Capítulo ocho

Cristal.

Cristal curvado.

Y en el exterior…

Roca gris.

Paredes de túnel.

Cerca.

Al otro lado del cristal.

Gomph Baenre, archimago de Menzoberranzan, miraba, sin pestañear, la basta roca que estaba enfrente de su prisión. Estaba atrapado dentro de cristal. En silencio absoluto. En una esfera vacía que descansaba sobre el suelo de un túnel desconocido. Incapaz de moverse, de respirar. Capaz, sólo, de pensar débilmente.

Miró su reflejo, distorsionado por la superficie cóncava del cristal. Su cara era tosca, pero sin arrugas, a pesar de sus siete siglos, gracias al amuleto de juventud eterna prendido en su piwafwi. Su pelo plateado flotaba alrededor de su cabeza. No le afectaba la gravedad que existía en el exterior de la esfera. Tenía los ojos abiertos y no parpadeaba. Cada vez más cansado de su cara, miró las paredes del túnel y descubrió una veta de cuarzo brillante. Advirtió lo ancha que era, lo grandes que eran los cristales.

El tiempo pasó.

Un rato después —¿diez ciclos, un año?— sintió que algo cosquilleaba en su mente. Una conciencia. Una presencia. Centró la mente en ella. La buscó. Forcejeó como un hombre exhausto que intentaba levantar la cabeza y concentró su voluntad.

¿Kyorli?

Nada.

Pasó más tiempo.

Miró la veta de cuarzo y escogió un cristal. Concentrándose en sus facetas (borrosas, pues las veía a través del cristal cóncavo frente a sus ojos) podía focalizar sus pensamientos.

Lo que sabía era que estaba dentro de una esfera, producto de un conjuro de confinamiento.

Lanzado por el drow liche Dyrr.

Estaba muy por debajo de la ciudad, en un túnel desconocido, encerrado en un conjuro que evitaba que la magia de adivinación lo encontrara.

Atrapado.

Pasó más tiempo. Mientras, Gomph intentó abrir la boca, obligar a sus ojos a pestañear, mover los dedos.

Nada.

Si hubiera sido capaz de respirar, habría suspirado. No obstante, aunque hubiera podido moverse y hablar (lanzar un conjuro), no habría significado ninguna ayuda. El conjuro que le había lanzado el liche era poderoso, y Gomph lo sabía. El único modo de invertirlo era lanzar uno de semejante poder sobre la esfera. Y desde el exterior. Por si fuera poco, sólo funcionaría en el mismo lugar donde había sido lanzado el conjuro de confinamiento original.

Gomph acusó la ironía. Era el archimago de Menzoberranzan, el mago más poderoso de toda la Ciudad de las Arañas, conocedor de más conjuros de los que la mayoría de los magos llegaría a imaginar. Sin embargo, si hubiera sido capaz de lanzar un conjuro de deseo no le habría servido de nada.

Después de que hubiera pasado otra porción de tiempo sin medida, Gomph sintió que aquel cosquilleo en su mente volvía. Lo sentía más cerca, más insistente.

Como antes, le costó un esfuerzo increíble concentrar su voluntad.

¿Kyorli? ¡Ayuda!

El cosquilleo desapareció. Si su cuerpo hubiera sido capaz, Gomph habría abatido los hombros.

Al instante el mundo giró en un ángulo descabellado. La veta de cuarzo desapareció, y Gomph descubrió que la posición de su cabeza y pies estaba invertida, aunque en su estado, abajo y arriba eran conceptos que tenían poco significado. Se descubrió mirando los ojos de una rata enorme de dos veces el tamaño de la esfera, con la cara distorsionada por la curvatura del cristal. Unas zarpas rosadas descansaban en la parte superior de la bola, y los bigotes se crisparon cuando la rata husmeó el frío objeto.

Un momento más tarde, Gomph se dio cuenta del error de percepción. La rata no era enorme. La esfera era diminuta. El conjuro lo había encogido. Su mente aún estaba algo confusa, aunque al final advirtió el tirabuzón en la punta de la cola de la rata.

¡Kyorli! Ayúdame. Llévame a casa.

¿Ir?, respondió la rata, más una sensación que una palabra.

Sí, ir. A la ciudad. Ir.

El mundo giró a lo loco. Veía paredes de roca que giraban, chocaban arriba y abajo, mientras la esfera, impulsada por la nariz y las patas de Kyorli rodaba por el accidentado suelo del túnel.

