Pharaun sonrió satisfecho cuando Belshazu emergió del estanque de agua hirviente en dirección a él.
—Los demonios son tan predecibles… —dijo y chasqueó la lengua.
Alzó un cono de cristal que había guardado y pronunció la palabra de activación. Un estallido de aire helado surgió del cono, golpeando al demonio. El sudor se cristalizó en el pecho de Belshazu, pero se agrietó y desapareció por el calor y el esfuerzo del ataque del demonio. Cuando el cono alcanzó el agua que le llegaba a las rodillas, el estanque se solidificó al instante.
El demonio, al verse atrapado en el hielo, dirigió las llamas que rodeaban sus manos hacia abajo, pero el hielo no se fundió.
La sonrisa burlona de Pharaun se ensanchó cuando vio que su plan funcionaba.
—Gracias por remover el agua —le dijo al demonio—. Has mezclado muy bien la sangre de Jeggred. Ah, y aquí tengo una pregunta para ti. ¿Sabías que los cristales de hielo siempre tienen seis lados? Igual que los de sangre, ya que en su mayor parte es agua. Siempre forman hexágonos perfectos. Millones de ellos.
Al demonio le costó un momento darse cuenta de lo que le decía Pharaun. Cuando lo hizo, rugió aún más fuerte que antes, estrellando las pinzas de sus extremidades en el hielo que lo atrapaba. Aunque los golpes eran lo bastante fuertes para resonar por toda la caverna, el hielo ni se agrietó ni se astilló. El esfuerzo puso a prueba la resistencia del demonio. Después de unos cuantos golpes, respiraba con dificultad.
—Ahora —continuó Pharaun—. Nos vas a decir dónde está el portal al Abismo que…
Con una sacudida que le llenó la garganta de bilis, Pharaun se vio impelido hacia lo alto y la gravedad se invirtió. El demonio estaba atrapado en el hielo, pero aún podía usar su magia. Cogido por sorpresa, desorientado por el repentino cambio de gravedad, Pharaun fue incapaz de contrarrestarlo con la levitación. Chocó contra el techo y se quedó sin resuello. Danifae y Jeggred se estrellaron un instante después, pero Valas aterrizó de pie con agilidad felina y Quenthel consiguió levitar antes de chocar contra las rocas.
El demonio embistió a Pharaun, estirándose tanto como le permitió el hielo. Una de sus pinzas le aferró un pie y apretó. Atravesó la piel de la bota y la carne hasta que rechinó en el hueso. Pharaun lanzó un grito de agonía y gateó por las rocas, intentando encontrar un asidero.
Un momento más tarde, algo destelló ante él: Valas. La magia le dio una velocidad sobrehumana. El mercenario pasó entre las rocas dentadas del techo con un kukri en cada mano para herir al demonio. Una de las armas encantadas se hundió en la muñeca de Belshazu y escupió chispas de energía mágica mientras cercenaba el hueso. El demonio gritó de dolor y descargó la pinza que le quedaba sobre el nuevo blanco, pero Valas escapó, lejos de su alcance.
Mientras Pharaun sentía cómo la pinza seccionada liberaba su pie ensangrentado, se apartó, lejos del demonio. Entre rugidos, mientras sangraba por la muñeca cercenada, Belshazu invirtió el conjuro que acababa de lanzar. Danifae y Valas volvieron a caer al suelo. El mercenario se puso en pie al instante para amenazar a Belshazu con el kukri. Quenthel y Jeggred descendieron después de Pharaun.
Pharaun, evitando apoyar el pie herido, aterrizó en el estanque helado, detrás del demonio. La sangre fluía de la bota desgarrada, se esparcía sobre el hielo y se congelaba, manchando la superficie helada. Pharaun rebuscó en los bolsillos del piwafwi y sacó un frasco de metal, lo descorchó y se tragó el contenido. La poción curativa hizo efecto casi de inmediato, amortiguó el dolor como si se tratara de una copa de brandy de armilaria. Otro instante más y la herida cicatrizó. Comprobó que la pierna lo sostenía y no sintió más que un hormigueo. Aparte del desgarrón en la bota, era como si no lo hubieran herido.
En la cuesta donde aterrizaron los demás se oyó el siseo impaciente de las víboras del látigo de Quenthel. La voz de su ama tenía el mismo tono.
—¡Pharaun! Deja de perder el tiempo. Obliga al demonio a decirnos lo que queremos saber.
El mago hizo una breve reverencia en dirección a la matrona y se volvió hacia Belshazu, que estaba encorvado y con los pies atrapados en el hielo. El demonio jadeaba por el esfuerzo y se sostenía la muñeca herida contra el pecho. Parecía malhumorado, aunque por el resplandor de sus ojos de color violeta se advertía que aún no estaba amansado. Aún.
