisa helada—. Aunque cada cosa a su tiempo. Veo que llevas las armas de una sacerdotisa de Eilistraee. ¿Cómo las conseguiste?
—Como dije a tus guerreros, mi grupo fue atacado por elfos de la superficie hace cinco días. Mis compañeros escaparon al ataque, pero a mí me capturaron y me llevaron a un lugar llamado Elventree. Allí, una hembra llamada Seyll Auzkovyn acudió a mi celda y pretendió adoctrinarme en la senda de Eilistraee.
—Una idea más bien peregrina —observó Tzirik—. Continúa.
—Permití que creyera que me convencería —dijo Halisstra—. Me ofreció llevarme a un rito que tenían que celebrar hace dos días en el bosque. Encontré una oportunidad para escapar mientras nos dirigíamos hacia la ceremonia.
Bajó la mirada hacia la cota de malla y las armas que llevaba. La ingenuidad de aquella hembra aún sorprendía a Halisstra. Seyll no le había parecido una drow estúpida, ni por asomo, y, sin embargo, había juzgado mal a Halisstra.
—En cualquier caso —acabó—, me tomé la libertad de tomar prestadas algunas cosas que Seyll ya no necesitaba, pues la buena gente de Elventree me confiscó las armas y la armadura.
—¿Y ahora te gustaría reunirte con tus camaradas?
—Siempre que no estén muertos o encarcelados.
—Nada de eso —dijo el clérigo—. Me pidieron que les proporcionara un servicio inusual, así que pensé en algo que pudieran hacer por mí, como compensación por el tiempo y las molestias. Si tienen éxito, deberían volver en uno o dos días. La pregunta es: ¿estarás aquí para saludarlos?
Halisstra entornó los ojos y permaneció en silencio. El clérigo paseaba ante la chimenea y asió un atizador de un pedestal cercano y avivó el fuego.
—Los camaradas que te abandonaron a tu suerte me contaron un cuento insólito —dijo el clérigo—. Sin duda te preguntarás: ¿cómo saber cuánto le han dicho a Tzirik? No puedes, por supuesto, así que lo más inteligente es que me lo cuentes todo.
—A mis compañeros no les gustará eso cuando vuelvan —dijo Halisstra.
—Nunca sabrán que estuviste aquí si no satisfaces mi curiosidad, matrona Melarn —dijo Tzirik. Dejó el atizador en su sitio y se sentó cerca del fuego—. Ahora, ¿por qué no empiezas desde el principio?
Ryld estaba en una nube ácida. Intentaba con denuedo no respirar a pesar de que necesitaba el aire. La piel le quemaba como si hubieran derramado fuego líquido sobre su cuerpo, y los verdugones crecían allí donde la piel negra se exponía al aire. Quedarse donde estaba suponía una muerte lenta, pero los vapores se aferraban a sus extremidades como manos y le impedían moverse. El maldito contemplador acechaba en algún lugar de la sala, pero ¿dónde?
Un brillante relámpago iluminó las pálidas tinieblas y atravesó la bruma con una docena de arcos eléctricos. El maestro de armas se tiró a un lado y cayó al suelo despacio, refrenado por el vapor, mientras un fuerte trueno sacudía las piedras de la sala y sus dientes chascaban.
—¡Pharaun! —gritó—. ¿Dónde está el maldito…?
Lamentó sus palabras al instante, cuando un dolor agónico traspasó su garganta y nariz.
—¡Contra la pared oeste! —respondió el mago, algo alejado.
El maestro de Sorcere volvió a lanzar otro conjuro. Apresuraba las palabras para acabarlo lo antes posible. Mientras tanto, el contemplador canturreaba, murmuraba las palabras de media docena de conjuros a la vez. El rayo centelleó de nuevo, seguido de los silbidos de los proyectiles invocados, que se dirigían a sus blancos, y los gritos y maldiciones de sus compañeros.
Al final Ryld se encontró apoyado contra una pared curvada; lo único que distinguió en la horrible niebla. Sin tomarse un respiro, se lanzó hacia adelante tan rápido como pudo, con la esperanza de salir de la nube ácida antes de que le quemara la piel de la cara.
«¡Diosa, qué confusión!», pensó, mientras arremetía contra la niebla con Tajadora.
El contemplador había esperado a utilizar su magia hasta que ascendieran y barrió al grupo con todos los conjuros de los que disponía.
—¡Los demonios vienen a por nosotros! —gritó Jezz desde más allá de la niebla—. ¡Acabad rápido con esa cosa y cojamos lo que vinimos a buscar!
«Acabad rápido —pensó Ryld con una mueca—. Es una idea nueva».
Siguió adelante y de pronto se encontró fuera de la nube mortal. No había nadie cerca, aunque oía cómo sus compañeros luchaban en la niebla que tenía a su espalda.
—¡Maldición! —murmuró.
Tras librarse de la anormal nube, vio que todo aquel piso había estado destinado a aposentos nobles. Una espesa capa de polvo en el suelo parecía ser lo único que quedaba de una alfombra, y las paredes estaban pintadas con unas cenefas anaranjadas y doradas que formaban la imagen de un bosque con sus hojas pintadas en rojos, naranjas y amarillos. Ryld tosió, le lloraban los ojos por el contacto con los humos tóxicos. Era evidente que había atravesado una arcada que daba a una habitación diferente y al otro lado de la sala había otra.
—¿Dónde infiernos estoy?
