Capítulo nueve

El primer impulso de Halisstra, cuando la sacerdotisa sopló el cuerno, fue clavarle la espada, pero algo la hizo dudar.

Ryld, sin embargo, reaccionó más rápido. Saltó hasta el cuerpo humeante del troll, arrancó de él la espada corta y corrió hacia la sacerdotisa.

No obstante, la desconocida fue más ágil. Dejó caer el cuerno, cantó una nota y unió las manos. Cuando entrelazó los dedos, se situaron unas ramas frente a ella y se trenzaron. Ryld chocó de bruces contra la barrera y rebotó y sólo en el último momento convirtió la caída en una voltereta controlada.

Mientras Ryld se ponía en pie de un salto, Halisstra oyó la voz de otra mujer que cantaba a su espalda. Se volvió para enfrentarse a la nueva amenaza y vio que alguien se movía entre los árboles. En ese instante docenas de cuchillas en forma de media luna aparecieron de la nada y empezaron a destellar en círculo alrededor de los dos. Aquella pared de acero le recordó el zumbido de las alas de las estirges. A continuación se oyeron chasquidos y golpes producidos por el corte de las ramas mojadas y las hojas. De inmediato, quedó un perímetro de suelo desnudo, segado, a no más de cuatro pasos de donde estaban los dos.

Ryld tocó su broche, pero los arbustos que lo rodeaban, animados por el primer conjuro de la sacerdotisa, lo agarraron de los tobillos. Lanzó estocadas con la espada, pero el arbusto encantado crecía, las ramas brotaban más rápido de lo que era capaz de cortarlas. Por cada una que cortaba otras tres la reemplazaban.

Al mismo tiempo, la barrera de cuchillas giratorias se acercó. Halisstra intentó abrirse camino con el escudo de Seyll, pero dos de las hojas golpearon el escudo al unísono y casi se lo arrancaron del brazo. Otra le rozó el codo y la manga de su cota de malla crujió. Apartó el brazo y sacudió los dedos entumecidos.

A través de la barrera de cuchillas, Halisstra vislumbró a la sacerdotisa que había matado al troll y a las otras dos que se habían apresurado a reunirse con ella. Estaban casi desnudas, como la primera, y llevaban una espada en la mano. Una de ellas, la que controlaba la barrera de cuchillas, era pequeña para ser una drow y tenía el cabello castaño oscuro. Le costó un momento reconocer a la mujer con la piel negra, que ya empezaba a desteñir con la lluvia, pero al hacerlo maldijo su mala suerte. No habría manera de convencer a la sacerdotisa de que se había encontrado la armadura de Seyll por casualidad.

Feliane, una elfa de la luna, había visto morir a Seyll. Gracias al hechizo que le había lanzado se creyó la historia de que había matado a Seyll por accidente, después de resbalar en una roca húmeda. Pero al disiparse, Feliane comprendió la verdad.

Ryld dejó de cortar la rama que le aferraba los pies y miró hacia su espada, que estaba al otro lado de la barrera de cuchillas. Cruzó una mirada con Halisstra y se estremeció.

—Si tuviera a Tajadora

No tuvo que acabar; Halisstra sabía lo que quería decir. Si fuera capaz de alcanzar la espada, la usaría para disipar la magia de la sacerdotisa.

Entonces, todo dependía de ella.

—¡Soy la que asesinó a Seyll! —gritó a las sacerdotisas haciéndose oír por encima del zumbido de las cuchillas—. Pero cometeréis un error si me matáis.

Dejó la espada y la ballesta de Seyll en el suelo, y se sacó la cota de malla por la cabeza. La dejó junto a las armas y se quitó lo último que había tomado del cuerpo de Seyll: el anillo mágico de la sacerdotisa.

Evitó el avance de la barrera de cuchillas, puso el anillo en el suelo y se dirigió a Feliane.

—Mientras Seyll agonizaba, dijo que aún tenía esperanza. Sabía que la culpa me obligaría a redimirme por la traición que cometí. Por eso he vuelto en vez de regresar a la Antípoda Oscura, para implorar perdón por lo que hice.

Las cuchillas pasaron por encima de las armas y la cota de malla de Seyll sin causarles daño y se acercaron lo suficiente para obligar a Halisstra a chocar con Ryld, cuyas piernas estaban completamente enredadas por la rama que había crecido a su alrededor. Ryld se dobló por la cintura y lanzó una penetrante mirada a Halisstra. Parecía que las había convencido.

