Capítulo treinta y cinco

Un instante antes de que el demonio alcanzara a Pharaun, se activó el conjuro y se interpuso una enorme mano reluciente entre ellos. Esta mano empujó al demonio, lo aplastó contra la cubierta y lo arrastró por las planchas, lejos de Pharaun. Entre chillidos de furia, el demonio intentó retorcerse para escapar, pero la mano mágica era demasiado fuerte.

Mientras el uridezu forcejeaba, incapaz de moverse, Pharaun se acercó y recogió los dos extremos de la cadena rota. Los unió, lanzando un hechizo menor, contento de haber usado esa forma de vínculo. Un pentagrama, una vez roto, tenía que volverse a dibujar, pero una cadena se reparaba con un simple remiendo; si uno tenía el conjuro para refrenar al demonio.

En el instante que la cadena se arregló, dio un paso atrás y disipó la mano mágica. El demonio se puso en pie de un salto con una expresión de furia. Mientras tiraba, en vano, de la cadena, Pharaun se volvió hacia Quenthel y Jeggred. Los localizó un momento más tarde; se las habían compuesto para escapar del vórtice levitando y flotaban en el ojo de la tormenta. Incapaces de alcanzar el barco, se alejaban a toda velocidad. Quenthel gritó algo, pero Pharaun no oía nada por el ruido de las olas y el aullido del viento. Sin embargo, el mensaje era lo bastante claro, a tenor de los gestos. Quería que usara magia para traerlos al barco.

Pharaun hizo la farsa de llevarse la mano a la oreja y se encogió de hombros en un gesto teatral. Luego se dio media vuelta, mientras ahogaba una sonrisa. Clavó una mirada en el demonio, que una vez más se sumía en una malhumorada obediencia.

—Entonces, demonio —le dijo—. ¿Dijiste que la boca estaba en la bodega del barco?

—Ve a verlo tú mismo —dijo el demonio entre gruñidos.

Pharaun dio un paso hacia la trampilla abierta, observando al demonio por el rabillo del ojo. Cuando se puso en tensión, expectante, se detuvo.

—Creo que no —dijo.

Sacó un tarro con un ungüento y se puso un poco en los párpados. Cuando abrió los ojos, vio que la precaución era bien fundada. Había una trampilla en cubierta, pero no daba a unas escaleras y una bodega oscura. Los bordes de la trampilla eran bolsas húmedas de carne que parecían labios. En el interior, donde deberían estar las escaleras, había filas de dientes mellados. Más allá, la bodega estaba llena de huesos y cráneos. Una luz roja titilaba a su alrededor, brillando entre las cuencas de los ojos como si de unas brasas enfurecidas se tratara.

La boca respiraba, exhalaba un aroma rancio que era una combinación de carne quemada y huesos calcinados, revestida del hedor a putrefacción; peor, incluso, que el aliento de Jeggred. Estremecido, se tapó la nariz y se apartó. Estaba contento de haber tenido el sentido común de dejar que el demonio abriera la trampilla. Si lo hubiera hecho él, la boca lo habría absorbido y consumido.

En cambio, había sido un error no haber hecho que Quenthel abriera la trampilla. Eso no sólo habría producido un resultado divertido; sino también práctico. Para que el demonio sacara el barco de la tormenta, tenían que alimentar la boca.

¿O ya lo había hecho el demonio? Por lo que Pharaun sabía, un barco del caos navegaría si comía una vez. Incluso siglos. Pero ¿navegaría de un plano a otro sin comer? Eso era algo que tenía que descubrir. Necesitaba un farol.

Cruzó los brazos y miró al demonio.

—Hemos perdido bastante tiempo —le dijo—. Pon el barco en marcha. Navega hacia el Plano de las Sombras.

El demonio imitó la acción de Pharaun y cruzó los brazos.

—Estúpido mortal —dijo con una sonrisa desdeñosa—. Tú no sabes nada. No conseguiremos navegar tan lejos. Antes de que el barco entre en la Sombra, debe comer. Permíteme invocar un mane miserable, y alimentaré sus fuegos.

Pharaun le devolvió la sonrisa. El demonio le había dicho sin querer lo que necesitaba saber. No iba a permitirle lanzar conjuros; no serían manes lo que atravesaría el portal, sino otro uridezu.

—Los fuegos están lo bastante alimentados por el momento —le dijo Pharaun—. Primero saldremos de esta tormenta y ya nos ocuparemos de alimentar al barco. Recuerda: cuanto antes completes la tarea que te he impuesto y nos lleves al Abismo, antes serás libre.

Durante unos instantes, el demonio intentó que Pharaun bajara la mirada. Luego se le crisparon los bigotes y apartó la vista. Levantó un pie, para indicar la cadena que lo ataba a la cubierta.

—Alguien debe manejar el timón —dijo.

