Capítulo quince

Al anochecer, Seyll, acompañada por una joven drow y una elfa, fue a buscar a Halisstra. La sacerdotisa de Eilistraee llevaba una armadura bajo la capa verde, una espada larga, unas botas altas de cuero y un paquete bajo el brazo.

—Llueve —dijo mientras entraba en la celda—, pero nuestras ancianas sacerdotisas dicen que aclarará más tarde, cuando se alce la luna. Esta noche iremos a honrar a nuestra diosa.

Halisstra se levantó.

—No honraré a Eilistraee.

—No necesitas participar. Sólo te ofrezco la oportunidad de observar y sacar tus propias conclusiones. Me emplazaste a demostrar que mi diosa no es cruel ni celosa. Estoy preparada para demostrártelo.

—Sin duda crees que me atraparás con seductores encantamientos —dijo Halisstra—. No creas que me embaucarás tan fácilmente.

—Nadie intentará lanzarte un conjuro —respondió Seyll. Dejó el paquete en el suelo y lo desenvolvió. Dentro había una caja grande de cuero, botas y una capa parecida a la de ella—. Te he traído la lira, con la esperanza de que nos honres con una canción si así lo quieres.

—Dudo que disfrutes de las canciones bae’qeshel —dijo Halisstra.

—Ya veremos —dijo la sacerdotisa—. Has estado atada aquí durante tres días, y te ofrezco la oportunidad de salir de esta celda.

—Sólo para volver cuando acabes de acosarme con tu diosa.

—Como te dije, sólo necesitas darle a lord Dessaer una explicación para ser libre —dijo Seyll. Sacó un manojo de llaves y las sacudió ante Halisstra—. Xarra y Feliane están aquí para ayudarme a escoltarte hasta el lugar de la ceremonia de esta noche, y lo siento, pero debo atarte las manos.

Halisstra echó una ojeada a las otras dos. Llevaban cotas de malla bajo las capas y espadas en la cintura. Tenía pocas ganas de ver sandeces sin sentido en honor de Eilistraee, pero Seyll le daba la oportunidad de salir de la celda. En el peor de los casos, Seyll la vigilaría bien y ella no tendría oportunidad para escapar, quedándose como estaba. En el mejor, Seyll y sus colegas cometerían un error que Halisstra sabría aprovechar.

En cualquier caso, al menos tendría la oportunidad de observar parte del pueblo y el bosque de los alrededores, lo que sería útil si más adelante tenía la oportunidad de escapar… y siempre existía esa posibilidad.

—Muy bien —dijo.

Seyll abrió los grilletes de Halisstra y ayudó a la sacerdotisa Melarn a vestirse con las ropas de invierno y la capa que había traído. Anudó una cuerda plateada alrededor de las manos de Halisstra, y el pequeño grupo dejó las mazmorras del castillo y ascendió a la fría y lluviosa noche.

En realidad, Elventree no era un pueblo, ni un puesto avanzado, ni un campamento, sino algo intermedio. Muros derruidos de piedra blanca cruzaban el lugar, sugiriendo viejas murallas y plazas amplias de una ciudad de buen tamaño, pero la mayoría estaban en ruinas por el paso de los años. Muchos de los edificios originales no eran más que caparazones vacíos, pero varios de ellos estaban ocupados por los actuales residentes, que los habían cubierto con enrejados de madera o tiendas de campaña para convertirlos en humildes casas. Grandes árboles nudosos se elevaban de las grietas del pavimento de los antiguos patios, y muchos de los edificios estaban por encima del nivel del suelo gracias a fuertes ramas, unidos por pasarelas de cuerdas plateadas y tablones blancos. Un puñado de los edificios originales aún estaba más o menos intacto.

Halisstra vio que estaba encerrada bajo una vieja torre de vigía. Al otro lado de la plaza se vislumbraba un elegante palacio entre los árboles, iluminado por centenares de suaves linternas. El palacio de lord Dessaer, supuso. Le llegaba el sonido de una canción lejana y risas.

Las sacerdotisas de Eilistraee llevaron a Halisstra por un viejo paseo que las condujo fuera del pueblo, hacia el oscuro y lluvioso bosque. Avanzaron durante un buen rato. El silencio de la noche sólo quedaba roto por sus suaves pasos en el suelo del bosque y el constante ruido de la lluvia, que disminuyó mientras avanzaban y que dio paso a un cielo parcialmente nublado por el que en ocasiones aparecían las estrellas.

Halisstra ya estaba harta del mundo de la superficie. Intentaba deshacer los nudos de la cuerda que le ataba las manos mientras no quitaba ojo a sus captoras, con la esperanza de que bajaran la guardia. Xarra, la drow, iba al frente, mientras Feliane marchaba detrás. Seyll estaba cerca de Halisstra todo el rato, o un poco adelantada o atrasada.

—¿Adónde me lleváis? —preguntó Halisstra.

