Cuando vio la entrada del túnel, se le cayó el alma a los pies. La nieve le llegaba a los tobillos en la cuesta que conducía a la superficie, y unos copos enormes caían por la abertura e impedían ver más allá de unos pasos de la salida. ¿Cómo encontrarían el camino para atravesar el Prado del Frío con esa cortina blanca? Sin puntos de referencia por los que guiarse, era muy probable que acabaran vagando en círculos hasta que el frío los reclamara.
Ryld ya estaba cansado. La insignia de la casa le permitía levitar, de modo que Halisstra lo transportaba por el aire, pero la concentración que requería mantener la magia del broche lo agotaba. Se tomó un descanso, y se desplomó al suelo mientras contemplaba cómo caía la nieve en el túnel.
Halisstra tembló, cosa que le hizo tomar conciencia de lo inadecuadas que eran sus ropas para protegerla del frío del invierno.
—¿Tienes magia que proteja contra el frío? —preguntó Ryld.
—Eilistraee me conferirá un conjuro que me ayudará a resistir el frío, pero…
—Pero ¿qué? —interrumpió Ryld.
—Dura poco —suspiró Halisstra—. Tendré que volverlo a lanzar varias veces para mantener la temperatura durante todo el camino hasta salir del Prado del Frío. Y eso significa que no podré mantener el conjuro que te mantiene con vida.
—Entonces déjame.
La mirada de Halisstra no necesitaba palabras.
—¿Cuánto me queda? —le preguntó en vez de discutir.
—El conjuro que te lancé debería durar el resto de la noche, al menos; justo después de la salida del sol —le dijo Halisstra—. Usaré la magia con moderación hasta entonces y después contaré con el sol para mantenerme caliente. Eso debería dejar suficiente magia para ralentizar el veneno una segunda vez. Hazme saber de inmediato si el dolor empeora. La duración del conjuro no es tan precisa. Si el veneno vuelve con toda su fuerza a tu cuerpo, podrías morir. Cuantas menos veces lance el conjuro, mejor.
Ryld asintió.
—Movámonos —añadió Halisstra entre temblores—. Tendré más calor si camino.
Una vez más Ryld levitó. Halisstra subió la cuesta con gran esfuerzo y salió a la llanura. Sus botas chirriaban sobre la nieve fresca, mientras lo remolcaba. Se puso a correr. Una docena de pasos más tarde Ryld ya no veía el agujero del gusano a sus espaldas. Delante había un espeso velo de copos de nieve que lo escondían todo. Sobre sus cabezas no se veía la luna ni las estrellas. El cielo era de un gris sólido y tétrico. Los gruesos copos caían sobre la cabeza del maestro de armas y se fundían o se helaban de nuevo.
Durante un tiempo, el paso rápido de Halisstra la mantuvo templada. Pero en el momento en que la nieve le llegó a la pantorrilla, empezó a temblar. Siguió adelante hasta que empezaron a castañetearle los dientes, al final se detuvo y susurró una plegaria a Eilistraee. Su aliento formaba volutas en el intenso aire frío. Cuando acabó respiraba mejor. Poco a poco los temblores disminuyeron.
Como había predicho, los efectos apaciguantes del conjuro no duraron mucho. Halisstra continuó un rato más, aminoró el ritmo de sus pasos al aumentar la altura de la nieve, y empezó a temblar de nuevo. Cuando se llevó la mano a los labios para calentarlos, Ryld vio que las yemas de sus dedos tenían un tono gris. Los elfos de la superficie tenían una expresión para eso: la mordedura del hielo. Empezaba a comprender por qué habían elegido ese término. Los dedos de las manos y de los pies y la punta de la nariz parecían en carne viva, como si criaturas invisibles los royeran.
—Este conjuro no dura lo suficiente —observó.
—No —convino Halisstra, sus dientes empezaban a castañetear de nuevo.
Ryld entornó los ojos ante la densa nevada, que formaba una cortina a su alrededor. Aunque el cielo empezaba a aclarar, debido a la nieve ya no veía los despojos de la batalla que ensuciaban el suelo. Sin embargo, un momento después, la bota de Halisstra aplastó un trozo de hueso congelado, partiéndolo, lo que les recordó que aún estaban en los Prados del Frío.
