Capítulo catorce

El mayor tormento del encarcelamiento, reflexionó Halisstra, estaba siendo el aburrimiento, puro y simple. Como era habitual en su longevo pueblo, la sacerdotisa apenas notaba el paso de las horas, los días, incluso las semanas cuando su mente estaba ocupada. No obstante, a pesar de la sabiduría y paciencia de sus más de doscientos años, unas pocas horas de confinamiento en una celda de piedra parecían más pesados que la severa disciplina que había soportado durante su juventud.

Las interminables horas del día pasaban despacio, un día en el que su cuerpo deseaba descansar a pesar del doloroso brillo de la luz del sol que se filtraba por la maldita ventana. Mientras tanto, sus ideas pasaban de los ruegos para que sus camaradas volvieran a rescatarla a idear las torturas más abominables y angustiosas que pudiera imaginar para cada uno de ellos por haberla abandonado en manos de sus captores.

Al cabo del tiempo, cayó en el ensueño, su mente vacía de nuevas tretas o viejos recuerdos. Su percepción era tan débil y lejana que podría estar durmiendo. El agotamiento la había alcanzado, no tanto por el cansancio físico de las largas semanas de viajes y peligros por el desierto, las sombras, la Antípoda Oscura, sino por la fatiga mental debida a la pena que aún sentía por la pérdida de la casa que algún día tenía que gobernar. Halisstra no se habría permitido derramar una lágrima por Ched Nasad, pero la dolorosa verdad de su situación acababa reluciendo entre sus pensamientos, emponzoñándolos con un deprimente abatimiento y una desesperación que eran difíciles de apartar. Las largas horas de confinamiento permitían que aflorara la odiosa situación en su totalidad, así como comprender su pérdida de posición, riqueza, y seguridad, hasta que aquellas ideas fijas la saturaban.

Al anochecer le llevaron comida, un cuenco de algún estofado insípido pero nutritivo y otra media barra de pan. Halisstra tenía un hambre voraz y devoró aquello sin pensar en que pudieran envenenarla o drogarla. Poco después de que terminara, se corrieron los cerrojos de la celda, produciendo un sonido de metal oxidado, y Seyll Auzkovyn entró de nuevo.

La sacerdotisa no llevaba la capa, vestía un elegante vestido de montar, una chaqueta verde con bordados, una falda larga hasta las rodillas y botas del mismo color que la chaqueta. La visión de una sacerdotisa drow vestida como una elfa noble sorprendió a Halisstra.

—¿Te ha vestido así Dessaer? —se burló—. Pareces casi una perfecta noble de los condenados elfos dorados.

—¿Cómo debería vestirme? —contestó Seyll—. Aquí estoy entre amigos y no necesito llevar armadura. Además, descubrí que los adornos de la calavera y la araña de mis antiguas vestiduras parecían alarmar a los habitantes de la superficie. —Hizo un pequeño gesto a los carceleros, y éstos cerraron la puerta—. En cualquier caso —añadió—, aquí no hay elfos dorados.

—Todos son iguales para mí —dijo Halisstra.

—Cuando los conozcas mejor, serás capaz de reconocer las distintas especies con bastante facilidad.

—No deseo conocerlos mejor.

—¿Estás segura de eso? Siempre tiene ventajas conocer a los enemigos de uno… en especial si no hay necesidad de que lo sean.

Seyll se arrodilló en el suelo junto a Halisstra y se atusó la ropa. Era joven, no más de un centenar de años, y guapa a su manera, pero su conducta era… extraña. Sus ojos carecían de ambición o de la fría evaluación que Halisstra solía ver reflejada en las caras de los demás. Era fácil que uno confundiera la expresión paciente de Seyll con algún tipo de docilidad, la carencia de la voluntad necesaria para el logro. Pero, con todo, desprendía un aplomo sereno que sugería una fuerza contenida.

Los ojos de Halisstra miraron las manos de Seyll, mientras la sacerdotisa se alisaba las vestiduras. Eran fuertes y callosas como las de un maestro de armas.

—Hoy he tenido la oportunidad de examinar la heráldica de tus armas. Melarn es una casa importante en la ciudad de Ched Nasad, ¿no es así?

—Lo era —dijo Halisstra.

Al instante lamentó el desliz. Si las gentes de la superficie no sabían el destino de Ched Nasad, no necesitaba regalarles esa información. Tenía que poner un precio a todo aquello que revelara.

—¿Os vencieron en una guerra entre casas?

Era una suposición aceptable por parte de Seyll, pues la mayoría de las casas drows que desaparecían, perdían posición o caían, normalmente lo hacían de resultas de las acciones de otras casas.

—No del todo.

Seyll esperó un rato a que Halisstra se explicara, y al no hacerlo, la sacerdotisa de Eilistraee cambió de táctica.

—Ched Nasad está muy lejos de Cormanthor. Al menos a novecientos, o mil kilómetros, con el gran desierto de Anauroch y los Reinos Enterrados llenos de phaerimm en medio. Lord Dessaer siente curiosidad por las circunstancias que han traído a una hija importante de la poderosa casa de Ched Nasad a sus tierras. Para ser sincera, yo también siento curiosidad.