Como un gran maestro de sava, Pharaun puso la última ficha en juego.
—Creo que hay algo más que deberías saber —le dijo al demonio—. Mi conjuro no sólo congeló el estanque, si no que cristalizó el vapor de agua en el aire. Eso es lo que sientes en tus pulmones… miles de hexágonos diminutos que cortan tu piel. Dinos lo que queremos saber y te liberaré antes de que te hagan más daño. Sigue así y morirás.
Mientras Belshazu pensaba, Pharaun mantuvo una expresión serena. No tenía ni idea de si los cristales de hielo dentro de los pulmones de Belshazu podrían en realidad herir al demonio, pero sonaba bien.
Belshazu soltó un rugido de rabia, que terminó en un jadeo. El demonio, angustiado, miró a Pharaun y asintió a regañadientes.
—No conozco ningún portal —gruñó. Detrás de Pharaun, una de las víboras del látigo de Quenthel soltó un siseo de frustración—. Pero hay un modo de alcanzar el Abismo desde este plano —continuó el demonio—. Hay un barco demonio que os llevará allí… si lo encontráis.
—¿Un barco demonio? —repitió Quenthel. Belshazu la miró.
—¿Has oído hablar de la Guerra de Sangre? —preguntó Belshazu.
La voz estaba cargada de desprecio, como si esperase que la drow ignorara la historia de los demonios.
—Por supuesto —respondió Quenthel—. Es una contienda entre el Abismo y los Nueve Infiernos, una guerra célebre que dura milenios.
—¿Célebre? —se mofó Pharaun—. Diría que estrepitosa, chapucera y sin sentido. Ningún bando recuerda por qué se lucha, y mucho menos tienen la mínima esperanza de vencer.
—¡Venceremos a los demonios de los Nueve Infiernos! —aulló Belshazu.
—A su debido tiempo, estoy seguro —interrumpió Pharaun con sequedad—. Pero por el momento, ¿qué nos decías de un barco?
Enfurruñado, el demonio apartó la mirada de Pharaun y se dirigió a Quenthel.
—En eras pasadas, mi raza encontró un nuevo modo de lanzar ataques contra los Nueve Infiernos. Construimos barcos de hueso unidos con hebras de los espíritus de los manes que nos servían, empujados por velas de piel desollada. Esos barcos navegaban entre los planos, impulsados por los vientos del caos.
«Hace siglos, uno de esos barcos partió hacia el Plano de las Sombras, en busca de una nueva ruta a los Nueve Infiernos. Navegó por el Río de las Sombras hasta un lugar situado por encima del plano y allí se perdió. De una tripulación de trece, sólo volvió uno; un mane servil. Balbuceó algo de un uridezu que capitaneaba el barco durante una terrible tormenta. Lo torturamos con fuego y aceite hirviendo, pero sólo conseguimos sonsacarle algo útil. Justo antes de que el barco naufragara en la tormenta, visitó una ciudad de vuestro mundo. El nombre de la ciudad no significaba nada para nosotros, pero quizá vosotros la conoceréis… Zanhoriloch».
A diferencia de Quenthel, que escuchaba con avidez mientras hablaba el demonio, Valas tenía la mente en otro sitio: su atención estaba centrada en limpiar las manchas de sangre de la daga. Danifae estaba detrás, con una expresión escéptica, mientras jugueteaba con un anillo. Jeggred, aburrido, se lamía la herida de la muñeca.
—Esa información es inútil —dijo Quenthel—. ¿Cómo se supone que encontraremos ese barco…, si es que existe? Nunca oí hablar de una ciudad con ese nombre.
—Yo sí —dijo Valas. Mientras los demás se volvían hacia el mercenario, éste acabó de limpiar el kukri y luego lo devolvió a su funda—. Es una ciudad aboleth.
—Esto mejora por momentos, ¿no? —dijo Pharaun mientras ponía los ojos en blanco—. Esos peces son los últimos con los que querría tener tratos.
Danifae se removió, inquieta.
—Matrona —dijo—. Pharaun tiene razón. No deberíamos…
—¡Silencio! —profirió Quenthel—. Veo que tienes miedo. Siempre te echas atrás, como un varón quejumbroso, cosa que empieza a cansarme. Si quiero tu opinión, sacerdotisa, te la pediré.
Danifae hizo lo que le dijeron y frunció los labios, enfadada.
—Zanhoriloch no está lejos de aquí —continuó Valas—. Está en el lago Thoroot.
—¿En el lago Thoroot? —preguntó Quenthel.
—Los aboleths viven bajo el agua.
—¿A qué distancia? —preguntó la suma sacerdotisa.
—Si soy capaz de encontrar el túnel correcto —dijo—, el viaje no nos llevará más que un día.