Halisstra hizo caso omiso de él, concentrada como estaba en Feliane. ¿Podría usar su voz para vencer la resistencia de la sacerdotisa por segunda vez?

Las cuchillas detuvieron su avance. Estaban tan cerca que Halisstra notaba cómo movían el aire al girar. Un paso al frente y la harían pedazos.

—Demuéstralo —dijo Feliane—. Jura unirte a la luz, para servir a Eilistraee y abandonar a Lloth. Júralo… por la espada.

Halisstra reflexionó, pero sólo un poco, con un ojo en la barrera de cuchillas.

«¿Qué daño puede hacer? —pensó—. Lloth está muerta o a punto de morir. Y poco importa».

Incluso si se alzara de nuevo, la Reina de las Arañas apreciaría y premiaría la traición, en especial si estaba dirigida contra su principal rival. Halisstra siempre podría dar la espalda a Eilistraee y volver al redil.

—Préstame la espada —dijo Halisstra, con la mano extendida hacia Ryld.

Ryld cruzó una mirada con ella y obedeció.

Halisstra asió el arma y clavó la punta en el suelo. Entonces, como había visto hacer a los seguidores de Eilistraee, la rodeó, mientras sostenía la empuñadura con la mano izquierda. La barrera de cuchillas no le dejaba mucho espacio, y la espada de Ryld estaba tan afilada que cuando Halisstra la rozó le hizo un corte en la rodilla. No hizo caso de la diminuta herida y completó el círculo.

—Lo prometo —dijo a Feliane.

En la distancia, se oyó un cuerno de caza. ¿Otra sacerdotisa que se acercaba para unirse a las demás? Las sacerdotisas, al oírlo, intercambiaron gestos con la cabeza.

La barrera de cuchillas desapareció. Se hizo el silencio, y Halisstra oyó el chasquido de una rama. La primera sacerdotisa disipó el conjuro y las ramas que enredaban a Ryld le soltaron. Éste se liberó con gesto malhumorado. Sacó la espada corta del suelo y se puso en guardia mientras la sacerdotisa avanzaba.

¿Ahora qué?, preguntó en el lenguaje de signos.

Me rindo, respondió Halisstra.

Es un suicidio, señaló Ryld.

No dejaré que lo hagas.

Halisstra sintió una calidez y un afecto que, hasta hace poco, habría descrito como debilidad. Para esconderlo, compuso una expresión gélida.

—¿Dejarme? —preguntó en voz alta—. ¿Tú…, un simple varón? No sólo te has extralimitado, acabas de demostrarme que no eres útil. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a la espada—. Ve a recuperar tu espada, Ryld, y vuelve a donde perteneces. A la Antípoda Oscura.

Ryld se la quedó mirando, con expresión afligida. Por un momento, debido a que la lluvia le cegaba los ojos pareció que le caían unas lágrimas, aunque, por supuesto, Halisstra sabía que era algo que el veterano guerrero nunca haría. En ese momento, Ryld caminó hasta donde estaba Tajadora, con expresión de despecho al pasar ante la sacerdotisa.

—Puedes irte —le dijo Feliane mientras recuperaba la espada—. Vete y no nos sigas, o invocarás la furia de la diosa.

Ryld soltó un gruñido y envainó la espada. Sin mirar atrás, se volvió y se internó en el bosque.

Halisstra, al ver que las sacerdotisas observaban a Ryld, consideró la huida durante un instante, pero al final se quedó donde estaba. Miró fijamente el punto por el que Ryld había desaparecido mientras las sacerdotisas recogían las armas y la armadura de Seyll.

«Ryld estará mucho mejor en la Antípoda Oscura —dijo para sí—. Aquí no sería feliz».

Rendirse era el único modo de que Ryld conservara la vida.

Feliane se desabrochó la cadena de la cintura y le hizo gestos a Halisstra para que le ofreciera las manos. Halisstra lo hizo, y la cadena cobró vida, apretándole las muñecas. La fuerza se le escapó del cuerpo y fluyó a los eslabones de metal. Quedó tan débil como la adamantita podrida por el sol. Se tambaleó, pero fue capaz de dominar el pánico que la invadía. ¿Qué acababa de hacer? Se dijo que tenía que calmarse, pues aún tenía un as en la manga. Llegaría el momento, cuando Ryld estuviera lejos y seguro, en que usaría la magia bae’qeshel.