—A un lugar al que llamamos la Piedra Danzante —respondió Seyll—. Es sagrada para Eilistraee.

—El bosque siempre es igual —dijo Halisstra—. ¿Cómo diferenciáis una parte de la otra?

—Conocemos bien el camino —respondió Seyll—. De hecho, no estamos muy lejos de donde os encontramos a ti y a tus compañeros. Te abandonaron y no se les ha visto desde esa noche.

La sacerdotisa renegada cometía un error y ni se daba cuenta. Si no estaban muy lejos de donde la capturaron, era razonable pensar que sería capaz de seguir las instrucciones de la visión de Pharaun desde allí y tendría la posibilidad de encontrar a los Jaelre. Sin importar lo que lograra esa noche, había valido la pena esperar.

Llegaron a un río, en el cauce había unas cuantas rocas grandes. Xarra cruzó la primera, saltaba sin problemas de roca en roca, y llegó hasta los árboles del otro lado, mientras vigilaba por si había peligro. Seyll la siguió, unos pasos por delante de Halisstra, con los ojos en el inseguro suelo. Halisstra empezó a seguirla. El agua de los rápidos producía un murmullo grave, aunque el río era poco profundo y no demasiado ancho. La luna se escondió tras las nubes, y el bosque se oscureció.

Halisstra vio su oportunidad.

Saltó dos rocas y se detuvo, como si estudiara el siguiente paso. Empezó a entonar una canción bae’qeshel. El canto lo cubrió el estrepitoso río. Seyll siguió avanzando, y detrás de Halisstra la elfa Feliane se detuvo, esperando a que ella cruzara.

Era difícil con las manos atadas, incluso pese a que ya estaban bastante sueltas, pero el poder del encantamiento estaba en la voz de Halisstra, no en sus manos. Cuando Feliane perdió la paciencia y saltó para ayudarla, Halisstra se dio media vuelta y clavó los ojos en la cara pálida de la chica.

Angardh xorr feleal —siseó—. Querida Feliane, ¿desenfundarías la espada para liberarme de estas molestas ataduras? Tengo miedo de caer.

El hechizo atrapó a la sacerdotisa. Con una expresión vacía, sacó la espada.

—Por supuesto —murmuró la elfa ausente.

Pasó el borde afilado por las cuerdas en las muñecas de Halisstra. Ésta miró de reojo a Seyll y movió el cuerpo con cautela para esconder lo que estaba haciendo Feliane.

—¿Qué sucede? —requirió Seyll.

—No respondas —le susurró Halisstra a la chica. Mantuvo las manos unidas y se volvió para situarse de cara a la sacerdotisa—. ¡Un momento! —dijo—. No me siento segura con las manos atadas. La siguiente roca parece resbaladiza.

Seyll echó una mirada al riachuelo y volvió sobre sus pasos, saltaba de una roca a la siguiente mientras se acercaba a Halisstra y Feliane. Halisstra se volvió para mirar a Feliane, que estaba tras ella con la espada desenfundada.

—Querida Feliane —dijo en tono dulce—. ¿Puedes prestarme la espada un momento?

La chica frunció un poco el entrecejo, quizá consciente en las profundidades de su mente de que algo no iba bien, pero le tendió la empuñadura de la espada. Halisstra volvió a esconder el movimiento con el cuerpo y asió la espada.

—Aquí —dijo Seyll. La sacerdotisa de Eilistraee alcanzó la siguiente roca y afirmó los pies con cuidado, mientras extendía la mano—. Agarra mi brazo, y te sujetaré.

Halisstra se volvió con la celeridad de un gato y hundió la espada de Feliane bajo el brazo extendido de Seyll. La sacerdotisa boqueo sorprendida y se desplomó al instante. Acabó apoyada contra la piedra, sentada y con el agua hasta la cintura.

Halisstra arrancó la espada y se volvió hacia Feliane, que la miraba con asombro.

—Seyll está herida, muchacha —restalló Halisstra—. ¡Rápido, vuelve a Elventree y busca ayuda! ¡Ve!

La doncella elfa sólo fue capaz de asentir antes de dar media vuelta y salir a toda prisa. Halisstra saltó sobre la roca de Seyll y envió a toda velocidad el camino. Xarra, la joven sacerdotisa drow, surgió de pronto de entre los árboles de la orilla. Había vuelto para descubrir qué retrasaba a las demás. Dicho sea a su favor, Xarra captó la situación al primer vistazo. Levantó la ballesta y apuntó.

Halisstra se lanzó a un lado. El virote de Xarra pasó tan cerca de su torso que sintió cómo tiraba de su capa.

—Fallaste el tiro —gruñó Halisstra.

Xarra dejó caer la ballesta y fue a sacar la espada. Murió antes de que la espada saliera de la vaina, atravesada por la garganta. Alistar se enderezó y bajó la mirada hacia aquel cuerpo. El corazón le latía acelerado. El riachuelo sonaba con fuerza junto a ella, el aire olía a lluvia y hojas mojadas.

