Capítulo doce

Ryld se agazapó tras un gran árbol cuyo tronco era tan grueso y alto que podría estar en el bosque de Narbondel. Tajadora estaba a su espalda. Apenas la había usado en el último combate que el grupo había librado en el bosque. Se inclinó un poco y atisbo entre la moteada luz de la luna y las sombras del bosque, en busca de un blanco. Él y Pharaun esperaban en silencio para defender la retaguardia del grupo, con la esperanza de devolvérsela a los elfos y humanos que los acosaban desde hacía rato. Después de varios intentos de conducir a los drows al combate cuerpo a cuerpo, los elfos de la superficie y sus aliados humanos aprendieron a respetar la habilidad y el arrojo del grupo drow. Pronto, el combate se convirtió en una escaramuza lenta y sigilosa de flechas en la oscuridad, con puntuales emboscadas repentinas y rápidas retiradas.

Silbó una flecha. Ryld se apartó justo a tiempo de ver cómo un asta de plumas blancas pasaba delante de su cara, tan cerca del tronco que la punta rozó la corteza. Si hubiera confiado en la cobertura del árbol, la flecha le habría ensartado el ojo.

—No hay razón para esperar más —susurró Pharaun.

El mago había recibido la orden de Quenthel de aguardar ocultos con muy poco entusiasmo. Creía que su ataque sería un fracaso y que mejor les iría si se reunían con el resto del grupo. Concentrado, murmuró las sílabas ásperas de un conjuro y gesticuló de un modo peculiar.

Vamos, dijo el mago en el lenguaje de signos después de erguirse. Acabo de crear una imagen que les hará creer que nos quedamos aquí. Sígueme en silencio y quédate cerca.

Ryld asintió y fue detrás del mago. Lanzó una última mirada hacia atrás. Se preguntaba si el truco funcionaría.

«Halisstra está ahí, en alguna parte —pensó—. Es muy probable que muerta».

Los habitantes de la superficie no habían mostrado interés en tomar prisioneros, y en la parte lógica de su mente Ryld anotó la pérdida como otra baja de guerra, lo mismo que hubiera hecho si se tratara de la prematura muerte de un camarada. Había librado suficientes batallas durante su vida para aceptar la muerte de un guerrero; pero a pesar de eso, la pérdida de Halisstra lo afectó mucho.

Pharaun se detuvo y se volvió despacio en busca de alguna señal de sus compañeros o enemigos. Ryld permaneció quieto y a la escucha.

Un viento suave sacudió las copas de los árboles y suspiró entre las ramas. Las hojas susurraron, las ramas crujieron. Un riachuelo fluía cerca. No eran capaces de detectar nada que indicara peligro. Ni a Halisstra.

«Es estúpido confiar en que esté viva», se dijo para sí.

¿Algo te preocupa?, gesticuló Pharaun.

No, respondió el maestro de armas.

El mago lo observó, la luz de la luna brillaba en su hermosa cara.

¡Dime que no estás preocupado por ella!

Por supuesto que no, respondió Ryld. Sólo estoy preocupado porque era una compañera valiosa y no me gusta la idea de quedarnos sin sus habilidades curativas. Pero no me preocupa nada más. No soy un estúpido.

Creo que te ha afectado demasiado, señaló Pharaun. Pero no tiene importancia, supongo.

Iba a decir algo más, pero en ese momento un susurro detrás de ellos interrumpió sus palabras. Mago y guerrero se volvieron al unísono, la mano de Ryld se dirigía a la empuñadura de Tajadora al tiempo que apuntaba la ballesta con la otra, pero de entre las sombras apareció Valas Hune. De todos los compañeros, el Bregan D’aerthe parecía casi tan habilidoso como los habitantes de la superficie en el paciente juego de la caza en el bosque.

—¿Habéis visto a alguno de nuestros enemigos? —preguntó el explorador.

—No, pero alguien vio a Ryld y le disparó una flecha —respondió Pharaun—. Ya que parecían saber dónde estábamos, dejamos una ilusión y vinimos para reunimos contigo.

