Capítulo treinta y tres

—¿Preparados? —preguntó Pharaun, levantando la mirada del círculo que había dibujado en el suelo del túnel.

Sólo quedaba un pellizco de ámbar en polvo en la bolsita que sujetaba; justo lo suficiente para completar el círculo en el que estaban Quenthel y Jeggred. Los dos estaban muy juntos, Quenthel acariciaba la melena enmarañada del draegloth en un gesto tranquilizador.

Valas y Danifae estaban fuera, allí donde el agua que goteaba de sus piwafwis no estropearía el dibujo. Sin levitación no tenían modo de aterrizar con seguridad en el barco azotado por la tormenta, así que permanecerían en el túnel.

—Sigue —dijo Quenthel, obligándose a volver a lo que tenían entre manos—. Lanza el conjuro.

Pharaun entró en el círculo, procurando que el ribete del piwafwi no moviera el polvo, luego se agachó para esparcir el último pellizco de ámbar que completaría por fin el dibujo del suelo.

Se puso en pie de nuevo, y miró a través del muro de hielo al barco del caos, memorizando la posición de la cubierta en la mente.

—¡Faer z’hind! —gritó.

Cuando el conjuro hizo efecto, el suelo de piedra se desvaneció. Un instante más tarde, él, Quenthel y Jeggred caían hacia la cubierta del barco, que giraba a toda velocidad. El mago controló la caída levitando, aunque el agua, que le escocía los ojos, dificultaba la visión. Apuntó a uno o dos pasos por encima de cubierta —la única opción sensata, ya que el barco se elevaba o descendía con mucha violencia y se escoraba con un ángulo muy pronunciado—, pero sin nada sólido bajo sus pies acabaría en el ojo de la tormenta. Pharaun se debatió intentando tomar suelo mientras el agua lo azotaba y el viento tiraba de la capucha de su piwafwi, lo que casi le estrangulaba. Una ráfaga de viento lo atrapó, aplastándolo contra el palo mayor dejándolo sin resuello. Desesperado, se agarró a lo que tenía a mano: uno de los cabos de la jarcia.

Éste se comprimió cuando sus manos lo aferraron. En el interior había algo blando, líquido… y cálido. Un instante después, cuando algo latió en su interior, se dio cuenta de que el cabo era un intestino. Hizo una mueca y esperó que no se rompiera. No le entusiasmaba la idea de acabar salpicado por el contenido.

Afianzó un pie contra la base del palo, el otro sobre la cubierta inclinada, y levantó la mirada. Jeggred y Quenthel habían detenido su caída a uno o dos pasos sobre él. El draegloth se agarraba al palo, abrazándolo con los brazos superiores. Rígido como una estatua, con los músculos en tensión, se sostenía ante un viento que le alborotaba la melena. Sostenía a Quenthel, a su espalda, con los brazos inferiores.

Quenthel miró a Pharaun. El pelo de ella se retorcía con el viento como las víboras del látigo, que se agitaban con furia. Gritó algo, mientras hacía un gesto con la cabeza hacia el demonio que flotaba en el ojo de la tormenta, mucho más arriba del palo al que se agarraban.

Pharaun no la entendía, pero la necesidad de apremiarse era clara.

Con los pies asegurados, Pharaun soltó la mano izquierda del cabo y la metió en el bolsillo en busca de la ramita que había usado para recoger la telaraña, ya hacía demasiados días. La apuntó a la cubierta y pronunció un conjuro.

De la ramita surgieron muchos filamentos de telaraña. Algunos se alejaron en la tormenta, pero la mayoría quedó pegado a cubierta. Formaron una mancha pegajosa de un lado a otro; que cada vez se hizo más gruesa. Cuando terminó el conjuro la masa tenía una profundidad de medio paso, amontonada en un óvalo que parecía una crisálida.

Pharaun soltó la ramita, que se llevó el viento, sacó una bolita de brea de un bolsillo y se la metió en la boca. Se tragó la masa gomosa. Se atragantó un poco cuando los pelos de araña mezclados con la sustancia le rascaron la garganta, luego flexionó los dedos de forma que compuso las patas de una araña y se tocó el pecho. De inmediato, la mano se le volvió pegajosa; lo bastante para adherirse al piwafwi empapado.

Inseguro, mientras aún se agarraba al cabo, apartó un pie del mástil y notó que la bota se pegaba a la cubierta. Luego, caminó despacio. Afianzando la mano en la cubierta se dirigió hacia la telaraña.

Estar de pie era imposible; el barco estaba muy inclinado, navegaba en alocados círculos por el interior del vórtice, con medio casco hundido y los palos señalando al ojo de la tormenta. La cubierta se estremeció bajo los pies de Pharaun como un ser vivo, mientras el barco giraba una y otra vez en el remolino. Las planchas gemían como un coro de muertos vivientes. Oyó un ruido de algo pesado que se movía bajo cubierta. El sonido le recordaba algo que no acababa de precisar.

