Capítulo seis

El mundo de la superficie estaba sumido en la oscuridad en el momento en que Ryld emergió del túnel. La luna llena surgía entre las copas de los árboles, medio escondida por las nubes, aunque emitía la suficiente luz para impedirle ver en la oscuridad. La nieve que cubría el templo en ruinas estaba cubierta de pisadas, pero era capaz de distinguir las que eran del clérigo y los guerreros de la casa Jaelre. Sólo iban en una dirección; hacia el túnel. El clérigo no había vuelto por ese camino.

Examinó los árboles, en busca de algún signo de la presencia de guerreros Jaelre por el bosque. Al no ver nada, salió de la boca del túnel.

Un momento más tarde oyó un silbido melódico. Era una tonada que reconoció.

—¿Halisstra? —susurró.

La sacerdotisa disipó el conjuro que la hacía invisible y corrió a abrazarlo.

—¡Ryld! —exclamó—. Pensé que no volverías.

Quiso preguntar por qué lo dudaba, pero puso los labios sobre los de él. Lo besó. Durante un largo rato él le devolvió el abrazo, alimentándose febrilmente de su perfume y sabor. ¡Estaba viva! Entonces recordó los guerreros a los que había macado y el clérigo que había escapado.

—No deberíamos quedarnos aquí —le dijo—. La casa Jaelre va tras nosotros. Abajo me topé con una de sus partidas de exploración.

—Lo sé —dijo, cosa que lo sorprendió—. Vi que tres de ellos atravesaban el bosque, justo antes del ocaso. Hice algo de ruido y vinieron hacia aquí. No me vieron, aunque buscaron durante bastante rato después de encontrar mis guantes.

—Estoy contento —susurró Ryld—. Ya no tenemos que preocupamos por ellos. Están muertos.

Oyó que soltaba aire y pensó que reaccionaba a sus palabras. Entonces se dio cuenta de que era el brazo que le asía lo que había provocado el jadeo. Estaba herida. Al volverle el brazo vio un pinchazo justo donde terminaba la manga de la cota de malla. La herida estaba curada (probablemente, gracias a la magia) pero hacía poco, pues aún le dolía.

—Creo que encontré tus guantes —dijo—. ¿Qué sucedió?

—Estirges. Docenas de ellas, pero ya están muertas.

—¿Cómo?

—Con magia, luego me hice invisible.

—¿Con la lira?

Cuando Halisstra negó con la cabeza y sonrió, Ryld pestañeó sorprendido.

—¿Entonces, cómo? —preguntó—. ¿Lloth se ha despertado?

—Comprobémoslo. ¿Estás despierta Lloth? ¿Ves esto? —dijo Halisstra, después de soltar un risa burlona.

Con una sonrisa feroz, hizo un gesto blasfemo, puso la palma hacia arriba, con los dedos contraídos en el signo de una araña muerta.

Ryld se puso tenso, pero un momento más tarde, cuando no pasó nada, se permitió relajarse.

Halisstra sonrió y tocó la empuñadura de la espada que había robado a la sacerdotisa de Eilistraee.

—Encontré un nuevo modo de usar mi magia. Ya no necesitaré mi lira, ni tampoco a Lloth, nunca más.

Ryld asintió, no tan inquieto por la blasfemia si no porque temió lo que vendría a continuación. Sobre ellos estaba la luna, símbolo del dios que expulsó a Lloth de Arvandor. ¿Estaba Halisstra a punto de adoptar la religión de Corellon o de otro de los dioses de la superficie?

Ryld apartó de su mente la pregunta y miró las ruinas del templo del dios creador.

—Deberíamos seguir adelante —dijo, con más aspereza de la que pretendía—. Este lugar es peligroso.

—Vamos —convino Halisstra, después de cruzar las miradas.

Con un rápido movimiento de la mano, Ryld atrajo la atención de Halisstra.

Quieta, señaló. ¿Oyes eso?

Caminaron durante el resto de la noche por el bosque sin oír nada más que la lluvia que encharcaba el suelo, pero desde algún punto, delante de ellos, les llegó el aullido de un animal. Al poco, le respondió otro, algo a la derecha, que acabó en una serie de ladridos breves y frenéticos. Formaban un patrón, casi como el del habla.

Como mínimo son dos, respondió Halisstra.

Ryld asintió. Forzó la vista pero la luz del amanecer, que se filtraba entre las gruesas nubes, le estorbaba la visión.

Vienen en nuestra dirección, señaló Halisstra mientras llevaba la mano a la espada.

Sí. Y se mueven rápido, pero… Escuchó durante un momento y oyó un gañido de alarma.

No cazan. Escapan de algo.

Halisstra sacó la espada, con la mirada sombría, y el pelo goteando sobre los hombros. Curiosamente, invirtió la espada y se llevó la empuñadura a los labios.

Levita, dijo con la mano libre.

Escóndete.