—¿Algún signo de Halisstra? —preguntó Ryld.

—No. ¿Vosotros tampoco la habéis visto? —respondió Valas.

—Quizá hace media hora oí ruidos de combate camino abajo. Duraron un par de minutos. Podría ser ella —repuso Pharaun.

—Eso es todo, entonces —murmuró Valas—. Bueno, vamos. Los demás esperan, y si no somos capaces de emboscar a nuestros perseguidores, deberíamos movernos. Cuanto más nos retrasan aquí, más probable es que vengan refuerzos.

El explorador encabezó la marcha, que era presurosa y en silencio. Pharaun y Ryld eran incapaces de hacer tan poco ruido al caminar como su compañero, pero la magia del mago pareció surtir efecto, pues no se toparon con más arqueros o lanceros escondidos. Unos centenares de pasos más adelante llegaron a un pequeño barranco, con arbustos espesos y grandes rocas. Allí encontraron a Quenthel, Danifae y Jeggred, agazapados. Atentos a la menor señal de un nuevo ataque.

—¿Sorprendiste a los arqueros? —preguntó Quenthel.

—No. Nos localizaron rápido, y evitamos el combate —respondió Ryld. Se pasó la mano por el pelo y suspiró—. Éste no es un terreno para nosotros. No podemos contener a los elfos de la superficie, no con la ventaja que tienen aquí; pero si no hacemos nada, acabarán rodeándonos y machacándonos con las flechas.

—Intentan rodearnos —añadió Valas después de asentir—. Hemos ganado unos minutos, pero tenemos que movernos o pronto habrá que luchar. Tenemos diez minutos o menos, creo.

—Dejad que vengan —tronó Jeggred—. Matamos a una docena de ellos no hará más de una hora, cuando cayeron sobre nosotros. Ahora que sabemos que los diurnos están ahí, los masacraremos.

—El siguiente asalto seguramente consistirá en una lluvia de flechas —dijo Valas—. Dudo que los habitantes de la superficie nos complazcan poniéndose en fila para que los matemos. Pero ¿qué pasará si los elfos van en busca de ayuda? El siguiente ataque podría suceder al amanecer, y podrían ser dos o tres veces más de los que hemos visto hasta ahora. No me gusta la idea de acabar machacado por flechas y conjuros después de la salida del sol, cuando nuestros oponentes ven mejor que nosotros.

—Genial —estalló Jeggred—. ¿Qué propones entonces?

—Retirarme —contestó Ryld por el explorador—. Lo antes posible, y mantenerme en movimiento. Con suerte los dejaremos atrás antes de que salga el sol y quizá encontremos un buen lugar donde escondernos.

—O quizá lleguemos a territorio controlado por los Jaelre —añadió Valas.

—Lo que puede ser más peligroso que jugar al gato y al ratón con nuestros amigos, los habitantes de la superficie —dijo Pharaun—. Si los Jaelre no sienten cariño por los forasteros…

—No importa si lo sienten o no —dijo Quenthel—. Venimos a hablar con su clérigo y lo haremos, incluso si tenemos que abrirnos paso a estocadas para conseguirlo.

—Tu sugerencia no es muy alentadora, maese Hune —dijo Danifae. Sangraba de una herida en el brazo derecho, donde una flecha había perforado la cota de malla. Mientras hablaba vendaba con torpeza la herida—. ¿Qué sucede si no conseguimos dejar atrás a nuestros enemigos? Parecen muy capaces de seguir nuestro rastro en este maldito bosque.

—Un momento —dijo Ryld—. ¿Qué pasa con la matrona Melarn? Está ahí, en alguna parte.

—Es muy probable que ya esté muerta —dijo Valas mientras se encogía de hombros—. O prisionera.

—¿No deberíamos asegurarnos antes de abandonarla? —respondió el maestro de armas—. Sus canciones sanadoras son la única magia de esa clase que nos queda. El sentido común obliga…

—El sentido común obliga a no malgastar tiempo y sangre en un cadáver —lo interrumpió Quenthel—. Nadie vino en mi busca cuando…

Se calló y entonces se levantó y fue a ayudar a Danifae a asegurar el vendaje.