«¿Y ahora qué?», se preguntó.

Su preciada cota de malla, la maza y la ballesta estaban en Elventree. Aunque quería recuperar sus posesiones, no se veía capaz sin la ayuda de los menzoberranios. Lo mejor sería armarse tan bien como pudiera, tomar las provisiones de Seyll y Xarra, y salir en busca de los Jaelre. Con suerte los encontraría antes de que los soldados de Dessaer la encontraran a ella.

Halisstra se metió la espada en el cinturón y se acercó de nuevo al riachuelo para ver si Seyll llevaba algo útil. Chapoteó en el frío arroyo junto a la sacerdotisa de Eilistraee, la asió por debajo de los brazos y la puso en la losa de piedra para ver mejor su equipo. La armadura era mágica, como el escudo colgado del hombro y la espada del cinturón. Halisstra empezó a desabrochar la armadura con la intención de quitársela.

—Halisstra… —gimió Seyll mientras movía los ojos.

Halisstra reculó, asustada, y algo asqueada al descubrir que desnudaba el cuerpo de alguien que aún no estaba muerto. Bajó la mirada hacia la piedra y descubrió que la sangre caía del costado de Seyll hacia el agua. La respiración de la sacerdotisa era pesada, y la sangre manchaba sus labios.

—Espero que me perdones, Seyll, pero necesito tus armas y la armadura, y tú morirás en muy poco tiempo —remarcó Halisstra—. He decidido declinar tu amable invitación para unirme a tu ceremonia nocturna, ya que tengo negocios apremiantes en otra parte del bosque.

—¿Los… otros? —dijo con dificultad.

—Xarra tuvo la decencia de morir rápido y sin embarazosas conversaciones. La chica elfa a la que hechicé se fue corriendo.

Halisstra aflojó la hebilla del cinturón de la espada de Seyll y lo soltó, dejándola fuera del alcance de la drow. Se puso a trabajar en las fijaciones de la armadura.

—Aunque admiro tu determinación por salvarme, Seyll, soy incapaz de creer que no vieras esto como un resultado probable de tus intentos de convertirme.

—Un riesgo… todos estamos… dispuestos a correrlo —consiguió decir Seyll—. Nadie está más allá de la redención.

Masculló algo más y extendió la mano para interferir el trabajo de Halisstra, pero la sacerdotisa Melarn se la apartó.

—Un riesgo estúpido, entonces. Lloth ha castigado tu infidelidad a través de mi mano, apóstata —dijo Halisstra. Le quitó las botas y desató las polainas—. Dime, ¿valía la pena seguir el camino que te ha llevado a una muerte inútil en este bosque miserable?

Para sorpresa de Halisstra, Seyll sonrió. Aún le quedaba una reserva de fuerza.

—¿Valerlo? Y tanto. —Movió la cabeza atrás y contempló la cara de Halisstra—. Aún… tengo esperanzas para ti —susurró—. No te… preocupes… por mí. He sido… redimida.

Cerró los ojos por última vez, y el sonido de su respiración se detuvo.

Halisstra hizo un alto en su tarea. Esperaba rabia, resentimiento, quizá incluso miedo o burla, pero ¿perdón? ¿Qué poder tenía la Doncella Oscura sobre sus fieles que eran capaces de morir con una bendición para sus enemigos?

«Seyll se apartó de la Reina Araña —dijo para sí—, a través de mí la Reina Araña ha logrado su venganza. Sin embargo, Seyll ha muerto con aplomo, como si al final hubiera escapado por completo de Lloth al terminar su vida».

—Que la Reina Araña se lleve tu alma —dijo a la sacerdotisa muerta, pero de algún modo dudó que Lloth lo hiciera.

—Un avance rápido es el camino más seguro hacia la victoria —dijo Andzrel Baenre.

Nimor estaba a un lado y observaba al maestro de armas Baenre, uno más entre el puñado de varones invitados al Consejo. Todas las grandes casas, y no menos de dieciséis de las menores, estaban representadas en el ejército de la Araña Negra que se había reclutado con precipitación. Cerca de treinta sumas sacerdotisas (al menos una de casi todas las casas, y en algunos casos, varias de la misma) llenaban el gran pabellón suministrado por el contingente Baenre, observando a Andzrel como animales de presa mientras se reclinaban, sentaban o se erguían conforme dictaban el rango o la ocasión. Nimor y los demás varones estaban en pie, por supuesto. Ni un solo varón se sentaría mientras una suma sacerdotisa permaneciera en pie.

—Lideramos una fuerza de cuatro mil soldados drows y dos mil quinientos guerreros esclavos. Por todos los informes parecería que estamos igualados con el ejército duergar que marcha desde el sur, pero no pretendemos enfrentarnos a los duergars en una lucha «justa», por supuesto. —La palabra «justa» hizo que las risas ahogadas reverberaran por el pabellón. Andzrel usaba una varilla para dirigir la atención hacia un gran mapa dibujado en vitela de rote—. Podemos contener un ejército bastante más considerable que el nuestro si escogemos el terreno adecuado para luchar. El lugar donde detendremos el avance de los duergars es éste, los Pilares del Infortunio.

