Capítulo trece

Las casas de Menzoberranzan se unieron para la batalla. De una docena de castillos y palacios, cavernas y fortalezas partieron en orgullosas columnas soldados esbeltos en elegantes cotas de malla, pavoneándose en las sillas altas de los lagartos de guerra, los pendones ondeando al viento. En circunstancias normales cada casa enviaría cientos de guerreros esclavos, una chusma de kobolds, goblins y ogros contra sus enemigos antes de comprometer a las valiosas tropas drows; pero los esclavos armados eran escasos después de la insurrección del alhún. Miles de esos seres inferiores habían sobrevivido a la revuelta, así como a las represalias atroces que siguieron, pero los guerreros de las razas de esclavos habían sufrido las peores pérdidas. Y a aquéllos que se les permitió rendirse no gozaban de la confianza suficiente para llevar un arma.

Nimor estaba montado en un lagarto de guerra de Agrach Dyrr y sonreía satisfecho mientras las tropas de la casa Dyrr avanzaba ante él. Las compañías estaban reunidas en una plaza cerca del borde de la Muralla Oeste y Narbonellyn, curiosamente no demasiado lejos de la casa Faen Tlabbar. Cada espadachín drow llevaba un equipo ligero además de las armas y la armadura. El convoy de suministros iba cobrando forma a medida que cada compañía aportaba sus lagartos de carga y sus servidores. La mayor parte del pueblo se había congregado para ver aquel ejército, pues, con diferencia, era la acumulación más grande de soldados que habían dirigido las matronas desde el infortunado asalto, años atrás, a Mithril Hall.

—Sospecho que el Consejo fue bien —dijo lord Dyrr, que estaba junto al estribo de Nimor.

El hechicero no muerto no mostraba su verdadera apariencia, por supuesto, ni la del viejo decrépito que fingía ser en su casa. Su actual disfraz era el de un mago poco destacado de Agrach Dyrr, joven y robusto, vestido con los magníficos ropajes de su casa.

—Tu matrona estaba bien aleccionada —respondió Nimor. Hablaba en voz baja, aunque no había nadie lo bastante cerca para escucharlos—. Hemos conseguido que la mitad de los soldados de la ciudad se reúnan para la batalla.

—Yasraena ha resultado ser una fachada útil —apuntó el liche—. He conocido a una docena de matronas Dyrr y de vez en cuando descubro que mi parentela femenina pone objeciones a mi posición dentro de la casa. Yasraena me mataría si pudiera, por supuesto, pero sabe que Agrach Dyrr sería destruida si me sucediera una desgracia. La informé de ciertos arreglos que hice años atrás para evitar que me dé sorpresas.

—Sospecho que pocas veces te sorprenden, lord Dyrr —dijo Nimor después de soltar una risa ahogada.

—El éxito depende de la preparación, joven Nimor. Considéralo la lección del día. —El liche mostró una sonrisa afectada y se alejó de la montura de Nimor—. Buena suerte en tu aventura, capitán.

Nimor volvió grupas en el lagarto de guerra mientras la última de las columnas pasaba ante él.

—Una cosa más —dijo volviéndose hacia el liche—. Hace diez días, Narbondel estuvo iluminado durante unas horas de más, pero desde entonces se respeta el horario. Y por toda la ciudad se rumorea que los maestros de Sorcere no encuentran al archimago.

Dyrr sonrió y extendió los brazos.

—Como el archimago Baenre estará inencontrable durante bastante tiempo —respondió—, me agradaría descubrir que los maestros de Sorcere deciden por sí mismos quién de entre ellos ocupa el puesto de Gomph.

—¿La matrona Baenre y el Consejo no tienen nada que decir sobre eso?