—Nuestra misión está delante, no detrás —dijo la matrona de Arach-Tinilith—. Nuestra búsqueda es más importante que cualquier drow.

Ryld se pasó la mano por la cara y paseó la mirada por todo el grupo. Valas apartó los ojos para observar alguna fijación sin importancia de la armadura. Pharaun se quedó mirando a Quenthel con una expresión evidente de que advertía la hipocresía de la sacerdotisa. Había pasado más tiempo en Ched Nasad con la esperanza de vaciar los almacenes Baenre que en recuperar el favor de Lloth.

Danifae miró hacia el bosque, que estaba a sus espaldas, con el entrecejo fruncido, pero se veía a las claras que no abogaría por su dueña.

—¿Quizá nuestro habilidoso mago tiene algún conjuro que podría ayudarnos a desalentar a esos condenados elfos de que nos siguieran? —dijo Quenthel después de volverse hacia Pharaun.

Pharaun se acarició la barbilla y pensó.

—Nuestra dificultad principal en estas circunstancias —dijo el maestro de Sorcere— estriba en el hecho que nuestros enemigos son capaces de usar el terreno para su ventaja y nuestra desventaja. Si de pronto prendiera un fuego en el bosque, el humo y las llamas…

—Lo siento, pero no sabes mucho de los bosques de la superficie —dijo Valas después de soltar una carcajada—, maese Mizzrym. Estos árboles están demasiado húmedos para complacerte con un fuego. Inténtalo dentro de unos meses, después de que el verano los haya secado.

—Oh —contestó el mago—. Eso es verdad para un fuego normal.

—No serás capaz de impedir que el fuego venga hacia nosotros —objetó Ryld. La idea le producía ansiedad.

—Bueno, no estoy seguro del todo, pero mis fuegos queman como yo decido —dijo Pharaun—. Como advierte maese Hune, el bosque está lo bastante húmedo para que los árboles no prendan a menos que lance un conjuro. Y entonces tendríamos la ventaja de saber cuándo y cómo empiezan los fuegos.

—Muy bien, procede —dijo Quenthel después de pensárselo un momento.

Ryld sintió que se le hacía un nudo en la garganta y se alejó del grupo, para recuperar el control de sí mismo.

El maestro de Sorcere se levantó y metió la mano en una bolsa que llevaba en el cinturón, para sacar un pequeño paquete de seda. Lo abrió. Un polvo rojo relució bajo la luz de la luna. Pharaun estudió el bosque, se volvió para ver de dónde venía el viento y pronunció el conjuro. Acto seguido lanzó el polvo al aire. Aparecieron brillantes chispas entre el polvo que descendía. Crecían en número y cada vez brillaban más. Con otro gesto, Pharaun esparció las motas ardientes en un amplio arco hacia el bosque.

Cuando cada una de las motas se posaba en el suelo, prendía y crecía en forma de araña tan grande como la cabeza de un hombre. Envueltas en llamas púrpuras, los arácnidos de fuego corrieron por el suelo, para adentrarse entre los árboles. Todo aquello que tocaban humeaba al principio y luego estallaba en llamas. El bosque estaba húmedo, y las llamas exhalaban humo y costaba que se propagaran; pero Pharaun había conjurado cientos de esas criaturas. Las motas vivientes de fuego atacaron los troncos cubiertos de musgo con ferocidad, como si la presencia de tanta madera les provocara una locura destructiva.

—Bien, bien —murmuró Pharaun—. Les gustan los árboles…

—Ese fuego es demasiado lento para quemar a nuestros perseguidores —objetó Quenthel.

—Nunca oí hablar de un elfo de la superficie que permitiera que un fuego como éste quemara sin control todo su precioso bosque —dijo Pharaun con una sonrisa—. Estarán ocupados durante algún tiempo cazando mis arañas y extinguiendo las llamas.

Quenthel observó las llamaradas un poco más y sonrió.