—¿Es muy grande el lago? —preguntó Quenthel, después de pensar en ello.
—Enorme —respondió Valas—. Lo bastante grande para cubrir una ciudad.
—O un barco —reflexionó Quenthel—. Si el barco del caos acababa de zarpar de Zanhoriloch cuando entró en la tormenta, puede que esté en el fondo del lago. Si es así, los únicos que sabrán de su existencia serán los aboleths. —Clavó la mirada en Belshazu, y su expresión se endureció—. Imaginemos que el barco está intacto. ¿Has dicho que se perdió en una tormenta, Belshazu? ¿Cuántos daños sufrió?
—El mane dijo que estaba entero —dijo Belshazu después de encogerse de hombros.
—Entonces ¿por qué no intentasteis recuperarlo? —preguntó.
Los ojos de Belshazu relucieron.
—¿No has escuchado, drow? He dicho que se perdió aquí, el más nauseabundo de los planos. ¿Cómo lo íbamos a encontrar?
Pharaun, que escuchaba en silencio, advirtió que Danifae lo miraba. Se movió un poco, de manera que Quenthel estuviera entre ella y el demonio. Cuando obtuvo la atención de Pharaun, le habló con signos, a espaldas de Quenthel.
Ahora los demonios saben dónde está la ciudad. En el instante en el que lo liberes…
Sí, dijo Pharaun con un rápido golpe de sus dedos.
No diría más. Por lo que sabía, Belshazu era capaz de entender el lenguaje de signos.
Fue Valas, como siempre, el que hizo la pregunta práctica.
—Cuando encontremos el barco y lo pongamos a flote, ¿cómo lo haremos navegar?
—El barco tiene boca. Todo lo que necesitas es darle un alma —respondió el demonio con una sonrisa taimada.
Quenthel respondió a la expresión del demonio con una mueca. Al ver que miraba en su dirección, Pharaun no dudó a quién lanzaría a la boca del barco demonio.
—¿Y? —preguntó Valas, centrándose en las cuestiones prácticas—. Cuando el barco esté alimentado, ¿qué hacemos después?
—Dirigirlo —respondió Belshazu en tono burlón—. Tiene velas, cabos y timón. Caza el viento y navega. Continúa por el Río de las Sombras y atraviesa la extensión de las Profundidades. El río se bifurca cuando alcanza el Abismo. Unos arroyos más pequeños desembocan en los pozos que llenan el Plano de los Portales Infinitos. Uno de ésos lleva al sexagésimo sexto plano. Sigue el ramal derecho y el barco te llevará a la Red de Pozos Demoníacos.
Pharaun permaneció callado. Todo le parecía bastante dudoso. A Quenthel, sin embargo, le brillaban los ojos. Las serpientes del látigo se movían con aparente avidez. Su señora empezaría la búsqueda del barco del caos al instante.
—Nuestro agradecimiento, Belshazu —dijo al demonio con un ronroneo—. Y mis disculpas por la deshonra a la que te ha sometido este mago. —Bajó sus fríos ojos hacia Pharaun, y dio una orden concisa—: Suéltalo.
¡No! El demonio esperará en el barco cuando…, gesticuló Danifae a Pharaun.
Con la velocidad de una de sus serpientes, Quenthel se volvió y, como quien no quiere la cosa, se sacó el látigo del cinturón. Siseando con alegría, las víboras azotaron a Danifae.
—¡Te ordené que no hablaras! —chilló Quenthel.
Danifae, cogida por sorpresa, tardó en reaccionar. Se apartó, pero no antes de que la serpiente más larga le mordiera la mejilla. Hecho su cometido, la víbora se retiró, mirando las amoratadas líneas rojas dibujadas en la suave piel de la drow. Cuando el veneno fluyó por el cuerpo de Danifae, cayó de rodillas, al tiempo que boqueaba.
Quenthel mantuvo su fría mirada en Danifae, mientras acariciaba la cabeza de la víbora que había dado el beso casi mortal.
—No te preocupes —dijo—. Puede que Zinda sea la más larga, pero su veneno es el menos dañino. Vivirás… si eres lo bastante fuerte. —Hizo caso omiso de los sollozos ahogados de Danifae, y se volvió hacia Pharaun—. ¿Y bien?
Una vez más el mago hizo una reverencia menos acusada para enfrentarse al problema más acuciante. Con cuidado.
—Puedo pronunciar la palabra que liberaría a Belshazu, pero no podrá volver al Abismo hasta que se funda el hielo —dijo.
—Entonces date prisa —replicó Quenthel—. Llena la caverna con una bola de fuego.
Pharaun levantó una ceja.