Algo chilló de rabia más adelante, y la habitación más allá de la arcada resplandeció con las luces de un fuego mágico. Ryld blandió Tajadora y se precipitó hacia la otra cámara.
Danifae y Jezz luchaban allí contra un par de enjutos demonios escarnosos de casi tres metros de alto. Eran unos enemigos horribles con grandes alas que peleaban con flagelos y colas espinosas de las que goteaba un veneno verde. Varios demonios menores siseaban tras los dos que ya estaban en la habitación, a la espera de unirse al combate.
—¡Los demonios se nos echan encima! —gritó Jezz.
El Jaelre luchaba con un cuchillo curvo en una mano y una llama blanca de fuego mágico en la otra. Uno de los grandes demonios saltó hacia Jezz y descargó sus armas contra el Jaelre, que cayó al suelo. La criatura se inclinó y extendió la mano hacia el cuello del aturdido drow.
Ryld amagó un golpe para que el demonio se protegiera la cara y, acto seguido, se agachó para cortarle la pierna a la altura de la rodilla. El enorme demonio rugió de dolor y se desplomó, las alas se agitaban torpemente mientras la sangre manaba de la espantosa herida. Ryld se acercó para acabar con el monstruo, pero éste respondió con un frenesí de zarpazos y mordiscos, mientras dirigía la cola espinosa hacia él tan rápido que sólo la robustez de la coraza enana le salvó de acabar atravesado por el aguijón del demonio herido.
Ryld detuvo los golpes con furia, luchaba por su vida, mientras aumentaban los demonios (un grupo compuesto de criaturas de la altura de un hombre que estaban armados con ganchos afilados que sobresalían de sus cuerpos escamosos), que tenían las colmilludas caras deformadas por una alegría infernal.
—¡Elfos oscuros para el banquete! —se regodeaban—. ¡Corazones drows para comer!
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Danifae—. ¡No podemos detenerlos!
Giró la maza con pericia y fuerza mientras se batía con el otro gran demonio y un par de los pequeños, que arremetían contra ella desde los flancos.
—¡No hay adónde ir! —exclamó Ryld—. ¡El contemplador está a nuestra espalda!
Sintió cómo lanzaban mortíferos conjuros en la habitación de atrás, las reverberaciones de los relámpagos y el frío de los conjuros de muerte que le ponía la piel de gallina.
«Esto no funciona —pensó—. Nos han dividido en dos, luchamos contra dos enemigos peligrosos».
Necesitaban reagruparse y centrarse en un enemigo o el otro, o abandonar la lucha e intentarlo más tarde. Eso si los habitantes de Myth Drannor les permitían retirarse. Era más que probable que murieran allí, rodeados y aplastados por hordas interminables de demonios sedientos de sangre. Cabía pensar incluso que Quenthel y Valas ya estuvieran muertos.
«Basta —se reconvino a sí mismo—. ¡No hemos venido hasta aquí para que nos venzan!».
Redobló los ataques, se abalanzó sobre el demonio y hundió la punta de Tajadora en el cuello escamoso de la criatura. Ésta agitó las extremidades con violencia, pero se moría, y las convulsiones golpearon la piedra y dieron zarpazos al aire en vez de vapulear a Ryld. El maestro de armas saltó por encima del cuerpo de la criatura para enfrentarse a los otros demonios que ya se dirigían hacia él.
Jezz se incorporó a la refriega, mientras sacaba un pergamino de su cinturón y leía a toda prisa el conjuro de abjuración que hizo estallar a varios de los demonios menores, que volvieron al plano infernal del que habían escapado.
Al instante dos más reemplazaron a sus compañeros.
—¡Tenemos que movernos! —gritó el Jaelre—. ¡El contemplador es nuestro enemigo! ¡Los demonios son sólo una distracción!
Ryld repitió la mueca. Si intentaba huir, los atacarían por la espalda. Sin embargo, empezó a retirarse hacia la puerta que llevaba hasta el contemplador, mientras rezaba para que la criatura no estuviera en una posición desde la que los viera. Cedió terreno a regañadientes, reacio a enzarzarse en otro combate mientras otro proseguía.
Para su sorpresa, uno de los demonios del fondo de la habitación desapareció de la vista, y otro soltó un chillido cuando un flagelo de cabezas de serpiente le hundió los colmillos en la nuca. Quenthel y Valas aparecieron de pronto diezmando las filas de demonios. El explorador sostenía a la sacerdotisa herida, le protegía el flanco con uno de los kukris mientras ella azotaba con el látigo.
Danifae y Ryld aprovecharon la momentánea desventaja de los demonios para matar a sus enemigos más inmediatos. Quenthel se desplomó contra la pared, mientras palpaba en busca de la varita de curación de Halisstra, y Valas sacaba el segundo cuchillo, se lanzaba a la refriega y apuñalaba a los demonios por la espalda.
—¡Rápido! —jadeó Quenthel—. Un demonio en la sima y una docena más de los otros nos pisan los talones.
Ryld asestó un mandoble a otro de los demonios con púas, mientras Danifae esparcía el cerebro de un segundo por la habitación con un golpe a dos manos de la maza. En unos instantes, los drows limpiaron la habitación de demonios. Jezz sacó otro pergamino, leyó el conjuro a toda prisa y selló la puerta detrás de Quenthel y Valas con una cortina de brillante energía amarilla.
—Eso detendrá a la criatura durante un momento —advirtió.
