Ryld sacó la bolsa de tierra del bolsillo de su piwafwi y lo colocó en un saliente de la roca, en el punto donde el túnel se dividía, y encima puso con cuidado una piedra grande. Sacó uno de los virotes del carcaj que Halisstra había robado a los elfos de la superficie y comprobó la punta en busca de rastros de veneno. Al no verlos, la usó para hacerse un corte en la palma. Manchó de sangre la pared del túnel, y luego partió la punta del proyectil. Cuando puso el virote roto en el suelo, echó una mirada nerviosa hacia la bifurcación que conducía a la caverna, preocupado por si alguien lo oía.
Silencio. El sonido había sido leve y nadie venía a investigar.
Se envolvió la mano con un trapo para contener el flujo de sangre. Al poco lo tiró al suelo, junto al virote roto. Entonces sacó el agujero portátil de un bolsillo y desplegó el trozo de seda de araña. Lo dejó en el suelo, debajo de la bolsa llena de tierra. Con cuidado, aflojó el cordel hasta que empezó a caer en el agujero portátil. Entonces volvió a donde estaban los demás.
Estaba preocupado porque Jeggred olería la sangre fresca de la palma de su mano, pero el draegloth ya sangraba. Fue Danifae la que se le quedó mirando cuando llegó.
Ryld había prestado poca atención mientras Pharaun invocaba al demonio, su mente estaba centrada en la cuenta mental que había empezado después de dejar la bolsa allí. Sin embargo, bajó la mirada, alarmado, cuando el demonio le dijo a Pharaun que había un portal al Abismo justo bajo el estanque helado. Era un truco, pero Pharaun no lo puso en tela de juicio. En cambio, cuando las manos del demonio se cubrieron de fuego por segunda vez, Pharaun se quedó observando, como si tuviera curiosidad por lo que iba a hacer el demonio.
Ryld se concentró en su cuenta: quince, catorce, trece…, casi era el momento.
—Escucha —dijo, mientras tocaba el brazo de Danifae—. ¿No oyes eso?
Danifae le dirigió una mirada de desconfianza. Al poco, desde el fondo del túnel, llegó un sonido de piedras que golpeaban el suelo y rodaban hacia ellos. Una sombra de duda nubló el semblante de Danifae durante un instante.
—Alguien está…
Sus palabras quedaron ahogadas por el violento silbido de vapor que se elevó en la caverna. Ryld bajó la mirada y vio que el demonio fundía el hielo. Abrió la boca para lanzar una advertencia…, y la cerró. El demonio era problema de Pharaun.
Ryld cambió al lenguaje de signos, para eludir el siseante rugido del agua hirviendo.
Sea quien sea, haré que se arrepienta de habernos seguido. Dile a Quenthel adonde he ido.
Te vas en busca de Halisstra, lo acusó Danifae.
Ryld se sorprendió de su brusquedad, y por el consentimiento que vio en su mirada. ¿No estaría contenta en el fondo de que su matrona tuviera a alguien que la protegiera?
No, le dijo, decidido a mantener el engaño.
Volveré. Como prueba, guárdame esto.
Se sacó el menor de sus dos anillos mágicos del dedo y lo dejó caer a propósito al entregárselo a Danifae. El anillo rebotó en una piedra y empezó a caer cuesta abajo, hacia donde estaban los demás. Danifae gateó tras él, intentando agarrar el anillo antes de que Quenthel o los demás lo reclamaran.
Ryld se apresuró a volver por el camino que habían tomado. Vio que Valas le lanzaba una mirada inquisitiva. En ese momento, Quenthel le gritó una advertencia a Pharaun. Un instante más tarde un ruido triunfal llenó la caverna. El demonio estaba libre.
Ryld ya se había alejado varios pasos mientras subía por el estrecho túnel. Detrás se oían más rugidos, violentos chapoteos y gritos de terror. Una ráfaga de aire frío pasó a toda velocidad: el estallido de un conjuro. No había forma de saber si era de Pharaun o del demonio. Entonces se oyó el grito agónico de un varón. ¿Pharaun?
Por un instante, consideró la opción de dar media vuelta, pero decidió no hacerlo. Pharaun merecía descubrir lo que se sentía cuando no podía contar con un amigo.
Alcanzó la bolsa, que sacó de la repisa. La dejó caer en el agujero portátil y luego lo cerró. La vaciaría más tarde, cuando alcanzara la superficie. Si los demás sobrevivían al ataque del demonio y venían en su busca no habría pistas que delataran el truco que había usado.
Siguió adelante, por el mismo camino que habían tomado desde la superficie. Se había fijado en el recorrido mientras descendían, deteniéndose varias veces para volverse y memorizar señales.
Pasó por el lugar por el que se habían arrastrado sobre un montón de piedras debido a que el techo estaba medio derrumbado, y después por la caverna estrecha y larga donde las gotas de agua habían hecho crecer una mancha de liquen fosforescente. Después llegó a la chimenea natural donde desembocaban varios túneles estrechos.