—Por desgracia, al saber que estaríamos bajo tierra, en lugares cerrados, no preparé ese conjuro —dijo, mientras se resistía al deseo de decir lo que pensaba en realidad.
Quenthel estaba más estúpida de lo normal.
«¿Por qué continúan obedeciéndola los demás?», se preguntó Pharaun.
Jeggred era leal como un esclavo sin mente a la fémina más cercana de su casa, y a Valas le pagaban por estar ahí. Pero Danifae, a buen seguro, se daba cuenta de que su lealtad incondicional acabaría sin recompensa. En especial en ausencia de Lloth.
Valas carraspeó.
—El hielo se fundirá con el tiempo —observó con un tono de voz neutro—. ¿Qué es un día o dos de retraso para un demonio?
Mientras Quenthel se volvía, llena de indignación ante la insolencia, Pharaun se dio cuenta al fin de lo que debía tener en mente. Quería hacerle la pelota a Belshazu. Como su hermana Triel, esperaba fornicar con el demonio; y no con cualquiera.
Pharaun miró a Jeggred, agazapado junto a Quenthel, con los colmillos desnudos en una mueca de rabia. La corpulenta criatura podía estar bendecida por Lloth, pero Menzoberranzan no necesitaba otro demonio. Con uno que ensuciara el aire con su aliento pútrido era suficiente.
—Estoy seguro de que Belshazu recordará que hablaste en su favor —aseguró Pharaun a Quenthel—. Del mismo modo, estoy seguro de que… te verá con buenos ojos… cuando llegue el momento.
El demonio lanzó una mirada lasciva, con la lengua fuera, a la sacerdotisa. Sus cuernos de cabra le daban la apariencia de un sátiro; siempre y cuando uno olvidara su cuerpo deforme y la pinza que le quedaba.
Pharaun se estremeció.
—Muy bien —dijo Quenthel al fin—. Di la palabra para liberarlo, mago, y deja que Belshazu vuelva al Abismo en cuanto se funda el hielo.
—Lo haré cuando el resto esté fuera de aquí. —Con la cautela suficiente para apartarse del alcance de la pinza, Pharaun caminó alrededor del demonio y regresó a donde estaban los demás. Miró a su alrededor, y preguntó—: ¿Dónde está Ryld?
—Oímos… un ruido en el túnel a nuestra espalda. Justo antes… el demonio se liberó. Ryld fue a ver qué era —respondió Danifae, que ya había resistido lo peor del veneno y estaba empezando a recuperarse.
—Ya debería haber vuelto —dijo Pharaun, con algo de preocupación en la voz.
Quenthel lanzó una mirada a Jeggred y le hizo un gesto. El draegloth subió hasta el túnel y volvió momentos después, llevando la punta rota de un virote de ballesta. Se lo entregó a Quenthel, con la nariz fruncida.
—Sangre —gruñó—. De Ryld.
—Deberíamos ir tras él —dijo Pharaun.
Empezó a subir hacia el túnel, pero Quenthel lo agarró del brazo.
—Aún no has acabado —dijo, mientras señalaba al demonio—. Y, además, no importa. El maestro de armas ya nos alcanzará. O no. Tenemos que ponernos en movimiento o acabaremos atrapados en esta caverna sin salida. Este virote es de un elfo de la superficie.
—Tiene razón —dijo Valas.
Pharaun asintió, a regañadientes. Incluso herido, Ryld cuidaría de sí mismo. A la larga los alcanzaría. Sin embargo, desde que había advertido la ausencia del guerrero, Pharaun lo sentía profundamente. Con Ryld lejos, no había nadie en el grupo que vigilara su espalda. O con quien bromear. Si estaba muerto, lo echaría en falta. Quizá durante días.
Quenthel bajó la mirada hacia Danifae.
—Si has acabado de repantigarte, levántate —dijo Quenthel—. Tenemos que encontrar un barco.
Las víboras de su látigo siseaban en tono burlón. Quenthel siguió a Valas fuera de la caverna. Jeggred lanzó un último gruñido volviendo la cabeza hacia Belshazu y luego fue tras su ama.
Tan pronto como estuvo seguro de que Quenthel no lo veía, Pharaun se inclinó y le ofreció la mano a Danifae. Ésta le lanzó una mirada calculadora, como si pensara en descargar sobre él toda la rabia contenida, pero al final permitió que la ayudara a levantarse. La sostuvo hasta el túnel, y luego se volvió y pronunció las palabras de un conjuro antes de ir tras ella.
Belshazu movió la pinza que le quedaba en dirección al mago.
—Volveremos a vernos, mago —rugió.
—Cuando el infierno se deshiele, Belshazu —dijo Pharaun después de ahogar una sonrisa.
Lo que era improbable, pues Pharaun acababa de lanzar un conjuro de permanencia sobre el hielo.