Sobre las viejas piedras rojizas silbaban corrientes de polvo y arena. Halisstra Melarn se arrebujó en su piwafwi y tembló a causa del helado viento. La noche era fría, más fría que en las profundidades y en las cavernas bajo la superficie del mundo, y el viento gimió triste entre las erosionadas ruinas, agazapadas en silencio entre las áridas colinas. Hace tiempo había sido una gran ciudad, pero ya no lo era. Aquellas cúpulas rotas y columnatas tambaleantes hablaban en susurros de una raza orgullosa y hábil, desaparecida hacía mucho. Enormes murallas aún soportaban el viento del desierto, y restos de torres apuntaban al cielo.
En otras circunstancias Halisstra se habría pasado muchos días vagando por los caminos silenciosos de las imponentes ruinas, reflexionando sobre su olvidada historia, pero en ese momento un misterio aún mayor y más terrorífico la mantenía horrorizada. Sobre las siluetas negras de las torres desmoronadas y los encorvados muros, un mar de estrellas brillaba como el frío hielo en un cielo negro e ilimitado.
Había oído hablar de ello durante toda su vida, por supuesto. Intelectualmente comprendía el concepto de cielo abierto en lugar de techo de caverna, y los desagradables alfilerazos de la luz de arriba, pero sentarse en el exterior bajo semejante espectáculo y contemplarlo con sus propios ojos…, eso era otra cosa. En sus doscientos años de vida nunca se había aventurado a más de unas docenas de kilómetros de Ched Nasad, y nunca había estado cerca de la superficie. Muy pocos elfos oscuros de la Ciudad de las Telarañas Resplandecientes lo habían hecho. Como la mayoría de los drows, desconocían en gran medida el mundo alejado de las intrigas sin fin y de los planes e intereses despiadados propios de la vida en Ched Nasad.
Posó la mirada en las relumbrantes luces del firmamento y saboreó la amarga ironía. Los punzantes diamantes de ese vasto cielo nocturno eran reales. Existían desde hacía un tiempo inimaginable, mucho antes de que levantara los ojos en ese abandonado y helado desierto y reparara en ellos, y, sin duda, continuarían allí mucho después de que ella desapareciera. Pero Ched Nasad, su ciudad natal, en la que rivalidades, lealtades y fortunas habían absorbido todas sus habilidades intelectuales y su atención desde que había nacido, ya no existía. Hacía menos de un día que estaba en los altos balcones de la casa Nasadra y observaba horrorizada cómo ardía la piedra y se desmoronaban las fortalezas. Había sido testigo de la destrucción de su ciudad. Ched Nasad, con sus maravillosas telarañas de piedra y castillos de misteriosa hermosura aferrados a las paredes del abismo; Ched Nasad, con su imponente arrogancia y desmesura, sus casas nobles de belleza oscura y su eterna veneración por la Reina de las Arañas; Ched Nasad, el eje de la existencia de Halisstra, ya no existía.
Con un suspiro, Halisstra apartó la mirada del cielo y permaneció en silencio. Era alta para ser una drow, casi un metro setenta, y delgada como un estoque. Aunque sus rasgos carecían del encanto y de la rapaz sensualidad que las drows de alta cuna poseían, era atractiva de un modo mesurado, austero. Incluso después de horas de bregar para escapar del fuego, el enemigo y la desolación, se movía con una elegancia carente de emociones, con la calma propia de una mujer educada para ser reina.
La arena repicaba contra el acero, negro como boca de lobo de su armadura, y el viento le levantaba la capa e intentaba arrancársela. Halisstra conocía bien las corrientes de aire frío y húmedo de los vastos lugares bajo tierra, pero aquella ciudad abandonada sufría la erosión de unos vendavales implacables y punzantes que la zarandeaban en una dirección diferente a cada momento. Apartó de su mente el viento, las estrellas y las ruinas, y se encaminó hacia los demás. Se apiñaban al socaire de un alto muro, en un pequeño patio salpicado de pilares rotos. En un extremo de la plaza se levantaban los vestigios de un palacio señorial. Ni un mueble había sobrevivido a los siglos de arena y erosión que azotaban la ciudad, pero columnatas y patios, alcobas y soberbios salones indicaban que el edificio había sido la residencia de una familia con poder en la ciudad, quizá incluso los gobernantes o los señores del lugar. No muy lejos de los muros azotados por el viento había un arco abovedado, de una extraña piedra negra, el cual albergaba un portal mágico que conducía a Ched Nasad. Halisstra y los demás habían escapado de la ciudad drow a través de él.
Se detuvo y estudió a sus seis compañeros. Danifae, su criada, permanecía arrodillada con elegancia, la cara de una perfecta serenidad y los ojos cerrados. Podía dormir tranquila, o esperar con calma el siguiente giro de los acontecimientos. Quince años antes, Danifae, una sacerdotisa cautiva de la ciudad de Eryndlyn, había sido regalada a Halisstra como sirvienta. Joven, bella y lista, Danifae se resignó a la esclavitud con sorprendente elegancia. En realidad no tenía opción; un medallón de plata sobre el corazón la esclavizaba con un poderoso conjuro. Lo que sucedía tras esos ojos brillantes y rasgos perfectos no lo sabía ni Halisstra, pero Danifae la había servido con tanta lealtad y competencia como exigía el vínculo, y quizá incluso más. Halisstra se sintió confortada por el simple hecho de que Danifae aún estuviera con ella.
