Capítulo once

El bosque de la superficie se reveló como un lugar extraño e inquietante. Mientras el grupo se alejaba del claro, la intrincada maleza desapareció, dejando una sucesión verde de troncos que se elevaban hacia lo alto, como las columnas de algún salón drow en algún lugar de la Antípoda Oscura. Aquí y allí descansaban troncos caídos, cubiertos de musgo de un verde brillante. Algunos eran tan grandes que el grupo tuvo que desviarse decenas de metros, o subirlos o gatear por debajo. Una fina capa de nieve se había formado hasta el suelo, y el agua fría goteaba sin cesar de las ramas. A diferencia del desolado Anauroch, el bosque no sólo estaba lleno de grandiosos árboles y zarzas, si no de toda clase de pájaros y otros animales. Después de una docena de sobresaltos, aprendió a identificar distintos cantos de pájaros y otros sonidos animales, y relegarlos al reino de lo insignificante.

Al principio temió perder de vista al grupo; pero, aparte del abarrotado follaje, el sotobosque consistía en helechos y plantas que pocas veces llegaban más allá de la cintura. Mientras la noche caía sobre el bosque, su visión mejoró, y Halisstra se sintió cada vez más cómoda.

Los drows marcharon durante toda la noche. Hicieron una parada antes del amanecer para montar el campamento en una vieja torre en ruinas cubierta de musgo. El lugar tenía una notable elegancia formal, y el dintel de la puerta, hacía tiempo desaparecida, tenía labradas unas enredaderas florecientes. Estaba claro que era el trabajo de elfos de la superficie. Después de que Pharaun inspeccionara el lugar en busca de conjuros peligrosos para los drows, el grupo acampó para pasar las dolorosas horas del día. Quenthel ordenó a Jeggred y a Pharaun que montaran guardia, y los demás disfrutaron de la penumbra, la seguridad del terreno y los elegantes muros de la torre en ruinas.

Comieron al ocaso, desmontaron el campamento y volvieron a ponerse en marcha, en el mismo orden que antes. Pasaron las dos noches y días siguientes del mismo modo. Descansaban cuando salía el sol y viajaban de noche. Valas se las arregló para abatir un cervatillo poco antes del amanecer al final de la tercera noche de viaje, y Halisstra se sorprendió al descubrir que la carne era suave y suculenta, mejor que la de un rote joven.

Al final del día volvieron las nubes, más oscuras y espesas, y mientras la luz del día desaparecía y los elfos oscuros se preparaban para la cuarta caminata por la superficie, empezó a nevar, con fuerza. Reinaba un misterioso silencio, como si el bosque entero aguantara la respiración para no molestar. Halisstra vigilaba en retaguardia. Daba una docena de pasos al frente y se volvía para examinar el sendero a su espalda. Algunas veces caminaba hacia atrás durante varios minutos y miraba adelante sólo para ver dónde pisaba. Si los augurios de Pharaun eran acertados, alcanzarían el arroyo al final de esa noche o quizá la siguiente, lo que significaba que la casa Jaelre y el clérigo de Vhaeraun estaban a un día.

Con el objetivo de su viaje al alcance de la mano, se le ocurrió que el hereje no tenía una razón para ayudarlos. Valas sería un viejo amigo, pero ningún clérigo del Señor Oculto ayudaría a una sacerdotisa de Lloth sólo por la bondad de su corazón. Tendrían que llegar a un acuerdo, de eso Halisstra estaba segura. ¿Riquezas, quizá? Quenthel y sus camaradas llevaban muchas gemas valiosas. Era la manera más fácil de llevar dinero por las regiones salvajes de la Antípoda Oscura. Halisstra se había llenado los bolsillos de ellas antes de huir de Ched Nasad. Aunque dudaba que un poderoso vhaeraunita se dejara comprar con tanta facilidad.

