Capítulo diez

—Esto no lo esperaba —comentó el mago.

El mago suspiró y se sentó en una roca, mientras dejaba que su mochila cayera sobre el suelo cubierto de musgo. El grupo estaba en la entrada de una cueva que daba a un bosque bañado por la luz del día, en algún lugar de la superficie. El portal estaba a unos centenares de metros tras ellos, en una caverna sinuosa que conducía a un sumidero enorme, de rocas cubiertas de líquenes y arroyuelos de agua fría que descendían por una ladera.

El cielo estaba muy cubierto (de hecho, caía una fina lluvia) y eso unido a la penumbra del bosque, hacían más soportable la insufrible luz del sol. No era un día tan radiante como el que habían pasado en el desierto de Amauroch hacía diez días; pero, para ojos demasiado acostumbrados a la completa negrura de la Antípoda Oscura, la luz difusa del sol parecía tan dura como el brillo de un relámpago.

—¿Seguimos avanzando? —preguntó Ryld. Devolvió Tajadora a la vaina, si bien llevaba una ballesta preparada y miraba los imponentes árboles con los ojos entornados—. Los minotauros no tardarán en descubrir adonde hemos ido.

—Es igual si lo hacen —dijo Pharaun—. El portal sólo se activa con drows. Para nuestros amigos del Laberinto no es nada más que una pared de piedra; una precaución sensata por parte de los Jaelre, supongo, aunque si estuviera en su piel creo que no descartaría la posibilidad de que atacaran los de mi propia raza.

—¿Estás seguro de eso? —preguntó Quenthel.

—Tuve la precaución de estudiar el portal antes de atravesarlo —dijo el mago después de asentir—. Saltar a ciegas a través de ellos es un mal hábito y debería reservarse para las situaciones más graves, como escapar de una muerte inminente. Y, antes de que nadie lo pregunte, puedo deciros que podemos volver sobre nuestros pasos si lo deseamos. El portal funciona en ambas direcciones.

—No tengo prisa por volver al Laberinto. Mejor la superficie azotada por el sol que eso —murmuró Halisstra.

Se abrió camino por la entrada de la cueva, mientras estudiaba el bosque. El aire era fresco, y advirtió que la mayoría de los árboles cercanos eran coníferas, árboles que no perdían la hoja en invierno, si estaba en lo cierto. También había otros árboles pelados, entre los de hoja perenne, de troncos delgados y blancos, y sólo unas hojas rojas y pardas cerca de la copa.

«¿Muertos? —se preguntó—. ¿O pierden las hojas sólo durante los meses de invierno?». Había leído muchos relatos sobre el mundo de la superficie, sus gentes, las plantas verdes y los animales, sus estaciones, pero había una gran diferencia entre leer sobre algo y conocerlo de primera mano.

—¿En qué punto de la superficie nos encontramos? —preguntó Quenthel.

Valas se quedó mirando los árboles durante largo rato y alzó la cabeza para mirar la capa de nubes que escondían el sol. Se volvió despacio para examinar la ladera cercana. Al final se arrodilló y pasó los dedos sobre la capa de musgo que cubría las rocas de la entrada de la cueva.

—Al norte de Faerun —dijo—. A principios de invierno. No veo el sol demasiado bien para juzgar su posición, pero lo siento. Estamos a la altura de Menzoberranzan; sólo unos cientos de kilómetros al sur o al norte, creo.

—¿En algún punto del Alto Bosque, entonces? —preguntó Danifae.

—Es posible. No estoy seguro. Viajé por las tierras de la superficie cerca de nuestra ciudad, y el follaje parece diferente del que recuerdo del Alto Bosque. Podríamos estar algo alejados de Menzoberranzan.

—Genial —murmuró Pharaun—. Recorremos la Antípoda Oscura hasta Ched Nasad, nos vemos obligados a atravesar un portal hasta la superficie a cientos de kilómetros de casa, regresamos a la Antípoda Oscura entre sombras y peligros, sólo para atravesar otro portal que nos lleva de nuevo a la superficie, quizá aún más lejos de casa. Me pregunto si podríamos haber llegado aquí, desde Hlaungadath, sin nuestro placentero desvío por el Plano de las Sombras, la encantadora hospitalidad de Gracklstugh y nuestra adorable excursioncilla por el Laberinto infestado de minotauros.

—Has recuperado tu buen ánimo —observó Ryld—. Vuelves a ser sarcástico.