—¿Así que éste será el método de interrogación? —dijo Halisstra—. ¿Un oído compasivo que escuche las respuestas a las preguntas formuladas por una supuesta amiga?

—Tendría que hacer algún informe sobre tus propósitos al venir a Cormanthor antes de que lord Dessaer te libere bajo palabra. Si tus asuntos son tan inocentes como decías, no hay por qué tenerte en esta celda.

—¿Soltarme? —Halisstra soltó una carcajada larga y discreta—. Ah, veo que no has olvidado ser cruel a pesar de tu apostasía, Auzkovyn. ¿Tus amigos de la superficie te piden que juegues con las esperanzas de los prisioneros al ofrecerles libertad a cambio de cooperación, o fuiste tú quien sugirió la táctica? ¿De verdad crees que un solo día en esta condenada celda me llevaría a agarrarme a unas esperanzas ilusorias?

—Las esperanzas que ofrezco no son ilusorias —dijo Seyll—. Dinos lo que haces aquí, demuéstranos que no eres enemigo del pacífico pueblo de Cormanthor y tendrás tu libertad.

—No esperarás que me crea eso.

—Aquí estoy, ¿no? —contestó Seyll—. Es evidente que algunos de los tuyos aprenden a vivir con la gente de la superficie.

—Por supuesto que no tienes nada que temer de la gente de aquí —replicó Halisstra—. Tu diosa bailarina y sosa es demasiado débil para amenazarlos.

—Como te dije antes, era una sacerdotisa de Lloth cuando me capturaron —dijo Seyll. Puso las manos en un ademán de súplica, una pose ceremonial que Halisstra conocía bien. Pronunció las palabras de una oración secreta en la lengua de los planos del Abismo donde moraba Lloth—: Gran Diosa, Madre de la Oscuridad, concédeme la sangre de mis enemigos para beber y sus corazones palpitantes para comer. Concédeme los gritos de sus hijos como canciones, concédeme la indefensión de sus varones para que me sacie, concédeme la riqueza de sus casas para mi cama. Por este indigno sacrificio te honro, Reina de las Arañas, y te imploro la fuerza para destruir a mis enemigos.

Las infernales palabras parecían crepitar con un oscuro poder, cada sílaba estaba cargada con una potencia malvada que se propagó por la celda como un veneno resbaladizo. Seyll hizo el gesto de desenvainar con la mano y empuñar un cuchillo. Y volvió a sentarse sobre sus talones.

—Muchas almas desafortunadas murieron bajo mi cuchillo, pero aquí encontré la redención y la paz. Si lo mismo te aguarda a ti es una pregunta que no puedo contestar, pero me ofrezco como prueba de que eres capaz de caminar por estas tierras en paz si lo deseas.

Halisstra se quedó mirando a Seyll, casi como si la viera por primera vez. Estuvo a punto de decirle una vez más a la sacerdotisa que era un ser débil, una fracasada, una traidora a la única y verdadera diosa drow, pero las palabras murieron en sus labios. Nadie excepto una sacerdotisa de alto rango conocería ese rito. Sin embargo Seyll había decidido darle la espalda a Lloth. No sólo eso, sino que aún vivía, y parecía haber encontrado alguna complacencia en la decisión. Por supuesto, a Halisstra la habían adoctrinado durante sus años de entrenamiento para que juzgara la herejía, la apostasía, como el crimen más vil imaginable. A pesar de eso, en sus años de sacrificio y humillación ante el altar de la Reina Araña nunca se había encontrado a una verdadera renegada. Sí, calumnió a algunas de sus rivales con falsas acusaciones de haberse apartado de la Reina Araña, pero sentarse en presencia de alguien que había cometido la traición final a la diosa, y vivía para contarlo…

—Quiero retarte a que hagas algo —dijo Seyll—. Creo que tienes la inteligencia e imaginación para ello, pero ya veremos. Imagina, por un momento, que vives en un lugar en el que puedes caminar por las calles sin temer la daga de un asesino en la espalda. Imagina que tus amigos, verdaderos amigos, no quieren nada más de ti que el placer de tu compañía, que tus hermanas aprecian tus logros en vez de envidiar tus éxitos y que tus hijos no son asesinados por fallar una prueba. Imagina que tus amantes te buscan por ser quien eres, no por tu situación o influencia. Imagina que tu diosa te pide que reces por ella con alegría, no aterrorizada.

—No existe semejante…

—Respondes demasiado rápido. Te he pedido que imagines, si puedes —dijo Seyll. Se levantó y se alejó, dándole la espalda a Halisstra—. Esperaré.

—Soy incapaz de imaginar esa tontería. Es una fantasía vacua, que no significa nada. No estamos hechos para esas cosas; nadie lo está, ni el elfo oscuro, ni el elfo de la luz, ni los bobos humanos. Sólo un loco vive en los sueños.