La Baenre miró a su alrededor. La caída le tenía que haber provocado graves heridas. La sangre manchaba un lado de su cabeza, y parecía que sus ojos no querían enfocarse. Un brazo le colgaba inerte, pero se levantó.
—¿Dónde están el contemplador, Pharaun y Jeggred? —preguntó.
Ryld hizo un gesto con la cabeza en dirección a la arcada. Otro conjuro retumbó en el aire.
—Allí atrás —dijo—. El contemplador…
Le interrumpió la repentina sensación enfermiza de una presencia abrumadora que se acercaba a la barrera de Jezz, algo desconocido que parecía sacudir las mismísimas piedras de la torre con sus pisadas.
—Viene el demonio de la sima —informó Danifae, entre jadeos y con una expresión de alarma.
—Vamos —dijo Quenthel, que les indicó que avanzaran con el brazo bueno.
Sin más palabras, los elfos oscuros corrieron hacia la otra salida, entraron en la siguiente habitación, sacudida por los conjuros que tronaban y hormigueaban por el aire.
Triel estaba en un puente alto de la casa Baenre, contemplando Narbondel. El anillo radiante que subía por la imponente columna de piedra marcaba el paso del tiempo en Menzoberranzan. El brillo estaba cerca de la punta del pilar, lo que significaba que el día pronto acabaría. No por primera vez, le pareció curioso que una raza a la que habían expulsado del mundo de la luz al menos hacía diez mil años aún señalara el paso de los días y las noches a la manera de la gente de la superficie, cuando la noche era eterna e inmutable en la Antípoda Oscura. Pero esto les servía para recordar el transcurrir de los días en el mundo de la superficie. Ayudaba a tratar con aquéllos que aún respetaban esa costumbre, como los mercaderes que bajaban algún artículo exótico y deseable a la Ciudad de la Reina Araña.
Pero ésos no visitaban mucho Menzoberranzan últimamente. La guerra era mala para el comercio.
La otra pregunta que surgió en la mente de Triel mientras miraba Narbondel y la ciudad era algo menos abstracta: ¿quién vendría en una hora o dos para lanzar los conjuros que renovaban el anillo ardiente de Narbondel? El oficio de archimago aún pertenecía a su hermano Gomph, desaparecido desde hacía más de diez días, pero los maestros de Sorcere no permitirían que el puesto siguiera vacante durante mucho más tiempo. Había descubierto que varios de los maestros más ambiciosos ya maniobraban por el puesto. Sin duda, Pharaun Mizzrym habría estado entre ellos si se hubiera quedado en la ciudad, pero el recado de Ched Nasad, por fortuna, había apartado al héroe del momento en Menzoberranzan de la situación en la que habría sacado más partido de su fama. Volvió la cabeza, habló a los leales guardias Baenre que estaban a una distancia respetuosa de ella.
—Mandad a buscar a Nauzhor —dijo—. Decidle que deseo su consejo en un asunto de importancia. Que venga a la capilla.
Triel se dirigió al gran templo de Lloth, que estaba en el centro de la casa Baenre. Su atención estaba lejos de lo que la rodeaba mientras pensaba en el gran número de problemas que se cernían sobre la ciudad desde hacía unos meses. Casi estaba agradecida a los duergars por proporcionarle una causa con la que cohesionar el Consejo y, de paso, a las docenas de casas menores que también eran la fuerza de Menzoberranzan. Una victoria en los túneles al sur de la ciudad haría mucho para que se restableciera el dominio de las Baenre.
Pero otro contratiempo sería desastroso. Incluso si Baenre continuaba siendo la casa más rica y poderosa, el Consejo podría considerar conveniente destronarla. Ninguna de ellas en solitario, quizá ni siquiera dos juntas, esperarían vencerla; pero ¿qué pasaría si las otras siete del Consejo coincidían en que era el momento de derribar a la más fuerte?
—Lloth nos ampare —murmuró Triel y tembló con verdadero miedo.
En lo que a número de tropas, poder mágico y riqueza se refería, las demás casas siempre habían tenido los recursos para destruir Baenre si decidían unirse. Lo que nunca habían tenido era la bendición de la diosa para semejante infamia. Si la Reina Araña devolvía su atención a Menzoberranzan y destruía las casas desde la segunda hasta la octava por su presunción, el día después de que aniquilaran a la casa Baenre, eso ya no sería de ayuda. Sin la ira de Lloth para detener las ambiciones de las demás grandes casas, un ataque unificado contra Baenre parecía inevitable, no posible.
«El truco —meditó Triel— es evitar que las demás resuelvan asuntos espinosos como quién será la primera casa después de la caída de Baenre, y tentar a algunas de las menores con los puestos de las grandes».
Si se convencía a casas como Xorlarrin o Agrach Dyrr de que ascenderían más rápido ayudando a Baenre contra una conspiración de Barrison Del’Armgo y Faen Tlabbar de lo que lo harían en el caso de que se volvieran contra la primera casa, entonces Baenre resistiría casi cualquier amenaza de sus vecinas.
Se detuvo en la puerta de la capilla, examinó la idea con intenso disgusto. ¿Tenía la sensación de que la casa Baenre necesitaba aliadas? La vieja matrona Baenre no había gobernado con el consentimiento de todas. Había gobernado la ciudad porque era tan fuerte que nadie pensaba en resistirse a su voluntad.
Triel frunció el entrecejo e hizo un gesto a los guardias de la capilla, que abrieron las puertas y le hicieron una reverencia.