—El sarcasmo es un arma más afilada que tu espada, amigo mío, y tan devastadora cuando se emplea como es debido —dijo el mago. Se pasó las manos por el torso y se sobresaltó—. Estoy medio muerto. Cada vez que me doy la vuelta, algún bruto enorme con cabeza de toro intenta partirme en dos con un hacha o clavarme en el suelo con una lanza, ¿te molestaría cantarnos una de tus canciones curativas, querida? —le preguntó a Halisstra.

—No le cures las heridas —saltó Quenthel. Aún se apretaba el torso con una mano mientras la sangre le goteaba entre los dedos—. Nadie está mortalmente herido. Conserva tu magia.

—Ahora, precisamente… —empezó a decir Pharaun de nuevo, con la mirada clavada en Quenthel.

—¡Dejadlo! —explotó Halisstra—. He gastado todas mis canciones, así que no importa. Cuando recupere mis fuerzas arcanas curaré a todo el que lo necesite, es una estupidez continuar en nuestro estado. Hasta entonces, tendremos que confiar en los métodos normales para tratar las heridas. Danifae, ayúdame a vendarlos.

La prisionera de guerra se volvió hacia Jeggred, que estaba cerca, le hizo un gesto para que se sentara y se quitó la mochila de la espalda para buscar vendajes y ungüentos. El draegloth no protestó, una señal de lo cansado que estaba.

Halisstra miró a los demás y decidió que el mago era el que necesitaba más atención. Después de sentarlo en una roca, sacó su surtido de vendajes. Examinó el brazo de Pharaun, donde las garras de Jeggred habían hendido la piel, y empezó a aplicar un ungüento del surtido que había comprado en Gracklstugh.

—Esto te escocerá —dijo, divertida.

Pharaun profirió una maldición y saltó como si le hubieran apuñalado, aullando de dolor.

—¡Lo has hecho a propósito! —dijo.

—Por supuesto —respondió Halisstra.

Mientras ella y Danifae curaban a los demás, Valas subió por un sendero estrecho escondido junto a la pared de la cueva. Examinó el suelo y se detuvo a observar el bosque cercano.

—¿Has encontrado algo interesante, maese Hune? —preguntó Halisstra.

—Ahí hay un camino —respondió el Bregan D’aerthe—, pero soy incapaz de decir adonde fueron los Jaelre. Aquí convergen varios caminos de cabra, pero ninguno parece que lo haya utilizado mucha gente.

—En el palacio Jaelre dijiste que descubriste signos claros de que habían usado el portal. ¿Cómo es que no hay signos a este lado? —quiso saber Quenthel.

—El polvo en la Antípoda Oscura muestra los signos de paso durante muchos años, matrona. En la superficie, no es tan fácil. Llueve, nieva y las plantas crecen de prisa sobre los caminos que no se usan. Si un gran número de Jaelre hubiera pasado por aquí hace dos o tres semanas, es probable que viera los signos, pero si pasaron hace cinco o diez años, no quedaría nada que ver.

—No habrán ido muy lejos por la superficie —meditó Quenthel—. Deben de estar cerca.

—Es probable que tengas razón, matrona —respondió Valas—. Los Jaelre sin duda habrán preferido moverse de noche, permaneciendo bajo el abrigo de los árboles durante el día. Si es un bosque muy grande (el Alto Bosque o quizá Cormanthor) podrían estar a cientos de kilómetros.

—Qué idea más optimista —murmuró Pharaun—. De todas formas, ¿qué demonios trajo a los Jaelre aquí arriba? ¿No pensaron en la posibilidad de que los habitantes de la superficie los asesinarían con tanta saña como los minotauros?

—Cuando los conocí hace años, Tzirik y sus socios hablaban de vez en cuando de regresar a la superficie —dijo Valas. Se alejó del bosque y se dejó caer en la boca de la cueva—. Reclamar el mundo de la superficie es parte de la doctrina del Señor Oculto, y los dirigentes de la casa Jaelre se preguntaban si la denominada «Retirada de los elfos de la luz» no sería una invitación para reclamar sus tierras.

—¿No se te ocurrió en Ched Nasad que tus heréticos amigos habrían decidido actuar de acuerdo con sus vanas ilusiones y abandonar esa desolada madriguera negra que llamaban hogar? —preguntó Quenthel—. ¿No se te ocurrió que nos llevarías a un callejón sin salida en el Laberinto?

—No veía mejores alternativas, matrona —dijo el explorador de Bregan D’aerthe, que se movía nervioso bajo la mirada de Quenthel—. No, si realmente queremos llegar al fondo de la cuestión.