La coacción era posible… o tal vez deberían intercambiar alguna clase de servicio para ganarse su ayuda. De vez en cuando Danifae era útil en esa clase de arreglos. Cualquier drow tenía al menos un enemigo que le gustaría que tuviera un contratiempo.

Se dio cuenta de que se rezagaba un poco, así que apretó el paso para situarse más cerca del grupo. Corrió fácilmente entre la oscuridad. Sus botas se deslizaban sobre la nieve, hasta que percibió la forma voluminosa de Jeggred y las de sus compañeros. Halisstra recuperó su ritmo y se volvió para echar un vistazo atrás.

Allí había alguien.

Se oyó ruido de pasos a hurtadillas por todo el bosque. Pero, de pronto, los pasos enmudecieron en un silencio perfecto e impenetrable que podría ser mágico.

Halisstra levantó la ballesta. Por el sendero venía a toda velocidad un larguirucho elfo con la piel tan blanca como la nieve, armado con una elegante hacha de batalla en una mano y otra más pequeña en la otra. Sus ojos centelleaban como esmeraldas en la noche.

—¡Ten cuidado! —gritó para advertir a sus compañeros, pero de nuevo nada rompió el perfecto silencio.

Sin dudarlo un instante dio media vuelta y disparó la ballesta hacia Jeggred, quizá a unos cincuenta metros delante. Desvió un poco el arma, así que en vez de darle entre los omoplatos el virote se clavó en un árbol, junto a la cabeza del semidemonio. El draegloth saltó mientras lanzaba un grito (o eso imaginó, ya que no lo oía); pero, más importante, se volvió para ver qué sucedía detrás. Descubrió que unos elfos de la superficie se acercaban con sigilo.

Un instante más tarde, un guerrero elfo estaba sobre Halisstra, las hachas giraban dibujando formas con los destellos del acero. También gritaba algo, un grito de guerra quizá. Halisstra levantó su excelente ballesta para desviar el primer golpe del hacha mayor. Saltó hacia atrás, para quedar fuera del alcance de la pequeña y sacó la maza a toda velocidad mientras se quitaba el escudo del hombro. El elfo pálido avanzó de un salto para enzarzarse con ella de nuevo, y empezaron a girar e intercambiaron hábiles golpes que fallaron el blanco.

Halisstra veía más formas con armaduras verdes que revoloteaban por el bosque hacia ella, espadas y lanzas que relucían en la oscuridad. Redobló los esfuerzos y puso al guerrero de las dos hachas a la defensiva, con la esperanza de desembarazarse de él antes de que estuviera rodeada de enemigos.

Una luz cegadora detonó en el sendero, detrás de ella, y llenó el bosque oscuro con el doloroso brillo de la luz diurna. Lo último que vio antes de que el conjuro la cegara del todo fue a un grupo de elfos de la superficie y unos guerreros humanos, que se unían a la lucha.

Sólo podía hacer una cosa. Levantó el escudo para ganar un momento, se agachó, aferró un puñado de tierra y hojas secas del suelo, y los imbuyó de oscuridad mágica, haciendo buen uso del poder que compartían todos los drows. Un golpe fuerte maltrató su escudo, sin hacer ruido. Se alejó de prisa de su atacante, agachada, mientras intuía la dirección. Algunos de los enemigos esperarían a que saliera de la oscuridad impenetrable; al menos eso era lo que haría en su lugar. Lo más inteligente era permanecer en ella tanto como fuera posible, con la esperanza de que los habitantes de la superficie no tuvieran más magia para disipar o cancelar la esfera de oscuridad.

Como cualquier drow de casa noble con experiencia, supo en un instante lo que duraría la oscuridad. En su caso, era capaz de mantenerla durante tres horas. Si se quedaba en silencio y quieta un largo rato, pensarían que se había escabullido. Al final, estaba bastante segura de que era capaz de aguardar a que acabara el conjuro de silencio que cubría la zona. Una vez volviera a oír, podría formarse una idea mejor de qué hacer.