—Yo lo haré —dijo el maestro de Sorcere—. Pon el barco en movimiento. —Luego al advertir la mirada astuta en el demonio, añadió—: Y sin trucos. Quiero una navegación suave; o al menos, tanto como sea posible en esta tormenta. —Se detuvo cuando las salpicaduras de una ola pasaron sobre él, remojando su ya empapado piwafwi. Señaló los pies desnudos, que aún estaban pegados a la cubierta, gracias al conjuro—. Como ves, no caeré por la borda con facilidad.

Pharaun se volvió enfrentándose al viento y al agua (un paso lento y pegajoso cada vez), para llegar a la popa del barco. La caña del timón que encontró era, como el resto del barco, de hueso. No de hueso pulverizado y prensado, como las planchas que formaban la cubierta, si no un hueso; un enorme radio, por lo que parecía, de casi diez pasos de largo. Era tan delgado y ligero que tenía que ser hueco, decidió, mientras lo hacía girar. Era probable que fuera del ala de un dragón. Agarró la caña, y al mirar por encima del pasamanos de popa, vio que el timón era una enorme hoja de guadaña.

—Ponnos en rumbo —le gritó al demonio.

El uridezu gruñó, luego levantó las garras por encima de la cabeza. Cuando llevó las manos al frente, en dirección a proa, las velas de piel hechas jirones dejaron de flamear y se hincharon, tensando los cabos. El barco empezó a moverse más rápido por el interior del vórtice. El demonio continuó moviendo las manos. Rasgaba el aire con las garras, y con cada movimiento los cabos que controlaban las velas se tensaban o aflojaban, ajustando las velas.

Pharaun, inseguro, empezó a mover la caña para dirigirse a babor.

Un bandazo lo lanzó hacia atrás mientras el barco viraba. Se agarró a la caña mientras la proa daba el bordo y quedaba frente al techo de la caverna. Con las velas tensas y entre crujidos de las planchas, el barco empezó a subir la pared del vórtice. Después de unos momentos la proa llegó al nivel de la superficie del lago y empezó a subir por la tromba.

El barco se balanceó y se inclinó con violencia hacia proa. Por unos instantes, Pharaun se esforzó por agarrarse a la caña cuando la pared de agua lo aplastó, pero luego el barco salió de la tromba y flotó, nivelado al fin, en la superficie del lago. Pharaun sacudió la cabeza para librarse de la capucha empapada del piwafwi y sonrió abiertamente al demonio, que aún estaba sujeto por la cadena a la cubierta.

—Navegación suave —dijo el mago, riendo entre dientes mientras el barco surcaba la agitada superficie del lago, alejándose de la tormenta.

Pharaun se apartó el pelo mojado de los ojos, levantó la mirada hacia el saliente por el que habían entrado en la caverna e hizo virar el barco en esa dirección. Recogería a Danifae y Valas primero y recuperaría a Quenthel y Jeggred del ojo de la tormenta más tarde.

Luego empezaría la diversión: decidir qué (o quién) alimentaría el barco.

Halisstra se aferraba a las riendas mientras el caballo galopaba por la llanura. Apenas veía a través de la espesa nevada y rezaba para que el animal no resbalara ni metiera la pezuña en un agujero. Con sólo mirar a la bestia era apreciable lo frágiles que eran las rápidas monturas del mundo de la superficie comparadas con los lagartos de monta de los drows. Seguro que una pequeña torcedura le rompería una pata y lanzaría al jinete de bruces al suelo.

Si sucedía eso, al menos Ryld estaría protegido por su conjuro de levitación. Éste se agarraba al extremo del piwafwi de ella, pisándole los talones.

Sobre ellos, el cielo se iluminaba por momentos. Ya había amanecido y el sol se elevaba en el cielo; era un brillo débil tras las nubes plomizas. Había luz suficiente para ver a cierta distancia, al menos en los momentos escasos en que amainaba la nevada. Pero al mediodía el sol marcaría el momento en el que terminaría el conjuro que había lanzado a Ryld. En cualquier momento, el veneno recuperaría toda la fuerza, como una marea que doblegaba a un hombre ahogado.

Halisstra se puso tensa. ¿Era esa línea oscura que veía delante el bosque? Si era así, al fin habían alcanzado el borde de los Prados del Frío.

Se volvió en la silla y mostró una sonrisa de alivio a Ryld. Y se le congeló nada más ver la expresión de su rostro. Era una máscara concentrada, unas arrugas a los lados de los ojos y en las comisuras de la boca eran los únicos signos del esfuerzo que hacía para soportar el dolor. Aun así, Ryld consiguió devolverle una sonrisa lastimosa.

—No puedo —empezó a decir y se estremeció.

Por un momento dobló el cuerpo, pero luego con un visible esfuerzo recuperó el control y continuó levitando. Alarmada, Halisstra tiró de las riendas con las manos casi heladas, con la intención desesperada de frenar.

—Halisstra…, yo… —jadeó Ryld, después de soltar un gruñido.