—A pesar de eso, ¿no te parecería una cosa agradable? —dijo Seyll volviendo la cabeza—. Debes recrearte en sueños imposibles todo el tiempo. Todas las criaturas pensantes lo hacen. Quizá habrás soñado en tener a tus enemigos bajo tu poder, o a un amante al que no puedes conseguir, o elevarte a la posición que realmente mereces.

Halisstra resopló, muy molesta, y sacudió las manos en los grilletes.

—Si eres capaz de imaginarte la destrucción de todos tus enemigos al instante —insistió Seyll—, eres capaz de imaginarte la fidelidad de un amigo o una diosa complacida por tu lealtad, no tu sacrificio.

—Todos los dioses exigen sacrificio. Te engañas si crees que Eilistraee es diferente. Quizá eres demasiado ingenua para comprender tus ataduras. —Halisstra apartó la mirada y añadió—: Has conseguido aburrirme de nuevo. Ahora puedes marcharte.

La sacerdotisa caminó hacia la puerta. Llamó una vez y esperó, mientras se volvía para encararse a Halisstra.

—¿Qué pasa si te demuestro que estás equivocada? —dijo en voz baja—. Mañana por la noche danzaremos en el bosque para deleite de Eilistraee. Te llevaré allí, y verás por ti misma lo que nuestra diosa nos exige.

—No tomaré parte en ello —saltó Halisstra, tan irritada ya, que se había olvidado de su decisión de fingir una conversión a las tontas creencias de los habitantes de la superficie.

—¿Tu fe en la Reina Araña es tan débil que eres incapaz de contemplar cómo bailamos? —preguntó Seyll—. Escucha, observa y juzga por ti misma. Es todo lo que pido.

El eterno vendaval que ululaba a través de las calles verticales de las ruinas de Chaulssin acogió el retorno de Nimor con una andanada de ráfagas tan poderosas que incluso lo levantaron del suelo. El cabello blanco se encrespaba alrededor de su cabeza como una aureola salvaje. La Espada Ungida detuvo un momento sus pasos para permitir que una racha de aire se disipara.

No podía quedarse mucho en la Ciudad de las Dracosombras, al menos mientras el ejército de Menzoberranzan avanzara y el contingente de Agrach Dyrr marchara sin él, pero no tenía tanta prisa como para no rezagarse un poco en la ciudadela escondida de su casa secreta. Después de todo, Nimor Imphraezl era un príncipe de Chaulssin, y las espléndidas ruinas, aquella ciudad labrada en el infierno, era su dominio. No había nacido allí, por supuesto, ni había pasado los años de su infancia en la ciudad poblada de sombras. Era demasiado peligrosa, así que la Jaezred Chaulssin distribuyó a sus príncipes por una docena de casas menores repartidas en ciudades de toda la Antípoda Oscura. Aunque cuando alcanzó la madurez y heredó su patrimonio, Nimor consideraba aquellas ruinas azotadas por el viento como su palacio.

La ráfaga quedó atrás, al menos en la medida en que esas rachas de viento se desvanecían en aquel abismo negro que rodeaba la ciudad, y el asesino continuó su camino. Menzoberranzan estaba a poco menos de una hora a través del Plano de las Sombras, y por eso le había costado tan poco idear una excusa para ausentarse de la columna. Incluso si Andzrel Baenre convocaba a los capitales de las casas para una reunión durante la ausencia de Nimor, se arriesgaba muy poco al desaparecer durante tan poco tiempo. El ejército se movía rápido, como era normal, pero nadie juzgaría demasiado sospechoso que un noble se demorara un poco en la ciudad.

Alcanzó la gran escalera en espiral labrada en el corazón de la montaña de piedra de Chaulssin y descendió de prisa, bajando los escalones de dos en dos. En el gran salón, se encontró a los patriarcas congregados, en grupos de dos o tres mientras intercambiaban noticias y urdían complots para encumbrar su casa aprovechando la coyuntura. El gran patriarca Mauzzkyl se volvió para dirigir su temible mirada sobre Nimor cuando el asesino entró.

—Una vez más nos haces esperar.

—Te pido perdón, Venerado gran patriarca —respondió Nimor Imphraezl. Se sumó al círculo e hizo una pequeña reverencia. Los vientos del exterior gimieron misteriosamente en la distancia—. Fui convocado a un consejo de guerra que pensé que no sería inteligente perderse —añadió.

—Se podría decir lo mismo de esta reunión —observó el patriarca Tomphael.

Nimor forzó una sonrisa.

—He trabajado durante algún tiempo para lograr una identidad y un nivel de responsabilidad entre los defensores de Menzoberranzan, Tomphael. Y hay que cultivar esos esfuerzos. Hasta que el gran patriarca no me diga lo contrario, os haré esperar cuando sea necesario para proteger nuestras intrigas contra los favoritos de Lloth.

—Basta, Nimor —tronó Mauzzkyl—. ¿Cómo van las cosas en Menzoberranzan?