—Podría servir… —dijo—. Maese Hune, encabeza la marcha. Quiero llegar a la casa Jaelre antes de que los habitantes de la superficie nos molesten de nuevo.

Kaanyr Vhok cruzó sus musculosos brazos y frunció el entrecejo.

—¿Cuántos han sido esta vez? —preguntó.

Kaanyr examinaba las consecuencias de un combate entre tanarukks y de su vanguardia y un gigantesco gusano púrpura, un enorme carnívoro de unos treinta metros de largo. El gusano estaba muerto, desmembrado por una docena de soldados, pero un puñado de guerreros del Caudillo yacían destrozados y aplastados por el monstruo.

—Siete, mi señor, pero como ves, hemos matado a la bestia.

El capitán tanarukk, de nombre Ruinfist, se apoyaba en su descomunal hacha, manchada con la fétida sangre del animal. La mano izquierda del semidemonio había sido mutilada en alguna batalla olvidada y la cubría un guantelete que funcionaba mejor como arma que como asidero.

—Los soldados oyeron cómo se movía entre las rocas —continuó Ruinfist—, pero cayó por sorpresa sobre ellos.

—No os he traído aquí para matar estúpidos gusanos —dijo Kaanyr—. Ni tampoco como alimento para cualquier monstruo que pasara por aquí. Este combate era mejor evitarlo, Ruinfist. Estos siete guerreros no estarán con nosotros cuando nos enfrentemos a los elfos oscuros.

—No, mi señor —gruñó el tanarukk. Bajó la cabeza—. Diré a los capitanes de las patrullas que eviten los combates innecesarios.

—Bien —dijo Kaanyr. Le mostró al tanarukk una sonrisa y le palmeó el hombro—. Guardad las hachas para los drows, Ruinfist. Estaremos sobre ellos dentro de poco.

Una mirada ávida brilló en los ojos del tanarukk y el semidemonio volvió a levantar la colmilluda mandíbula. Soltó un gruñido de aprobación y corrió para reunirse con sus leales capitanes.

—¿No lo meterás en cintura? —preguntó Aliisza, mientras salía de entre las sombras—. La indulgencia no es una cualidad a la que me tengas acostumbrada, amor.

El señor se volvió.

—Algunas veces —respondió—, una palabra suave presta el servicio de dos duras. Saber cuáles y cuándo escogerlas es el arte del liderazgo. —Kaanyr movió uno de sus guerreros muertos con el pie y sonrió—. Además, ¿por qué debo ofenderme con una muestra del verdadero espíritu de lucha que me ha costado tanto instilar en mi Legión Flagelante? La naturaleza de un tanarukk es lanzarse a la batalla y derrotar a su enemigo o morir en el intento.

Aliisza miró el gusano púrpura y se encogió de hombros.

—Creo que es el más grande que he visto —murmuró.

La sede del poder del semidemonio en las ruinas de la antigua Ammarindar era el bocado más apetecible en los cuatrocientos kilómetros que había hasta Menzoberranzan, y el Lagoscuro era un obstáculo en su camino. Por fortuna, los tanarukks eran rápidos, vigorosos y capaces de resistir marchas forzadas con pocos suministros. Los enanos de la antigua Ammarindar habían cavado grandes carreteras subterráneas por su reino, túneles anchos y de suelo liso que atravesaban kilómetro tras kilómetro la inacabable penumbra. A Kaanyr le inquietaba un tanto pensar que la tremenda caverna del Lagoscuro se hallaba en algún punto a dos o tres kilómetros bajo sus pies, pero la vieja carretera enana le ofrecía la mejor ruta hasta los aledaños de Menzoberranzan. Si la carretera estaba plagada de monstruos hambrientos, bueno, cualquier otra ruta tendría sus problemas.

Abandonó sus reflexiones y se encaminó hacia las filas de sus guerreros, que marchaban ante la escena del combate en doble columna.

—Háblame de ese Nimor —dijo Kaanyr—. Puedo entender el motivo de Horgar Sombracerada para este ataque. Los enanos grises y los elfos negros han guerreado mucho durante siglos. Lo que no entiendo es qué gana con ello ese asesino drow.