Maza en mano, fue a tientas hasta un árbol grande, se apoyó en el tronco y se sentó a esperar.

Nimor esperaba en el salón, ante la cámara del Consejo, con los hombros caídos y expresión hundida. Después de todo se suponía que estaba cansado. Estaba enfundado en la armadura de un oficial de la casa Agrach Dyrr, pues se suponía que se había abierto paso en la batalla del Dilema de Rhazzt para llevar noticias del ataque a las matronas. Por supuesto, la guarnición de Agrach Dyrr ya había entregado el puesto avanzado al ejército de Gracklstugh, pero las matronas aún no lo sabían.

Fingir agotamiento, desesperación y dosificarlo en las cantidades adecuadas era difícil para él, en especial cuando su corazón latía excitado y su cuerpo se estremecía por la expectación. Sus planes a largo plazo estaban encontrando su momento y se desarrollaban para dar su terrible fruto. Gracias a sus actividades y afanes había alterado el destino de dos grandes ciudades. Ambas se habían movido de forma inexorable hacia el terrible impacto que había imaginado meses atrás, y a cada hora los hechos ganaban velocidad y requerían cada vez menos su guía. Pronto podría abandonar la escena de nuevo, con el trabajo hecho, y dispuesto a cosechar las recompensas de sus actividades.

Para distraerse mientras esperaba que el Consejo lo llamara, Nimor estudió la sala. Uno nunca sabía, al fin y al cabo, cuándo una puerta u otra salida significaría la diferencia entre la vida y la muerte. El Salón de Peticionarios, como se llamaba el lugar, era la entrada a la cámara del Consejo de las Matronas. Las nobles damas pasaban pocas veces por esa habitación. Tenían varios métodos mágicos y secretos para viajar a los tronos desde sus palacios y castillos. En cambio, el Salón de Peticionarios era el lugar en el que todos aquéllos que tenían negocios esperaban voluntariamente a las matronas. Naturalmente, estaba casi vacío.

Cualquier drow que necesitara algo se lo suplicaba a una de las matronas, y con cautela y respeto. Sólo aquellos drows a los que ordenaban aparecer ante el Consejo esperaban en el Salón de Peticionarios, y cualquiera al que se exigiera su presencia allí era muy probable que ya hubiera informado de antemano a una de las matronas. La sala se usaba por lo general como lugar apropiado para que personas designadas por el Consejo esperaran hasta que los llamaran a entregar el informe, presentar su demanda, o más a menudo implorar y oír sentencia.

Dieciséis guerreros y magos orgullosos montaban guardia en la sala, dos de cada casa cuya matrona se sentaba en el Consejo. Éstos habían sido escogidos como cuerpo de guardia, aunque en realidad cada uno pasaba la mayor parte del tiempo vigilando a los varones de casas rivales para asegurarse de que no había una conjura en marcha.

El suelo, de mármol negro pulido, con vetas doradas, relucía bajo la tenue luz de los fuegos feéricos del techo, y grandes frisos en las paredes mostraban la historia de la fundación de Menzoberranzan.

Varios funcionarios de segundo orden pasaban a toda prisa por el salón, se inclinaban ante todo aquél que se mereciera ese servilismo y hacían caso omiso de los que no. Nimor, que llevaba la armadura de un oficial insignificante de Agrach Dyrr, estaba en algún lugar entre las dos situaciones.

Para sorpresa de Nimor, sólo lo hicieron esperar cuarenta minutos hasta que uno de los chambelanes se acercó y le señaló la puerta.

—El Consejo espera tu informe, capitán —dijo.

Nimor siguió al chambelán hasta la misma cámara del Consejo e hizo una reverencia a los tronos de las ocho matronas. Cada una estaba asistida por una o dos hijas, sobrinas o favoritas. Una gran arcada de un lado de la cámara conducía a un conjunto de altares más pequeños y salones adyacentes, a los que se podía despachar a los asistentes y secretarios en caso de que decidieran discutir los asuntos en privado.