Mirar el joven y franco rostro de Feliane ayudó a Halisstra. En Feliane vio ternura, una debilidad que podría aprovechar. A pesar del modo en que la había utilizado, Feliane creía en su palabra: volvía para redimirse. Sólo le costaría una sonrisa amigable y unas pocas palabras. Halisstra separó los labios… pero la sacerdotisa que había matado al troll se acercó a ella y le agarró la barbilla. Le hizo volver la cabeza. Tarde, Halisstra descubrió que la sacerdotisa estaba tarareando. Intentó hablar, pero se vio incapaz de hacer el menor ruido.

—Yo me la llevaré al templo —dijo la sacerdotisa—. Eilistraee decidirá su destino: la canción… o la espada.

Ryld echaba humo mientras se adentraba en el bosque, aplastando helechos con las botas. Había hecho lo que Halisstra quería, se había alejado. Entonces, ¿por qué se sentía tan impotente, tan enfadado?

Se lo había ordenado una sacerdotisa de Lloth, recordó. Y él, un buen varón, siempre obedecía.

«Una antigua sacerdotisa de Lloth», se corrigió.

Quizá por eso estaba tan deseosa de morir, para reunirse con la diosa que había muerto antes que ella.

—Ve con ellas y deja que te maten, Halisstra, si eso es lo que…

¿Era eso lo que quería? La cara de Halisstra era tan inexpresiva y gélida como el rostro de piedra negra que sellaba el templo —¿o era la tumba?— de Lloth. Pero Ryld había percibido las poderosas emociones de Halisstra bajo la fría superficie. Y ellas decían que lo amaba, antes, cuando habían luchado con el troll. Si todo lo que había estado haciendo era utilizarlo, desde el principio, ella habría podido salvar su vida sólo con huir, dejándolo morir…

Igual que hizo Pharaun.

Entonces le pasó una idea por la cabeza; casi inconcebible, muy extraña para la naturaleza drow. ¿Se había sacrificado Halisstra para que él viviera?

No, eso no era posible. Tenía un último truco en la manga; alguna arma escondida o un pergamino que le permitiría escapar, reunirse con él. Pero si era así, ¿por qué no le había dado ninguna clave de dónde podrían reunirse de nuevo?

¿Por qué le preocupaba que las sacerdotisas la oyeran? O ¿era porque esperaba que Ryld fuera hasta ella? ¿Para ayudarla a escapar?

Ryld aminoró el paso mientras reflexionaba y al final se detuvo. Quieto, escuchó cómo la lluvia golpeaba las ramas de los árboles. No sabía si alguna de las sacerdotisas lo habría seguido. Con todo el ruido que hacía la lluvia, no estaba seguro.

Odiaba el constante goteo de agua del cielo. Se escurría por su cara y le obligaba a entornar los ojos. Convertía su piwafwi en una manta pesada y húmeda que se pegaba a sus hombros y a sus muslos mientras andaba. Hacía que la armadura chirriara. Con el tiempo incluso oxidaría sus espadas. La lluvia era como una cascada de la que no podía escapar. Estaba atrapado, igual que lo estaba en las telarañas invisibles que Halisstra había urdido con sus sonrisas, sus besos y sus suspiros.

Se arrebujó en el piwafwi mojado y se envolvió en su magia para transformarse en otra sombra en el espeso y empapado bosque. Se abrió camino hasta el lugar donde habían luchado con el troll.

Ryld rodeó la zona en busca de huellas de pies, huellas que iban a desaparecer con rapidez en el fango debido a la lluvia. Quería ver la dirección que habían tomado Halisstra y las sacerdotisas. Pero no la encontró. Con cautela se acercó más al lugar, esperando escuchar sus voces en cualquier momento.

Vio el perímetro de vegetación segada que había provocado la barrera de cuchillas y el trozo de suelo quemado donde había muerto el troll, pero ningún signo de las sacerdotisas. Sacó a Tajadora y pronunció la palabra que activaría la magia de la espada, para asegurarse de que no utilizaban una ilusión o la invisibilidad para camuflarse.

Satisfecho de estar solo, entró en el claro. Agachado, estudió las pisadas que quedaban en el fango.

«Halisstra estaba aquí —pensó—. Y una de las sacerdotisas ahí. Las otras dos allí, y allí…».

Y ahí era donde se detenían las huellas. Las sacerdotisas no iban a pie, habían usado magia para irse de allí, y Halisstra se había ido con ellas.

Se había ido, y no había camino por el que seguirla. A menos…

«Sí, es posible», pensó cuando su mirada se posó en una huella que vio en el barro.

Era el rastro del animal gris que huía por el bosque. Las bestias se habían comunicado entre ellas y, a lo mejor, podrían comunicarse con él.

Ryld enfundó la espada y empezó a seguir el rastro.