—No, si los maestros congregados se dan cuenta del poder que tienen ahora —dijo Dyrr—. No soy un miembro de la Academia, pero un par de jóvenes de mi casa lo son y me mantienen bien informado. Los maestros debaten si es el momento de romper con la tradición y nombrar a su propio archimago; pero la mitad de ellos intriga para eliminar a cualquier colega listo y lo bastante valiente para quedarse con el puesto, mientras que la otra mitad piensa si es mejor volver a sus casas y gobernar desde allí. Romper con el Consejo significaría una guerra civil, y aquellos pocos maestros que no se dan cuenta de que la guerra civil ya está en marcha discuten si deben aceptar la situación existente por temor a que vuelva Lloth. De todos modos, Sorcere está paralizada en ausencia de Gomph.

El liche se volvió, se apoyó en el alto bastón y se alejó con una carcajada seca y estridente.

Nimor levantó una ceja y observó cómo se iba el liche, pensando en las palabras de su aliado. Luego, salió al trote para sumarse a la columna.

—¡Teniente Jazzt! —llamó.

De la columna de guerreros de la casa Agrach Dyrr, se separó un varón pequeño y lleno de cicatrices. Los soldados de la expedición sabían que el capitán Zhayemd no era un vástago de la casa, pero se les había explicado que el oficial al mando de las tropas gozaba de la completa confianza de la matrona Yasraena y que, de hecho, ahora lideraba su antiguo clan; una práctica bastante común entre las casas de la ciudad. Nimor no dudaba que Jazzt Dyrr, segundo primo de la matrona, había recibido órdenes adicionales que especificaban en qué circunstancias debía pasar por alto las órdenes de Nimor; pero, como pretendía respetar escrupulosamente el pacto con Agrach Dyrr, estaba bastante seguro de que el oficial Dyrr no le daría problemas.

—¿Sí, capitán? —dijo Jazzt.

Procuraba mantenerse inexpresivo. Miraba a Nimor con la impasible curiosidad de un curtido veterano.

—Forma la compañía allí, junto al contingente Baenre. Diles a los hombres que se preparen para una marcha larga. Quiero salir dentro de una hora.

—Sí, capitán —respondió Jazzt.

El teniente dio un paso atrás y saludó, luego se dio la vuelta y empezó a dar órdenes a los soldados de Agrach Dyrr. Nimor hizo girar su montura y trotó hasta el otro lado de la plaza hacia una tienda llena de actividad. Allí estaban los oficiales nobles al mando de cada uno de los contingentes de las casas, la mayoría con un séquito. Varias discusiones sobre toda clase de temas diferentes (el orden de marcha, el mejor lugar para detenerse al final del día, la ruta más rápida hacia los Pilares del Infortunio) se sucedían al mismo tiempo.

Desmontó, entregó las riendas del lagarto de guerra a un esclavo que había cerca, se metió en medio de la confusión y entró en la zona restringida. Tuvo que mostrar la insignia de la casa y el rango para que lo admitieran. Dentro, un puñado de capitanes y oficiales de varias casas mantenían varias discusiones. La ocasión de reunir un ejército y marchar a la guerra parecía desplazar las rivalidades habituales y las venganzas, al menos por un tiempo. En vez de enzarzarse en duelos en las calles, aquellos camaradas pretendían eclipsarse unos a otros con proezas de valor y crueldad en el campo de batalla.

Nimor repasó a los oficiales, advirtió las insignias de seis de las ocho grandes casas y otra media docena de las casas menores más poderosas. Sus ojos se posaron en uno que llevaba la insignia de la casa Baenre cuando el tipo levantaba las manos y la voz para captar la atención de los demás.

—Volved con vuestras compañías y examinad el convoy de suministros —dijo Andzrel Baenre, maestro de armas de la casa Baenre—. Quiero una lista del número de bestias de carga y carros, y un inventario de vuestros suministros. Volved en una hora. Sin duda nuestras hembras debatirán muchos temas de estrategia, pero recaerá sobre nosotros el resolver los detalles de las caravanas de suministros y las señales que utilizaremos en la batalla. Y aún tenemos mucho que discutir.

Andzrel era un tipo alto y delgado que llevaba una coraza de mithral teñido de negro y una capa a juego. La sobrevesta mostraba con orgullo el emblema de la casa Baenre, y sus ojos una disciplina de hierro, además de una expresión de franqueza y voluntad que era atípica en un drow noble, tanto si era varón como hembra.