Con los otros cinco pasaba lo contrario. Los hechos de los últimos días en Ched Nasad habían unido a Halisstra a un grupo de viajeros de la lejana Menzoberranzan, una ciudad que a lo largo del tiempo había sido enemiga, rival, socio comercial y señora. Quenthel Baenre descansaba absorta en sus pensamientos, arrebujada en la capa para resguardarse del frío. Sacerdotisa de la Reina Araña, Quenthel era vástago de la casa Baenre, el clan gobernante de Menzoberranzan. Por supuesto, no era amiga de Halisstra sólo porque las dos sirvieran como sacerdotisas de Lloth; muchas nobles drows servían a la Reina Araña y pasaban sus vidas peleando por puestos y preeminencias en el culto. Ésa era la forma de vida drow, el patrón dictado por Lloth. Si a la Reina Araña le placía gratificar a aquéllos que se mostraban más crueles, más ambiciosos en su servicio, entonces ¿qué otra cosa podría hacer un drow?
Quenthel, en gran medida, era el epítome de la feminidad drow, una matrona en ciernes que combinaba la devoción al servicio de Lloth con la belleza física, la fuerza de carácter y una absoluta crueldad. Para Halisstra, de los cinco viajeros de Menzoberranzan, era con mucho la más peligrosa. Halisstra también era la hija de una matrona y sacerdotisa de Lloth, así que sabía que tenía que vigilar a Quenthel de cerca. Por el momento eran aliadas, pero a Quenthel no le costaría mucho descubrir que Halisstra era más útil como secuaz, prisionera o simplemente estando muerta.
Quenthel contaba con la lealtad del gigantesco Jeggred, un draegloth de la casa Baenre. El draegloth era medio demonio, medio drow, el hijo de la hermana mayor de Quenthel y algún habitante sin nombre del Abismo. Jeggred era mucho más alto que los demás drows; una criatura de aspecto brutal, con cuatro brazos que abrigaba una violencia asesina. Sus rasgos parecían los de un drow, caminaba erguido, un pelaje plateado cubría la piel oscura de su pecho, hombros y lomo, y sus garras eran tan largas y afiladas como dagas. Quenthel no temía a Jeggred, pues el draegloth era su mascota y no le pondría una mano encima sin una orden expresa. Podría ser el instrumento que matara a Halisstra si así lo ordenaba, pero no era más que el arma de Quenthel.
El mago Pharaun intrigaba mucho a Halisstra. El estudio del saber arcano era algo que por tradición, como la esgrima, se reservaba a los varones. Un mago poderoso era digno de cierto respeto a pesar de ser un varón. De hecho, Halisstra conocía más de un caso en el que la matrona de una casa importante gobernaba con el consentimiento de los poderosos magos de la familia, una situación que consideró siempre contra natura y peligrosa. Pharaun actuaba como si gozara de ese poder. Sí, aceptaba lo dicho por Quenthel lo bastante de prisa, pero nunca sin una sonrisa cínica o un comentario fingido, y a veces, ese proceder irreverente bordeaba la rebeldía. Eso significaba que o era un completo idiota (no muy probable, pues lo habían escogido en Menzoberranzan para el peligroso viaje a Ched Nasad) o era lo bastante poderoso para resistirse a la tiranía natural de una noble como Quenthel. Pharaun había escogido a Halisstra como aliada potencial contra Quenthel por si Quenthel y él no llegaban a entenderse.
A Halisstra le parecía que Ryld Argith era para Pharaun lo que Jeggred para Quenthel. Era un corpulento maestro de armas tan alto como Halisstra y un guerrero de fabulosa habilidad. Lo había comprobado en la huida de Ched Nasad. Como muchos varones, tenía un comportamiento respetuoso en presencia de Quenthel. Eso era un buen signo para Halisstra. Pero Ryld podría cambiar la lealtad hacia otra mujer de noble cuna en un instante. No podía contar con que Ryld se volviera contra Pharaun o Quenthel, pero los drows eran menos constantes en sus lealtades que el draegloth…
El último y menos importante del grupo de Menzoberranzan era el explorador, Valas Hune. Era un varón pequeño, escurridizo, que hablaba poco y observaba mucho. Halisstra ya conocía a los de su calaña. Bastante útil en las tareas en las que destacaban, no querían saber nada de las maquinaciones de las sacerdotisas y matronas, y hacían lo impensable por evitar la política de las grandes casas. En aquel momento, Valas estaba acuclillado junto a un montón de astillas, tratando de encender un fuego.
—¿Es posible que nos persigan? —dijo Ryld rodeado por el viento helado.
—Lo dudo —murmuró Quenthel—. La casa entera cayó después de que usáramos el portal. ¿Cómo podrían seguirnos?
—No es imposible, querida Quenthel —respondió Pharaun—. Un mago competente sería capaz de descubrir adonde llevaba el portal, incluso si está destruido. Hasta sería capaz de reconstruirlo. Supongo que depende de lo que nos echen de menos en Ched Nasad. —Levantó la mirada hacia Halisstra y preguntó—: ¿Qué piensas de ello, mi señora? ¿No crees probable que tu parentela nos eche la culpa de los infortunados sucesos de las últimas horas? ¿No viajarán largas distancias para vengarse?