—No vamos a conseguirlo —dijo Ryld—. Sin ayuda, no.
Enmudeció cuando el dolor retorció sus entrañas, y jadeó.
Halisstra se asustó.
—¿Qué pasa? —preguntó—. No puede ser que el conjuro se acabe… es demasiado pronto.
Ryld se permitió descender hasta el suelo y se quedó un tiempo con las manos en los muslos, respirando profundamente. Cuando se sintió mejor, respondió a la pregunta.
—Es el esfuerzo de levitar. Estoy débil. Tu conjuro ralentizó el veneno, pero entonces ya había hecho parte de su efecto. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a la Espada de la Medialuna, atada a su mochila—. Soy prescindible, pero tú tienes un trabajo que hacer. Si vas a escapar de esta llanura, tendrás que guardarte la magia para ti. Déjame.
Halisstra no discutió. Sólo miró a Ryld, con los ojos húmedos.
Tenía los labios prietos. Le tomó la mano y la apretó. Ryld asintió, alentándola, y ella empezó a volverse.
Luego se detuvo.
—No —dijo, volviéndose hacia él—. Tiene que haber un modo. Déjame pensar. Tiene que haber un conjuro que pueda usar… algo que me ayude a moverme más rápido.
Ryld asintió, con la mirada perdida en la nevada. Los copos caían rectos; no había viento. Entonces, era extraño que la nevada pareciera arremolinarse, tomando formas vagas y separándose de nuevo…
Con un sobresalto, se dio cuenta de lo que veía.
Halisstra, señaló, sin atreverse a hablar. Fantasmas. Estamos rodeados.
—Podríamos e-e-estar entre ellos, m-m-muy pronto —dijo Halisstra entre temblores—. Es casi el a-a-amanecer. A-acércate, p-para que l-l-lance…
Silencio, señaló Ryld. Te oirán.
Uno de los fantasmas echó una mirada hacia ellos cuando Halisstra habló, y pareció solidificarse un poco. Ryld advirtió que era un soldado. Tenía la cara tan manchada de hollín que era casi tan oscura como la suya. El escudo estaba tan quemado que casi era carbón. El fantasma permaneció el tiempo suficiente para que Ryld reconociera el emblema en la parte de atrás de la sobrevesta —el árbol del ejército de lord Velar—, luego se disolvió en un remolino entre los copos de nieve.
Ryld veía docenas de figuras fantasmales. Se movían en la misma dirección que ellos. Captó algunas cosas —como el primer soldado, parecían cambiar de sólido a niebla—, pero eso fue suficiente para decirle que eran un ejército en retirada. Arrastraban las armas con los hombros caídos y la mirada en el suelo. De vez en cuando, un animal espectral de los Reinos de la Superficie los dejaba atrás. El jinete, frenético, azotaba a la bestia. Siempre que sucedía eso los soldados de a pie miraban atrás aterrorizados como si vieran lo que perseguía al jinete, y algunos empezaban a correr. Sin embargo, después de unos tropezones, volvían a caminar torpemente, algunos caían y no se levantaban, las formas espectrales se hundían en la nieve.
El ejército de fantasmas les prestó poca atención. De algún modo, los soldados parecían sentir que también estaban heridos, que también intentaban alejarse de esa llanura fría y sin vida. Uno de ellos, un portaestandarte que aún llevaba una pértiga de hierro con un pendón blasonado con el emblema del árbol, se desplomó justo frente a Ryld, sin prestarle atención. Aunque el pendón le rozó el brazo mientras caía, la pértiga no hizo marca alguna en la nieve. Igual que el cuerpo del portaestandarte, se hundió en la nieve sin dejar huellas.
Ryld advirtió que la nieve que había frente a él formaba una ligera elevación. Inquieto, hundió la mano y notó un esqueleto, y a su lado una fría pértiga de metal, con la superficie llena de óxido. Igual que el oficial con el que se había encontrado Ryld, el soldado había repetido el último instante de su vida, desplomándose una vez más en el mismo lugar en el que había muerto hacía siglos.
Ryld, al sentir que el dolor de las tripas empezaba a aumentar, se preguntó si se uniría a ellos.
Halisstra tocó el símbolo de Eilistraee que le colgaba del cinturón.