—Estabas tan ansioso por resolver el misterio del silencio de la Reina Araña que decidiste apostar a que tu amigo Tzirik aún estaba en el Laberinto, ¿aun cuando sabías que su casa planeaba huir del lugar desde hacía años? —preguntó Ryld—. Hemos afrontado muchos peligros en la ciudad de los duergars y en los dominios de los minotauros para satisfacer tu curiosidad.

—Quizá no tenía la intención de encontrar a ese Tzirik —dijo Quenthel—. Quizá maese Hune nos ha llevado lejos de nuestra verdadera misión durante las últimas semanas, y quizá no ha sido por accidente.

—Cuando estudiamos el asunto de si debíamos volver a Menzoberranzan —dijo Jeggred—, fue el Bregan D’aerthe el que nos instó a ir en busca de ese Tzirik; un hereje del que ninguno de nosotros había oído hablar, excepto Valas. —Entornó los ojos, y se puso en pie, cerró los puños y apartó a Danifae—. Las cosas se aclaran. Nuestro guía es un hereje vhaeraunita y ha servido bien al Señor Oculto al conducirnos a través de inútiles peligros.

—Eso es ridículo —protestó Valas—. Es difícil que condujera a la Bregan D’aerthe a la defensa de Menzoberranzan si fuera un enemigo de la ciudad.

—Ah, pero ésa es la clásica estratagema —ronroneó Danifae—. Haz que las víctimas confíen en su ejecutor. En tu caso, has hecho el trabajo con pericia.

—Incluso si ése fuera el caso —dijo Valas—, ¿por qué no os vendí a los duergars de Gracklstugh? ¿U os abandoné a los minotauros del Laberinto? ¿Cómo es que aún no estáis muertos? Si fuera vuestro enemigo, estad seguros de que lo habría hecho.

—Quizá te habrías puesto en peligro al traicionarnos en Gracklstugh o en el Laberinto —dijo Pharaun—. Sin embargo, hay algo convincente en tu defensa.

—Nada más que las elocuentes mentiras de un traidor —saltó Jeggred. Miró a Quenthel—. Dame una orden, matrona. ¿Puedo hacerlo pedazos?

Valas se llevó las manos a las empuñaduras de los kukris y se relamió. Estaba lívido de miedo, pero en sus ojos relampagueaba la ira. Todos los demás volvieron la mirada hacia Quenthel, que aún estaba recostada en una roca, el látigo en la cintura. Permaneció en silencio, mientras la lluvia caía sobre el bosque y los pájaros trinaban.

—Suspenderé la sentencia por ahora —dijo, mirando al explorador—. Si eres leal te necesitaremos para encontrar a Tzirik (si es que existe ese clérigo de Vhaeraun); pero estás avisado, tienes que encontrar a los Jaelre y a su sumo sacerdote de prisa, maese Hune.

—No tengo ni idea de dónde están —dijo Valas—. También podrías condenarme ahora, y prepararte para la respuesta de Bregan D’aerthe.

Quenthel cruzó una mirada con Jeggred. El draegloth sonrió, sus colmillos brillaron en su oscura cara.

Halisstra no estaba segura de qué pensar, ya que conocía al explorador desde hacía diez días, y no sabía qué había pasado en Menzoberranzan antes de que los menzoberranios fueran a Ched Nasad. No obstante, estaba convencida de que se arrepentirían si Quenthel mataba a Valas y se descubría que todavía se necesitaban los servicios del guía, o si la poderosa compañía de mercenarios decidía vengarse por la muerte de su explorador.

—¿Cuál es el mejor modo para localizar a los Jaelre desde aquí? —preguntó Halisstra, con la esperanza de desviar la conversación hacia derroteros menos peligrosos.

—Como ha señalado la matrona Quenthel —dijo Valas después de titubear—, no es probable que se hayan alejado mucho. Buscaremos hasta que los encontremos.

—Ese plan suena a tedioso —comentó Pharaun—. Marchar sin rumbo por este bosque no me atrae.

—Quizá podríamos encontrar a un habitante de la superficie y sacarle información —dijo Ryld—. En el supuesto de que haya alguno cerca y que sepa algo del paradero de la casa Jaelre.

—De nuevo, tendremos que ponernos en marcha para localizar a un morador de la superficie —observó Pharaun—. Tu plan no difiere mucho respecto al de maese Hune.