Halisstra lo miró. La pregunta no tenía sentido para ella. ¿Quién podría estar tan desesperado para echar la culpa del ataque duergar al grupo de menzoberranios? La casa Melarn había caído, y la casa Nasadra también. Era consciente de lo fatigada que estaba. Sentía un peso en su corazón y la mente confusa, y se permitió desplomarse en el suelo ante los demás.
—Cualquiera que permanezca en Ched Nasad tiene cosas mucho más importantes en las que pensar —acertó a decir.
—Creo que la señora te ha puesto en tu lugar, Pharaun —dijo Ryld, entre carcajadas—. El mundo no gira a tu alrededor, ¿sabes?
Pharaun aceptó la burla con una sonrisa acre y un gesto de desprecio hacia sí mismo.
—Mejor así —dijo como no dándole importancia. Se volvió hacia Valas, que con paciencia intentaba encender el montón de ramas con dos piedras—. ¿Estás seguro de que es buena idea? Ese fuego será visible desde muy lejos.
—No falta mucho para la medianoche, a menos que los cálculos me engañen —respondió el explorador sin apartar la mirada de su tarea—. Si crees que ahora hace frío, espera a las horas antes del amanecer. Necesitamos el fuego. No importa el riesgo.
—¿Cómo sabes qué hora es? —preguntó Quenthel—. ¿O cuánto frío hará?
Valas consiguió una chispa y se agachó rápido para protegerla del viento. En un instante, la madera ardió. El explorador alimentó el fuego con más ramas.
—¿Ves el dibujo que forman las estrellas del sur? —dijo—. ¿Seis de ellas que se parecen un poco a una pequeña corona? Son estrellas de invierno. Salen pronto y se ponen tarde en esta época del año. Verás que están cerca del cénit.
—Ya habías viajado antes por la superficie —observó Quenthel.
—Sí, matrona —dijo Valas, pero no dio detalles.
—Si es medianoche, ¿qué es ese brillo en el cielo? —preguntó—. Seguro que es el amanecer.
—La luna, que sale tarde.
—¿No es el sol? ¡Es muy brillante!
—Si eso fuera el sol, matrona —dijo Valas con la mirada en el cielo y una sonrisa gélida—, las estrellas de medio cielo desaparecerían. Créeme, es la luna. Si nos quedamos aquí, pronto verás el sol.
Quenthel permaneció callada, quizá avergonzada por su error. Halisstra no se lo echaría en cara; había cometido la misma equivocación.
—Eso plantea una excelente pregunta —dijo Pharaun—. Parece que no deseamos quedarnos mucho. Entonces, ¿qué debemos hacer?
Miró a Quenthel Baenre, desafiándola.
Quenthel no mordió el anzuelo. Contemplaba el brillo del este como si no hubiera oído la pregunta. Las sombras, vagas como espectros que lanzara la luna, empezaron a crecer en los muros erosionados y las columnas desmoronadas, acabaron siendo tan negras que sólo los ojos de los drows acostumbrados a la lobreguez de la Antípoda Oscura eran capaces de ver en ellas. Quenthel extendió la mano hacia la arena que había junto a ella y dejó que ésta resbalara entre los dedos, al tiempo que observaba cómo el viento desplazaba las argénteas piedrecillas. Por primera vez, a Halisstra se le ocurrió que Quenthel y los demás menzoberranios sentirían algo de su desaliento, el mismo abatimiento que albergaba en su corazón, no porque sintieran su pérdida particular, sino porque comprendían que eran testigos de una gran pérdida.
El silencio se prolongó hasta que Pharaun se volvió y abrió la boca como para decir algo. Quenthel habló antes que él, con voz fría y desdeñosa.
—¿Preguntas qué debemos hacer, Pharaun? Haremos lo que yo decida. Estamos cansados y heridos, y no tengo magia que restablezca tu fuerza o cure tus heridas. —Hizo una mueca y dejó que el resto de la arena resbalara entre sus dedos—. Por ahora, descansa. Mañana tomaré una decisión.
A cientos de kilómetros de las ruinas del desierto, otro elfo oscuro se hallaba en otra ciudad en ruinas.
Era una ciudad drow, un bastión de roca negra que se elevaba sobre un abismo inmenso y sombrío. Hacía tiempo había sido una poderosa fortaleza construida sobre la cima de una colina rocosa. Se alzaba en lo alto para clavar la mirada en un espacio vacío del que ascendían fétidos vientos que aullaban en las cavernas ignotas de un abismo sin fondo. Aunque sus torres y chapiteles se inclinaban audazmente sobre un precipicio terrorífico, el lugar no era frágil ni precario. Aquel macizo pilar de piedra era una de las columnas del mundo, un grueso mástil tan enraizado en la pared de la sima que, a menos que algo destruyera a Toril, nunca se cuartearía en pedazos.
Aquellos pocos sabios que recordaran el lugar lo llamarían Chaulssin, la Ciudad de las Dracosombras, e incluso muchos de ellos habrían olvidado el porqué de ese nombre. En la fortaleza oscura al borde de un abismo, vivían las mismas sombras. Estanques negros de medianoche, más oscuros que el corazón de un drow, se ensortijaban y fluían de torre en torre. La susurrante oscuridad reptaba como un gigantesco dragón hambriento que entraba y salía de los chapiteles y de los corredores de la ciudad muerta. De vez en cuando las sombras vivientes engullían partes de la ciudad durante siglos, llevándose un palacio o un templo hacia lugares gélidos, más allá de los límites del mundo.