Su hermana Sos’Umptu la esperaba en la capilla. Sos’Umptu tenía la altura de Quenthel, pero seguía el ejemplo de la juiciosa reserva de Triel, en oposición a la vehemencia de Quenthel o de su hermana Bladen’Kerst. Sos’Umptu poseía una insidia calculadora y deliberada que mantenía refrenada. Nunca iniciaba una pelea que no fuera capaz de ganar. Bajó los ojos brevemente, el mínimo gesto de respeto que la posición de Triel exigía y alzó la cabeza.
—¿Hay noticias del ejército, hermana mayor? —preguntó con voz suave.
—Aún no. Zhal’terra me dice que Mez’Barris ha enviado una pequeña fuerza para que se adelante y tome ese paso estratégico en el camino del ejército duergar, lo que parece bastante atinado. El resto del ejército de la Araña Negra los sigue lo más rápido que puede.
—Es una situación difícil. No sé si deberías haber dirigido el ejército en persona.
Triel frunció el entrecejo. No estaba acostumbrada a que sus actos se analizaran en público, pero si era incapaz de sobrevivir a la crítica de su familia, ¿cómo podría atemorizar a las demás matronas?
—Dada la inusual situación —respondió Triel—, creí que sería más inteligente permanecer cerca de la ciudad.
—Quizá. El problema es simple, por supuesto; si les vencen, la culpa recaerá sobre ti. Si el ejército triunfa, convertirás a Mez’Barris Del’Armgo en una heroína.
—Así como a Zal’therra y Andzrel —señaló Triel—. Admito que tengo más que perder, pero por ahora no pensaré en ello.
Examinó la capilla, levantó la mirada hacia la gran imagen mágica que representaba a la Reina de las Arañas. Mientras Sos’Umptu observaba, Triel rindió una reverencia automática.
—No has observado los ritos de la diosa como deberías durante los últimos diez días —dijo Sos’Umptu.
«La diosa no nos ha observado a ninguna desde hace más tiempo», se descubrió pensando Triel.
Apartó apresuradamente la idea blasfema de su mente, horrorizada de que tamaña irreverencia fermentara en su mente. Mantuvo la calma exterior con la facilidad que daba una larga práctica y volvió a centrarse en su hermana.
—Nos enfrentamos a un reto más —dijo Triel—. Los maestros de Sorcere claman por que haya un sustituto para Gomph. La casa Baenre ha situado archimagos en el trono de Sorcere a su antojo durante muchos siglos, pero esta vez, sopeso la posibilidad de apoyar al candidato de otra casa para el puesto. Podría ser… conveniente.
—¿Buscas mi consejo? —dijo Sos’Umptu, que abrió ligeramente los ojos.
—Como Gomph se ha ausentado, y Quenthel está muy lejos, descubro que los hijos de mi formidable madre son pocos. Muy pocas hembras, y aún menos varones, comprenden las lecciones que nos enseñó madre —resopló Triel, irritada—. Bladen’Kerst no entiende nada que no sea la fuerza y la crueldad, y Vendes es sólo un asesino. Necesito una mente afilada, sutil, entrenada por mi madre, y descubro que he permitido que hayas estado confinada en esta capilla durante demasiado tiempo. —Triel se acercó medio paso y endureció su expresión—. Debes entender que me aconsejas cuando a mí me apetece y no confundas consideración por indecisión. No toleraré que cuestiones mi derecho a gobernar.
—Muy bien —dijo Sos’Umptu después de asentir—. Creo que deberíamos aceptar que Gomph ha sido asesinado. No habría abandonado sus deberes a la ligera, y hay al menos dos razones para su muerte. O querían atacar al mismo archimago o querían atacar al principal mago de la casa Baenre. Si ha ocurrido lo primero, bueno, cualquiera que se convierta en el siguiente archimago sería el culpable, o el siguiente blanco. Pero ¿por qué deberíamos apresurarnos a situar un mago Baenre más débil que Gomph en esa posición, cuando se corre el riesgo de que perdamos a cualquiera que nombremos?
—No me gusta la idea de dar un puesto tan importante a otra familia, pero aún menos perder a otro mago experto —meditó Triel—. En especial cuando podríamos forjar lazos más fuertes con otra casa si alentamos a su candidato, el cual pasaría a ser entonces el blanco de aquél que ha sido lo bastante fuerte para destruir a Gomph.
—No comprendo —respondió Sos’Umptu—. ¿Buscas aliados?
—Me parece que haríamos bien en aliarnos con una gran casa de rango medio, quizá dos —dijo Triel—. Parece una precaución atinada contra cualquier esfuerzo de la segunda o tercera casa para impedir que el resto haga causa común contra nosotras.
—¿Crees que las cosas están tan peligrosas como para hacer eso? —dijo Sos’Umptu mientras se acariciaba la barbilla—. Madre nunca hubiera aceptado semejante cosa.
—Madre vivía en tiempos diferentes —dijo Triel—. No me vuelvas a comparar con ella.
Triel clavó los ojos en su hermana hasta que la sacerdotisa bajó la mirada. Sos’Umptu era lista, pero no fuerte. Si unía sus fuerzas a Quenthel, o conspiraba con los primos más capaces como Zal’therra, sería una amenaza para Triel, pero hasta entonces se podía confiar en ella; dentro de un límite.
—¿Qué pasa si el asesinato de Gomph ha sido un ataque contra la casa Baenre —preguntó Triel—, y no sólo el medio de dejar vacante el puesto de archimago?