—¿Entonces qué propones? —preguntó Quenthel, en tono frío.

—Permitidme descansar y estudiar mis libros de conjuros. Por la mañana, prepararé un conjuro que revele la localización de nuestra perdida casa de exiliados herejes. —Levantó una mano para evitar las protestas de la Baenre y añadió—: Lo sé, lo sé, te gustaría continuar ahora mismo, pero si logró adivinar la meta de nuestra búsqueda, es muy probable que nos ahorre muchas horas de marcha en la dirección equivocada. La demora también le daría a la adorable lady Melarn la oportunidad de recuperar sus fuerzas mágicas y quizá curar nuestras heridas más graves.

—A lo mejor no descubres nada con tus conjuros —dijo Quenthel—. La magia de ese tipo es bastante caprichosa.

Pharaun se la quedó mirando.

Quenthel levantó la mirada, parpadeaba ante la luz despiadada que atravesaba las nubes. Suspiró y miró a los demás, sus ojos se demoraron demasiado tiempo en Danifae. La prisionera de guerra inclinó la cabeza en un gesto casi imperceptible que Halisstra no estaba segura de haber visto.

—Muy bien —dio al fin la matrona de Arach-Tinilith—. En cualquier caso, sería juicioso esperar a que se haga de noche, así que montaremos el campamento en la cueva, donde la condenada luz del sol no nos molestará. Maese Hune, permanecerás a mi lado hasta que encontremos a Tzirik.

Nimor Imphraezl se apresuró por la ancha repisa y dejó atrás una larga columna duergar a su derecha. Mover un ejército de varios miles de efectos por los caminos de la Antípoda Oscura era un reto formidable, y la mayoría de las rutas más directas y estrechas eran infranqueables para tantos soldados. Eso significaba utilizar sólo las cavernas y los túneles más grandes y esas rutas implicaban peligros que los caminos más recónditos evitaban.

El camino seguía el borde de un gran cañón subterráneo, que serpenteaba en dirección norte, a sesenta kilómetros de Gracklstugh. No habían pasado más de dos horas desde que habían iniciado la marcha, y el ejército de enanos grises ya había perdido un lagarto cargado hasta los topes (y cinco desafortunados soldados que estaban cerca de la bestia) gracias a un grupo de yrthaks hambrientos, que barrieron el camino con sus estallidos sónicos.

No era una pérdida tremenda, estimó Nimor, pero cada día conllevaba su contratiempo o accidente, y así empezó el desgaste del ejército. En honor a la verdad, el asesino de la Jaezred Chaulssin no había llegado a entender el enorme esfuerzo que se requería para mover un ejército grande y bien pertrechado por centenares de kilómetros a través de la Antípoda Oscura. Él estaba bastante familiarizado con el viaje por los caminos oscuros en solitario o en compañía de un grupo de mercaderes o exploradores, ligeros de peso, usando los caminos secundarios secretos y los refugios escondidos a lo largo de las rutas principales de viaje. Tras marchar varios días junto a un ejército, con abundantes oportunidades de observar las adversidades y retos que nunca imaginó, Nimor admiraba el alcance de la expedición. Desde luego, los duergars estaban ansiosos por dar el golpe mortal al vecino en dificultades si aceptaban de tan buen grado el inmenso gasto en bestias, soldados y material requerido para poner ese ejército en movimiento.

El asesino dobló un recodo precario y llegó hasta el carruaje del príncipe: un casco flotante de hierro, de unos diez metros de largo y tres de ancho, encantado no sólo para levitar sobre el suelo sino también para moverse bajo el control de los enanos que lo conducían. Su grotesca forma negra estaba erizada de púas para repeler atacantes y tenía aberturas acorazadas, por las cuales los ocupantes disparaban proyectiles o lanzaban conjuros al exterior. El carruaje tenía varias ventanas grandes con postigos abiertos, a través de los que Nimor vislumbró la actividad tranquila y metódica de los líderes duergars y sus edecanes. El artefacto servía como puesto de mando, trono y aposento del príncipe heredero. Era la personificación de la manera enana de hacer las cosas, un aparato que reflejaba una artesanía habilidosa y una magia poderosa, pero sin gracia y belleza.