Nimor Imphraezl subió con decisión por los corredores abandonados de Chaulssin, en apariencia, haciendo caso omiso de las barreras negras que danzaban y se retorcían por los rincones oscuros de la ciudad. El desesperante aullido del eterno huracán que se elevaba por encima de las paredes de la ciudad le tiraba de la capa y le agitaba el cabello plateado, pero no le prestó atención. Ése era su sitio, su refugio, y sus peligros y anormalidades, rasgos familiares que no merecían su atención. Nimor era delgado, casi un joven drow, lo que quería decir que era corto de estatura y enjuto como una caña. Su cabeza apenas llegaría a la nariz de una hembra corriente.
A pesar de su ágil constitución, Nimor irradiaba poder. Su pequeño cuerpo desprendía fuerza y la sensación de una rapidez letal. Su cara era delgada pero apuesta, casi bella, y traslucía la arrogancia suprema de un noble que no temía a nada. Era un papel que interpretaba a la perfección: ser un drow de una casa noble, un príncipe de su ciudad en ruinas. Quizá era otra cosa, algo más, bueno… pero aquellos pocos elfos oscuros que vivían con él eran igual.
Nimor llegó al final del corredor y subió una imponente escalera labrada en la monolítica estribación sobre la que descansaba Chaulssin. El ulular de los vientos del exterior se tornó un profundo susurro, sibilante e incisivo. No había lugar en Chaulssin donde escapar de aquel sonido. Se llevó la mano a la empuñadura de su estoque y siguió los escalones negros que ascendían en círculos hacia una gran cámara oscura, abovedada por sombras en el corazón de la ciudad. Titilantes antorchas de fuego imperecedero apoyadas en candelabros de bronce sujetos a la pared proyectaban débiles y rojizos claros de luz a lo largo de los nervudos muros. Eran rayos de luz que se marchitaban en la oscuridad de la bóveda. Allí arriba las sombras estaban cerca, era como un exasperante pozo de oscuridad que ni los ojos de Nimor podían penetrar.
—Llegas tarde Nimor.
En el centro de la cámara, en círculo, los siete patriarcas de los Jaezred Chaulssin se volvieron al unísono. En el extremo más alejado del círculo estaba el gran patriarca Mauzzkyl, un robusto y viejo elfo oscuro de hombros anchos cuyo cabello le clareaba en las sienes.
—A los patriarcas no les agrada aguardar a la Espada Ungida de los Jaezred Chaulssin —dijo Mauzzkyl.
—Venerado patriarca, mi retraso era inevitable —respondió Nimor.
Se unió al círculo en el lugar que le habían dejado, sin hacer reverencias y sin esperarlas. Como Espada Ungida sólo respondía ante el gran patriarca y, de hecho, estaba por encima de cualquiera de los patriarcas de los Jaezred Chaulssin, excepto Mauzzkyl.
—He llegado tarde de Menzoberranzan —añadió— y me he demorado tanto como pude para observar los hechos antes de partir.
—¿Cómo van las cosas allí? —preguntó el patriarca Tomphael. Era delgado y elegante, muy parecido a Nimor, pero prefería las ropas de un mago a la cota de malla de un guerrero, y tenía una tendencia a la cautela que algunas veces bordeaba la cobardía—. ¿Cómo va nuestra revuelta?
—No tan bien como me gustaría, pero casi tan bien como esperaba —admitió Nimor. Las adivinaciones de Tomphael sin duda no le habían revelado tanto. ¿Esperaba el patriarca cazar a la Espada Ungida en un fallo? Nimor a punto estuvo de sonreír ante aquella simpleza—. Aplastaron a los esclavos con bastante facilidad. Gomph Baenre tomó cartas en el asunto, y sus agentes parece que han destruido a nuestro amigo alhún. Lo positivo fue que desvelamos parte de la debilidad de las besa arañas al pueblo menzoberranio, lo que es prometedor, y las sacerdotisas nos complacieron al usar gran parte de su magia para destruir a sus esclavos rebeldes. Por eso la ciudad está debilitada.
—Tendrías que haberte implicado más —dijo el patriarca Xorthaul, que llevaba la cota de malla negra de un clérigo—. Si hubieras matado a los esbirros del archimago…
—La revuelta que alentamos también habría sido aplastada, y los hubiera puesto en guardia demasiado pronto —lo interrumpió Nimor—. Recuerda, patriarca Xorthaul, nunca pretendimos que fuera más que una simple finta para calibrar la fuerza real de las matronas de Menzoberranzan. El siguiente golpe será el que atraviese sus defensas y se les hunda en la carne. —Decidió cambiar de tema y que fuera otro el que diera explicaciones—. Como soy el último en llegar, no tengo noticias de cómo van las cosas en otras ciudades. ¿Qué hay de Eryndlyn? ¿O Ched Nasad?
Unas sonrisas gélidas torcieron aquellos semblantes crueles. Nimor parpadeó. Pocas veces los patriarcas encontraban algo de lo que sentirse complacidos. El mismo gran patriarca Mauzzkyl reveló las noticias.