—Matronas, el capitán Zhayemd de la casa Agrach Dyrr —anunció el chambelán.

Nimor se volvió a inclinar y mantuvo la pose mientras estudiaba a las matronas en secreto.

Triel Baenre se sentaba a la cabeza del Consejo, por supuesto. Pequeña y bonita, parecía demasiado joven para ese puesto de honor, aunque tenía cientos de años. Mez’Barris Armgo de la casa Del’Armgo se sentaba a su lado, luego venía el lugar donde la matrona de la casa Faen Tlabbar se sentaba antiguamente. Nimor no sonrió, pero permitió que su mirada se demorara un momento en la joven que ocupaba el lugar de Ghenni; Vadalma, la quinta hija de la casa.

«O las cuatro primeras se mataron entre ellas luchando por el lugar de su madre —reflexionó—, o la joven Vadalma es más competente de lo que parece».

Enfrente de la nueva matrona Faen Tlabbar se sentaba Yasraena Dyrr, bella y elegante, cómoda en la silla que ocupaba desde la defunción de Auro’pol.

—Ah, veo que mi capitán ha llegado —dijo Yasraena a sus pares—. Bienvenido, Zhayemd. Hoy has padecido mucho, pero me temo que debo someterte a otra dura prueba antes de que se te permita un bien merecido descanso. Informa al Consejo de las noticias que me comunicaste antes.

—Como desees, Honorable Matrona —dijo Nimor. Paseó la mirada por todas las nobles y fingió un asomo de nerviosismo—. Matronas, llego de la guarnición en el Dilema de Rhazzt. Nos atacó una gran fuerza de duergars y aliados, incluidos derros, durzagons, gigantes y muchas tropas de esclavos. No podremos detenerlos más tiempo del que cueste a los duergars utilizar sus máquinas de asedio.

—Conozco el lugar —dijo Mez’Barris Armgo—. Está a tres o cuatro días al sur de la ciudad. ¿Tus noticias son tan viejas? ¿Por qué no nos advirtieron los magos en vez de enviar a alguien para que informara en persona?

—Nuestro mago fue asesinado en el primer ataque, matrona Del’Armgo. Tuvo la desgracia de liderar una patrulla más allá de nuestras defensas y por lo que parece fue víctima de la embestida de los duergars. Cuando lady Nafyrra Dyrr (la comandante de nuestro destacamento) se dio cuenta de que no había forma de enviar un aviso, me ordenó traer el mensaje a Menzoberranzan. Eso ocurrió esta mañana.

—Sólo has respondido a una de las preguntas que te he planteado, capitán —repuso la matrona de la casa Barrison Del’Armgo—. El Dilema de Rhazzt está bajo asedio desde esta mañana, pero el puesto avanzado está a más de cuarenta kilómetros al sur de aquí, lo que supone un viaje de varios días.

Nimor fingió un poco de indecisión y miró deliberadamente a Yasraena Dyrr como si buscara ayuda. La matrona de la casa Agrach Dyrr inclinó la cabeza con aprobación.

—Usé un portal poco fiable para que el viaje durara horas en vez de días, matrona Del’Armgo —dijo—. Está a dos o tres kilómetros del puesto avanzado y es algo difícil de usar, pues funciona a intervalos. El otro lado está en una caverna en desuso en el Dominio Oscuro. Mi casa lo conoce desde hace algún tiempo, aunque no confiamos lo bastante en la magia de ese portal, excepto en caso de extrema necesidad.

—No dudo que Barrison Del’Armgo conozca portales parecidos alrededor de la ciudad —observó Yasraena Dyrr—. Perdonad si olvidamos mencionar la existencia de éste hasta hoy.

—El portal es irrelevante —dijo Triel Baenre, al tiempo que hacía un gesto de despreocupación—. El capitán está aquí para dar el informe, y eso basta. Dime lo que viste del ejército duergar.