Se soltó de la capa y cayó al suelo. En ese mismo instante, el caballo se convirtió en un remolino de niebla, y Halisstra se vio en el aire. Las ramas cubiertas de nieve le azotaron la cara cuando chocó con los árboles. Aterrizó con fuerza, se quedó sin aire en los pulmones y permaneció tendida un momento, demasiado aturdida para hacer algo más que boquear. Luego se dio cuenta de que lo habían conseguido. Estaban en el bosque.

Halisstra se puso en pie con dificultad, y se alejó de los árboles entre traspiés. Ya no sentía los pies (eran como masas de hielo, al final de las piernas), pero de algún modo consiguió andar. Se sintió aliviada al ver que Ryld estaba sentado, por lo que parecía, indemne. Se arrodilló junto a él y le pasó un brazo por el hombro.

—¿Puedes andar? —preguntó.

Él negó con la cabeza.

Al mirarlo mejor, Halisstra se alarmó por el matiz gris de su piel. Se apresuró a dejar caer el brazo.

—Espera, entonces —le dijo—. Rezaré.

—Reza… rápido —jadeó Ryld, luego cerró los ojos y se desplomó sobre la nieve.

Halisstra ahogó un grito. ¿Estaba muerto?

No, el pecho de Ryld aún subía y bajaba. Se inclinó sobre él, le puso una mano sobre el pecho y obligó a los dedos helados a formar una medialuna.

«Eilistraee —rezó en silencio, incapaz de pronunciar las palabras porque le temblaban los labios—. Te imploro. Ayúdame. Envíame la magia que necesito para sacar el veneno de su cuerpo. No fui capaz de cantar tus alabanzas esta mañana mientras el sol se elevaba, pero te imploro; déjame hacerlo ahora. Concede tu generosidad a tu sirvienta, y dame las bendiciones que necesito para salvar la vida de este hombre que sirve… —Hizo una pausa, sollozó, y luego se corrigió—: Este hombre al que amo».

Hecho eso, empezó a cantar la plegaria matutina. Vocalizar las palabras era imposible; temblaba con violencia de nuevo, y parecía que sus labios no funcionaban como era debido.

Hizo una pausa. ¿Había sido eso el crujido de una rama?

No importaba.

«Continúa con la canción», se dijo.

Mientras le castañeteaban los dientes, reanudó el tarareo, pero era difícil concentrarse. Ya no sentía el hormigueo en sus manos, que le había dejado un reconfortante entumecimiento. Todo lo que quería era descansar en la nieve, junto a Ryld, y dormir…

¿Alguien pronunciaba su nombre? No, debía estar alucinando.

«Sigue canturreando —se dijo—. Sigue rezando. La vida de Ryld depende de ello».

Pero ¿qué canción era? Los dientes habían dejado de castañetear, pero sin los temblores, Halisstra se vio incapaz de recordar la melodía. En cambio se sentó y miró a Ryld. ¿Aún estaba con vida?

Nada importaba. Ya no.

Con la plegaria a medias, suspiró y se desplomó en el suelo. Extrañamente, la nieve estaba caliente, no fría, como una manta reconfortante. Se tendió sobre ella, mientras observaba cómo los copos descendían desde el amplio cielo gris. Divertida, nunca soñó que moriría en un lugar con tanto espacio sobre ella.

Ahí. Una mancha oscura. Eso era el techo de una caverna…, ¿no? Entonces ¿por qué se movía? ¿Por qué se inclinaba y le tomaba la mano?

Como en sueños, la cara de Uluyara se acercó a la suya. Fragmentos de una frase descendieron hasta sus oídos, como una nevada.

—Nosotras… te observábamos…, te hemos encontrado.

Halisstra sintió que unas manos la levantaban y por un momento pensó que Uluyara la apartaba para quitarle la Espada de la Medialuna y la espada cantora de la mochila. Luego oyó la melodía de una plegaria —ésa era la voz de Feliane; también debía de estar allí—, y sintió un hormigueo cálido. Halisstra se dio cuenta de que le quitaban la mochila para que Feliane la sostuviera, la calentara con su cuerpo… y la magia. Al principio estaba estupefacta; luego se dio cuenta de que aún pensaba como una drow de la Antípoda Oscura. Al saber que estaba salvada, lloró de alivio, pero luego se dio cuenta de que era egoísta.

—Ryld… —susurró.

—No te preocupes —dijo Feliane; su voz se hacía más inteligible al fluir la magia en Halisstra, que la calentaba y apartaba la helada mano de la muerte—. Está vivo. Uluyara está eliminando el veneno de su cuerpo.

Con un suspiro, Halisstra se permitió relajarse y beber el cálido conjuro de Feliane. Lo había conseguido. Había salvado a Ryld. Y a sí misma. Incluso se las había arreglado para recuperar la Espada de la Medialuna.

Ahora lo único que tenía que hacer era matar a una diosa.