—Si decido que tu plan tiene mérito, miserable —dijo Mez’Barris Armgo de la casa Barrison Del’Armgo con voz cansina—. Triel Baenre puede creer en tu buen juicio, pero yo intento pensar por mí misma.

Una mujer alta y corpulenta, la matrona de la segunda casa, era la sacerdotisa presente de rango más alto y nominalmente al mando de toda la expedición. Cada una de las casas había contribuido con varias de sus sacerdotisas para mandar los contingentes en la batalla, desde acolitas sin linaje hasta primeras hijas y matronas. Maestros de armas como Andzrel y varones (incluido Nimor en su papel de Zhayemd Dyrr) mandaban compañías, escuadrones de caballería y atendían los interminables detalles que suponía organizar el ejército de Menzoberranzan.

—Mi primo representa el punto de vista de la casa Baenre, matrona Mez’Barris —dijo Zal’therra Baenre con voz áspera—. La matrona Triel apoya el plan del maestro de armas.

La primera entre los primos de Triel Baenre, Zal’therra no se parecía en nada a la menuda matrona de la casa Baenre. Era alta y de hombros anchos, una hembra con una notable fuerza física y una actitud amenazante. Ella y Mez’Barris eran la misma cosa, aunque la matrona de la casa Del’Armgo poseía una perversa astucia que no era más que una sorda tendencia en la sacerdotisa Baenre. Mez’Barris clavó los ojos en la joven, pero no respondió.

Andzrel sabía que no tenía que hablar mientras las dos mujeres discutían. Durante un momento esperó en silencio para continuar con las instrucciones previas.

—Aquí está el Dilema de Rhazzt —dijo—, donde el capitán Zhayemd vio a la vanguardia duergar ayer por la mañana. Está a cuarenta kilómetros al sur de los Pilares del Infortunio, al otro extremo del cañón. En el peor de los supuestos, los duergars tomarán el puesto avanzado durante la tarde de hoy, quizá mañana si tenemos suerte. Los duergars son soldados vigorosos y pueden marchar durante todo un día, pero son lentos, y su ejército tendrá que cargar con el peso de un convoy de suministros largo y la pesada maquinaria de asedio. Subir el cañón será una operación difícil. Parece que, de nuevo en el peor de los casos, deberían alcanzar los Pilares en cinco días; es más probable que en siete u ocho.

—¿Cómo sabes que los enanos grises aún no han tomado el puesto avanzado? —preguntó una sacerdotisa de Tuin’Tarl.

—No lo sabemos, matrona Tuin’Tarl. Los magos duergars y los clérigos impiden nuestros esfuerzos para escudriñar la zona, una táctica común en el arte de la guerra. —Andzrel asintió en dirección a Nimor y añadió—: Por eso es esencial desplegar una línea de exploradores calificados, para descubrir los que nuestros magos no ven. Zhayemd de Agrach Dyrr está al cargo de nuestras tropas de reconocimiento.

»En cualquier caso —añadió Andzrel después de esperar un momento para ver si alguna sacerdotisa tenía más preguntas—, nuestras tropas avanzan más rápido que los enanos grises, y tenemos un camino más fácil. Creo que la vanguardia llegará a los Pilares del Infortunio en tres o cuatro días. Si mantenemos la salida norte del desfiladero, los duergars nunca romperán nuestras defensas. Como podéis ver, es parecido a una carrera, y, por lo tanto, deberíamos proceder con toda la celeridad posible.

—¿Qué plan tienes para la batalla, Zal’therra? —preguntó otra sacerdotisa, la matrona del contingente de la casa Xorlarrin.

Nimor sonrió ante la pregunta. Triel había ordenado a Zal’therra que confiara en el consejo del maestro de armas de la casa al planear la batalla, pero la suma sacerdotisa habló de Andzrel como si no estuviera allí.

—Andzrel te lo explicará ahora —respondió la sacerdotisa Baenre, como si acabara de detallárselo a él y le permitiera mostrar ante los demás el genio de la sacerdotisa.

Si el maestro de armas tomó nota del desaire, no lo demostró.

—Levantaremos una línea de defensa de un lado a otro de la entrada del desfiladero. Un centenar de soldados bastaría para esto, pero utilizaremos mil. El resto de nuestros soldados se quedará en reserva y asegurará varios pasos estrechos y las cavernas de los alrededores. —Andzrel dejó la vara y se enfrentó a las sacerdotisas, inexpresivo excepto por el penetrante brillo de determinación en sus ojos—. Me propongo dejar que los enanos vengan a nosotros, y destruirlos entre los Pilares del Infortunio. Cuando lancen sus fuerzas sobre nosotros en vano, los perseguiremos por el desfiladero y los masacraremos.