—Me atrevería a decir que son entre tres o cuatro mil enanos grises, más soldados esclavos; la mayoría orcos y ogros. Distinguimos los estandartes de ocho compañías en el ataque, y muchas más en reserva. Podría haber más, por supuesto, o los duergars nos intentaron engañar llevando falsos pendones a la batalla.

—Una incursión —murmuró Prid’eesoth Tuin de la casa Tuin’Tarl—. Ponen a prueba tu puesto avanzado, capitán.

Nimor cambió el peso de un pie a otro y se esforzó para parecer decidido, serio y respetuosamente servil.

—Lady Nafyrra no lo cree así, matrona Tuin —dijo Nimor—. Hemos rechazado incursiones duergars en numerosas ocasiones, pero ésta no se parece en nada al ataque de esta mañana. Si no nos asedia todo el ejército de Gracklstugh, lo parece.

—¿Con qué fuerzas cuenta la guarnición? —preguntó Yasraena Dyrr.

—Casi ochenta soldados, y tenemos una posición defensiva excelente, matrona. Podemos resistir varios días, pero el puesto avanzado caerá cuando los duergars empleen las máquinas de asedio o empleen la magia adecuada.

—No me sorprendería descubrir que ese ataque duergar es poco más que una incursión particularmente grande y agresiva —dijo Vadalma de Faen Tlabbar—. Estoy segura de que la matrona Dyrr ha informado de lo que sus varones creían, pero quizá debería investigarse el asunto antes de reaccionar a ciegas. Una simple confirmación de la información, al menos. Después de evaluar el alcance de la amenaza, el Consejo deliberará sobre los medios para enfrentarse a ello.

—En la mayoría de las situaciones, nuestra joven hermana sería prudente al sugerir una evaluación minuciosa de la situación —dijo Yasraena. Estaba bien adiestrada. Nimor bajó la mirada para evitar que vieran su sonrisa—. Sin embargo, mis oficiales me dicen que, si deseamos enfrentarnos al ejército duergar fuera de la ciudad, el lugar donde hacerlo es en los Pilares del Infortunio, a medio camino entre aquí y el Dilema de Rhazzt. Un ejército poderoso enviado con rapidez resistirá cualquier asalto, pero si nos demoramos demasiado, los duergars llegarán antes que nosotros. Perderíamos una posición ventajosa. Por supuesto, deberíamos buscar la confirmación del informe con celeridad, pero mientras investigamos, nuestros soldados tendrían que estar en marcha.

—¿No deberíamos esperar a la defensiva, en la caverna de la ciudad? —preguntó Mez’Barris Armgo—. Fortificaríamos las entradas con bastante facilidad, y el ejército duergar tendría dificultades para rodear toda la ciudad, y, mientras, nuestro ejército seguiría intacto.

—Si permitimos que los enanos grises se hagan con la ciudad —dijo otra de las matronas—, veremos ilicidos, aboleths y ejércitos humanoides en nuestras puertas dentro de poco. Tenemos muchos enemigos. Mirad lo que sucedió en Ched Nasad.

Las ocho sacerdotisas cruzaron miradas sombrías.

—Es evidente que el Consejo debe llegar a una decisión con rapidez —dijo Triel Baenre, rompiendo el silencio—. No nos queda mucho tiempo si queremos enfrentarnos a los duergars fuera de la ciudad, así que ordenaré que la mitad de las tropas Baenre se preparen para la marcha. Os aconsejo que hagáis lo mismo. Siempre podemos echarnos atrás, si optamos por permanecer a la defensiva en la caverna de la ciudad, pero si decidimos avanzar, tenemos que hacerlo pronto.

—Abogo por una defensa vigorosa y agresiva de la ciudad —dijo Yasraena Dyrr—. El empleo de nuestras fuerzas serviría para desalentar futuros ataques. Ordenaré a la mitad de las tropas de la casa Dyrr que se preparen de inmediato. —Observó a las demás matronas con cautela y añadió—: Siempre que, por supuesto, las demás casas acepten una parte del riesgo y nos ayuden. Tanto si llegamos al mismo compromiso o a ninguno.