—En ese caso, sería muy aconsejable nombrar a otro mago Baenre. Si no lo hacemos, pareceríamos débiles, y si las demás casas perciben que somos vulnerables, estarían tentadas a intentar lo que temes.
—Tus consejos no me dan mucho consuelo, Sos’Umptu —dijo Triel entre dientes—. Y estoy preocupada, no asustada.
—Hay otra posibilidad —dijo Sos’Umptu—. Retrasa el nombramiento. Mantén que Gomph aún es archimago de Menzoberranzan durante tanto tiempo como sea posible. Y propaga el rumor de que le has enviado a una misión especial y que no volverá en un tiempo. Cuanto más lo retrases, más probable es que se aclaren las circunstancias de su desaparición. Si el ejército de la Araña Negra sale victorioso de los túneles del sur, entonces tu posición resultaría lo bastante fortalecida para que pudieras hacer lo que desearas con el puesto de archimago.
Triel asintió. Era un consejo atinado. Aunque odiaba admitir que si Lloth continuaba negándole los conjuros, podían disputarle el liderazgo de la casa, no sería equivocado empezar a fortalecer sus lazos con Sos’Umptu. Necesitaría a todas las hermanas que pudiera conseguir.
La puerta de la capilla se abrió, y entró un gordinflón vestido con ropas elegantes. Parecía un gato casero al que le habían dado mucho de comer. Nauzhor Baenre era el primer primo de Triel, el hijo de una de las sobrinas de su madre. Su mejor amiga, una araña peluda tan bien alimentada como el mismo mago, estaba sobre el hombro de Nauzhor. Era un maestro de Sorcere, el único Baenre así reconocido, aparte del viejo Gomph, y tenía reputación de ser un abjurador con algo de talento. Más joven que Gomph, tenía el hábito de mantener una despreocupada sonrisa que hacía difícil calibrar lo que pensaba. Por mucho que lo intentara, Triel era incapaz de imaginárselo con las ropas del archimago de Menzoberranzan.
—¿Me has mandado llamar, matrona?
—Voy a informar —dijo Triel— de que mi hermano Gomph está ocupado en una misión de gran importancia y secreta, y de que volverá a asumir sus deberes como archimago de Menzoberranzan a su debido tiempo. Entretanto, voy a permitir a los maestros de Sorcere que designen a un sustituto para atender las responsabilidades de ese puesto. Apoyarás al mejor candidato de la casa Xorlarrin o de Agrach Dyrr.
La sonrisa satisfecha de Nauzhor desapareció.
—Matrona —tartamudeó—… Había… pensado que quizá yo debería asumir el…
—¿Eres el par de Gomph, Nauzhor? —preguntó Triel.
El abjurador podía tener una apariencia blanda, pero sus ojos traicionaban una mente dura y calculadora, y también pragmática.
—Si fuera el par del archimago, matrona, ya le habría retado por su título. —Pensó un momento, mientras extendía la mano para acariciar la araña que descansaba en su hombro—. Con el tiempo espero igualar y quizá superar sus habilidades, pero debo estudiar el Arte durante muchos años antes de considerarme su igual.
—Como pensaba. Entonces consideraba que —dijo Triel— al que ingenió la desaparición de Gomph es muy probable que le durarías muy poco si presumieras de llamarte archimago de Menzoberranzan. Llegará el día en que consigas tu ambición, primo, pero ese día no es hoy.
—Sí, matrona. Haré lo que me ordenes —respondió después de no dudar en hacer una reverencia.
—Ahora actúas como el mago de la casa Baenre, Nauzhor. Si resulta que mi hermano está muerto, asumirás el puesto, pero por ahora necesito tus conjuros y consejo. Pon en orden tus asuntos en Sorcere. Haré que traigan tus efectos personales aquí.
—Gracias por tu confianza en mis habilidades, matrona —dijo Nauzhor después de una genuflexión.
—Mi confianza en tus habilidades llega exactamente hasta aquí, primo: procura que no te maten —dijo Triel—. A partir de ahora, cualquier varón con la mínima aptitud para la magia de la casa Baenre es tuyo, para que lo entrenes. Necesitamos un grupo de magos habilidosos que igualen a los de Del’Armgo o Xorlarrin.
—Semejante reunión de talentos no se consigue de la noche a la mañana, matrona. Costará años igualar la fuerza de Xorlarrin en la hechicería.
—Entonces es un trabajo que es mejor empezar de inmediato.
Triel estudió al corpulento mago, y descubrió que tenía la esperanza de que el futuro de la casa no residiera en sus grasientas manos.
—Hay una cosa más, Nauzhor —dijo mientras el mago se alejaba—. Considéralo tu primera tarea como mago de la casa. —Triel se acercó y clavó los ojos en los suyos, retándolo a que se riera en su cara—. Descubre qué le ha pasado a mi hermano.
Ryld corrió por un pasillo corto y curvado. Jezz y Valas le pisaban los talones. Danifae ayudaba a Quenthel a caminar tras ellos. El maestro de armas siguió el pasillo a la derecha y salió a una especie de gran salón. El contemplador flotaba allí. Era una gigantesca monstruosidad con la forma de un orbe quitinoso de casi dos metros de diámetro. Sus diez ojos se retorcían mientras lanzaba un conjuro tras otro a Pharaun y Jeggred. El mago estaba revestido de un globo de energía mágica, alguna clase de hechizo defensivo que lo protegía mientras devolvía conjuro por conjuro al monstruo. Jeggred estaba inmóvil, la cara agarrotada en una mueca mientras forcejeaba para quitarse de encima la influencia de algún hechizo pernicioso.