Al alcanzarla, Ryld levantó la mirada y contó. Habían pasado por el tercer túnel, el que estaba un poco a la derecha. Se llevó la mano al broche mágico que llevaba prendido del piwafwi y se elevó hacia la chimenea.
Mientras se acercaba a la boca del conducto, oyó un débil tintineo. Al instante reconoció el sonido de las anillas de una cota de malla. Se puso la capucha y flexionó las piernas para que las tapara el piwafwi. La magia de la capa lo envolvió y lo confundió con las sombras. Se elevó un poco por encima de la boca de la chimenea (a un lado, para que la persona que acababa de oír no descubriera el movimiento en las sombras) y se detuvo a unos doce pasos por encima de la abertura. Permaneció allí, mientras controlaba su respiración para que no se le escapara ni un susurro de los labios. Esperó.
Un momento después apareció una cara oscura en la boca de la chimenea. La piel negra del desconocido se fundía con la oscuridad del túnel que estaba a su espalda, al igual que la máscara que escondía la parte baja de su cara (el símbolo de un clérigo de Vhaeraun); pero su pelo blanco y sus ojos rojos destacaban en un definido relieve. Echó una mirada hacia donde flotaba Ryld. Una chimenea era un lugar común para una emboscada.
Despacio, Ryld deslizó el dedo en el gatillo de la ballesta que llevaba atada a la muñeca, pero el clérigo no pareció haberlo visto.
Después de un rápido examen de la parte de arriba de la chimenea, el clérigo volvió su atención hacia abajo. Sacó un trozo de hueso ahorquillado de un bolsillo de su piwafwi, lo asió entre el pulgar y el índice de las dos manos y lo levantó por encima de la cabeza, y entonces pronunció las palabras de un conjuro. Las dos puntas del hueso relucieron con una luz morada y suave. Al poco, el resplandor se unió en los extremos del hueso en forma de «V», y surgió una chispa púrpura. La chispa empezó a subir, dudó y descendió despacio y sin detenerse se paró frente al túnel que Ryld acababa de abandonar y parpadeó.
El clérigo se volvió y le hizo señas a alguien que estaba a su espalda.
—Han pasado por aquí.
Visto eso, las sospechas de Ryld se confirmaron. El clérigo era de la casa Jaelre y buscaba venganza por la muerte del sumo sacerdote.
Observó en silencio mientras el clérigo y dos drows bien armados descendían por el túnel. El clérigo y uno de los guerreros dieron un paso y descendieron levitando, el otro lo hizo con la espalda apoyada contra una pared y las manos y los pies en la otra. Tácticamente, ése era el momento en que Ryld debía atacar; o huir, pues los gruñidos y ruidos que hacía este último ahogarían los suyos cuando entrara en el túnel que los otros acababan de dejar.
No le importaba Quenthel Baenre. La había acompañado porque se lo habían ordenado. Valas cuidaría de sí mismo, Danifae era de otra ciudad y no le atañía. Pero Pharaun, aunque era un mago poderoso, acababa de tenérselas con un demonio. Sería una presa fácil para esos tres…
Abrió el piwafwi y disparó el virote al clérigo. El diminuto proyectil hirió la mejilla del drow, dibujando una línea roja. Cuando el eficaz veneno entró en el flujo sanguíneo, éste se dobló sobre sí mismo y se vio forzado a agarrarse a la boca de uno de los túneles, pues le falló la levitación. El clérigo entró en el túnel y se echó a temblar en el suelo de piedra, mientras susurraba una plegaria.
Ryld tocó su broche y cayó como una piedra. Mientras caía, sacó la espada corta y lanzó una patada al pasar junto al drow que subía apoyado en las paredes. El tipo no pudo hacer nada más que cerrar los ojos ante la patada dirigida a la cara. El golpe le echó la cabeza atrás, aplastándola contra el muro con un fuerte crujido. Un instante más tarde, su cuerpo inconsciente caía al vacío.
Ryld se apartó de la pared y activó la magia del broche por segunda vez, para frenar la caída. El drow inconsciente pasó ante él y aterrizó con un golpe seco en el suelo. Mientras tanto, el guerrero que levitaba había sacado el arma: una maza con púas.
Ryld descendió hacia él, con la espada corta preparada. Su oponente gritó algo (una palabra de activación) y la cabeza de la maza lanzó un destello de luz mágica. Cegado por el repentino brillo, Ryld se hizo a un lado instintivamente y oyó que la maza descargaba un golpe en la pared, junto a su cabeza. Dio una segunda patada, pero erró. El guerrero estaba acostumbrado a luchar bajo la luz del sol y evitó el golpe con facilidad.
Entre maldiciones, Ryld invocó una oscuridad mágica que llenó la chimenea. Ninguno de los dos veía, así que tenían que aguzar el oído para localizar al enemigo entre el sonido de las plegarias del clérigo, el roce de las ropas y el tintineo de las armaduras.
Una ráfaga de aire advirtió a Ryld de que se avecinaba otro golpe de maza. Se echó hacia atrás y, sin darse cuenta, descendió un poco. El filo de la espada rozó la pared de la chimenea, y un instante más tarde la maza le golpeó el hombro, lo que le entumeció el brazo, hasta las yemas de los dedos. Intentó atacar, pero la espada se le escurrió.