—Todo lo que sé —respondió Aliisza— es que odia lo bastante a las grandes casas de Menzoberranzan para destruir la ciudad.

—La sinceridad al expresar sus intenciones es rara en un elfo oscuro. Supongo que sabes que te ha mentido.

Kaanyr sospechaba, como siempre, que Aliisza ocultaba cosas de su encuentro con Nimor. Después de todo, era una semisúcubo, la hija de una súcubo, y sus armas y métodos eran de sobra conocidos.

—¿Mentido? —bromeó—. ¿A mí?

—Sólo apunto que uno debe tener cuidado con los elfos que nos hacen regalos —respondió Kaanyr—. Podría haberte convencido de que es beneficioso para mí movilizar mi ejército, pero no creo que ni por un instante que tu misterioso asesino no tenga algo más que ganar de lo que dice.

—Eso no hace falta decirlo —dijo ella—. Si crees eso, ¿por qué accediste a traer el ejército a los Pilares del Infortunio?

—Porque allí sucederá algo —dijo Kaanyr—. Mis ambiciones han alcanzado los límites de la antigua Ammarindar, y no me interesa detenerme ahí.

El semidemonio observó cómo marchaban los fieros guerreros, su mente convocó oscuras visiones que lo cautivaron.

—Nos acercaremos por el este —dijo Kaanyr—, la posición perfecta para flanquear una fuerza que intenta detener en los Pilares el avance del ejército de Gracklstugh. La versión simple es que por eso Horgar Sombracerada y ese drow asesino nos quieren allí. Convendría a sus propósitos que nos detuviésemos en el desfiladero unos días para que los drows diezmaran a mis soldados antes de que atacaran ellos el paso. Estar en el mismo lado de un obstáculo que nuestros enemigos supone una desventaja y una oportunidad. No me sorprendería que Horgar adujera alguna excusa para retrasarse y dejar que mis tanarukks libraran lo más duro de la batalla.

—Hasta que no empiece la batalla, amor —ronroneó Aliisza—, no hay por qué escoger bando. Los elfos oscuros podrían pagar, y bien, por tu ayuda en una situación crítica. Incluso si ese apoyo consiste en no hacer nada en favor de los enanos grises.

Kaanyr Vhok esbozó una sonrisa irónica que mostró sus puntiagudos dientes.

—Eso es. Muy bien. Veremos lo que sucede cuando los Pilares del Infortunio estén frente a nosotros.

Halisstra avanzó durante varios kilómetros a través del bosque, amordazada, encapuchada y con las manos atadas a la espalda. Los elfos de la superficie le curaron la pantorrilla para que no los retrasara, pero no se preocuparon de atender las demás heridas. Aunque le quitaron la cota de malla y el escudo, le permitieron quedarse la chaqueta para protegerse del frío de la noche; después de cachearla para asegurarse de que no escondía ningún arma u objeto mágico.

Al final llegaron a un lugar cuyo suelo era de piedra. Oyó los susurros de varias personas a su alrededor. Hacía más calor, y una luz oscura penetró a través de la tela de la capucha que le cubría la cabeza.

—Lord Dessaer —dijo una voz cercana—, ésta es la prisionera de la que habló Hurmaendyr.

—Ya veo. Quitadle la capucha. Me gustaría verle la cara —dijo una voz profunda desde algún punto frente a ella.

Sus captores le quitaron la capucha, y Halisstra parpadeó ante la brillante luz de un elegante salón hecho de reluciente madera. Las enredaderas se entrecruzaban por los postes y vigas, y un fuego ardía en la chimenea. Varios elfos pálidos la observaban con cautela; por lo que parecía eran guardias, vestidos con armaduras de escamas plateadas, que llevaban alabardas y espadas en la cintura.

Lord Dessaer era un semielfo alto, de cabello dorado y piel pálida con un débil tono broncíneo. Era musculoso para ser un varón, casi tan grande como Ryld, y llevaba una coraza dorada con magníficos adornos.