—Muy bien, Venerado gran patriarca. El príncipe heredero Horgar Sombracerada, de Gracklstugh, avanza con un ejército de casi cinco mil duergars hacia Menzoberranzan. Las matronas han decidido enfrentarse a ellos en campo abierto en vez de esperar al asedio, pues temen que se les unan otros reinos de la Antípoda Oscura. No obstante, lo he arreglado para que el ejército del príncipe marche sobre los menzoberranios, y además tengo el mando de un contingente que, en el momento adecuado, puede ayudar a asegurar el resultado que deseemos. Por último, también he convencido al señor de la guerra Kaanyr Vhok para que lleve su ejército de tanarukks contra menzoberranzan, aunque no confío demasiado en la Legión Flagelante. Puede que Vhok se presente y puede que no, pero si lo hace, siente poca lealtad a nuestra causa.

—Entonces pretendes destruir las fuerzas de Menzoberranzan —observó el patriarca Xorthaul. El clérigo de armadura negra se acariciaba la barbilla—. ¿Qué pasa si los menzoberranios son más resistentes de lo que esperabas y vencen a los duergars? ¿O Kaanyr Vhok nos traiciona? Habría sido mejor atraer una fuerza más pequeña hacia tu trampa, Espada Ungida. Tu primera jugada es demasiado arriesgada.

—Si no hubiera presentado a los duergars como una grave amenaza, las matronas habrían estado tentadas de hacer caso omiso de ese peligro. Tal como están las cosas, tres resultados podrían darse en la batalla entre Gracklstugh y Menzoberranzan: los duergars ganan, hay tablas o los drows vencen. Haremos lo que podamos para entregar el ejército de Menzoberranzan en manos del príncipe heredero; pero si falla al destruir a los llothitas por completo, será una excelente oportunidad para que los duergars machaquen a los menzoberranios; en cuyo caso, debilitarían tanto a nuestros enemigos que podríamos destruirlos nosotros mismos. En el peor de los casos, si Gracklstugh es derrotado, bueno… perdemos poco.

—Recuerda, patriarca Xorthaul, nuestra estrategia contra Menzoberranzan es de desgaste —dijo Mauzzkyl—. La ciudad es demasiado fuerte para tomarla de golpe, así que debemos sangrarla hasta la muerte.

—Los magos de Menzoberranzan adivinarán la existencia de ese gran ejército tan cerca de su ciudad —observó el patriarca Tomphael, mago por más señas—. Las matronas reclamarán su ayuda o utilizarán tu estratagema contra los duergars.

—Nuestro aliados en Agrach Dyrr nos han ayudado con eso —dijo Nimor—. Gomph Baenre ha desaparecido. Los maestros de Sorcere se están poniendo a prueba para decidir quién será el siguiente archimago.

—Hay demasiados magos poderosos sirviendo a las casas de la ciudad, Nimor —respondió Tomphael—. No se distraerán por lo de Sorcere.

—Es verdad —dijo Nimor después de asentir gravemente—, pero como sabemos bien, los magos tienden a pasarse la vida espiando las debilidades de las demás casas. Hasta ahora, no parece que haya salido nadie para refutar la versión de los sucesos que he dado al Consejo.

—Basta una pizca de inteligencia para hacer planes considerando que las intrigas pueden ser descubiertas en el momento más inapropiado —dijo el patriarca Xorthaul—. ¿Qué harás si algún aprendiz de alguna casa de segundo orden consigue escrutar la aproximación del ejército del príncipe heredero, y las matronas llaman a los suyos? Tendríamos un asedio casi eterno.

—Ahora comprendes —dijo Nimor recurriendo a su paciencia—, por qué me atreví a acercarme a Agrach Dyrr con una oferta de alianza y decidí arriesgarme a ganarnos a Kaanyr Vhok para nuestra causa. Necesitamos a la Quinta casa por si se da esa posibilidad, para dejar entrar al ejército de Horgar o a la Legión Flagelante, en la ciudad si es necesario.

Mauzzkyl cruzó los brazos y bajó la mirada.

—En cualquier caso, la tendremos —dijo el venerado gran patriarca, mientras una sonrisa de satisfacción torcía sus facciones—. Si Kaanyr Vhok te traiciona, aún tienes Agrach Dyrr. Si Agrach Dyrr te traiciona, tienes a ese semidemonio del Caudillo. ¿Debo suponer que Dyrr y Vhok no saben nada el uno del otro?

—Pensé que sería mejor reservar al menos una sorpresa contra cada uno de mis supuestos aliados, venerado gran patriarca —dijo Nimor—. Me pareció inteligente asegurarme de que tendría todas las bazas en mi mano, durante tanto tiempo como fuera posible, mientras dure el ataque contra la ciudad.

—Excelente. ¿Cómo podemos ayudarte?