—¿Y qué pasa si los duergars deciden no atacar los Pilares? —preguntó Mez’Barris.

—Los duergars invaden nuestras tierras, matrona, así que la iniciativa la llevan ellos. Si deciden no intentarlo por los Pilares, los esperaremos fuera; nuestro convoy de suministros es más corto que el de ellos. En cuestión de días tendremos que decidir entre avanzar o retirarnos.

Mez’Barris contempló el mapa, analizando la respuesta de Andzrel.

—Muy bien —dijo—. Quiero ver lo rápido que alcanzamos ese lugar. Alarga la marcha durante dos horas diarias. Si alcanzamos los Pilares del Infortunio en tres días, tendremos tiempo de descansar antes de que empiece la batalla. Quiero que nuestras tropas más rápidas se apresuren hacia los Pilares, por si acaso. No hay razón por la que no podamos tener un par de cientos de exploradores en el desfiladero en un día y medio. Ahora, si nos perdonáis, desearía discutir con mis hermanas sacerdotisas el mejor uso para nuestras habilidades en el conflicto previsto.

Andzrel hizo una reverencia superficial y salió de la habitación. Nimor se encontró junto al maestro de armas Baenre cuando dejaron el pabellón negro. La tienda se erguía en un túnel grande y circular atestado de soldados y lagartos de carga, o estandartes de varias casas se extendían hasta perderse de vista en una y otra dirección.

—Zhayemd —dijo Andzrel—. Quiero que asumas el mando de nuestra vanguardia, como ha sugerido la matrona Del’Armgo. Toma la caballería de Agrach Dyrr y corre a toda velocidad mañana y pasado. La falta de información sobre el ejército duergar me pone nervioso. Haré que algunos de los demás jinetes se unan a ti, a fin de que tengas tropas de refuerzo para defender el paso si las cosas se ponen feas.

—Debo consultar con nuestra suma sacerdotisa —dijo Nimor, aunque no tenía intención de hacer semejante cosa. El maestro de armas, aún bajo el poderoso y duradero hechizo de Nimor, lo creería de todos modos—. Aunque creo que apoyará la sugerencia.

—Bien —dijo Andzrel mientras llegaban al campamento Baenre. Palmeó la espalda de Nimor—. Si encuentras a los duergars en algún lugar en el que se supone que no tendrían que estar, comunícalo al instante. No quiero que hagas tonterías. Eres los ojos de nuestro ejército.

—No te preocupes maestro Andzrel —dijo Nimor con una sonrisa—. No voy a dejar nada al azar.

Jezz el Cojo se agazapaba con torpeza bajo la sombra de la pared derruida, mirando al otro lado de una plazuela, hacia una gran torre circular que estaba a un tiro de piedra.

—Allí —dijo—. La torre del contemplador. Hay un tramo de la escalera que sube hasta la puerta, pero sabemos que está protegido por trampas mágicas mortales. Veréis varios ventanucos en los pisos superiores, quizá lo bastante grandes para que un drow se deslice hacia el interior. Aunque no lo hemos intentado.

Ryld, que se agazapaba justo al lado de Jaelre, se inclinó para echar un vistazo. La torre era casi como la había descrito Jezz, rodeada por las ruinas diseminadas de Myth Drannor. Después de usar la magia de Pharaun para acelerar el viaje hasta la antigua capital de los elfos y descansar unas pocas horas, el grupo se había pasado la mayor parte de la noche abriéndose paso entre las ruinas.

Myth Drannor era poco más que unos grandes escombros de piedra blanca donde los árboles y las enredaderas crecían por doquier, pero hacía tiempo había sido algo más. La vieja ciudad elfa no fue tan grande como Menzoberranzan o tan espléndida como Ched Nasad pero poseía una elegancia y belleza que igualaba, si no excedía, los mejores ejemplos de la arquitectura drow.

Ryld lanzó una mirada de cautela hacia los tejados.

—No hay signo de demonios —dijo—. Quizá hemos matado tantos que han decidido no molestarnos más.

—Es improbable —dijo Jezz con un bufido—. Se han retirado para organizar otro ataque y esperar la llegada de demonios más poderosos.

—En ese caso, deberíamos aprovechar para hacer lo que hemos venido a hacer —dijo Quenthel. Ella también se movió para estudiar la torre—. No veo nada que me anime a cambiar de plan. Pharaun, lanza el conjuro.

—Como desees, querida Quenthel —dijo el mago, complacientemente—, aunque debo decir que no estoy del todo de acuerdo con la estratagema de…

Las miradas de enfado de los demás hicieron enmudecer a Pharaun antes de que acabara la protesta. Suspiró y agitó la mano.

—Muy bien.