—¡Obstinados microbios! —exclamó el contemplador cuando advirtió a Ryld y a los demás—. ¡Dejadme en paz!
La criatura flotó a través de una arcada. Se retiraba hacia otra parte de su guarida.
Pharaun se volvió con cautela hacia los demás. Una parte de sus ropas estaba acribillada a agujeros humeantes. Algún tipo de ácido le había quemado.
—Ah, veo que mis respetables compañeros al fin han decidido unirse a mí —comentó—. ¡Excelente! Tenía miedo de que os perdierais el placer de arriesgar la vida contra un enemigo homicida.
—¿Qué le pasa a Jeggred? —consiguió decir Quenthel.
—Lo atrapó con algún tipo de conjuro de parálisis, y he gastado toda mi magia disipadora en el duelo. Si puedes liberarlo, por favor hazlo. No me gustaría ser egoísta y quedarme con el contemplador para mí solo.
—Cállate, Pharaun —dijo Danifae con voz áspera—. Tenemos que acabar rápido con el contemplador. Hay un demonio de la sima y una docena más justo a nuestra espalda, y estamos a punto de acabar atrapados entre los dos.
El mago hizo una mueca. Un brillo peligroso apareció en sus ojos cuando miró a Danifae y luego a Jezz el Cojo.
—Si tu tomo de magia causa tantos problemas, quizá deberíamos quedárnoslo —observó el maestro de Sorcere.
—Tzirik no compartirá los resultados de sus adivinaciones con vosotros si nos traicionáis —dijo el Jaelre—. Decide lo que es más importante para ti, besa arañas, y hazlo rápido.
—Para, Pharaun —dijo Ryld.
Se acercó a donde estaba paralizado Jeggred, y puso a Tajadora junto al draegloth para romper el hechizo que lo tenía inmovilizado. El semidemonio parpadeó y frunció el entrecejo mientras se enderezaba despacio.
—Cada problema a su tiempo —continuó Ryld—. ¿Tienes algún conjuro que detenga a los demonios el tiempo suficiente para vencer al contemplador?
—No —contestó el mago—, estarán sobre nosotros en un momento, y eso será todo un problema, ¿no? El… espera un momento, tengo una idea. No detendremos a los demonios. De hecho, los dejaremos entrar.
El poder infernal crujía en la habitación que había detrás de ellos.
—Eso es el demonio de la sima, que está destruyendo mi muro —dijo Jezz—. Explícate rápido, menzoberranio.
Pharaun empezó a pronunciar un conjuro mientras agitaba las manos con los gestos arcanos para controlar la magia.
—No os resistáis —les dijo a los demás—. Ah, ya estamos. Os he cubierto con un velo de ilusión. Ahora todos somos demonios.
Ryld paseó la mirada sobre su cuerpo y no vio nada diferente, pero cuando la levantó, vio que estaba en medio de un grupo de demonios erizados de púas. Reculó un instante y advirtió que los demás demonios también daban un respingo. Débilmente, como escondidos tras un velo vaporoso, vio las formas naturales de los demás elfos oscuros bajo su exterior escamoso.
—Veo a través de la ilusión.
—Sí, pero tú sabes lo que hay que ver —dijo el demonio que estaba donde Pharaun—. Esto debería crear cierta confusión a nuestros enemigos, pero tenemos que movernos rápido. Y que los demonios se confundan con nosotros.
El mago avanzó hasta el otro lado de la habitación, siguiendo al contemplador, y el resto del grupo fue tras él. Se afanaban tras Pharaun mientras los aullidos de los demonios perseguidores se oían por el corredor que había a sus espaldas. Subieron por una escalera de caracol y encontraron al contemplador. Les esperaba en lo que parecía una gran sala del trono. El monstruo vaciló cuando el grupo irrumpió camuflado por la apariencia demoníaca.
—Los elfos oscuros no están aquí —dijo el contemplador con voz rasposa—. Buscad en el resto de la torre. ¡Tenéis que encontrarlos!
—Lo siento pero estás equivocado —dijo Pharaun con una carcajada y le lanzó un relámpago que quemó una parte de su piel quitinosa.
Al mismo tiempo, Valas disparó un par de flechas que se hundieron en su cuerpo acorazado mientras Ryld, Jeggred y Danifae lo atacaban.
La criatura se recuperó de la sorpresa con increíble celeridad. Se volvió para lanzar sobre los drows sus rayos mortales y sus conjuros. A Jeggred lo sacó de la habitación con un rayo telecinético, mientras Danifae tuvo que tirarse al suelo para evitar el barrido incandescente de un rayo de desintegración. Ryld dio tres pasos al frente antes de que al menos tres de sus ojos se dieran la vuelta, lo detectaran y lo hostigaran con más conjuros. Un abanico de rayos de energía incandescentes salió disparado para hacer frente a su carga, y le alcanzaron el torso como si se tratara del martillo de guerra de un enano. Ryld soltó un gruñido de dolor y cayó al suelo.
En ese momento, un aluvión de demonios subió por la escalera y se dispersó por la habitación. En media docena de latidos de corazón, la escena se convirtió en un completo caos. Mientras los demonios se agolpaban en la habitación, algunos lanzaban miradas de enfado al contemplador, otros se detenían confusos, sorprendidos de ver que tantos de sus semejantes ya estaban en la habitación.