—Eryndlyn avanza como esperamos (el patriarca Tomphael ha traído noticias parecidas a las tuyas), pero Ched Nasad… El patriarca Zammzt vuelve triunfante de Ched Nasad.
—¿De verdad? —dijo Nimor arrastrando las palabras a su pesar.
Refrenó un ataque de celos y se volvió para mirar a Zammzt, un elfo oscuro de apariencia tan vulgar que podría ser un armero o un herrero, casi un esclavo. Zammzt cruzó los brazos sobre el pecho e inclinó la cabeza en aprobación de las palabras del gran patriarca Mauzzkyl.
—¿Qué sucedió? —preguntó Nimor—. Ched Nasad no debería haber caído con tanta facilidad.
—Así sucedió, Espada Ungida, las bombas quemapiedra con que nuestros aliados duergars nos proveyeron tuvieron un efecto devastador en las telarañas calcificadas sobre las que se construyó Ched Nasad —dijo Zammzt, que, sin duda, fingía su humildad—. Igual que las llamas consumen una telaraña, el fuego devoró la estructura de la ciudad. Con sus castillos y sus palacios cayendo a plomo al fondo de la caverna como pavesas de papel, los nasadianos no fueron capaces de organizar una verdadera defensa. Nadie importante sobrevivió a las llamas, y pocos ejércitos de las casas escaparon de la conflagración.
—¿Qué ha quedado de la ciudad?
—Muy poco, me temo. Unos pocos barrios aislados y algunos edificios ubicados en cavernas laterales. De las gentes de la ciudad, aventuraría que la mitad pereció en la caída y apenas un tercio escapó a los túneles, donde acabarán muertos de una u otra forma. La mayoría de los supervivientes pertenecen a esas casas menores aliadas con nosotros, o las que supieron ver con rapidez el nuevo orden de las cosas que iba a imperar en la ciudad.
—Así que de una ciudad de veinte mil, ¿sólo quedan tres mil? —dijo Nimor mientras se acariciaba la barbilla.
—Un poco menos, pues los esclavos se escaparon —respondió Zammzt, mientras se permitía una sonrisa feroz—. De las besa arañas no queda nada.
—Es probable que algunas de las sacerdotisas de Lloth escaparan con aquéllos que huían de la ciudad hacia la Antípoda Oscura —reflexionó Nimor—. No todas morirán en los túneles. Sin embargo, son excelentes noticias, patriarca. Hemos liberado la primera ciudad del dominio de Lloth. Seguro que la seguirán otras.
El patriarca Xorthaul, el clérigo ataviado con la cota de malla, expresó su discrepancia con un resoplido.
—¿Qué gracia tiene librarse de los adoradores de Lloth de una ciudad si tienes que destruirla para conseguirlo? —preguntó—. Ahora podemos gobernar Ched Nasad, pero todo lo que queda es un abismo humeante y unos cuantos desgraciados desposeídos de todo.
—Eso no importa Xorthaul —espetó Mauzzkyl—. Ya hablamos antes de los costes de nuestros esfuerzos. Décadas, incluso siglos de miseria no son nada si logramos nuestros fines. Nuestro amo es paciente. —El venerado patriarca mostró los dientes en una sonrisa cruel—. En dos meses hemos conseguido todo por cuanto nuestros padres de los Jaezred Chaulssin se afanaron durante siglos. Con gusto repetiría lo hecho en Ched Nasad una docena de veces en la Antípoda Oscura si tuviéramos éxito en liberar del control de la Reina Araña a nuestra raza. Puede que Ched Nasad esté en ruinas, pero cuando la ciudad se levante de nuevo lo hará a nuestra imagen y semejanza, moldeada por nuestras creencias y guiada por nuestra mano secreta. No somos meros asesinos o rebeldes, Xorthaul, somos la calculada mano que logra del débil la espada que esculpe la historia.
Los elfos oscuros allí reunidos asintieron. Mauzzkyl se volvió para quedarse frente a Nimor.
—Nimor, mi Espada Ungida, Menzoberranzan necesita con urgencia el fuego que purificó Ched Nasad. No nos falles.
—Venerado gran patriarca, te aseguro que no fallaré —dijo Nimor—. Ya he preparado la siguiente maniobra. He llegado a un acuerdo con una de las grandes casas. Nos apoyarán, pero quieren una demostración de nuestra determinación y capacidad. Tengo razones para creer que los puedo convencer. Dentro de unos días, una casa de Menzoberranzan carecerá de una matrona y otra caerá en nuestra red.
—Entonces te deseo buena caza, Espada Ungida —dijo Mauzzkyl con una sonrisa de anuencia.
Nimor hizo una reverencia y se volvió para abandonar el círculo. Tras él, oyó cómo los patriarcas se dispersaban, para volver a su casa, oculta en ciudades distribuidas a través de los miles de kilómetros de la Antípoda Oscura. Existían sociedades secretas de los Jaezred Chaulssin en al menos una casa menor en cada una de las ciudades drows. Cada patriarca gobernaba de forma absoluta basándose en una alianza hecha de fe y discriminación sexual que abarcaba generaciones, siglos, y en el formidable odio que cada drow sentía por sus congéneres. La excepción era Menzoberranzan. Allí la vieja matrona Baenre, que había gobernado con mano de hierro durante demasiado tiempo, nunca permitió que la casa de asesinos lograra meter cuña. Mientras ocho patriarcas regresaban a ciudades, donde, bajo sus órdenes, había docenas de leales asesinos y sacerdotes de dioses que odiaban a Lloth, Nimor Imphraezl se fue solo a Menzoberranzan para proseguir la destrucción de la ciudad.