—La casa Baenre avala a Agrach Dyrr hasta la vuelta de la expedición —dijo Triel con firmeza.

Nimor asintió para sí. Esperaba que la líder de la casa más fuerte de Menzoberranzan decidiera dar ejemplo. Entre otras cosas, evitaba los turbios propósitos de las demás casas enfocando su actividad en un enemigo exterior, circunstancia que presentaría a la Baenre tomando acciones decisivas para proteger la ciudad. Triel tenía mucha necesidad de ese tipo de medidas.

—Las matronas deben discutir cómo enfrentarse a ese ataque a traición en privado. Dejadnos —dijo después de pasear la mirada entre las guardias, consejeros e invitados de la sala del consejo.

—Capitán Zhayemd —dijo Yasraena Dyrr—. Me gustaría que tomaras el mando del contingente de Agrach Dyrr y empezaras a hacer los preparativos ahora mismo. Sé que hoy ya te has abierto paso entre grandes peligros, pero posees un conocimiento detallado del campo de batalla, y tengo la máxima confianza en ti.

—Os serviré lo mejor que pueda —dijo Nimor—. Con la ayuda de la diosa, barreré a los enemigos de la ciudad de nuestro territorio.

Hizo otra reverencia a las matronas y se retiró en silencio.

Los sonidos del bosque volvieron de repente, señalaban el final del conjuro de silencio. El viento suspiraba en las copas de los árboles, cerca pasaba un arroyuelo, se oían murmullos y sonidos de pasos cortos en la oscuridad, mientras las criaturas pequeñas del bosque (o las grandes que sabían ser cautelosas) se movían por los alrededores. Halisstra escuchó durante un largo rato, con la esperanza de oír algo que le dijera que los habitantes de la superficie se habían ido o que sus camaradas luchaban en algún lugar cercano, pero no se oía ruido de espadas ni de conjuros ensordecedores. No oyó que ninguno de sus enemigos dijera nada, por lo que no sabía si se habían ido o estaban agazapados, aguardándola. Halisstra podía ser muy paciente cuando era necesario, y estaba acostumbrada a la adversidad y al peligro, pero la tensión nerviosa por esforzarse en identificar cada sonido que llegaba a sus oídos hizo que pronto le cayeran gotas de sudor por la cara.

«Si Quenthel y los demás están cerca, lo oiría —dijo—. La lucha los tiene que haber llevado bastante lejos».

Se le aceleró el corazón ante la idea de estar perdida en los interminables bosques, los cuales eran un enemigo formidable para cualquier criatura que no estuviera acostumbrada al mundo de la superficie.

«Mejor morir intentando reunirme con los demás —decidió Halisstra—. Al menos se adonde van, aunque no sé si seré capaz de mantener el rumbo».

Primero, necesitaba escapar de la oscuridad que la protegía. Decidió no disipar la oscuridad mágica y dejó que continuara hasta que se acabara por sí sola en una o dos horas. Había una pequeña posibilidad de que los enemigos estuvieran a la espera de que se disipara. Halisstra tanteó en su cinturón y sacó una varita de marfil. Palpó con cuidado para asegurarse de que era la varita que necesitaba y, cuando estuvo convencida, se golpeó ligeramente el pecho con ella y susurró una palabra.

Aunque no tenía manera de verificarlo, sentada en el suelo del bosque, en la oscuridad mágica, la magia de la varita la había hecho invisible. Se levantó con tanto sigilo como pudo, acobardada ante cualquier susurro o tintineo de la cota de malla, y empezó a alejarse.

Halisstra salió antes de lo que esperaba; parecía haberse sentado a menos de dos metros del borde de la oscuridad. Confiada en la invisibilidad, se irguió y miró a su alrededor. El bosque estaba como antes, excepto que no había señales de sus compañeros o de los hombres y los elfos de la superficie que los habían atacado. La luna ascendía, y su brillante luz plateada inundaba el bosque. Se puso en marcha hacia lo que pensaba que era el oeste. Avanzaba tan rápido y con tanta cautela como podía.