De un salto subió al carruaje y se agachó para pasar por una gruesa puerta de hierro. En el interior brillaban unas luces apagadas en unos globos azules, que iluminaban una gran mesa en la que había una representación de los túneles y cavernas entre Gracklstugh y Menzoberranzan. Allí estudiaban los señores y los capitanes de los enanos grises el avance del ejército y planeaban las batallas venideras. El asesino tomó nota de los oficiales y sirvientes, y se volvió hacia la porción central elevada del transporte. El Señor de la Ciudad de las Cuchillas estaba sentado ante una mesa con sus consejeros más importantes y observaba la planificación.

—Buenas noticias, mi señor —dijo Nimor, mientras atravesaba el círculo de capitanes y guardias que rodeaban a Horgar Sombracerada—. Me acaban de notificar que ha desaparecido el archimago de Menzoberranzan, el mismo Gomph Baenre. Las matronas aún no sospechan que estamos avanzando hacia su territorio.

—Si tú lo dices —replicó el señor duergar con sequedad—… Al tratar con los elfos oscuros descubrí que era prudente no descartar la presencia de un archimago hasta que no lo viera muerto bajo mi propio martillo.

Los enanos grises reunidos junto a Horgar asintieron y miraron a Nimor con abierta sospecha. Un drow desleal podía ser un aliado útil en una guerra contra Menzoberranzan. Pero eso no significaba que consideraran a Nimor un socio de confianza.

Nimor advirtió que había un pichel de oro cerca de la mesa y se sirvió una buena copa de vino oscuro.

—Gomph Baenre no es el único mago hábil de Menzoberranzan —gruñó Borwald Manoígnea. Bajo y corpulento, incluso para un enano gris, el mariscal aferraba la mesa con sus manos enormes y fuertes, y se inclinaba hacia adelante para mirar al asesino—. Esa maldita escuela de magos está llena de magos con talento. Tus aliados han utilizado nuestra mejor baza demasiado pronto, drow. Aún estamos a quince días de Menzoberranzan, y la muerte de Gomph causará alarma.

—Una opinión sensata, pero no del todo correcta —dijo Nimor. Dio un largo trago a la copa, saboreando el momento—. A Gomph pronto lo echarán en falta, estoy seguro; pero en vez de volverse hacia la Antípoda Oscura en busca de enemigos, cada maestro de Sorcere buscará en vano al archimago e intrigará contra sus colegas. Mientras el ejército del príncipe heredero se acerca, los magos más poderosos de la ciudad no se quitarán ojo, y bastantes asesinarán a sus colegas para obtener el puesto vacante de archimago.

—A buen seguro que los maestros de Sorcere dejarán a un lado sus ambiciones una vez que se den cuenta del peligro —dijo el príncipe heredero. Acalló a Nimor con un gesto brusco y añadió—: Sí, sé que dices que puede que no, pero sería atinado planear el primer choque considerando que la ciudad tendrá una defensa organizada y bien dirigida. Sin embargo, es un buen golpe, sí que lo es.

Se levantó y se abrió paso entre los soldados y señores del clan para acercarse a la mesa del mapa, al tiempo que hacía señas a Nimor para que lo siguiera. El asesino rodeó la mesa para atender a las palabras del soberano duergar. Horgar trazó la ruta con el dedo.

—Si los magos de Menzoberranzan no advierten que nos aproximamos —dijo Hogar—, entonces la pregunta es ¿en qué punto percibirán el peligro?

El señor de clan Borwald se acercó a la mesa e indicó la intersección de una caverna.

—Si damos por sentado que no tropezaremos con ninguna patrulla drow, el primer lugar en el que nos encontraremos al enemigo es aquí, en la caverna llamada Dilema de Pvhazzt. Los menzoberranios han mantenido durante mucho tiempo una avanzadilla ahí para vigilar el camino, ya que es uno de los pocos lugares lo bastante grande para que lo use un ejército. Nuestra vanguardia debería llegar a él en cinco días. Después de eso, nuestro camino se bifurca y tenemos que tomar la primera decisión difícil. Podemos ir al norte, a través de los Pilares del Infortunio, o rodear por el este, lo que añade por lo menos seis días de marcha. Es probable que nos ataquen en los Pilares, lo que nos podría atrasar indefinidamente.

—Los Pilares del Infortunio… —dijo Horgar. El príncipe tiró de su barba gris mientras estudiaba el mapa—. Cuando los drows descubran que llegamos, seguro que moverán tropas hasta allí y detendrán nuestro avance. Ese camino no es bueno. Tendremos que seguir la otra bifurcación, hacia el oeste, y acercarnos a la ciudad por ese lado. El tiempo que añada a la marcha es inevitable.