El amanecer era espléndido y terrible. Durante una hora o más antes de la aurora había aumentado la luz, mientras las estrellas palidecían en un cielo veteado de tonalidades rosadas y el frío aullido del desierto remitía hasta una caprichosa calma. Halisstra esperó, observando desde una pared medio derruida. Mucho antes de que el sol surgiera por el horizonte se sorprendió de lo lejos que era capaz de ver, atisbando montañas angulosas que debían de estar a más de quince o cien kilómetros. Cuando al fin salió el sol, fue como si una fuente de oro líquido explotara en el paisaje árido, y en un instante cegó a Halisstra. Jadeó y se cubrió los ojos, que le dolían por esa breve mirada; parecía que alguien le hubiera clavado dagas en la cabeza.
—Eso ha sido una tontería, señora —murmuró Danifae—. Nuestros ojos no están hechos para mirar semejante espectáculo. Podrías herirte… y sin el favor de Lloth resultaría difícil curarte.
—Deseaba ver un amanecer —dijo Halisstra.
Apartó la mirada de la luz diurna y luego descendió al suelo y se guareció bajo la sombra de la gran pared. En las sombras era capaz de tolerar la claridad del sol, pero ¿sería igual a mediodía? ¿Sería capaz de ver o estaría como ciega?
—Hace tiempo —dijo—, nuestros antepasados veían a plena luz del día, no tenían miedo al sol. Caminaban sin temor bajo el cielo, bajo los fuegos diurnos y lo que temían era la oscuridad. ¿Puedes imaginártelo?
Danifae esbozó una sonrisa comedida que no secundaron sus ojos. Halisstra conocía bien esa expresión. La sirvienta la usaba para satisfacer a su señora, y aceptar un comentario para el que no tenía respuesta. Danifae señaló el palacio en ruinas y su patio con una inclinación de cabeza.
—La matrona Baenre ha llamado a Pharaun y a los demás para que acudan —dijo la prisionera—. Creo que pretende decidir qué vamos a hacer ahora.
—¿Te ha enviado por mí? —preguntó Halisstra medio ensimismada.
—No, señora. De todas formas pensé que querrías estar presente —respondió Danifae.
—Desde luego —dijo Halisstra.
Se alisó la capa y lanzó una última mirada a las ruinas que se extendían hasta donde abarcaban sus ojos. Bajo las largas sombras del amanecer, las partes altas de los muros brillaban con tonos anaranjados, formando sombras negras detrás. El viento había cesado. Halisstra notó como si la vigilaran. Una vieja hostilidad anidaba en las paredes y en las cúpulas rotas.
Las dos mujeres volvieron al campamento y se unieron a la conversación sin llamar la atención. Quenthel les lanzó una mirada mientras se acercaban, pero mantuvo la atención en los otros.
—Hemos descubierto que las sacerdotisas de Ched Nasad han perdido el favor de Lloth, igual que nosotros. Ignoramos por qué. Sabemos que las casas aliadas con nosotros por el comercio y la sangre han decidido apropiarse de nuestras posesiones y nos han dado la espalda. Fracasamos al intentar restablecer el comercio con Menzoberranzan.
—Un fallo del cual apenas somos responsables —interrumpió Pharaun—. La ciudad está completamente destruida. El comercio de Baenre en Ched Nasad ahora está en el aire.
—En definitiva —continuó Quenthel como si el mago no hubiera hablado—, nos encontramos en algún lugar dejado de la mano de la diosa, en el mundo de arriba, a una distancia desconocida del hogar, con pocas provisiones y atrapados en un desierto hostil. ¿He resumido con precisión los hechos?
Valas se agitó, incómodo.
—Todo menos lo último, pienso. Creo que estamos en algún punto del desierto conocido como Anauroch, en la parte noroeste. Si estoy en lo cierto, Menzoberranzan queda a unos ochocientos kilómetros al oeste, y algo… abajo, por supuesto.
—¿Ya habías estado aquí?
—No —dijo el explorador—, pero sólo hay unos pocos desiertos en Faerun, en especial en una latitud tan al norte, así que diría que estamos en Anauroch. Hay una cordillera de montañas nevadas a quizá unos cien kilómetros hacia el oeste, que se ven con claridad a la luz del sol. Aquéllas creo que son las Montañas de los Picos Grises o las Montañas Inferiores. Podrían ser las Montañas de Hielo, pero si estuviéramos tan al norte, creo que estaríamos en el Hielo Alto, y no en esta arenosa extensión.
—He llegado a confiar en tu sentido de la orientación, pero no le veo la ventaja a recorrer ochocientos kilómetros por la superficie para llegar a casa —dijo Ryld Argith, mientras se pasaba las manos por el pelo cortado a cepillo. Se movía con rigidez dentro de la armadura, aún estaba herido de resultas de la desesperada lucha por escapar de Ched Nasad—. La Ciudadela de Adbar, Sundabar y Luna Plateada están en nuestro camino y sienten poco aprecio por los de nuestra raza.