Pronto llegó al escenario de lo que parecía haber sido un cruento combate. Aún humeaban unos grandes círculos ennegrecidos en el bosque. En otros lugares los cuerpos de quizá media docena de elfos de la superficie y humanos vestidos de verde yacían en el suelo. La mayoría llevaban marcas de espadas, mazas y garras. No había señales de los drows.

Halisstra intentó recordar las imágenes que se le habían grabado de los pálidos elfos y sus aliados humanos, y decidió que debían de ser unos quince o veinte.

—¿Dónde estarán vuestros camaradas? —preguntó a los guerreros muertos antes de alejarse.

Halisstra caminó como un kilómetro por el bosque bañado en la luz de la luna antes de caer en la emboscada. Un momento antes caminaba a hurtadillas, rápida y confiada, ansiosa por alcanzar al resto del grupo y los habituales riesgos que tenían que afrontar. La sorprendió la aparición de un mago elfo de la superficie que salió de detrás de un árbol y le lanzó un conjuro mientras gesticulaba con las manos.

—¡Rápido! —gritó—. ¡La tenemos!

La invisibilidad de Halisstra desapareció al instante, disipada por el mago de la superficie, y de entre el follaje y los árboles que la rodeaban surgieron una docena de pálidos elfos y humanos vestidos de verde, con las armas en ristre. Se abalanzaron sobre ella, con la muerte en la mirada, mientras llenaban el bosque con sus gritos de guerra. Al reconocer lo desesperado de su situación, Halisstra gruñó de rabia y atacó a los guerreros de la superficie, decidida a vender cara su vida.

El primer enemigo con el que se topó era un humano corpulento de barba encrespada, que luchaba con un par de espadas cortas. Se lanzó en un ataque giratorio, con un arma dirigida hacia sus ojos, para hacerle levantar el escudo, y con la otra hacia abajo para destriparla. Halisstra se hizo a un lado y golpeó el brazo extendido de su oponente con la maza, la cual alcanzó su objetivo, haciendo crujir el hueso y desarmándolo. El hombre gruñó de dolor pero aguantó, y siguió asestando cuchilladas y estocadas con la espada que le quedaba.

Otros tres se acercaron para enfrentarse a Halisstra desde todos los lados. Ésta se vio obligada a pasar a la defensiva, desviando espadas y lanzas con el escudo y parando arremetidas con su maza mágica. El bosque resonó con el entrechocar del acero.

—Cogedla viva si podéis —pidió el mago—. Lord Dessaer quiere saber quiénes son estos forasteros y de dónde vienen.

—Es muy fácil decirlo —gruñó el primer espadachín, que aún resistía a pesar de que la mano izquierda le colgaba inerte—. No parece muy dispuesta a rendirse.

Halisstra soltó un gruñido de frustración y de pronto se volvió hacia el elfo que tenía a la izquierda, esquivó la punta de la lanza y se abalanzó hacia él. El tipo retrocedió y empuñó el arma tan pronto como pudo, pero Halisstra ya lo tenía.

Con un grito de alegría le aplastó el puente de la nariz con la maza. El impacto destrozó parte del cráneo de la víctima, que se desplomó al suelo.

Halisstra pagó un elevado precio por ese golpe un momento más tarde cuando el espadachín elfo que estaba a su espalda le hundió la punta de su arma en el omoplato izquierdo. El acero rechinó en el hueso, y Halisstra chilló de dolor mientras perdía la fuerza del brazo que sostenía el escudo. Un momento más tarde la flecha disparada por un arquero se le hundió en la pantorrilla derecha y le dobló la pierna.

—¡Ya la tenemos! —dijo el espadachín elfo.