Los oficiales se dispersaron y salieron de la tienda, en dirección a sus unidades. Nimor les dejó pasar. Mientras se acercaba para hablar con el maestro de armas Baenre, el asesino susurró un conjuro.

—Maestro Baenre… —preguntó Nimor, para cubrir las últimas sílabas del conjuro.

—Si —dijo el maestro de armas, que parpadeó—. Yo… ah…

Nimor sonrió al ver el efecto que el encantamiento tenía sobre el drow y al saber que, durante bastante tiempo, Andzrel Baenre y él serían amigos íntimos.

—Tu casa me suena, pero no creo que te conozca —dijo Andzrel—. Llevas las armas de Agrach Dyrr.

—Soy Zhayemd Dyrr y dirijo las tropas de mi casa —respondió Nimor—. ¿Tienes alguna idea de cuándo se dignarán a unirse a nosotros las sacerdotisas o al menos cuándo nos pondremos en camino?

—Creo que las matronas aún estaban discutiendo cuál de ellas dirigirá la expedición —replicó Andzrel, que parecía recuperado—. Ninguna de ellas confía en las demás lo suficiente para abandonar la ciudad, pero todos piensan que está claro que es mejor que una de ellas esté al cargo de los varones.

Nimor soltó una carcajada.

—Sabes hablar claro, señor —dijo Nimor y añadió—: Supongo que ya has contado qué casas están aquí y cuántas tropas, y de qué tipo, ha traído cada una. Las sacerdotisas querrán saberlo, y sería útil para todos tener una idea de quién marcha al lado de quién.

Tenía en mente otros usos para esa información, por supuesto, pero no tenía intención de mencionarlos.

—Por supuesto —respondió Andzrel. Señaló una mesa en la parte exterior de la tienda, donde unos oficiales Baenre estudiaban mapas e informes—. Necesito que les digas a esos tipos el número de infantes y caballeros que hay en tus tropas e infórmales sobre tu convoy de suministros. Tras lo cual, me gustaría preguntarte algunas cosas sobre la ruta y el lugar en el que esperamos encontrarnos al ejército duergar. Sé que estás familiarizado con la región, así como con la composición y las tácticas de las fuerzas duergars.

Nimor se irguió y asintió con seriedad.

—Por supuesto —dijo—. Las conozco bien.

A Halisstra la despertó el sonido que hizo la puerta de la celda al abrirse. Levantó la mirada. Se preguntó si quizá había llegado el momento de su ejecución.

—No tengo nada más que decirle a tu señor —dijo, aunque le pasó por la cabeza la idea de que vender a sus camaradas era preferible a la muerte por tortura, en especial si recuperaba la libertad a cambio.

—Excelente —respondió una voz de mujer—. Entonces espero que consientas en hablar conmigo.

Una figura esbelta entró por la puerta de la celda, que al instante se cerró. Oculta en una capa oscura y larga, la visitante se detuvo a examinar a Halisstra y luego extendió unas manos negras como el carbón y se quitó la capucha para revelar una cara negra como el ébano y unos ojos rojos como la sangre.

—Soy Seyll Auzkovyn —dijo la drow— y he venido a darte el mensaje de mi señora: te espera un lugar apropiado en los Reinos de la Superficie, en la Tierra de la Gran Luz. Ven en paz y vive de nuevo bajo el sol, donde crecen los árboles y las flores.

—Una sacerdotisa de Eilistraee —murmuró Halisstra. Ya había oído hablar de ese culto. La Reina Araña despreciaba la fe débil e idealista de la Dama Oscura, cuyos adoradores soñaban con la redención y la acogida en el mundo de la superficie—. Bueno, he venido en paz, y parece que he encontrado mi lugar en esta celda pequeña y limpia. Espero que las flores maravillosas florezcan justo tras las barras de mi ventana, y estoy más que agradecida porque el tres veces maldito sol no brille más en mi prisión. —Soltó una carcajada amarga—. El mensaje sagrado de tu tonta diosa bailarina suena un poco falso. Ahora vete y déjame prepararme para las inevitables torturas que me esperan, cuando el señor de este fétido montón de estiércol pierda la paciencia por mi testarudez.