—Dejemos que intenten detenernos —gruñó Jeggred—. Viajaremos de noche, cuando los humanos y los elfos de la luz estén ciegos. Y si alguien se tropieza con nosotros, bueno, los habitantes de la superficie son unos flojos. No les temo. Ni vosotros deberíais hacerlo.
Ryld se irguió ante el comentario del draegloth, pero Quenthel lo acalló con un gesto de la mano.
—Haremos lo que tengamos que hacer —dijo—. Si tenemos que pasarnos dos meses arrastrándonos por los reinos de la superficie al abrigo de la noche, lo haremos.
Se volvió con elegancia y se alejó unos pasos, mirando con aire pensativo el patio en ruinas que la rodeaba.
El grupo permaneció callado mientras todos los elfos oscuros observaban la espalda de Quenthel. Pharaun se puso en pie y se arrebujó en el piwafwi. La capa negra se agitó movida por el glacial viento.
—Lo que me preocupa —dijo el mago sin dirigirse a nadie en particular— es si cumpliremos lo que teníamos que hacer. No me complace la idea de arrastrarme hasta Menzoberranzan sin llevar otra cosa después de meses de esfuerzo, que la noticia de que Ched Nasad ha caído.
—Ninguna sacerdotisa de la Reina Araña tiene las respuestas que buscamos —dijo Quenthel—. Volveremos a Menzoberranzan. Sólo confío en que la diosa aclare el significado de su silencio cuando le convenga.
Pharaun hizo una mueca.
—La fe ciega es un pobre sustituto de un plan para obtener las respuestas que buscas.
—La fe en la diosa es lo único que tenemos —espetó Halisstra. Se acercó medio paso al maestro de Sorcere—. Olvidas cuál es tu lugar si te diriges a una sacerdotisa de Lloth de esa manera. No lo olvides nunca.
Pharaun abrió la boca para soltar lo que sin duda habría sido una replica aún más irritante, pero Ryld, sentado junto a él, carraspeó y se rascó la barbilla. El mago se paró a pensar por un momento bajo la atenta mirada de sus compañeros y acabó encogiéndose de hombros.
—Lo que quería decir es que me parece claro que la Reina Araña quiere que interpretemos su silencio por nuestros propios medios.
—¿Cómo quieres que hagamos eso? —preguntó Quenthel. Se cruzó de brazos y se dio media vuelta para mirar a Pharaun—. Por si lo has olvidado, nos hemos esforzado durante meses en discernir la causa de su silencio.
—Pero no hemos agotado todas las vías de investigación, ¿no? —dijo Pharaun—. En Ched Nasad hablamos de buscar la ayuda de un clérigo de Vhaeraun, posiblemente el conocido de maese Valas, Tzirik. Después de todo, los drows tenemos otras deidades además de Lloth. ¿Es tan desatinado especular que otro dios sería capaz de explicar el inusual silencio de Lloth?
El círculo permaneció callado. Las palabras del mago no se oían muy a menudo en Menzoberranzan. Pocos se atrevían a pronunciar tales ideas en presencia del clero de Lloth.
—No veo la necesidad de ir a mendigar favores a un varón hereje que adora a un dios miserable —dijo Quenthel—. Y dudo que Lloth se digne a confiar sus propósitos a seres menores.
—Probablemente tienes razón —dijo Pharaun—. Y tampoco ha confiado en ti.
Jeggred soltó un gruñido, y Pharaun levantó las manos en un gesto apaciguador mientras ponía los ojos en blanco.
Valas se humedeció los labios con nerviosismo.
—La mayoría de vosotros se ha pasado la vida en Menzoberranzan —dijo—, como es debido en drows de vuestra posición. He viajado mucho más y he visitado lugares que en secreto (y a veces, en público) se permite adorar a otros dioses. —Se dio cuenta de la ira creciente que delataba la expresión de Quenthel, ira que secundaba la cara de Halisstra. El explorador se estremeció pero continuó—: Bajo el sabio gobierno de las matronas, el culto a otros dioses drows apenas ha florecido en Menzoberranzan, y por eso no tenéis una opinión favorable de esos cultos, pero puedo atestiguar el hecho de que los clérigos de otros dioses de nuestra raza también son capaces de invocar conjuros y obtener la guía de sus deidades.
—¿Dónde encontraremos a Tzirik? —preguntó Ryld a Valas.
—La última vez que lo vi vivía entre marginados, en una remota región conocida como el Laberinto, al suroeste del Lagoscuro, quizá a unos ciento cincuenta kilómetros. Eso fue hace algún tiempo, por supuesto.
—Marginados —resopló Halisstra.
No fue la única en expresar su disgusto. En el juego eterno entre las casas de los drows, también había perdedores. La mayoría morían, pero algunos preferían huir, aceptaban una mísera existencia en las remotas extensiones de la Antípoda Oscura. Otros abandonaban sus ciudades natales por diferentes razones; incluida, supuso Halisstra, la adoración de dioses que no eran Lloth. Le costó aceptar que alguien que fuera tan débil como para huir de su ciudad fuese de mucha ayuda.
—Resolveremos nuestros problemas —dijo.
Pharaun levantó la mirada hacia Halisstra, un humor frío brillaba en sus ojos.