—Quitadle la mordaza también —dijo Dessaer—. O no nos podrá contar nada.

—Cuidado, mi señor —dijo un hombre que tenía al lado, el humano de barba negra con el que Halisstra había luchado en el bosque—. Sabe algo de las artes de los bardos y podría ser capaz de cantar un conjuro con las manos atadas.

—Tendré el debido cuidado, Curnil. —Lord Dessaer se acercó para contemplar con aire pensativo los ojos rojos de Halisstra—. Así, ¿cómo debemos llamarte?

Halisstra permaneció en silencio.

—¿Eres Auzkovyn o Jaelre? —preguntó Dessaer.

—No soy de la casa Jaelre —dijo—. Y no conozco la otra casa que nombras.

Lord Dessaer intercambió una mirada de inquietud con sus consejeros.

—Entonces, ¿perteneces a una tercera facción?

—Viajaba con un pequeño grupo en un viaje de negocios —respondió—. No queríamos causar problemas a los habitantes de la superficie.

—La palabra de un drow provoca algo de escepticismo en estas tierras —respondió Dessaer—. Si no eres Auzkovyn o Jaelre, ¿qué asuntos tenías en Cormanthor?

—Como he dicho, estaba en un viaje de negocios —mintió Halisstra.

—Desde luego —dijo Dessaer con tono cansado—. Cormanthor no fue del todo abandonado durante la Retirada, y mi gente se defiende de los drows que quieren arrebatarnos nuestras tierras. Ahora, me gustaría saber quién eres tú y tus compañeros, y qué hacéis en nuestro bosque.

—Nuestros negocios no son asunto vuestro —contestó Halisstra—. No pretendíamos perjudicar a los habitantes de la superficie y queremos irnos de este lugar en cuanto cerremos nuestros tratos.

—Así que debería dejarte libre, ¿no es eso?

—No te perjudicaría si lo hicieras.

—Mis guerreros se enzarzan en combates mortales cada día con tus gentes —dijo Dessaer—. Aunque digas que no tienes nada que ver con los Jaelre o los Auzkovyn, eso no significa que no seas nuestra enemiga. Ni pedimos cuartel a los drows ni se lo damos. A menos que me expliques por qué debería liberarte, serás ejecutada.

Lord Dessaer cruzó los brazos sobre la coraza y clavó una fiera mirada en los ojos de Halisstra.

—Nuestros negocios son con la casa Jaelre —dijo Halisstra. Se levantó como pudo con las manos atadas a la espalda—. No es asunto de los habitantes de la superficie. Como he dicho, mi grupo no está aquí para causar problemas a los tuyos.

Lord Dessaer suspiró y luego hizo un gesto hacia los guardias.

—Escoltad a la dama hasta su celda —dijo—, y veamos si se vuelve más locuaz con el tiempo que tendrá para pensar en la situación.

Los guardias le colocaron la capucha. Permitió que lo hicieran sin protestar. Si sus captores la creían sumisa, siempre había la oportunidad de que tuvieran un fallo y le dieran la ocasión de desatarse.

La llevaron al exterior. Sentía un frío acerado y la creciente claridad del cielo incluso a través de la capucha. El amanecer se acercaba, y la noche se desvanecía ante la proximidad del sol. Se preguntó si sus captores tenían la intención de encerrarla en una jaula, un sitio en el que los curiosos y los descontentos se acercarían para burlarse y atormentarla, pero la condujeron a otro edificio y la hicieron bajar por una corta escalera.

Las llaves tintinearon, una puerta pesada se abrió entre chirridos, y entró. Le desataron las manos, sólo para apresárselas de nuevo en unas argollas.

—Escucha bien, drow —dijo una voz—. Te vamos a quitar la capucha y te desataremos como lord Dessaer ha ordenado. Sin embargo, la primera vez que intentes lanzar un conjuro, te pondremos un bozal de acero y una capucha tan ajustada que te costará respirar. Nosotros no maltratamos a los prisioneros, pero te devolveremos los problemas que nos causes por triplicado. Si tenemos que romperte las piernas y partirte la boca para que te tranquilices, lo haremos.