—¡El contemplador está compinchado con los elfos oscuros! ¡Matadlo! ¡Comeos sus ojos! —chilló Danifae desde el suelo.
Los demonios se detuvieron lo suficiente para que el contemplador causara estragos con sus conjuros en los que iban al frente. Pero acabaron echándosele encima. Garras duras como la piedra arañaron al contemplador, mientras los demonios explotaban bajo los rayos de fuego blanco o se desmoronaban en pedazos de piedra sin vida gracias a los rayos mortales del contemplador.
Ryld estuvo a punto de saltar y enfrentarse de nuevo al monstruo, pero captó el gesto de cautela de Pharaun y fingió estar herido. La estrategia del mago era brillante; dejar que el contemplador y los demonios lucharan, y así se destruirían entre ellos.
—¡Débiles mentales! —siseó el contemplador—. ¡Los elfos oscuros os han engañado!
Sin embargo, infligió una terrible devastación con sus conjuros y rayos mientras intentaba repeler el ataque de los demonios. El hedor de la carne quemada y la sensación extraña de la magia mortífera llenó la atmósfera.
Un sentimiento de palpable injusticia revoloteó en el corazón de Ryld, y un gigantesco demonio de la sima subió a la sala. El poderoso demonio era tan alto como dos drows, su torso lleno de músculos, sus inmensas alas negras lo vestían como si fueran una capa de gloria oscura. Captó la escena con una mirada maligna, y el corazón de Ryld sufrió un sobresalto cuando se dio cuenta de que al poderoso demonio no le engañaba la ilusión de Pharaun.
Con un gesto casi mecánico el enorme demonio conjuró un orbe de fuego negro en una garra y lanzó la siniestra explosión a Pharaun. La mancha negra detonó con un tremendo estallido de malvadas llamas que sacudió la torre hasta sus cimientos y lanzó a Pharaun por los aires mientras lo achicharraba, al tiempo que los demonios menores y los drows salían volando como bolos.
—¡Están aquí mismo! —bramó la criatura con una voz atronadora como una forja—. ¡Destruid a los elfos oscuros!
El demonio de la sima empezó a invocar otro estallido infernal, pero Jeggred (aún con su aspecto demoníaco) se arrojó al costado del poderoso demonio, arañando y desgarrando presa de la furia. El gran demonio rugió de rabia, mientras se tambaleaba por la carga del draegloth.
—El dulce caos de Lloth —murmuró Ryld.
¿Qué era más peligroso, el mago contemplador o el demonio de la sima? El contemplador aún destruía a todo demonio que veía, drow enmascarado o no, y muchos de los acólitos del demonio de la sima ya habían caído. El demonio de la sima aporreaba y atacaba a Jeggred, que aguantaba lo mejor que podía.
El maestro de armas recorrió con la mirada a los dos enemigos, vaciló sólo un momento y se decidió. Silencioso como una flecha que susurrara en la oscuridad, Ryld se puso en pie y saltó, iba a asestar un tajo al cuerpo esférico del contemplador. El monstruo lo detectó al instante y lanzó un relámpago en su dirección, pero lo esquivó y siguió adelante. Otro ojo se centró en él, y el ronroneo del contemplador se tornó un sonido horrible y mortal. En vez de esperar a descubrir qué conjuro le lanzaría el monstruo con ese ojo, Ryld saltó, cercenando el tentáculo con la brillante hoja de Tajadora.
El canturreo del contemplador se transformó en un penetrante grito de dolor. El monstruo se volvió para enfrentarse a Ryld con las mandíbulas abiertas, pero el maestro de armas apuntó y seccionó otro ojo antes de saltar bajo la hinchada esfera del cuerpo de la criatura suspendida en el aire. Ninguno de los ojos del contemplador era capaz de mirar debajo de su cuerpo.
Puso una rodilla en tierra y empujó a Tajadora hacia la parte inferior del monstruo. Unos borbotones de sangre negra fluyeron por la hoja, y el enorme monstruo se estremeció y gritó de nuevo.
—¡Bien hecho! —gritó Jezz.
El renegado Jaelre empezó a pronunciar palabras arcanas. Sus manos tejían dibujos místicos. Un proyectil de ácido hirviente quemó otro ojo del cuerpo del contemplador mientras el monstruo se retorcía en su agonía.
Ryld liberó la espada y rodó a un lado mientras el contemplador intentaba aplastarlo bajo su peso. Se encontró mirando la parte delantera del cuerpo, donde antes estaba el gran ojo central bajo un caparazón blindado. El ojo central no era más que una cuenca vacía. El maestro de armas rememoró una vieja lección: un contemplador que deseaba aprender magia tenía que quitárselo.
Los ojos menores se agitaban, intentaban enfocar a Ryld. El maestro de armas vio la oportunidad y el blanco al mismo tiempo. Con un salto veloz hundió a Tajadora como una lanza a través de la cuenca vacía. Ésta se clavó en el extraño cerebro de la criatura. Con torva determinación metió y sacó el mandoble, lo movió de un lado a otro, mientras la sangre negra salía a chorros.
El contemplador se estremeció y cerró las mandíbulas. Los agitados ojos que le quedaban colgaban flácidos, mientras descendían desmayadamente hacia el suelo.
Ryld levantó la mirada y vio que otro demonio se acercaba hacia él.