—Olvidé que ya sabes lo que es la desgracia de quedarte sin tu ciudad natal —comentó—. Y aplaudo tu disposición para incluirte en nuestras conversaciones y problemas. Tu generosidad es loable.
Halisstra cerró la boca, herida por aquellas palabras. Habría muchos centenares, incluso miles de supervivientes de Ched Nasad dispersos por todos los túneles y refugios en las negras cuevas que había alrededor de la ciudad. Muchos de ellos acabarían muertos bajo las fauces de monstruos, o quizá siendo míseros esclavos de los drows de otras ciudades, de los duergars, o de razas aún más horribles de la Antípoda Oscura, como los ilitas o los aboleths. Y pocos encontrarían alguna clase de vida por sí mismos, gracias a su ingenio y su iniciativa. No era algo inhabitual que una casa incorporara a sus filas a un enemigo vencido que había demostrado su utilidad. La casa Melarn había caído. Allí adonde fuera Halisstra, empezaría de cero. Las ventajas de su origen, la riqueza y el poder de su ciudad ya no significaban nada.
Sopesó la réplica con cuidado, consciente de la atención de los que la rodeaban.
—Ahórrame tu compasión —repuso con vehemencia, añadiendo una dureza a su voz que no sentía—. A menos que me equivoque, Menzoberranzan no está muy lejos de acabar como Ched Nasad, o nunca habríais venido a solicitar nuestra ayuda. Nuestras dificultades son las vuestras, ¿o no?
Sus palabras tuvieron el efecto deseado. El mago apartó la mirada, mientras los demás menzoberranios se movieron nerviosos, estudiando las reacciones de los demás. Quenthel, perceptiblemente afectada, mostraba una expresión feroz.
—Basta, los dos —dijo, mientras se volvía hacia Valas—. Ese clérigo de Vhaeraun… ¿por qué demonios nos ayudaría? No es probable que sea benévolo con nuestra causa.
—No sabría decirlo, matrona —respondió Valas—. Todo lo que puedo hacer es llevarte hasta él. Lo que suceda después depende de ti.
El patio en ruinas quedó en silencio. El sol se había hecho enorme, y unos rayos cegadores de luz se recortaban en la oscuridad del patio de las desmoronadas almenas. Las ruinas no eran tan yermas como pensaba Halisstra. Oía los sonidos furtivos de pequeñas criaturas que escarbaban por las arenas y los escombros, débiles y reducidos por la distancia.
—¿El Laberinto queda sólo a unos ciento cincuenta kilómetros de Lagoscuro? —preguntó Quenthel. El explorador asintió. Quenthel cruzó los brazos pensativa—. Entonces, no está muy lejos de nuestro camino a casa. Pharaun, ¿tienes algún conjuro que pueda acelerar nuestro viaje? Ir por la superficie no me atrae más que al maestro de armas.
El mago miró de reojo y se puso en pie, jactándose de la demanda de ayuda de Quenthel.
—La teletransportación es arriesgada —dijo—. Primero, el faerzress de la Antípoda Oscura hace que sea peligroso recurrir a los conjuros de viaje. Y para complicarlo, nunca he visitado el Laberinto, así que no tengo idea de adonde vamos. Estoy casi seguro de que fallaré. Aunque conozco un conjuro para transformarnos a todos en formas más apropiadas para viajar. Quizá si fuéramos dragones o murciélagos gigantes o algo que volara bien de noche… —El mago se acariciaba la barbilla, sopesando el problema—. Cualquiera al que obligáramos a servirnos de montura tendría que permanecer en ese estado hasta que le devolviera su cuerpo, por supuesto, y aún tendríamos por delante un par de semanas de viaje. O… conozco un conjuro para caminar a través de las sombras. Es peligroso y no nos llevaría directos al Laberinto, porque nunca he estado allí y el conjuro funciona mejor si te diriges a lugares que conoces bien. Aunque os podría transportar a Mantol-Derith, que no está cerca de Lagoscuro. Pero acortaría nuestro viaje de un modo considerable.
—¿Por qué no lo mencionaste antes, cuándo hablábamos de cuánto duraría el viaje por la superficie? —dijo Jeggred, mientras sacudía la cabeza irritado.
—Por si no lo recuerdas, aún no hemos decidido adonde vamos —respondió Pharaun—. Pretendía ofrecer mis servicios en el momento apropiado.
—En primer lugar podrías habernos transportado de Menzoberranzan a Ched Nasad. ¿Por qué diantre no lo hiciste?
—Porque tengo una buena razón para temer el plano de las sombras. Cuando era un mago más joven e impulsivo aprendí, a las malas, que andar por las sombras no confiere una protección especial contra las criaturas que moran en el reino oscuro. De hecho, casi me devora un ser que no me gustaría volverme a encontrar. —El mago mostró una sonrisa irónica y añadió—: Por ello, para mí, caminar por las sombras es el último recurso. Sólo lo sugiero ahora porque me parece un poco menos peligroso que un viaje de varias semanas por la superficie.
—Iremos con cuidado —dijo Quenthel—. Hagámoslo.
—No tan rápido. Debo preparar el conjuro. Necesitaré casi una hora.
—Hazlo sin demora —dijo Quenthel. Miró las ruinas a su alrededor y se protegió los ojos—. Cuanto antes estemos bajo tierra, mejor.