—Me recuerdas a mí cuando escuché el mensaje de Eilistraee por primera vez —respondió Seyll. Se acercó más y se sentó en el suelo, junto a Halisstra—. Como tú, era una sacerdotisa de la Reina Araña que acabó siendo capturada por la gente de la superficie. Aunque vivo aquí desde hace varios años, aún encuentro la luz del sol demasiado fuerte.

—No te adules a ti misma, renegada —soltó Halisstra—. No soy como tú.

—Te sorprendería —continuó Seyll sin alterarse—. ¿Los castigos de la Reina Araña te han parecido alguna vez inútiles o un despilfarro? ¿Alguna vez fracasaste en forjar una amistad porque temías una traición? ¿Alguna vez, quizá, viste cómo destruían a tu hijo porque falló en una prueba sin sentido, sólo para decirte a ti misma que era demasiado débil para vivir? ¿Alguna vez te preguntaste si había algún propósito en la deliberada y calculada crueldad que emponzoña a toda nuestra raza?

—Desde luego que lo tiene —respondió Halisstra—. Estamos rodeados por todas partes de enemigos depravados. Si no nos esforzamos en perfeccionar a nuestra gente, nos convertiríamos en esclavos; no, peor aún, nos convertiríamos en rotes.

—¿Y los juicios de Lloth te han hecho más fuerte?

—Por supuesto.

—Demuéstralo, entonces. Dame un ejemplo. —Seyll la observó, luego se inclinó hacia adelante y dijo—: Recuerdas incontables pruebas y combates, naturalmente, pero no eres capaz de demostrar que te hicieran más fuerte. No sabes lo que habría sucedido si no te hubieran sometido a esas torturas.

—Eso es mera palabrería. Naturalmente no puedo demostrar que las cosas son lo que no son.

Halisstra miró encolerizada a la hereje, muy irritada. Habría encontrado la conversación irritante e irrelevante en las mejores circunstancias, pero con los brazos y las piernas encadenados, apoyada contra la pared fría de una celda de piedra, con el doloroso rayo de luz solar que entraba, era indignante. Sin embargo, tenía poco con lo que ocupar la mente, y cabía la pequeña posibilidad de que una demostración de entusiasmo por la fe de Seyll le ganara una especie de libertad bajo palabra. Lloth no toleraba a los renegados, pero fingir la aceptación de otra fe para ganarse la libertad de traicionar la confianza de los captores de uno… ésa era la clase de inteligencia que admiraba la Reina Araña. El truco, por supuesto, era no parecer demasiado ansiosa, y sí lo bastante ambigua para que Seyll y sus amigos llegaran a esperar un verdadero cambio en el corazón de Halisstra.

—Me irritas —le dijo a Seyll—. Déjame sola.

—Como quieras —dijo ésta. Se levantó y sonrió a Halisstra—. Piensa en lo que te he dicho y pregúntate si encierra alguna verdad. Si tu fe en Lloth es tan fuerte como crees, seguro que puede resistir un examen. Que Eilistraee te bendiga y te dé calor.

Se volvió a poner la capucha y se fue en silencio. Halisstra apartó la cara para que Seyll no viera la cruel sonrisa que deformaba sus facciones.

«La retaguardia —meditó Ryld— es el puesto que guarda Quenthel a aquéllos que estima menos útiles en ese momento».

Se detuvo para escuchar, en busca de algún sonido en el bosque que le indicara que se aproximaba un enemigo. No oyó más que el ruido de la lluvia. Las arañas de Pharaun se las habían arreglado para propagar un fuego humeante en el bosque, que ya habían dejado atrás; pero la lluvia había evitado que los fuegos quemaran los árboles demasiado. El maestro de armas miró al cielo, permitiendo que las frías gotas le mojaran la cara. Advirtió un mortecino resplandor plateado tras las nubes.

«Al menos la lluvia borrará nuestras huellas», pensó.