El mago se enderezó y pronunció las palabras del conjuro. Las potentes sílabas resonaban con el poder de la magia. Una ola intangible pasó sobre Ryld y los demás. Después, Ryld sintió que la fuerza y la rapidez huían de sus extremidades, y Tajadora pareció más pesada en sus manos. La brillante hoja se deslustró de repente. Ryld no era mago, pero, como cualquier drow, durante su vida se había pertrechado con varios objetos mágicos y encantamientos para incrementar la velocidad, la fuerza, la resistencia de la armadura y la eficacia de las armas. El conjuro de Pharaun negaba toda la magia en los alrededores, y dejaba a Ryld sin el poder de esos encantamientos, y a los demás drows les afectó de modo parecido. El efecto más extraño fue la repentina inactividad del espantoso látigo de Quenthel. Un momento antes las serpientes siseaban y se retorcían, alerta, y después se bamboleaban como seres inertes.

—Permaneced a mi lado si queréis estar bajo el efecto del conjuro —dijo Pharaun.

Se relamió los labios, nervioso. Dentro de la zona de antimagia que acababa de crear, no podía lanzar conjuros, y su formidable serie de objetos encantados y protección también eran inútiles. El mago preparó la ballesta y desenfundó la daga.

—Me siento como si me acercara a un dragón con el cuchillo de la mantequilla —murmuró.

Ryld le dio una palmada en el hombro y se levantó. Envainó a Tajadora y sacó la ballesta.

—Sí, pero tu conjuro aparta los colmillos del dragón —dijo.

—En marcha —dijo Quenthel.

Parecía algo más que incómoda. Era evidente que le afectaba el silencio del arma. Sin esperar, corrió por el patio y subió los escalones que llevaban a la puerta de la torre. Los otros la siguieron, mientras parpadeaban a la luz del cercano amanecer. Ryld se encargó de vigilar las calles y las paredes de detrás del grupo, por si volvía alguno de los monstruosos habitantes de Myth Drannor. Lo último que necesitaban era que una banda de demonios sedientos de sangre cayera sobre ellos mientras no funcionaba la magia.

Ante la puerta de la torre, Quenthel se apartó para que pasara Jeggred. El voluminoso draegloth subió y arrancó la puerta, y de un salto se coló en el interior. La mampostería crujió. Quenthel lo siguió pisándole los talones, luego Danifae y Valas. Ryld echó un último vistazo a su alrededor y advirtió que Jezz se quedaba atrás.

—¿No vienes? —preguntó al Jaelre.

—Sólo pretendo observar —respondió Jezz—. Vencer al contemplador es vuestra tarea, no la mía. Si sobrevivís, me reuniré con vosotros en unos minutos.

Ryld frunció el entrecejo, pero se metió dentro. Estaban en una especie de vestíbulo, iluminado por los rayos inclinados de la luz que se colaba por los agujeros de la vieja mampostería. Al fondo de la habitación, había una segunda puerta. En otro tiempo el vestíbulo había sido una sala espléndida e impresionante, pero las losas del suelo estaban agrietadas y cubiertas por un moho verde, y las banderas y tapices que colgaban de las paredes era poco más que harapos. Pharaun permaneció cerca, mientras examinaba un símbolo intrincado grabado en un bloque del suelo. Todo el emblema era un poco más grande que su mano, con una gran complejidad de líneas curvadas y caracteres.

—Un símbolo de discordia —observó el mago—. Si no estuviéramos protegidos por el campo de antimagia, nos lanzaríamos unos sobre otros con furia asesina… Pero quizá no lo necesitábamos, ¿no creéis?

—¿La siguiente habitación? —preguntó Ryld.

Jeggred ya estaba cerca de la puerta. El draegloth la abrió y saltó al interior, seguido por los demás, de una habitación redonda semejante al fondo de un pozo. Varios de los pisos superiores se habían derrumbado hacía tiempo, enterrando el suelo de la habitación bajo los cascotes. Grandes vigas de madera sobresalían aquí y allá. Montones de ladrillos obstaculizaban el paso.

Ryld clavó la mirada en el espacio vacío sobre sus cabezas, en busca de signos del monstruo que se suponía que acechaba por allí. Los demás hicieron lo mismo. Pero todo estaba en calma.

—No veo al contemplador —dijo Jeggred.

—Por supuesto que no, imbéciles. ¡No deseo que me vean! —graznó una voz horrible, antes de que Ryld respondiera.

Un instante más tarde la criatura les lanzó una andanada. Desde algún punto sobre sus cabezas, cerca de la cima de la torre, varios rayos brillantes de energía mágica (los mortales rayos de los ojos del monstruo para herir, paralizar, hechizar o desintegrar a sus enemigos) surcaron el aire hacia los drows, seguidos por un enorme relámpago conjurado por el monstruo invisible. Ryld no veía la fuente de la magia.

Los rayos y el relámpago se desvanecieron al entrar en contacto con las cabezas de los drows, negados por la zona de antimagia. La criatura lo intentó de nuevo, lanzando rayos diferentes e invocando algún conjuro horrible con su voz profunda y susurrante, pero no tuvieron mayor éxito.