Éste levantó el arma para atacar de nuevo, pero Halisstra se tiró al suelo y rodó bajo su guardia, a la par que le destrozaba la cadera izquierda con otro golpe atronador de la maza. El elfo gritó y se alejó tambaleándose para desplomarse sobre la nieve.

Halisstra intentó ponerse en pie, pero el mago la abatió con un cegador rayo. La fuerza del conjuro la levantó del suelo, la arrojó por los aires y la hizo caer en un riachuelo gélido. Todo el cuerpo de Halisstra se agitaba y le dolía. Halisstra percibió el olor característico de la carne quemada.

Se apoyó en un brazo y le lanzó una canción bae’qeshel, una aguda tonada mortal que azotó la corteza de los árboles y levantó la nieve polvo hasta formar una punzante tormenta blanca. El mago elfo lanzó un juramento y se cubrió con la capa, resguardándose los ojos y resistiendo la canción.

Halisstra empezó a cantar otra canción, pero los guerreros corrieron hacia ella, y el humano corpulento y barbudo la silenció de una patada en la mandíbula que la volvió a despatarrar en el suelo. Por un instante todo se volvió oscuro, y cuando recuperó la vista, no menos de cuatro espadas apuntaban hacia ella. El fuerte espadachín la miró por encima de la punta del arma.

—Por lo que más quieras, continúa —profirió—. Nuestros clérigos formularán preguntas a tu cuerpo con la misma facilidad que si estuvieras viva.

Halisstra intentó aclarar su cabeza ante el terrible dolor y el pitido en sus oídos. Miró a su alrededor y no vio otra cosa que muerte en la mirada de los habitantes de la superficie.

«Fingiré que me rindo —se dijo—. Quenthel y los demás deben saber que he desaparecido y me buscarán».

—Me rindo —dijo en la brutal lengua humana.

Halisstra permitió que su cabeza cayera sobre la orilla del riachuelo y cerró los ojos. Sintió cómo la levantaban, le quitaban la cota de malla y le ataban las manos a la espalda con brusquedad. Durante todo el tiempo hizo abstracción mental de sus captores, al tiempo que mantenía la mente aislada concentrándose en las oraciones a Lloth que le habían obligado a aprender de novicia.

—Tiene que ser alguien importante. Mira la armadura. No creo que haya visto nunca una igual.

—Aquí tenemos una lira y un par de ramitas —murmuró el soldado de la mano rota mientras rebuscaba entre sus pertenencias—. Tened cuidado, muchachos, podría ser un bardo. Tenemos que amordazarla para estar a salvo.

—Rápido, tráeme esa poción curativa. Fandar se muere.

Halisstra lanzó una mirada al espadachín al que le había destrozado la cadera. Varios de sus compañeros estaban de rodillas cerca de él, en la nieve y el fango, intentando consolarlo mientras se retorcía entre estertores agónicos. La sangre brillante manchaba la nieve. Observó la escena distraídamente. Tenía la mente a miles de kilómetros.

—Maldita bruja drow. Gracias a los dioses no todos luchan como ella.

El mago elfo apareció frente a ella. Su bella cara tenía una expresión tensa y enfadada.

—Encapuchadla, compañeros —ordenó—. No tiene sentido dejar que sepa dónde está.

—¿Adónde me lleváis? —exigió Halisstra.

—A nuestro señor le gustará saber ciertas cosas —respondió el mago. Mostraba una sonrisa fría dirigida a ella y la mirada tan afilada como un cuchillo—. Sé por experiencia que la mayoría de drows son tan malos bichos que es más probable que se ahoguen en su propia sangre que hacer algo inteligente y útil. No confío en que seas la excepción. Lord Dessaer te hará unas preguntas, si le dices algo desconsiderado, te traeré aquí y te destriparé como a un pescado. Después de todo, eso es mejor que lo que vosotros hacéis con vuestros cautivos.

La capucha le tapó la cara y se la ciñeron con fuerza al cuello.