La maza golpeó por segunda vez, alcanzándolo en el estómago. La coraza de Ryld impidió que las púas le hirieran; pero, aun así, la fuerza del golpe le hizo gruñir. Su oponente era mejor de lo que esperaba.
Ryld oyó cómo su espada corta chocaba contra el fondo de la chimenea. Mientras tanto, la plegaria del clérigo había pasado del susurro al cántico. El clérigo debía estar usando la magia para neutralizar el veneno, lo que significaba que Ryld pronto tendría dos amenazas a las que enfrentarse. En la delgada chimenea, el mandoble atado a la espalda era inútil. No podría empuñar Tajadora. Eso significaba que tendrían que luchar cuerpo a cuerpo. Con las manos desnudas.
Se apartó de la pared de una patada y se lanzó en dirección hacia donde oía respirar a su enemigo. Sus dedos rozaron una cota de malla, pero entonces oyó la acometida de la maza. Intentó esquivarla, pero el arma le alcanzó el hombro. Se salvó de la herida por el anillo en forma de dragón que llevaba —la insignia de que era un maestro de Melee-Magthere—, pues su magia hacía que la piel y la carne fueran tan duras como las de un dragón. Las púas de la maza se doblaron al impactar, y el arma rebotó.
Mientras tanto, Ryld presionó con los dedos puntos vitales en el cuerpo de su oponente. El hombre gruñó, jadeó y soltó un estertor cuando Ryld le agarró por el cuello y le aplastó la tráquea. Su cuerpo quedó flácido y cayó en picado.
Debían haber perdido altura durante la lucha. Ryld salió de la oscuridad mágica y volvió a verlo todo. Y el clérigo también lo vio.
Gritó una invocación a su dios, se arrancó la máscara de la cara y se la lanzó a Ryld. El maestro de armas se apartó mientras caía, pero la máscara le seguía con la velocidad de un murciélago en picado. Se aplastó contra su cara y se le adhirió con fuerza a la nariz y la boca con un sonido de succión.
Ryld intentó arrancarse la máscara de la cara, pero estaba pegada a su piel como el musgo a la roca. Incapaz de respirar (una inhalación significaría que la máscara le infectaría los pulmones), hizo lo único que podía hacer. Tocó el broche y cayó. De algún modo, fue capaz de contener la respiración cuando alcanzó el saliente donde estaba el clérigo. Aguantó el aire mientras subía por encima del nivel de la repisa, y luego dio un elegante salto. La disciplina mental aprendida de los maestros de Melee-Magthere lo ayudó sobremanera cuando saltó hacia el sorprendido clérigo, con las manos en posición de ataque. En sus ojos danzaron unas motas negras cuando alcanzó los límites de lo que podía hacer sin aire. Y sobrepasó esos límites, mientras atacaba.
El clérigo, con los ojos inyectados de terror, se retiró, evitando la carga de Ryld. Entonces, con la moral por los suelos, dio media vuelta y huyó, gritando las palabras de una plegaria. En el aire apareció un círculo de oscuridad justo delante de él, se lanzó dentro y desapareció.
Un instante más tarde, la máscara se disipó. Ryld volvió a respirar, inhaló con violencia y se apoyó en la pared. Por el momento, todo iba bien. El clérigo había desaparecido, la magia lo había ayudado a huir y los dos guerreros de la casa Jaelre que lo acompañaban estaban muertos. Incluso si el clérigo encontraba a Pharaun y a los demás, Ryld había hecho que tuvieran más posibilidades de victoria. Entre tanto, los dos muertos le darían la excusa para haber vuelto atrás y ver quién los seguía. Si los demás venían en esa dirección los encontrarían, por las huellas advertirían que había un tercero e interpretarían, puesto que no regresaba, que lo habían capturado y llevado a Minauthkeep. Perfecto.
Ryld volvió a la chimenea y descendió para recuperar la espada corta. Los cuerpos de los dos guerreros muertos yacían hechos un ovillo al fondo. El arma estaba entre los dos.
Al apartar el cuerpo de encima, extendió la mano para asir el arma y soltó un jadeo al descubrir un par de guantes que cayeron de uno de los bolsillos desgarrados. Los reconoció al instante por la insignia de la casa Melarn repujada en una de las bocamangas.
Eran los guantes de Halisstra, y el suave cuero estaba rígido por la sangre seca.
El miedo empapó a Ryld como un río helado. ¿Significaba eso que Halisstra estaba muerta? Si era así, lo lógico sería volver con los demás —siempre y cuando no fueran el banquete del demonio en ese momento— y abandonar la disparatada ocurrencia de quedarse en la superficie. De todos modos, había sido idea de Halisstra. Si estaba muerta, no tenía sentido continuar solo. Pero si no era así…
Ryld sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo. No le debía nada a Halisstra, dijo para sí. Ir tras ella era una locura.
Su puño se cerró sobre los guantes ensangrentados. Los metió dentro de un bolsillo del piwafwi, tocó el broche y levitó chimenea arriba.