Ryld apuntó la ballesta, intuyó el punto de donde venían los rayos y disparó el virote con su acostumbrada habilidad. Un chillido de dolor le dijo que había dado en el blanco. Valas, Danifae y Pharaun también dispararon, mientras Jeggred agarraba un ladrillo de buen tamaño con una zarpa y lo lanzaba hacia la oscuridad con sorprendente rapidez. No toda la andanada dio en el blanco, por supuesto. Incluso si fuera visible, la piel gruesa y quitinosa del contemplador era capaz de desviar muchos ataques, y dar de lleno en la criatura cuando estaba invisible era más que difícil. Sin embargo, un par de virotes lo alcanzaron.

El mago contemplador comprendió la naturaleza de la defensa del grupo muy rápido. En vez de lanzar los ataques en dirección a los elfos oscuros, volvió la mortífera mirada sobre los cascotes de los pisos superiores. Con el rayo de un ojo achicharró la base de una pesada viga de madera, y con el otro levantó el madero y se lo lanzó a Valas. El explorador se echó a un lado justo a tiempo de evitar que el madero lo aplastara, pero perdió el equilibrio y cayó entre los escombros. El polvo y los crujidos llenaron aquel espacio. Al instante, el contemplador se puso a hacer lo mismo con otra viga de madera. Mientras tanto, la criatura cambió de conjuro y empezó otro.

—Tenemos que subir —dijo Quenthel—. La criatura está a salvo del conjuro de Pharaun.

—¿Propones que saltemos? —preguntó Pharaun. Esquivó un trozo de mampostería que cayó rebotando desde arriba y apuntó con la ballesta otra vez—. La antimagia que nos protege también evita que volemos o levitemos…

—¡Por Lloth! —exclamó Ryld—. ¡Hablad con signos!

Valas buscó un lugar aventajado. El explorador sacó el arco corto y lanzó otra flecha. El contemplador soltó un chirrido atroz. Los rayos se desvanecieron y dejaron de caer escombros.

El contemplador se ha retirado al siguiente piso, dijo Valas en el lenguaje de signos de los drows. Tenemos que subir para atraparlo.

Ryld estudió las paredes interiores de la torre. Quizá faltaban los cuatro pisos inferiores, pero había dos o tres intactos por encima de ellos. La mampostería era vieja y estaba dañada, y la altura parecía ser de unos dieciocho metros. Un escalador experto daría buen uso a los restos de las vigas que en otros tiempos soportaban los pisos, aunque le supondría un esfuerzo.

No me gusta escalar, dijo.

Ni a mí, añadió Danifae. Sabe que estamos protegidos por la antimagia. ¿Esperará que disipemos el conjuro para atraparla?

—Es posible —dijo Pharaun. Ante la ceñuda mirada de Ryld volvió a los signos—. Me pregunto si quizá deberíamos haber evaluado mejor la situación antes de acceder a la tarea impuesta por los Jaelre.

Pharaun, como los demás, se movía por la habitación, con la mirada en lo alto.

—¡Eh! ¡Contemplador! —dijo Pharaun—. Puesto que estamos en un callejón sin salida, ¿te avendrás a hablar?

Quenthel se enfureció.

—¿Hablas por nosotros, mago? —refunfuñó.

Desde las alturas de la torre se oyó de nuevo la voz profunda y áspera.

—¿Hablar? ¿Sobre qué? Habéis invadido mi casa, estúpidos insolentes.

—Pharaun… —empezó a decir Quenthel.

—Tienes un libro que nos interesa —respondió el mago, haciendo caso omiso de la suma sacerdotisa—. Creo que se llama el Geildirion, de Cimbar. Dánoslo, y no te molestaremos más.

El contemplador permaneció callado. Era evidente que estaba considerando la oferta. Quenthel clavó la mirada en el mago, pero como los demás, esperaba la respuesta del contemplador.

—Ese libro es extremadamente valioso —respondió al fin—. No lo entregaré sólo porque un elfo oscuro granuja me lo exige. Marchaos, y os perdonaré la vida.

—¿Qué te esperabas, Pharaun? —dijo Quenthel entre bufidos. Hizo un gesto con la mano para captar la atención de los demás—. A la de tres, Pharaun disipará el conjuro. Danifae y Ryld, me seguiréis hacia arriba. Pharaun, cuando lleguemos a la mitad, tú y Jeggred os teletransportaréis al piso de arriba y lo cogeréis por sorpresa. Valas, te quedas aquí y cubres nuestro ascenso con el arco. Y luego sube lo antes que puedas, cuando estemos arriba. —La Baenre no dio más detalles sobre su plan y empezó la cuenta al instante.

—Uno, dos… ¡tres!

Pharaun hizo un gesto y disipó el conjuro de antimagia, Ryld sintió cómo el poder arcano del cinturón, los guanteletes y la espada volvía a fluir a sus extremidades. Sacó a Tajadora y ascendió, utilizando el encantamiento de la insignia de Melee-Magthere. Con suerte, la habilidad de la espada de disipar conjuros lo protegería de lo que el contemplador le lanzara.