Obligado a estar en un ángulo que hacía que le dolieran los tobillos y las rodillas, se esforzó por mantener el equilibrio; caerse lo arruinaría todo. Mientras tanto, el viento que aullaba entre los cabos añadió una armonía espantosa, y el flamear de las velas hechas jirones era como el martilleo de un corazón arrítmico.

Pharaun abrió la bolsita que se había colgado alrededor del cuello. La estatuilla del interior había soportado el azote de la tormenta. Sólo la cola estaba un poco doblada. La cadena que le había dado Valas aún estaba enrollada al tobillo y el broche todavía estaba al extremo de la cadena.

Trabajó con rapidez. Se agachó —a punto estuvo de caer sobre la telaraña cuando el barco levantó la proa, pero recuperó el equilibrio en el último instante— y puso los pies de la estatuilla en el borde exterior. La pegó. Luego, con cuidado, apretó el broche en la cubierta. Se hundió en las planchas de color hueso con tanta facilidad como si pinchara una tiza.

Pharaun empezó a trabajar en el vínculo. Miraba al demonio que colgaba muy por encima del palo mayor. Salmodiando las palabras del conjuro y con las manos por encima de la cabeza, formó círculos entrelazados con los pulgares y los dedos índices. Despacio, bajó las manos hacia cubierta y ahogó una risa de alegría cuando el demonio empezó a descender hacia el barco. Empujado por el conjuro, pasó ante la punta del palo y ante donde estaban colgados Quenthel y Jeggred, en dirección a Pharaun. El demonio aún giraba. Parecía que se hacía más grande y temible mientras bajaba, pero ese efecto era producto del aura demoníaca que lo rodeaba. De hecho, el demonio era un poco más alto que Pharaun. Sin embargo, tenía músculos grandes, con garras como amarillentas dagas en pies y manos, y una cola que parecía lo bastante poderosa para partir en dos una estalagmita. El rostro se parecía al de una rata y su piel era de un cadavérico gris moteado. Cuando llegó a la altura de los ojos de Pharaun, guiado por sus manos hacia la estatuilla de la cubierta, advirtió que a una de las orejas del demonio le faltaba un trozo arrancado por un mordisco. La herida se había gangrenado, y sobresalía un gusano, inmóvil, de la carne podrida; otra víctima del conjuro que congeló al demonio en el tiempo.

Agachado, Pharaun tocó la estatuilla, luego separó los dedos. Cuando la cadena simbólica se partió, un destello de luz mágica multicolor explotó en el ópalo, fundiendo la estatuilla.

Por un momento, Pharaun se quedó ciego; aunque el olor dulce de la cera de abeja fundida le dijo que el conjuro había funcionado. Parpadeó para disipar los puntos de luz que lo deslumbraban y miró al demonio que estaba ante él. Tenía el tobillo aferrado a la cubierta por una delgada cadena de plomo. El demonio seguía congelado en el tiempo, pero sus ojos rojos resplandecían con furia. A pesar del conjuro de suspensión temporal que lo sujetaba, el demonio parecía saber que estaba vinculado.

Pharaun hizo un gesto a Jeggred y Quenthel para que se reunieran con él. Y a un asentimiento de ésta, que aún colgaba de su espalda, el draegloth obedeció. Saltó del mástil y se ancló en la cubierta escorada, hundiendo las manos en la pegajosa telaraña. Pharaun lanzó otro conjuro de inmediato y esparció un pellizco de polvo de diamante al aire. Una bóveda de fuerza los aisló de la tormenta, junto al demonio, en un reconfortante silencio. Las gotas de agua chocaban contra la barrera invisible y resbalaban a chorros, pero en el interior todo era tranquilidad.

Quenthel se descolgó de la espalda de Jeggred, aunque continuó agarrada a su melena, y se enderezó. Miró al demonio —las serpientes del látigo saborearon el aire que las rodeaba— y frunció la nariz. Incluso con el cuerpo en suspenso, el demonio hedía a azufre y podredumbre.

—Es pequeño —apuntó con sorna—. No es comparable a Jeggred.

El draegloth, enfangado en la telaraña hasta los codos, asintió con un gruñido.

—No dejes que el tamaño te engañe —advirtió Pharaun, que arrugó la nariz ante el aliento de Jeggred, que era casi tan pestilente como el hedor del demonio—. Un mordisco de esos colmillos afilados, y quedarás paralizada.

Quenthel intentó dar un paso atrás, pero una sacudida del barco hizo que el pie acabara en medio de la telaraña. Cayó de lado, agitando los brazos, espatarrada de un modo indigno sobre una telaraña aún más gruesa. De inmediato empezó a maldecir entre dientes.

—¡Disipa esto! —profirió, mientras se esforzaba por levantarse del suelo—. Disípalo ahora mismo.