—El c-c-conjuro —dijo, entre violentos temblores, y luego cambió al lenguaje de signos: Debería lanzarlo pronto.
Sin embargo, la atención de Ryld estaba centrada en un jinete espectral que galopaba hacia ellos sobre una de las monturas de la superficie; un caballo, recordó de pronto. Los cascos no tocaban la nieve, aunque Ryld oía el débil sonido. El caballo aún era fuerte, capaz de galopar rápido, y era corpóreo, al menos por el momento. Eso le dio una idea.
Agarró la pértiga del portaestandarte, la sacó de la nieve y se irguió tanto como le permitía el angustiante dolor de las tripas.
—¡En nombre de lord Velar, detente! —gritó—. Llevo un mensaje que debe llegar a tu señor.
Por un momento, Ryld pensó que el truco no iba a funcionar. El estandarte que llevaba estaba oxidado y era antiguo, el pendón se había podrido hacía siglos. Pero el oficial parecía verlo como había sido. De inmediato, detuvo la montura. Corpóreo del todo, el muerto bajó la mirada hacia Ryld. El caballo reflejó la aprensión del fantasma al dilatar la nariz (quizá al captar el olor de un dragón que llevaba muerto muchos años) y relinchó nervioso.
Sin embargo, el oficial entornó los ojos, mientras paseaba la mirada de Ryld a Halisstra.
—No sois soldados —dijo el fantasma—. Ni humanos.
—Somos drows —dijo Ryld, rezando para que su raza no estuviera en guerra con los humanos en sus días—. Elfos oscuros de los reinos inferiores que vienen para luchar junto a lord Velar.
—Llegáis muy tarde. Mirad a vuestro alrededor. El ejército de lord Velar está derrotado. Los dragones…
El fantasma se estremeció, incapaz de continuar.
—Sí, lo sé. —Ryld levantó la mano izquierda, cosa que atrajo la atención del oficial sobre el anillo en forma de dragón de Melee-Magthere—. Estoy bastante familiarizado con los dragones, y sé que son enemigos terribles. Tengo conocimientos que ayudarían a lord Velar a vencerlos; si llego a tiempo. Préstame tu caballo, y esta derrota aún se convertirá en victoria.
Detrás de Ryld, Halisstra temblaba, con los brazos se abrazaba el cuerpo.
El oficial echó una última mirada nerviosa atrás y desmontó.
—Toma —dijo la aparición, que tendió las riendas hacia Ryld. El fantasma sacó la espada y se volvió por donde había venido—. Mejor morir con orgullo que vivir humillado.
El oficial espectral se alejó a grandes zancadas, se disolvió en un remolino de niebla entre la espesa nevada.
Sin embargo, el caballo permaneció. Mientras cambiaba el peso, los cascos hicieron un surco en la nieve. Levantó la mano para acariciarle el cuello y tranquilizarlo, y descubrió que olía el sudor y polvo. El cuerpo del animal emitía un agradable calor, que a Halisstra, temblando violentamente, le vendría bien.
—¿Sabes cabalgar? —preguntó, aunque un poco tarde.
Halisstra se estremeció a modo de afirmación.
—He cabalgado l-l-lagartos. Esta bestia n-no debería s-s-ser mucho más difícil. ¿Q-Qué es?
—Lo llaman caballo. Vi uno en venta en el bazar de Menzoberranzan hace unos años. Oí que lo vendieron por un buen dinero pero sólo vivió un par de días —dijo, entonces se dio cuenta de nuevo que el tiempo era esencial—. Siéntate en la silla, y yo…
Una oleada de calambres recorrió las tripas de Ryld, y soltó un gemido.
Halisstra lo miró preocupada.
Ryld, irritado por haber perdido el control, apartó el dolor de su conciencia. Mostró una sonrisa forzada a Halisstra y le entregó las riendas.
—Tú lo llevas —le dijo—, y yo me agarro, levitando detrás. El animal se moverá más rápido de este modo. Con suerte, llegaremos al bosque y encontraremos a las sacerdotisas antes de que el conjuro que me lanzaste se acabe.
—Suerte no —corrigió Halisstra—. Con la b-bendición de la d-d-diosa.
Le dio un beso fugaz con labios tan fríos como los de un muerto y se subió, entre temblores, a la silla.