—Al contrario, espero que escojas el camino directo —dijo Nimor—. Pasar por los Pilares del Infortunio te ahorrará seis días y, una vez en el otro lado, estarás en el umbral de Menzoberranzan. Si vas por los pasos del oeste, descubrirás que el terreno es menos favorable.

—Quizá no conoces este territorio, Nimor —dijo el señor duergar después de soltar un bufido—. Escoges un camino difícil si planeas abrirte paso por los Pilares del Infortunio. El cañón se vuelve estrecho y sube abruptamente. Dos columnas enormes obstruyen el final, con un camino angosto entre ellas. Una pequeña fuerza de drows podría detenernos indefinidamente.

—Eres capaz de vencer a los menzoberranios en los Pilares, príncipe heredero —dijo el asesino—. Te entregaré la avanzadilla del Dilema de Rhazzt. Permitiremos que los defensores del puesto informen de que se aproxima un ejército duergar, pero mientras el mensaje llega hasta las matronas, tus fuerzas avanzarán a toda prisa para tender una trampa mortal en los Pilares del Infortunio. Allí destruirás el ejército que los gobernantes de la ciudad envíen para detenernos.

—Si eres capaz de entregarnos esa avanzadilla, drow, ¿por qué permitir que los soldados avisen? —gruñó Borwald—. Mejor mantenernos ocultos durante todo el tiempo que nos sea posible.

—El mejor engaño —dijo Nimor— no es privar de información al enemigo, sino mostrarle lo que espera ver. Con el golpe que hemos diseñado contra los magos de la ciudad, no pueden evitar advertir pronto nuestro avance. Es mejor controlar las circunstancias bajo las que se informa del avance de nuestro ejército a los gobernantes de Menzoberranzan, y quizá adelantarnos a su respuesta.

—Eso me intriga. Sigue —dijo Horgar.

—Los soldados de Menzoberranzan esperan que un ejército que se acerque por este camino se retrase por el esfuerzo que supone tomar el Dilema de Rhazzt, lo que daría tiempo a la ciudad para hacerse fuerte en el cuello de botella de los Pilares del Infortunio. Te sugiero que permitas que la avanzadilla informe y advierta a las autoridades de Menzoberranzan de la presencia de tu ejército. Antes de que las matronas reúnan a un contingente para enfrentarse a ti, tomaremos el Dilema de Rhazzt. Y nos apostaremos a la espera de los drows en los Pilares del Infortunio.

—Tu plan tiene dos fallos fundamentales —dijo Borwald con tono de menosprecio—. Primero, presumes de que somos capaces de tomar el puesto avanzado cuando deseemos. Segundo, pareces creer que las matronas decidirán enviar un ejército en vez de quedarse a esperar el asedio. Me gustaría saber en qué te basas para dar por sentado esos dos hechos.

—Fácil me lo pones —respondió el asesino—. El puesto caerá porque la mayor parte de su guarnición ha salido para mantener el orden en la ciudad. De los soldados que queden, muchos son Agrach Dyrr. Por eso os animo a tomar este camino para atacar. El puesto avanzado se rendirá cuando llegue el momento.

—Lo sabías antes de que partiéramos —dijo Fiorgar—. En el futuro, compartirás la información que tengas en los momentos oportunos. ¿Qué habríamos hecho si hubieras tenido algún accidente por el camino? Tenemos que saber exactamente qué clase de ayuda nos prestarás y cuando serás capaz de hacerlo.

—Sería bueno para una amistad duradera, príncipe Horgar —dijo Nimor después de soltar una carcajada— que, de vez en cuando, descubrieras lo útil que puedo llegar a ser.

Halisstra se despertó del ensueño y descubrió que estaba helada y empapada. Durante la noche, un polvo ligero, que imaginó sería nieve, había caído sobre el bosque, engalanando todas las ramas con una delgada capa de blanco brillante. La novedad de la experiencia pronto dejó de ser agradable, sobre todo después de darse cuenta de que empapaba sus ropas y el piwafwi. La realidad de la nieve en la superficie era menos atractiva que cualquier texto sobre el fenómeno que hubiera leído en la comodidad de la biblioteca de su casa.

El cielo volvía a estar oscuro y gris, pero era más luminoso que el día anterior; lo bastante para causar incomodidad a los viajeros drows, pues Quenthel había decidido no llevarlos bajo la luz del sol después de que Pharaun descansara y estudiara sus conjuros. Pasaron la mayor parte de las horas del día cobijados en la cueva, lejos de la luz. El grupo no se preparó para desmontar el campamento hasta la tarde, cuando el sol ya empezaba a declinar.