La Espada Ungida consideró la propuesta. Estaba tentado de decir de «ninguna manera», y reclamar toda la gloria de la victoria, pero se acercaba el momento en que su habilidad para moverse de un sitio a otro estaría limitada por el papel que interpretaba a la cabeza del ejército de Menzoberranzan, y necesitaba ayuda para manejar a Kaanyr Vhok. Además, si el Caudillo los traicionaba, la culpa sería de aquél que hubieran enviado ante el señor de la guerra.

—Deberíamos reunir nuestras fuerzas y estar preparados para golpear cuando nuestros aliados ataquen las defensas de Menzoberranzan —dijo.

—No tenemos un gran ejército, Espada Ungida —dijo Mauzzkyl—. No comprometeré a la Jaezred Chaulssin en una batalla campal.

—Comprendo Venerado gran patriarca. —Si reunía todas las fuerzas en un lugar, la casa secreta apenas tendría el número de miembros de una casa menor de Menzoberranzan; aunque la Jaezred Chaulssin tendría un impacto desproporcionado para su número—. Necesito que uno de mis hermanos vaya a la Legión Flagelante de Kaanyr Vhok y guíe al Caudillo en la dirección correcta. Mis responsabilidades en el ejército de Menzoberranzan y mis esfuerzos por guiar a Horgar Sombracerada y a los renegados Agrach Dyrr no me dejarán velar por Kaanyr Vhok tanto como me gustaría.

—Muy bien —dijo Mauzzkyl después de asentir—. Zammzt, ya no te queda nada por hacer en Ched Nasad. Quiero que vayas con Kaanyr Vhok y seas nuestra voz en su campamento. Haz lo que creas necesario para mantener a su ejército contra Menzoberranzan, aunque responderás ante Nimor.

—Por supuesto, venerado gran patriarca —respondió el asesino de semblante desagradable.

—Me acerqué al señor de la guerra a través de su consorte, Aliisza —le dijo Nimor a Zammzt—. Es una semisúcubo y una hechicera poderosa. Sabe que represento a una sociedad u orden de alguna clase, así que no le sorprenderá recibir a otro de los nuestros.

«Aunque dudo que te dé la bienvenida que me la dio a mí», dijo para sí.

—¿Cuándo esperas que los menzoberranios se encuentren con el ejército de Horgar? —preguntó Mauzzkyl.

—Dentro de cuatro días, creo.

—Haz lo que puedas para sembrar la disensión y la incertidumbre, Espada Ungida —dijo Mauzzkyl—. El momento del engaño y el sigilo se acaba. La Jaezred Chaulssin deja las sombras para salir al descubierto. Destruye el ejército de las matronas y conduce a tus aliados duergars hacia Menzoberranzan lo antes posible. Nos encontraremos allí y veremos si el Señor Oculto nos bendice o no.

Nimor repitió la reverencia, se volvió y se alejó a grandes zancadas de los patriarcas. Sus planes no saldrían a la perfección. Algo iría mal. Tenía que ser así. Nadie era capaz de elaborar semejante colisión de fuerzas dispares sin que alguno de los componentes fallara. Aunque podía decir que la Jaezred Chaulssin estaba preparada. Cuanto más tiempo mantuviera en secreto las mortíferas maniobras de sus aliados y su casa, más altas serían las probabilidades de éxito.

«Quizá convendría alentar a Andzrel a que me nombrara jefe de exploradores de la expedición —pensó Nimor—. No hay que molestar al Baenre con insignificantes informes de los ejércitos en movimiento».

Los elfos oscuros de la casa Jaelre se revelaron como unos anfitriones desconfiados y descorteses. Ryld esperaba que lo llevaran a una sala de audiencias, donde se reunirían con una matrona del clan y la sobornarían, amenazarían o persuadirían para que les permitiera consultar al clérigo Tzirik. Sin embargo, no ocurrió nada de eso. Dado que se negaron a entregar las armas, los Jaelre condujeron al grupo a una sala de guardia pequeña y en desuso.

—Esperaréis aquí hasta que Tzirik decida recibiros —dijo la hembra que dirigía la guardia—. Si intentáis abandonar la habitación, nos lo tomaremos como un signo de hostilidad y os atacaremos.

—Somos una embajada de una ciudad poderosa —dijo Quenthel a modo de respuesta—. Si nos maltratáis, ateneos a las consecuencias.

—Sois esclavos de la Reina Araña, y lo más probable es que seáis espías y saboteadores —respondió la capitana—. Aquí Lloth no tiene influencia, zorra besa arañas.

Cerró y atrancó la puerta antes de que Quenthel replicara adecuadamente, aunque la fuerte agitación del flagelo de cabezas de serpiente señalaba lo intenso de su ira.

—¿Vamos a quedarnos confinados aquí, como chusma encerrada en una cárcel de deudores? —refunfuñó Jeggred—. Tengo una idea…

—Aún no, Jeggred —se opuso Quenthel.

Paseó de un lado a otro, enfadada. Hablaba sola, en una silenciosa furia. La ira alimentaba a Quenthel con una energía implacable. El tiempo que estuviera confinada en esa habitación pequeña se les iba a hacer muy largo.