Le quitaron la capucha. Halisstra parpadeó en la brillante celda, iluminada por un cálido rayo de sol que se filtraba por una reja. Varios guardias armados no le quitaban ojo de encima. Hizo caso omiso y se reclinó contra la pared. Sus manos estaban bien sujetas, y los grilletes estaban unidos a un anclaje seguro en el techo, diseñado para resistir cualquier esfuerzo.

Los guardias le dejaron media rebanada de pan dorado y de corteza dura, y un pellejo con agua fresca, y salieron de la celda. La puerta estaba recubierta con una placa de hierro, barrada por fuera.

«¿Y ahora qué?», se preguntó, mientras miraba la pared que tenía enfrente.

Por lo poco que había visto del pueblo de la superficie, Halisstra sospechaba que sus camaradas la podrían liberar con bastante facilidad a poco que se esforzaran.

—Pero es improbable —murmuró para sí.

Era una desarraigada cuya utilidad no iba más allá del hecho de que, como la hija mayor de una casa noble, era la rival más directa de Quenthel en el grupo. La matrona de la Academia sería feliz si abandonaba a Halisstra al destino que la aguardaba.

¿Quién abogaría ante Quenthel por ella?

«¿Danifae?», pensó Halisstra.

Dejó que la cabeza le cayera sobre el pecho y soltó una carcajada amarga.

«Desde luego, tengo que estar desesperada si espero la compasión de Danifae».

Siendo como era una prisionera de guerra, Danifae encontraría la situación deliciosa, paradójica. El vínculo no permitiría que Danifae le levantara la mano, pero sin instrucciones específicas, la prisionera no se sentiría obligada a buscarla.

Sin nada más que hacer que mirar la pared, Halisstra decidió cerrar los ojos y descansar. Aún le dolía la pantorrilla, el torso y la mandíbula por las heridas recibidas en el último combate. Aunque deseaba usar las canciones bae’qeshel para curarse, no se atrevía. Tenía que soportar el dolor.

Con un simple ejercicio mental apartó de su mente el dolor y la fatiga, y se sumió en el ensueño.

En el salón de audiencias de Dessaer, el señor semielfo observaba cómo las guardias conducían a la elfa oscura mientras se acariciaba la barba.

—Seyll —dijo—. ¿Qué has sacado de esto en claro?

De detrás de un biombo salió un ser con faldas y chaqueta adornada en verde. Era una elfa, delgada y elegante; y además era drow, la piel negra como la tinta, el iris de sus ojos de un rojo sorprendente. Se acercó a Dessaer y miró a los soldados que se llevaban a la cautiva.

—Creo que dice la verdad —dijo—. Al menos, no es una Jaelre o una Auzkovyn.

—¿Qué debo hacer con ella? —preguntó Dessaer—. Mató a Harvaldor y a punto estuvo de hacer otro tanto con Fandar.

—Con la bendición de Eilistraee, devolveré la vida a Harvaldor y curaré a Fandar —dijo la drow—. Además, creo que la patrulla de Curnil les atacó a ella y sus compañeros nada más verlos. Sólo se defendía.

Dessaer levantó una ceja, sorprendido, y miró a Seyll.

—¿Tienes la intención de comunicarle el mensaje de tu diosa?

—Es mi deber sagrado —respondió Seyll—. Después de todo, hasta que me lo dieron a mí, era muy parecida a ella.

—Esa orgullosa drow es de una casa noble —dijo Dessaer—. Dudo que atienda a las palabras de Eilistraee. —Posó una mano en el hombro de la sacerdotisa drow—. Ten cuidado, Seyll. Dirá o hará cualquier cosa para que bajes la guardia, y si lo haces, te matará si te interpones entre ella y su libertad.

—Haré lo que deba. Mi deber es claro —respondió.

—Atrasaré el veredicto diez días —dijo lord Dessaer—, pero si rechaza escuchar tu mensaje, actuaré para proteger a mi gente.

—Lo sé —dijo Seyll—. Procuraré no fallar.