Llevó los labios a la empuñadura y sopló, y una música inquietante llenó el aire. Un instante más tarde, Halisstra desapareció. El único modo por el que Ryld sabía que estaba allí era mirando al suelo. El punto en el que no caía la lluvia señalaba el lugar.

Cuando los aullidos y ladridos se acercaron, Ryld tocó el broche. Se elevó en el aire a través de las ramas mojadas y se detuvo a una altura de diez pasos mientras preparaba la ballesta. Un instante o dos más tarde oyó un susurro en la maleza. Surgió un animal enorme de pelaje gris que caminaba sobre cuatro patas larguiruchas, corría a toda velocidad con la lengua fuera y los ojos muy abiertos. Miraba a uno y otro lado; no con el terror de una criatura salvaje sino con una aguda inteligencia, como si buscara un lugar donde esconderse. Soltó un ladrido, le respondió un compañero en el bosque y desapareció entre los árboles.

Ryld estuvo a punto de disparar la ballesta, pero no lo hizo. Quería guardar el proyectil mágico para lo que perseguía al carnívoro. No esperó mucho. Momentos después oyó que algo grande avanzaba con pasos irregulares. Por el modo de andar parecía un humano, pero por el crujido de las ramas y los gruñidos de furia imaginó que sería más grande. Cuando apareció, aplastando un árbol delgado con un barrido indiferente de la mano, supo que estaba en lo cierto.

Era un troll.

Dos veces más alto que un drow y casi cinco más pesado, el monstruo tenía una piel moteada y verde, cubierta de bultos grises, unos pies deformes de tres dedos y unos brazos tan largos que los nudillos marcaban surcos en el barro. El pelo negro y verduzco crecía en su frente inclinada y caía sobre la espalda en una melena enmarañada y sucia. Incluso bajo la lluvia emitía un hedor nauseabundo, entre el sudor humano y el tufo del estiércol de rote.

Ryld miró al troll cuando se detuvo. Las babas se deslizaban por las comisuras de una boca jadeante llena de colmillos rotos. Una vez más, refrenó el impulso de disparar la ballesta. El virote no sería más que una molestia para el troll y advertirle que allí había alguien.

Un momento más tarde, después de recuperar el aliento, el troll se aprestó a correr de nuevo. De pronto, volvió la cabeza y husmeó el aire.

—¡Halisstra! ¡Ten cuidado! —gritó Ryld; más para atraer la atención del troll que para advertirla, pues era imposible que no lo hubiera visto.

En ese mismo instante, Ryld disparó. El virote siseó hacia el blanco pero lo desvió una rama, justo antes de alcanzar al monstruo. En vez de hundirse en el ojo, como pretendía Ryld, el proyectil dibujó un surco en el cráneo del troll. Un instante más tarde, la herida se cerró.

El troll, al oler a Halisstra, barrió el aire con las garras. Tenían que haber pasado cerca, pues un instante más tarde Halisstra se hizo visible, la espada larga arremetió. Como un tonto, el troll la detuvo con la mano y salieron volando dos dedos. Aterrizaron en el suelo, retorciéndose.

La criatura atacó con la otra mano y le alcanzó en el pecho. La cota de malla detuvo las garras, pero la fuerza del golpe hizo que Halisstra trastabillara. Resbaló en el barro y cayó. El troll, al intuir una presa fácil, arremetió, aunque en el último momento Halisstra se las arregló para levantar el escudo. Los colmillos del troll se hundieron en el borde y lo mellaron. De una sacudida de la cabeza se lo arrancó del brazo, y Halisstra acabó atrapada en el suelo por el peso del monstruo, incapaz de manejar la espada.

Ryld anuló la levitación y bajó en picado. Aterrizó con facilidad y se puso en guardia, mientras sacaba.

Tajadora de la vaina con un movimiento ágil. Puso toda su fuerza en el golpe y descargó el mandoble con ambas manos. Sintió que hendía la nuca del troll y la cercenaba. La cabeza voló por los aires, mientras los ojos pestañeaban estúpidamente. Cayó al suelo y rodó. El cuerpo sin cabeza se apartó y dio una vuelta mientras Ryld le abría el estómago con otro golpe, que desparramó las entrañas pestilentes.

El troll descabezado y despanzurrado caminó a tropezones hacia los árboles.

Halisstra estaba en el suelo, sin aliento, mientras la lluvia le mojaba el rostro. Preocupado porque a lo mejor necesitaría magia curativa, Ryld se agachó para ayudarla… y acabó aplastado en el suelo por un ataque que debería haber previsto. Se alejó rodando, y vio que el troll había vuelto. La criatura trastabillaba hacia él, una mano sostenía la cabeza sobre el cuello cercenado, la otra intentaba arañar a Ryld con las garras. Mientras se ponía en pie de un salto, fuera del alcance de esas garras, Ryld vio que los tendones salieron disparados de los músculos viscosos del cuello del troll y buscaron, como gusanos, asirse a la cabeza. En un abrir y cerrar de ojos, cosieron la cabeza al cuerpo, mientras las entrañas que colgaban del estómago fueron succionadas de vuelta a su cavidad. Los dedos que había cortado Halisstra ya empezaban a crecer de nuevo. De ellos surgían nudos de carne rosada.