—Recuérdame que investigue cómo se podría extinguir ese orbe infernal —comentó Pharaun, mientras entornaba los ojos—. Sigue ahí arriba, tras esas benditas nubes, quemándome los ojos.

—No eres el primero entre los de nuestra raza que comprueba que su luz es dolorosa —respondió Quenthel—. De hecho, cuanto más te quejas, más me molesta, así que guárdate tus lloriqueos y ponte a trabajar en el conjuro.

—Por supuesto, magnífica matrona —dijo Pharaun con tono sarcástico.

Se dio media vuelta y corrió por las rocas cubiertas de nieve antes de que Quenthel replicara. La Baenre masculló una maldición por lo bajo y también se alejó, ocupándose en observar cómo Danifae llenaba la mochila con el saco de dormir y las mantas de Quenthel. El resto del grupo se mantuvo en un respetuoso silencio y fingió que no veía lo sucedido entre Quenthel y Pharaun, y Quenthel y Danifae. Reunieron sus pertenencias y desmontaron el campamento.

Halisstra cogió la mochila y siguió a Pharaun por el túnel. Ascendieron por un sendero escondido que llegaba hasta el bosque. En el claro que rodeaba la boca de la cueva descubrió que el bosque era muy denso y que se cernía sobre ellos desde todas direcciones. Allí donde miraba, la pared de árboles y maleza era la misma, una barrera frondosa indiferenciada, sin montañas lejanas por las que fuera capaz de orientarse, ni restos de senderos que seguir. Incluso en las cavernas más intrincadas de la Antípoda Oscura, por lo general a uno se le daban un puñado de opciones a la vez; adelante, atrás, izquierda, derecha, arriba, abajo… En el bosque, caminabas en la dirección que te apeteciera y a la larga llegabas a alguna parte. Era una sensación perturbadora y desconocida.

Acabó su cuidadoso examen de la ladera boscosa y volvió a mirar a Pharaun. El resto del grupo también la observaba, algunos de pie, otros en cuclillas, mientras se protegían la cara con las manos y esperaban las directrices del mago.

—Si digo algo —dijo Pharaun, al tiempo que miraba los árboles—, cualquier cosa, tenedlo muy presente. Puede que entienda lo que veo o puede que no.

Extendió los brazos y cerró los ojos, mientras susurraba unas palabras ásperas de poder mágico una y otra vez al tiempo que giraba lentamente.

La potente sensación de la magia tiró de Halisstra. Era casi palpable y sin embargo distante. Se levantó una brisa fría y extraña. Suspiraba entre las copas de los árboles mientras los inclinaba, primero en una dirección, luego en otra. Aumentaba por momentos. La nieve de las ramas cayó mientras el viento se tornaba un vendaval aullante y salvaje. Halisstra levantó una mano para protegerse los ojos del polvo que levantaba. Durante todo el rato, oyó la voz de Pharaun cada vez más profunda, más poderosa, mientras el conjuro tomaba vida propia y parecía arrastrarse desde su garganta. Perdió pie y como pudo apoyó la rodilla en el suelo. El pelo le azotaba la cabeza como si estuviera vivo.

La magia del conjuro de Pharaun lo elevó en el aire. Aún tenía los brazos extendidos. Giró mientras el viento lo rodeaba. Tenía los ojos como idos, en dirección al cielo. Un halo de energía verdosa empezó a agruparse alrededor del mago, y éste soltó un aullido. Unos rayos de fuego esmeralda salieron disparados del halo para destrozar las rocas cercanas. Cada uno rebanó la roca como si de carne se tratara, provocando que las piedras se partieran con crujidos ensordecedores. Allí donde tocó cada uno de los rayos verdes se formó una runa o un dibujo negro, como grabados al ácido. Esos signos hicieron que los ojos le dolieran a Halisstra. Desde el aire, en el centro del claro, Pharaun empezó a murmurar en una voz horrible que se sobreponía al viento y los truenos.

—A cinco días al oeste hay un riachuelo —entonó el mago—. Gira al sur y sigue sus aguas rápidas y oscuras río arriba durante un día, hasta las puertas de Minauthkeep. El sirviente del Señor Oculto habita allí. Te ayudará y te traicionará, aunque de ninguna de las maneras que esperas. Todos salvo uno cometeréis traición antes de que acabe vuestra búsqueda.