Danifae la observó y contuvo el nervioso andar de Quenthel cuando posó la mano en el brazo de la Baenre.

—¿Qué sucede, esclava? —saltó la sacerdotisa.

—Tu fervor es admirable, matrona —dijo Danifae—, pero, por favor, ahora tenemos que ser pacientes. —Escondió las manos tanto como pudo y añadió—: Recuerda, puede que nos estén observando.

—Tiene algo de razón, querida Quenthel —dijo Pharaun—. ¿No querrás empezar un altercado con la gente a la que has venido a ver? Tus duras palabras y postura arrogante se entienden mejor en Arach-Tinilith que ante la puerta de otro dios.

Quenthel le devolvió una mirada de tanto odio que Danifae levantó una mano para calmarla. La misma Danifae clavó una mirada venenosa en Pharaun. El desprecio desfiguraba sus bellos rasgos.

—Silencio, Pharaun —ordenó la prisionera de guerra—. Tu petulante arrogancia y tus puyas sin fin se entienden mejor en Sorcere. Al menos la matrona tiene la fuerza de sus convicciones; todo lo que tú tienes es cinismo.

Danifae contempló la cara de Quenthel y le ofreció una tímida sonrisa.

—Guarda la ira para después, matrona —dijo la prisionera de guerra con suavidad—. Seguro que la diosa estará más contenta si les arreglas las cuentas a los infieles después de que te sirvas de ellos que si destruyes las herramientas necesarias para servirla.

Quenthel se permitió relajarse. Respiró hondo y tomó asiento en una mesa de madera donde había una botella de agua.

—Excelente, entonces —suspiró Quenthel—. Veremos qué pasa.

«Eso —imaginó Ryld— es lo más cercano a admitir que está equivocada». Con nada que hacer, el grupo se acomodó para soportar la espera con la que los Jaelre los pondrían a prueba.

Pasaron largas horas. La noche dio paso a una mañana nublada, que luego se transformó en una tarde muy lluviosa y gris.

Ryld estudió las partes del castillo que veía desde las aspilleras y llegó a la conclusión de que Minauthkeep no estaba ni la mitad de derruido de lo que parecía a primera vista. Los Jaelre habían reparado astutamente la mayor parte de la antigua estructura, aunque habían dejado la apariencia exterior casi sin cambios.

Al final, cuando la espera se hacía interminable, el maestro de armas se sentó con la espalda en el muro de la sala y se hundió en un ligero trance. Tajadora estaba en su regazo por si era necesaria.

Lo despertaron del ensueño con tres vigorosas llamadas. La cerradura giró, y entró la capitana de la guardia de la noche anterior, con más guardias detrás.

—Os han convocado ante el sumo sacerdote Tzirik —dijo—. Tenéis que dejar las armas aquí. El mago debe consentir que le aten los pulgares, y el draegloth será esposado.

—No —replicó Jeggred—. No somos prisioneros, no tenéis que llevarnos encadenados ante vuestro señor. ¿Por qué tenemos que hacer algo a lo que no puedes obligarnos?

—Viniste a nosotros, mestizo —dijo el capitán.

—¿Matrona? —susurró Danifae.

Sin apartar los ojos de la cara de la capitana, Quenthel sacó el látigo. Lo sopesó, parecía debatirse, luego lo tiró a una esquina de la habitación.

—Yngoth, vigila nuestras armas —dijo a una de las siseantes víboras—. Mata a cualquiera que manosee nuestras pertenencias mientras no estamos. Jeggred, deja que te aten. Pharaun, tú también.

Ryld soltó un suspiro y dejó a Tajadora en el suelo, y de una patada la dejó al alcance de las víboras de Quenthel. Valas también dejó los kukris. Con una mueca de disgusto, Pharaun se acercó y extendió las manos. Un Jaelre le ató los pulgares con una cuerda recia, una medida que le haría muy difícil hacer los gestos complejos y pases necesarios para la mayoría de sus conjuros. A los brazos superiores de Jeggred, los largos de las garras afiladas, les pusieron grilletes, pero dejaron libres los más pequeños.

El draegloth rugió.

—Tranquilo, sobrino —dijo Quenthel, y luego se volvió hacia la capitana—. Llévanos hasta el clérigo.

La capitana de la guardia hizo un gesto a sus soldados, que formaron alrededor de los menzoberranios, con las espadas desenvainadas. Llevaron al grupo fuera de la sala de guardia y se adentraron en las profundidades de la fortaleza. Los hicieron pasar a un gran salón reconvertido en santuario a Vhaeraun, el Señor Oculto. Ryld examinó el templo con algo de interés. Nunca había puesto el pie en un lugar dedicado a un dios que no fuera Lloth. Al otro lado de la sala de la pared colgaba media máscara del tamaño de un escudo, que presidía el santuario. El símbolo era de cobre batido, con dos discos negros que marcaban los ojos.