Quenthel y Danifae subieron junto a él. Eran tres figuras negras y elegantes que subían hacia la oscuridad. Pharaun se acercó a Jeggred y observó sus evoluciones, con una mano en el hombro peludo del draegloth.

El techo presentaba una abertura circular en un lado. Allí se veían los restos de la vieja escalera que antiguamente ascendía por la torre. Ryld miró la abertura. Esperaba una muerte incandescente en cualquier momento.

El mago contemplador no le decepcionó.

De repente, surgió el resplandor de un rayo verde. Ryld lo detuvo con Tajadora y notó un zumbido en la empuñadura cuando el mandoble destruyó el rayo. A su lado, Danifae soltó un grito y esquivó otro tremendo relámpago que formó un arco para abrasar a los tres elfos oscuros y que dejó un olor de madera quemada.

Las flechas pasaron silbando desde abajo, en dirección al enemigo invisible. Ryld soltó un gruñido de desafío y se elevó con más rapidez. Otro conjuro alcanzó a Quenthel; alguna clase de magia disipadora que le impidió levitar. Agitó los brazos y cayó en picado. Ryld se estiró para agarrarla, pero la Baenre no estaba lo bastante cerca. Golpeó el suelo tras caer unos trece metros. Quenthel chocó con los escombros y desapareció entre el polvo y los cascotes.

—¡Continuemos! —gritó Danifae—. ¡Casi estamos arriba!

El mago contemplador llegó a la misma conclusión. Un momento después, apareció una barrera de hielo, que tapió el acceso al piso superior y atrapó a los drows.

—¡Maldito! —juró Ryld.

—Quizá podemos… —dijo Danifae con la mirada puesta en la barrera.

En ese momento, Jezz el Cojo apareció abajo. Se dio media vuelta, lanzó un conjuro y cerró la puerta de golpe.

—No importa lo que hagáis, acabadlo —dijo el Jaelre—. ¡Los demonios han vuelto en masa!

Ryld levantó la mirada hacia el muro de hielo y luego la bajó hacia el suelo. Quenthel yacía medio enterrada entre los escombros, inmóvil. Los conjuros retumbaban sobre el hielo, señal de que Pharaun y Jeggred habían encontrado al enemigo, pero la barrera de la criatura había dividido en dos al grupo. Abandonar el esfuerzo para llegar hasta el mago contemplador daría la oportunidad al monstruo de destruirlos uno por uno, pero Quenthel estaba muerta o herida.

—Arriba —decidió Ryld—. ¡Valas, Jezz ayudad a Quenthel!

Se levantó bajo el brillante techo blanco y golpeó el muro con Tajadora, usando el poder de la espada para destruir conjuros. Unos afilados fragmentos de hielo se desprendieron allí donde golpeó, pero la espada no consiguió disipar la magia del contemplador. Ryld maldijo y lo intentó de nuevo, con el mismo resultado.

Bajo ellos, la puerta de la torre retumbó. Valas se puso el arco al hombro y corrió sobre los montones de cascotes en dirección al punto donde se había estrellado Quenthel.

Jezz el Cojo soltó un gruñido, entonó un conjuro y selló el vestíbulo de la torre con una masa de telarañas pegajosas. Pronunció las palabras de otro encantamiento y salió disparado hacia arriba, abandonando a Valas y a Quenthel en el suelo.

—Olvídate de la sacerdotisa —le dijo a Valas—. ¡Ven, si quieres vivir!

El explorador hizo un gesto de frustración.

—¡Soy incapaz de escalar y llevarla! —le gritó cuando el segundo golpe en la puerta astilló la madera y dobló el hierro.

La vieja puerta no resistiría otro golpe. Valas levantó la mirada y la bajó hacia Quenthel, extendió la mano y le desabrochó la insignia de la casa Baenre del hombro. El látigo se agitó e Yngoth intentó atacar al explorador, pero Valas se apartó y fijó la insignia en su ropa.

—Intento salvar a tu ama —le dijo al látigo.

El explorador se acercó y agarró a Quenthel por debajo de los brazos, y usó el poder del broche para levitar y alejarse del suelo.

Mientras tanto, Ryld midió la barrera de hielo que tenía enfrente.

—Muy bien —murmuró.

Se apartó, afirmó los pies lo mejor que pudo y levantó a Tajadora para dar el golpe con toda la fuerza de que era capaz. Con un grito de rabia, alcanzó el muro con una fuerza tremenda. La hoja de Tajadora cortó el hielo mágico mientras a Ryld le invadían unas oleadas de dolor intolerable. Hizo caso omiso del dolor y golpeó una y otra vez. La pared de hielo se resquebrajó en doce trozos y cayó. Sin esperar a los demás, Ryld se lanzó hacia la guarida del contemplador.