El conjuro acabó. El viento se desvaneció, la energía verde se disipó y Pharaun descendió de su elevada posición como si cayera de un tejado. El mago tocó suelo con torpeza y se desmoronó, quedando con la cara hundida en el fango que cubría la tierra. Mientras los ecos de aquella violencia desaparecían en el bosque nevado, las runas grabadas en las piedras y rocas sufrieron el mismo destino. Formando hilos de humo negro se evaporaron en un instante.

El resto del grupo se irguió y se cruzaron miradas sombrías.

—Ya veo por qué tardaba en lanzar el conjuro —comentó Ryld.

Avanzó y asió a Pharaun por el brazo, lo puso boca arriba y comprobó que no estaba herido. Pharaun levantó la mirada y se las compuso para mostrar una débil sonrisa.

—Buenas y malas noticias, supongo —dijo—. Al menos Tzirik parece estar sano y salvo.

—Las indicaciones son claras —dijo Valas con tiento—. Creo que no me costará hallar el camino hacia el oeste.

—¿Qué querías decir en la última frase? —le dijo Jeggred a Pharaun, haciendo caso omiso de Valas—. Sobre la traición…

El draegloth cerró los puños.

—¿Sobre lo de las traiciones…? No puedo llegar a imaginarlo —dijo el mago. Carraspeó y se sentó, mientras gesticulaba para apartar a Ryld—. La naturaleza de la magia es ofrecer predicciones crípticas como ésa, pequeños acertijos amenazadores que apenas tienes la esperanza de resolver hasta que, de pronto, se hace evidente que el acontecimiento que temías ha sucedido. —Mostró una sonrisa irónica—. Si alguno de nosotros no planea cometer algún escandaloso acto de traición en un futuro cercano, debo decir que me gustaría saber quién tiene tan buen fondo. Empañará nuestra reputación si no lo comete.

Halisstra observó al resto del grupo. Tomó nota de las caras imperturbables, la mirada pensativa… Danifae cruzó una mirada con ella al tiempo que mostraba una leve sonrisa y un movimiento sutil de los ojos en dirección a Quenthel. Un gesto tan insignificante que nadie salvo Halisstra lo notaría.

A pesar de la desenvoltura con la que el mago había quitado importancia a las palabras de la adivinación, no le gustaba saber que cada uno de sus compañeros cometería en algún momento un acto de traición. O, para ser exactos, todos excepto uno. Sólo porque Halisstra no planeara de inmediato un acto de traición no significaba que no decidiera aprovechar una oportunidad si ésta se planteaba. No había retenido el título de Primera Hija de la casa Melarn sin desarrollar un instinto despiadado para esas cosas. Si la ruina no se hubiera abatido sobre Ched Nasad, no dudaba que en algún momento hubiera urdido planes contra su propia madre para reclamar el liderazgo de la casa. La matrona Melarn había desbancado a la abuela de Halisstra de la misma manera y por las mismas razones hacía cientos de años. Era el método de la Reina Araña.

—Bueno —dijo Pharaun mientras se ponía en pie, tembloroso. El mago aceptó la mochila que le tendía Ryld—. Parece que ya tenemos una dirección. Así que, ¿hacia dónde cae el oeste, maese Hune?

—Hay un par de caminos de cabras que conducen más o menos hacia poniente —dijo Valas después de hacer un gesto hacia el borde del claro.

—Vamos —dijo Quenthel—. Cuanto antes empecemos, antes llegaremos. No tengo ganas de pasarme una hora más de la necesaria en esta tierra abrasada por la luz. Maese Hune, irás en cabeza como es costumbre. Maese Argith, tú lo acompañarás. Halisstra, te quedarás en retaguardia y estarás ojo avizor.

Halisstra frunció el entrecejo y rebulló con nerviosismo. Eso era un trabajo para un varón. Durante los últimos días de viaje, Jeggred iba en retaguardia. No se le escapaba a Halisstra que cambiar el orden de marcha mantenía a Jeggred cerca de Quenthel, donde el draegloth podía proteger a la sacerdotisa Baenre de cualquier ataque. También advirtió que Quenthel se había dirigido a Valas y Ryld como «maese», mientras que a ella sólo la llamaba Halisstra.

No había motivo para protestar, por supuesto, así que esperó mientras el resto del grupo desfilaba hacia el bosque, en busca del sendero de Valas. Comprobó la ballesta para asegurarse de que estaba preparada. Después, dejó que el resto se distanciara unos quince pasos y se puso en marcha tras ellos.