Dos varones los esperaban. El primero era joven, vestido con una armadura de cuero negro que mostraba un torso musculoso. En el cinturón llevaba un kukri, y un brazalete en forma de áspid enrollado en el brazo. Tenía la pierna izquierda en un arnés de hierro y cuero, y se movía con rigidez. El segundo era calvo y muy bajo, llevaba una coraza de mithral negro y la cara oculta tras un velo de seda negra.

—Señores, los visitantes —dijo la capitana de la guardia.

El clérigo los examinó. Su expresión era inescrutable tras el velo.

—Valas Hune, el mismo que viste y calza —dijo al fin—. Bueno, esto es una sorpresa. No te había visto desde hacía cincuenta años. —Vaciló un momento, y luego avanzó con decisión y palmeó al explorador de Bregan D’aerthe en la espalda—. Ha pasado mucho tiempo, viejo amigo. ¿Cómo te van las cosas?

—Tzirik —dijo Valas. Le devolvió la sonrisa. Su expresión austera revelaba una desacostumbrada alegría, y tomó la mano del clérigo con firmeza. Paseó la mirada por la sala—. Veo que al final has logrado el Retorno del que siempre hablabas. En cuanto a cómo me van las cosas, bueno, eso será largo de contar.

Tzirik estudió al grupo.

—Un maestro de Sorcere —dijo el clérigo—, y otro de Melee-Magthere.

—Maese Pharaun Mizzrym, un mago consumado —respondió Valas—, y maese Ryld Argith, maestro de armas de no poca habilidad.

—Caballeros, si Valas me da su garantía, sois bienvenidos a Minauthkeep —dijo el clérigo. Cuando miró a los demás, su expresión se endureció, la simpatía se tornó en un cuidadoso examen.

—El draegloth es Jeggred —dijo Valas—, un vástago de la casa Baenre. La sacerdotisa es Danifae Yauntyrr, noble de Eryndlyn, antes prisionera de guerra. La líder de nuestro grupo es…

—Suma Sacerdotisa Quenthel Baenre —interrumpió Quenthel—. Matrona de Arach-Tinilith, matrona de la Academia, matrona de Tier-Breche, Primera Hija de la casa Baenre de Menzoberranzan.

—Ah —dijo Tzirik—. Apenas tenemos trato con aquéllos que gozan de tus convicciones y mucho menos con sacerdotisas poseedoras de tantos títulos impresionantes.

—Descubrirás que poseo más que títulos, clérigo —respondió Quenthel.

La expresión de Tzirik se tornó fría.

—Puede que Lloth gobierne en vuestras ciudades enterradas —dijo—, pero aquí, en el mundo de la superficie, Vhaeraun es el amo. —Se volvió y le hizo un gesto al varón lisiado que estaba a su espalda—. En aras de la cortesía, os presento a mi primo, Jezz de la casa Jaelre.

El joven cojeó hacia ellos.

—Estáis muy lejos de casa, menzoberranios —dijo con voz rasposa—. Eso, más que nada, os salvó la vida. Los besa arañas con los que tenemos problemas vienen de Maerimydra, a pocos kilómetros al sur de aquí, pero no nos habíamos encontrado con gente de Menzoberranzan desde hace bastante tiempo.

Rió suavemente, de alguna broma particular. Tzirik sonrió aunque se notó que era forzado.

—Jezz se refiere al hecho de que somos menzoberranios, o al menos lo éramos, en otro tiempo. Hace casi quinientos años la sabia y benéfica matrona Baenre ordenó la destrucción de nuestra casa porque éramos gobernados por un varón y seguíamos al Señor Oculto. Muchos de los míos murieron entre alaridos en las mazmorras del Castillo Baenre. De aquéllos que escaparon murieron más en los largos y duros años de exilio en lugares olvidados de la Antípoda Oscura. Debéis entender lo paradójico que es que caiga en nuestro poder una hija Baenre. Si no sale nada de los negocios que te han traído, al menos, Valas, te estoy agradecido por eso. —Se acercó más y cruzó sus fuertes brazos—. Así, ¿por qué me buscas, Baenre?

Quenthel se mantuvo impasible.

—Necesitamos comunión con Vhaeraun —dijo— y hacerle algunas preguntas en nuestro nombre. Pagaremos bien por las molestias.

Tzirik levantó las cejas.

—¿De verdad? ¿Y por qué querría Vhaeraun que hiciera eso por vosotros?

—Por supuesto, descubrirás lo que nos trae aquí y lo que sabe tu dios.

—Si os torturo durante unos años, descubriré lo mismo —dijo el clérigo—. O, quizá, si acepto que le hagáis las preguntas al Señor Oculto, no considero apropiado compartir las respuestas con vosotros.

—Es verdad, tal vez —dijo Quenthel—, aunque creo que descubrirías que estamos lejos de la indefensión, incluso con las armas en la sala de guardia. Antes de hacer una prueba, veamos si alcanzamos una especie de acuerdo.

—Fanfarronea —remarcó Jezz—. ¿Por qué negociar con esas criaturas venenosas? Perdona a tu amigo si quieres, pero mata a las sacerdotisas ahora mismo.