No, no un túnel, sino una diminuta fisura en la roca. Una grieta no más ancha que una rata.

Las paredes continuaron girando. Por un momento, el mundo se abrió a la oscuridad mientras Kyorli empujaba la esfera por el suelo de una caverna enorme. En la distancia, Gomph vio un destello de color lavanda: el espectro visible del faerzress. Entonces la parcela de energía mágica quedó tras ellos, engullida por la oscuridad.

La bola avanzaba entre sacudidas. Gomph estaba dentro, suspendido, sin moverse, en el centro, enclaustrado en absoluto silencio.

Poco tiempo después, la esfera rebotó y se detuvo frente a una pared.

¿Qué sucede?, preguntó Gomph.

Las patas de Kyorli arañaron el objeto y le dieron la vuelta. Gomph se descubrió mirando al techo de la caverna, donde, a varios pasos sobre su cabeza, el túnel continuaba.

¡Arriba!, dijo Kyorli.

Ciudad.

La rata subió pared arriba y la bajó. El mundo de Gomph se inclinó mientras las patas empujaban la esfera y le daban vueltas. Al poco Kyorli volvió a subir, entró un poco en el túnel y volvió a bajar.

Gomph se dio cuenta de que había sobrestimado a su amiga. Kyorli sólo era una rata, con la inteligencia de una rata.

Prueba un camino diferente, sugirió.

Kyorli se lo quedó mirando, con los bigotes crispados. Entonces sacudió la cabeza, en lo que equivalía a un asentimiento, y empezó a mover la esfera. Gomph se encontró rodando de vuelta por el túnel por el que acababa de pasar, a través de la caverna con el faerzress brillante. Hasta otro túnel.

Cuando la esfera dejó de rodar, Gomph se descubrió mirando un río. De sólo una docena de pasos de ancho, pero rápido. Las esperanzas de Gomph aumentaron cuando lo reconoció. Había pasado por ese túnel hacía años. El río era uno de los afluentes subterráneos del Surbrin. Moría en Donigarten, el lago que era el suministro de agua de Menzoberranzan.

Pero fluía a través de un túnel sin aire. Si Kyorli intentaba seguir la esfera, se ahogaría. Podía empujarla y dejar que el agua llevara a Gomph hasta la ciudad, pero en el momento en que llegara a Menzoberranzan, la esfera estaría lejos del lago, en la zona más baja del río. Gomph acabaría en una situación peor que antes.

Consideró el problema despacio. Pensar era como moverse en un lodazal casi estancado. Largo rato después, durante el cual Kyorli desapareció y apareció media docena de veces, tuvo una idea.

El faerzress. Las energías mágicas emitidas por un faerzress eran inestables y de efectos impredecibles. Harían cosas extrañas con Gomph, incluso matarlo. Pero quizá, si la suerte estaba de su lado, primero mutarían los efectos del conjuro que lo tenía preso.

Llévame de vuelta a la caverna. La del brillo.

El mundo giró mientras Kyorli cumplía la orden. El brillo reapareció y la esfera se detuvo. Más cerca.

El color lavanda se hizo más grande y brillante.

Más cerca.

Kyorli dudó, frunció el hocico. Peligro. Demasiado brillante. Duele.

, respondió Gomph.

Lo sé. Entonces, dándole a sus pensamientos toda la fuerza de su voluntad, añadió:

Más cerca.

Kyorli le dio un empujón final a la esfera y se fue corriendo, aterrorizada.

Mientras la esfera rodaba y rebotaba sobre el suelo accidentado de la caverna, el brillo se acercó. Al detenerse, el brillo la rodeó por todos lados. Aún rígido, se impregnó del baño de la radiación mágica. El faerzress lo mataría o…

Sus músculos estallaron con un dolor agónico cuando el tacto y el movimiento volvieron. Con una sonrisa de placer, se puso en pie. La esfera se movió bajo sus pies y tuvo que esforzarse para mantener el equilibrio. Metió la mano en el bolsillo del piwafwi y sacó un pellizco de mica. Lo esparció a sus pies y pronunció la palabra que activaría un conjuro para romper la esfera. No pasó nada. Era capaz de moverse y hablar, pero lanzar conjuros era imposible mientras estuviera atrapado allí. Tenía que confiar en la fuerza bruta para ir a donde se le necesitaba.

Hizo una prueba. Empujó su peso hacia adelante y acabó trastabillando en un torpe salto mortal mientras la esfera rodaba.