Después de una dura marcha en la noche anterior y una larga espera entre unas zarzas durante el soleado día, reanudaron la caminata por la tarde, para encontrarse, poco después de comenzar, que el suelo del bosque no era más que barro.

Se tomó un momento para ajustarse la capucha y se puso en camino de nuevo, intentando no acelerar el ritmo. No quería acercarse demasiado a los demás, pero por otro lado, lo último que deseaba era quedarse demasiado atrás, y no percibir algún giro del camino y perderse en el interminable bosque. Si no habían querido ir a salvar a Halisstra, no concebiría falsas esperanzas sobre lo que sucedería si llegaba a separarse del resto del grupo. Avanzó durante un buen rato, parando cada doce pasos y escudriñando el bosque.

Pronto se dio cuenta del fuerte e insistente sonido del agua en movimiento. Era un arroyo rápido, sombrío y ancho, que fluía entre orillas fangosas cubiertas de abrojos y helechos. El riachuelo lo cruzaba un tronco de árbol, cuya parte superior estaba serrada. Quenthel y los demás esperaban allí, observando los alrededores en silencio. Ryld advirtió la intensa atención de sus compañeros y que las ballestas apuntaban en su dirección. El combate con las gentes de la superficie había enseñado a sus camaradas a ser cautelosos en el bosque.

—No disparéis —dijo en voz baja—. Soy Ryld.

—Maese Argith —dijo Quenthel—. Empezaba a preguntarme si te habrías perdido.

Ryld hizo una reverencia a Quenthel y se unió a los demás. Se tomó un momento para sentarse en el tocón de un árbol y buscó en los bolsillos de su capa un frasco de brandy duergar. Normalmente no se arriesgaría a que el alcohol embotara sus sentidos, pero las horas de marcha bajo la fría lluvia habían empapado sus ropas y estaba calado hasta los huesos. El licor le calentó el pecho.

—¿Es éste el riachuelo? —le preguntó a Pharaun.

—Sí —dijo el mago sin vacilar—. Lo cruzaremos y nos dirigiremos al sur, río arriba. La casa Jaelre no está a más de tres kilómetros.

Señaló a Ryld con un dedo y murmuró una palabra mágica. El frasco se levantó de la mano del maestro de armas y se balanceó por el aire hasta el mago, que se sirvió un saludable trago.

—Gracias —dijo Pharaun—. Puede que los enanos grises sean unos patanes odiosos, pero destilan un buen brandy.

—No bebas demasiado —dijo Quenthel—. Es probable que los Jaelre nos disparen en cuanto nos vean. Te necesito alerta y despierto, mago. Maese Argith, mantente cerca de nosotros a partir de ahora. Me preocupa más lo que está delante que lo que hay detrás.

—Como desees, matrona —dijo Ryld.

Extendió la mano hacia Pharaun, que dio otro trago y le lanzó el frasco. El maestro de armas se levantó, se puso la mochila al hombro y encabezó la marcha por el puente. La superficie del tronco era resbaladiza, desigual, y sin duda un enano o un humano torpes habrían tenido problemas, pero los elfos oscuros cruzaron con facilidad.

Al otro lado, encontraron los restos de una antigua carretera de piedra, rota por las raíces torcidas de innumerables árboles y cientos de años de hielos y deshielos. Una piedra blanca y suave, unida con pericia, la señalaba como un trabajo de los antiguos elfos de la superficie que habían habitado en el bosque. Ryld no tenía tan poca educación que no supiera de Cormanthor, el gran imperio del bosque de los elfos de la superficie, o la gloria olvidada de su legendaria capital, Myth Drannor. Aunque más allá de los nombres apenas sabía nada de quiénes fueron los constructores de ese imperio y qué les ocurrió.