—Paciencia, joven Jezz. Siempre habrá tiempo para eso —dijo Tzirik. Se alejó, y luego se volvió hacia Quenthel—. ¿Qué deseas saber?

Quenthel se puso rígida y cruzó una mirada con el clérigo.

—Deseamos saber lo que ha sucedido con Lloth —dijo—. La diosa nos niega los conjuros desde hace meses. Ya que no tenemos acceso a la magia que nos concede, no hay modo de preguntárselo.

—Tu voluble diosa os pone a prueba —dijo Tzirik con una carcajada—. Hace caso omiso de vuestros conjuros para ver cuánto tiempo continuaréis siendo fieles.

—Eso pensamos al principio —dijo Quenthel—, pero han pasado casi cuatro meses, y hemos llegado a la conclusión de que su voluntad es que busquemos las respuestas.

—¿Por qué preguntarle a un clérigo de Vhaeraun? —preguntó Jezz—. Seguro que serías capaz de persuadir a las sacerdotisas de una ciudad vecina para que intervinieran en vuestro favor.

—También han perdido el contacto con la diosa —respondió Danifae—. Vengo de Ched Nasad, donde reina el mismo silencio que entre las sacerdotisas de Menzoberranzan. Hay razones para creer que todas las ciudades drows de la Antípoda Oscura están en la misma situación. Lloth no habla con nadie.

—Eso explicaría la retirada de Maerimydra —le dijo Jezz en voz baja a Tzirik—. Si sus sacerdotisas son débiles, estarán demasiado ocupadas para causarnos problemas.

—Los hechos parecen encajar —respondió Tzirik. Centró su atención en Pharaun—. ¿Qué hay de vuestros elogiados magos? ¿No son capaces de invocar demonios en abundancia y preguntarles por el misterioso silencio de vuestra diosa o usar conjuros de adivinación?

—Descubrimos que los poderes de los planos inferiores saben poco más que nosotros —dijo Pharaun—. Parece que Lloth ha cerrado el contacto con los planos contiguos del Abismo, sellando los bordes de su reino a los demás poderes. —Levantó las manos atadas por los pulgares e hizo un gesto de autocensura—. Eso es lo que supuse de los informes de los colegas que investigaban la materia, con cierto detalle. No lo hice en persona, pues el archimago me ordenó que no invocara esos seres bajo pena de sufrir una muerte espeluznante.

Tzirik estudió a los menzoberranios y luego se alejó para consultar con Jezz. Los dos hablaron en voz baja, mientras los menzoberranios esperaban. Ryld estudió en secreto a los guardias, calculó a cuál de ellos sería capaz de desarmar para hacerse con un arma. Aún llevaba la coraza enana y se sentía lo bastante confiado para arrancarle la alabarda a uno de los guardias antes de que lo alcanzaran; aunque sería mejor que usara el cuchillo del cinturón para cortar las ataduras de Pharaun como primer paso.

Sus planes fueron interrumpidos cuando Tzirik y Jezz volvieron hacia ellos.

—Intercederé ante Vhaeraun en vuestro favor —dijo el sumo sacerdote de los Jaelre—, a mí también me gustaría saber qué le pasa a Lloth. Sin embargo, creo que es justo pedir un favor por otro, y como os habéis acercado a mí con franqueza, solicitaré la ayuda de Vhaeraun sólo después de que completéis una tarea.

—Excelente —dijo Quenthel entre dientes—. ¿Qué deseas que hagamos?

—A tres días al oeste de aquí están las ruinas de Myth Drannor, la antigua capital del viejo reino elfo de Cormanthor —dijo Tzirik—. Durante el transcurso de nuestras exploraciones, llegamos a sospechar que un libro que contiene conocimientos secretos y poderosos (el Geildirion de Cimbar) está enterrado en la biblioteca secreta de la torre en ruinas de un mago. Necesitamos ese conocimiento que está en el Geildirion, ya que nos ayudará a dominar las antiguas defensas mágicas que levantaron nuestros olvidados primos de la superficie. Por desgracia, demonios de todas clases plagan las ruinas de la ciudad, y la misma torre es el hogar de un poderoso contemplador mago. Enviamos dos expediciones a la torre, pero el contemplador destruyó o ahuyentó a nuestros exploradores. No deseo malgastar las vidas de los que tengo a mi cargo, pero me gustaría mucho poseer ese libro. Puesto que parecéis ser lo mejor que puede ofrecer Menzoberranzan, quizá vosotros tengáis éxito donde nuestros guerreros fallaron. Traedme el Geildirion, y apelaré a la sabiduría de Vhaeraun en lo tocante al silencio de Lloth.

—Hecho —respondió Quenthel—. Proporciónanos un guía hasta ese lugar y te conseguiremos el libro.

—No aceptaríais tan rápido —dijo Jezz después de soltar una carcajada— si supierais lo peligroso que es el contemplador. Tendréis nuestra ayuda, dadlo por hecho.