Le costó algo, pero al fin descubrió cómo coordinar los pies y las manos: gateaba como una rata y mantenía el equilibrio mientras la esfera rodaba por el suelo. Más de una vez, una colisión o una grieta en el suelo lo hacían avanzar en una dirección equivocada, pero poco a poco, a costa de dolorosas magulladuras, logró llegar al túnel que llevaba al río.

Kyorli, que había superado el miedo ahora que su amo no estaba bajo el brillo del faerzress, corrió a toda prisa tras él. De vez en cuando corregía el rumbo de la esfera con un golpe de hocico o de las patas. Cuando alcanzaron el río, se inquietó, y empezó a correr de un lado a otro de la orilla.

Amo. Agua profunda. ¿Nadar?

No, Kyorli. Sólo yo nado. Tú vuelve a Menzoberranzan por donde viniste, por el túnel que lleva arriba. Ve a Sorcere, reúne a todos los magos que encuentres y llévalos a la orilla del lago.

La rata pensó en ello un momento, moviendo los bigotes. Gomph levantó la mano y presionó la palma contra la superficie interior de la esfera. Kyorli apretó el hocico contra ese punto, luego se volvió y se fue.

Gomph llenó sus pulmones, preparado para saltar a la corriente. Luego rió entre dientes. No necesitaba aire, la magia lo alimentaba o ya se habría ahogado en el diminuto espacio cerrado. Empujó la esfera y se metió en el río.

Una vez más, el mundo giró a su alrededor. Y de repente sólo hubo agua. Luego los choques con las paredes de piedra que le hacían tambalearse y el ocasional brillo de los peces luminiscentes. Después de algún tiempo bajo el agua (cuánto, no tenía modo de medirlo, pero debían ser varios kilómetros), se vio empujado al fondo de la esfera. La esfera ascendía rápidamente, como una burbuja y salió a la superficie, meciéndose en la superficie de un enorme lago.

¡Lo había conseguido! ¡Estaba en Donigarten!

Se enderezó e intentó proseguir como antes, rodando la esfera por la superficie del lago. Pero la esfera giraba sin moverse del sitio. Al darse cuenta de que había cometido un error fatal, lanzó una maldición. A menos que Kyorli volviera de Menzoberranzan a tiempo y nadara por el lago para ayudarlo, estaría a merced de la corriente. Gomph mandó un mensaje, pero no oyó que nadie respondiera. Con un suspiro, se sujetó bien apoyado en la esfera, a la espera de ver adonde lo llevaría la corriente.

Había salido a la superficie cerca de la punta noroeste de la isla que estaba en el centro del lago. Los rebaños de rote pastaban en sus riberas. Detrás de la isla, Gomph discernía la aguja brillante de Narbondel. Alguien había encendido el fuego mágico en el enorme pilar de piedra en su ausencia, para marcar el inicio del día en Menzoberranzan, pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Había pasado un mes, un año?

Mientras la esfera se acercaba a la isla, Gomph intentó una vez más el contacto con Kyorli, pero sin éxito. ¿No había tenido la rata tiempo suficiente para alcanzar Menzoberranzan? ¿O algo la retrasaba? Cuando el liche lo confinó, un ejército de duergars, engrosado con tanarukks, marchaba hacia la ciudad. ¿Las fuerzas de Gracklstugh habían bloqueado las vías de entrada a Menzoberranzan? Si era así, seguro que una rata se escabulliría entre sus líneas.

Gomph lo intentó de nuevo.

¡Kyorli! ¿Estás ahí?

De algún punto cercano le llegó un débil hormigueo.

«¿Estará Kyorli nadando en el lago?». Gomph intentó captarlo, pero el hormigueo había desaparecido. Algo empujó la esfera, meciéndola con cuidado.

¿Kyorli?

Gomph abrió los ojos a tiempo de ver que una mano rompía la superficie del lago. Unos enormes dedos violáceos agarraron la esfera y la sumergieron. Estaban recubiertos de una delgada capa de cieno y emborronaron la superficie de la esfera, pero a través de las manchas vio una cara bulbosa con cuatro tentáculos que se retorcían donde debía haber una nariz y una boca. Los ojos del ilita eran blancos y carecían de pupilas, pero sentía que le miraba mientras nadaba justo bajo la superficie del lago.

Su voz se abrió paso en la mente de Gomph, como una plaga de gusanos que penetrara en una tierra blanda.

Un mago. ¡Qué delicia!