Por lo que parecía había descubierto su verdadera apariencia. Ryld sacó la espada corta para destripar al demonio cuando se le echaba encima. El monstruo lo lanzó al suelo, su sangre infecta se derramó sobre él. Ryld hizo una mueca de asco y se quitó el cuerpo de encima, mientras con una mano arrancaba la espada corta del abdomen de la criatura y con la otra liberaba a Tajadora de la cuenca del contemplador mago. Sacudió la cabeza para librarse de la sangre que le cubría los ojos.
Cerca de la entrada de la sala, Jeggred cayó al suelo gracias a otro conjuro terrible del demonio de la sima, una rugiente columna de fuego que ennegreció el pelaje del draegloth y que lo habría incinerado si no fuera por su innata resistencia al fuego.
Jeggred chilló mientras rodaba a un lado. Intentaba sofocar los ardientes rescoldos, pero el demonio de la sima lo seguía para atacarlo de nuevo. Danifae apareció frente a él y le asestó un fuerte golpe que le rompió la rótula. El demonio se tambaleó y agitó las alas para recuperar el equilibrio; Valas le hundió tres flechas en la espalda, que se clavaron hasta las plumas entre los omoplatos del demonio.
Ryld avanzó con cuidado. Se preparaba para enfrentarse también al demonio, pero Pharaun, lleno de ampollas y humeante, se levantó del lugar donde lo había tirado la bola de fuego y descargó una rociada brillante de colores irisados que alcanzó al monstruo cuando se volvía para enfrentarse al arquero. Un rayo verde provocó una herida negra y profunda en el centro del torso del demonio, mientras un virulento rayo amarillo explotaba al rozar la cadera del demonio. La criatura trastabilló hacia atrás dos pasos y se desplomó. Era un cadáver humeante. En la sala se hizo el silencio mientras los ecos de la atronadora caída se desvanecían.
Pharaun se levantó lentamente, con un brazo apretado contra el cuerpo. Una mano y parte de su cara estaban en carne viva, debido al fugaz contacto del rayo de desintegración del contemplador, mientras sus ropas humeaban por los efectos de la bola de fuego negra que le había lanzado el demonio de la sima. Los demás elfos oscuros se fueron relajando y, sorprendidos, lanzaban miradas a su alrededor al no encontrar más enemigos en la habitación. Quenthel sacó la varita de Halisstra, que empezó a usar para sanar sus heridas, murmurando oraciones mientras usaba el objeto.
—Eso —dijo Pharaun— no era fácil. Deberíamos haber exigido algo más a los Jaelre por nuestros servicios.
—Viniste a nosotros, besa arañas —dijo Jezz.
Se acercó para examinar el cuerpo del contemplador, que estaba en los escalones de la antigua tarima. Valas y Danifae lo siguieron, ambos con la mirada puesta en la escalera que estaba a su lado.
—Dispersaos y buscad el libro —dijo el Jaelre—. Tenemos que localizar el Geildirion y salir antes de que todos los demonios de Myth Drannor caigan sobre nosotros.
Jezz siguió su consejo al instante, y registró de arriba abajo varias mesas de trabajo y revolvió las estanterías con pergaminos que había al fondo de la habitación.
Ryld se sentó en un escalón y empezó a limpiar la sangre de la hoja de Tajadora. Estaba exhausto. Jeggred, por otra parte, se lanzó a la búsqueda, lanzando pesados trozos de muebles en desuso y tirando estanterías. A Ryld se le ocurrió que el draegloth sería incapaz de encontrar lo que el contemplador había guardado como un libro valioso bajo los restos de un viejo diván polvoriento, aunque eso parecía mantener ocupado al medio demonio. Ryld se conformó con mantenerse alejado del draegloth.
—¡Quietos todos! —dijo Pharaun con aspereza.
El mago lanzó un conjuro y empezó a volverse despacio. Examinaba la sala con atención. El resto del grupo, incluido Jezz, detuvo su apresurado registro y lo observó con impaciencia. Pharaun paseó la mirada ante Jeggred. Valas se detuvo cuando estaba delante de una pared vacía. Mostró una sonrisa depredadora. Era evidente que estaba complacido consigo mismo.
—He vencido las defensas de nuestro difunto adversario —dijo—. Esa pared es una ilusión que esconde una antecámara.
Gesticuló de nuevo, y parte de una pared que no estaba muy lejos de Ryld desapareció de sopetón, mostrando una alcoba grande con estanterías desvencijadas atestadas de viejos tomos y pergaminos. Jezz saltó con torpeza hacia la estantería y empezó a coger todos lo textos.
—Ryld, Jeggred, montad guardia —dijo Quenthel. Se enderezó, y la mirada de asombro de sus ojos desapareció, aunque frunció el entrecejo cuando dejó la varita de curación en la mochila—. Valas, arrambla con el oro y las joyas del contemplador. No hay motivo para dejar el botín, y nunca se sabe cuándo lo necesitaremos. —Miró al hechicero Jaelre, que estaba con un gran tomo cubierto de escamas verdes—. Bueno, maese Jezz, ¿es ése el libro que deseabas recuperar?
Jezz sopló el polvo de la cubierta y paseó sus delgados dedos sobre la piel áspera. Sonrió, su bella cara mostró regocijo.
—El Geildirion —suspiró—. Sí, es éste. Tengo lo que vinimos a buscar.
—Bien —dijo Quenthel—. Salgamos de aquí mientras podamos. Creo que ya tenemos todo lo que hay de valioso en este lugar.