Se movían despacio y con tiento, la compañía avanzaba en formación abierta, preparada para defenderse contra cualquier ataque. Siguieron la vieja carretera durante más de un kilómetro, como Pharaun había dicho que harían, y llegaron a los restos de unas antiguas murallas y almenas que rodeaban un viejo baluarte. Unas enredaderas cubrían las paredes, florecientes a pesar del invierno, aunque el muro estaba agrietado y agujereado por una docena de puntos. Una puerta de hierro oxidada yacía atravesada en la carretera, una barrera que hacía tiempo que se había vuelto inservible. Más allá de las murallas se levantaba una colina escarpada, coronada por una fortaleza pentagonal de piedra blanca. Al principio, Ryld pensó que el lugar estaba intacto, pero al examinarlo, se dio cuenta de que la parte alta de las torres estaba agujereada y que más de uno de los contrafuertes que unían las torres exteriores con el edificio principal de la fortaleza se habían desmoronado con los años. Las enredaderas fijaban sus raíces en la piedra quebrada, cubriendo las ruinas como una manta viviente.

—Ruinas —refunfuñó Jeggred, disgustado—. Tus tontos conjuros te han fallado, mago…, ¿o es que has hecho que nos perdamos a propósito? Quizá está conchabado con nuestro traicionero explorador…

—Mis conjuros no fallan —respondió Pharaun—. Éste es el lugar. Los Jaelre están aquí.

—¿Entonces dónde están? —ladró el draegloth—. Si tú…

—¡Silencio, los dos! —exclamó Valas. Se alejó unos pasos de la puerta, tan silencioso como un leopardo al acecho, con una flecha aprestada en el arco—. Este lugar no está tan abandonado como parece.

Ryld se movió para esconderse tras una tambaleante columna de mampostería, con una mano en la empuñadura de Tajadora. Danifae y Pharaun hicieron lo mismo, al otro lado de la carretera, con la mirada puesta en la fortaleza en ruinas. Quenthel, sin embargo, decidió quedarse donde estaba.

Se quedó en el centro del camino.

—¡Los de la casa Jaelre! ¡Queremos hablar con vuestros líderes de inmediato!

De una docena de lugares escondidos, se levantaron sin prisa unas formas sigilosas con capas oscuras que imitaban el entorno. Arcos y varitas apuntaron a los menzoberranios. Una de las figuras, una hembra que llevaba una espada de dos hojas, se apartó la capucha y miró al grupo con frío desdén.

—Sois unos miserables besa arañas —siseó—. ¿Qué tenéis que los señores de la casa Jaelre necesiten, excepto vuestros cuerpos emplumados con nuestras flechas?

Quenthel se irguió y dejó que su mano se posara en el látigo. El arma se retorció despacio, las inquietas cabezas de serpiente abrían y cerraban la boca.

—Soy Quenthel Baenre, matrona de Arach-Tinilith, y no discuto en el umbral de una puerta con los soldados de guardia. Anuncia nuestra llegada a tus señores, para que podamos entrar y librarnos de esta maldita lluvia.

La capitana Jaelre entornó los ojos y les hizo un gesto a sus soldados, que cambiaron de posición y se prepararon para disparar. Valas negó con la cabeza y bajó el arco. Se adelantó con una mano levantada.

—Espera —dijo—. Si el clérigo Tzirik aún está entre vosotros, dile que Valas Hune está aquí. Queremos hacerle una propuesta.

—Dudo que nuestro alto sacerdote saque algún provecho de vuestra propuesta —dijo la capitana de la guardia.

—Aunque no sirva para nada, descubrirá por qué hemos viajado mil quinientos kilómetros desde Menzoberranzan para hablar con él —respondió Valas.

—Bajad las armas y esperad aquí —dijo la capitana con la mirada clavada en Quenthel—. No os mováis o mis soldados dispararán, y hay más de los que pensáis.

Valas asintió y dejó el arco en el suelo. Miró a los demás y tomó asiento en el borde de una fuente desmoronada. El resto actuó como él, aunque Quenthel no se rebajó a tomar asiento. Cruzó los brazos y esperó con imperioso desagrado. Ryld paseó la mirada por el patio llene de guerreros hostiles y se frotó la cabeza mientras profería un suspiro.

Quenthel sabe cómo causar impresión, ¿eh?, comentó Pharaun discretamente con las manos.

Hembras, respondió Ryld, con la misma discreción.

Con cuidado rebuscó en la capa para volver a sacar el frasco de brandy.