De un salto, volvió a atacar el cuello del monstruo, pero éste, a diferencia de Ryld, sí previo el ataque. Se agachó con rapidez, arremetió y envolvió la mano de Ryld con una de sus garras. Ryld oyó que crujía un hueso de la mano y jadeó ante la increíble fuerza del troll. Incluso faltándole dos dedos, aplastaba la suya. El troll apartó de sí Tajadora y la lanzó lejos.

Halisstra consiguió ponerse en pie y atacó al troll por la espalda. Su espada producía sonidos extraños, parecidos a los de una flauta mientras asestaba tajos. El monstruo gruñó con cada golpe como un esclavo bajo el látigo pero no hizo caso de los profundos cortes. Se volvió, soltándole un revés que la hizo retroceder. Ryld sacó su espada corta y lanzó una estocada allí donde debía estar el corazón del troll, pero aunque la hoja se hundió hasta la empuñadura el monstruo no se detuvo.

Una mano salió disparada con la velocidad de las serpientes del látigo de Quenthel y agarró el cuello de Ryld. Los fuertes dedos apretaron, dejándolo sin resuello. Ryld sintió que un arrebato de energía mágica fluía por su cuerpo desde el anillo en forma de dragón, endureciendo la piel ante las garras del troll, pero era demasiado tarde. Ya tenía la tráquea cerrada. Abandonó la espada, clavada en el pecho del monstruo, hundió los dedos en lo que, para un drow, sería un punto vital… y se asustó. Era lo mismo que hundir los dedos en piedra sólida.

Halisstra volvió a la carga y consiguió cortar uno de los pies del troll. El monstruo se tambaleó, pero pronto hizo pie, apoyado en el muñón. La recompensa para la sacerdotisa fue un arañazo que arrancó un anillo de la cota de malla.

Ryld, incapaz de respirar, le gritó del único modo que podía.

¡Huye! ¡No tengo escapatoria!

—¡No! —jadeó ella—. No te abandonaré.

Halisstra arremetió, atacando al troll con una furiosa andanada de golpes. Ryld, con la experiencia de un maestro, vio que Halisstra se exponía a lo que sería un ataque fatal de las garras del monstruo.

Aunque Ryld observaba con la distancia del que sabe que está a punto de morir y no puede hacer nada, sintió que una emoción extraña lo inundaba en ese momento: una tristeza profunda y un sentimiento de pérdida. No sólo porque Halisstra estaba a punto de morir, sino porque su muerte significaría el fin de algo que Ryld acababa de descubrir: la verdadera amistad, quizá el amor. Algo que provocaría que una persona se sacrificara de buen grado en un intento desesperado para salvar a otra. Cuando cruzaron sus miradas, Ryld se dio cuenta de que habría hecho lo mismo por Halisstra y vio que ella lo sabía. También vio algo más que nunca había visto en los ojos de un drow: confianza.

En ese momento, una drow salió del bosque. Tenía el cabello plateado pegado al cráneo debido a la lluvia. Estaba desnuda, salvo por la gruesa cadena alrededor de la cintura de la que colgaban un disco de plata y un cuerno de cazador. Se acercó a toda velocidad, con una espada de llamas plateadas en alto. Con un grito agudo, que sonó como la única nota de una canción, fuerte y verdadera, descargó la espada.

La hundió en el hombro del troll y soltó una llamarada. El fuego plateado se extendió al instante por el cuerpo del monstruo, cegando a Ryld. Se estremeció, esperaba quemarse, pero el calor nunca llegó. Las llamas parecían emitir música en vez de calor. Danzaban con un ritmo propio mientras lamían la piel del troll.

La criatura cayó de rodillas, entre aullidos, mientras su piel se ennegrecía por el fuego mágico. Ryld, de pronto, respiró de nuevo cuando la mano aflojó su presa, y pudo llenar los pulmones. Aunque sucio por el hedor de la carne quemada, el aire nunca le pareció tan dulce. Observó, atónito, cómo el cuerpo del troll se encogía sobre sí mismo y las llamas mágicas lo destruían en un instante.

—Se lo agradezco, señora —dijo a la drow. Era una maga o una sacerdotisa, y poderosa. Hizo una profunda reverencia—. Ha salvado nuestras…

Su voz se perdió cuando vio la expresión en la cara de la mujer. Miraba a Halisstra con cara de sorpresa… y rabia. Ryld reconoció el símbolo del disco de plata que colgaba de la cadena. Era una espada, sobre un halo circular. El símbolo de Eilistraee.

—Ésa es la armadura de Seyll —dijo la sacerdotisa, con ojos llameantes mientras miraba la cota de malla que llevaba Halisstra—. Eres la que la mató.

La desconocida arrancó el cuerno del cinturón y emitió una nota prolongada. Un instante más tarde, los cuernos de sus compañeras respondieron.