Las serpientes también estaban pegadas a la red y reñían entre ellas, Jeggred intentó ayudar, pero fue incapaz de liberar las manos de la telaraña. Frustrado, el draegloth se volvió para lanzarle un gruñido a Pharaun.

Con un esfuerzo, Pharaun aplacó las ganas de reír. Reír no sería bueno, y menos con los pelos de Jeggred erizados; aunque la visión de una sacerdotisa de la Reina de las Arañas atrapada en una telaraña era demasiado buena para ser verdad. En cambio, inclinó la cabeza en una reverencia.

—Como desees, matrona. Pero vas a necesitar otra cosa para sujetarte a la cubierta o te caerás del barco. Permíteme, si quieres, ofrecerte una alternativa.

Sacó otra bolita de brea y la partió en dos. Les pasó un trozo a cada uno, y cuando se lo tragaron, lanzó el conjuro que les permitiría aferrarse a cualquier cosa como una araña; incluso a la cubierta mojada. Luego disipó la telaraña.

Quenthel se puso en pie de nuevo, con la cara roja por la rabia reprimida, y miró a su alrededor.

—No veo ninguna trampilla —profirió—. Belshazu mintió.

—Eso no me sorprendería —dijo Pharaun con sequedad.

Después de mirar a su alrededor, vio que Quenthel parecía tener razón. La cubierta del barco era una superficie plana de planchas de color hueso, desprovista de cabina o cualquier otra estructura. Había pasamanos a cada lado para evitar que la tripulación cayera por la borda, pero lo único que se elevaba por encima del plomo desolado de la cubierta, a excepción de los tres mástiles con sus velas harapientas, era el timón, en la popa. Al no ver trampillas, se preguntó si el barco tendría bodega, o si sería hueso sólido. Había oído un ruido débil, un momento antes. Eso podría ser que la carga se movía, aunque era probable que fuera el sonido de la tormenta.

—Tendremos que preguntar al uridezu por dónde se entra —dijo—. A ver si soy capaz de disipar la suspensión.

Dicho eso, se puso a trabajar. Lo primero que aprendían los magos en Sorcere era a disipar conjuros, unas pocas palabras y un gesto breve eran suficientes para eliminar los sencillos. Pero la suspensión temporal era delicada. Sólo los magos más poderosos podían lanzarla. Que el demonio estaba atrapado en ese conjuro era fácil de ver. Forzó la vista para mirar el interior de su boca y vio resplandores rojos, azules y verdes en la lengua; el polvo de las gemas que habían activado el conjuro.

Desde luego se necesitaba una disipación más poderosa; una que estuviera muy focalizada, de manera que no disipara el conjuro de vínculo. Respiró profundamente y empezó el conjuro.

Quenthel debió ver la incomodidad en su mirada, pues sacó el látigo. A su lado, Jeggred, ausente, rascó la cubierta con una garra, arrancando pedazos de sangre negra congelada.

Pharaun extendió el dedo en el que llevaba el sello mágico y tocó al demonio entre los ojos. El anillo soltó un destello plateado cuando se activó el símbolo de Sorcere, prestando su poder al conjuro.

Cuando hizo efecto, un escalofrío recorrió el cuerpo del demonio. Pharaun retiró la mano. Quenthel y Jeggred se irguieron tensos; pero durante un rato no sucedió nada. Los únicos sonidos eran el salpicar apagado del agua contra la bóveda que aún mantenía los elementos en el exterior y el débil y curioso siseo de las víboras del látigo.

Pharaun soltó un suspiro y sacudió la cabeza. Había fallado.

—Inténtalo de nuevo —ordenó Quenthel.

—Repetir el conjuro no ayudará —le dijo Pharaun mientras avanzaba para inspeccionar al demonio de cerca—. El mago que congeló al demonio en el tiempo debía de ser muy poderoso…

Se medio volvió al responder a Quenthel, pero por el rabillo del ojo vio que el demonio parpadeaba, y eso lo salvó. Con un alarido de rabia reprimida durante siglos el demonio se abalanzó, y las garras apresaron la garganta de Pharaun. Éste se lanzó hacia atrás, pero las botas seguían pegadas a la cubierta. Aterrizó de espaldas, y se dio un golpe en la cabeza. La sacudió para apartar el aturdimiento, y consiguió enfocar la vista a tiempo de ver al demonio en la cúspide de un salto. Aún confundido por el golpe en la cabeza, se preguntó por qué se alejaba del demonio y advirtió que la caída le había arrancado las botas de los pies y en ese mismo instante, el demonio se detuvo a medio salto, y cayó de cara justo en el sitio en el que Pharaun había estado un momento antes.

Mareado, Pharaun se dio cuenta de que la cadena alrededor del tobillo tiraba del demonio.

También de que seguía resbalando por cubierta. Presionó las manos pegajosas sobre las planchas y se detuvo justo antes de impactar con la pared de la bóveda de fuerza. Mientras tanto, el demonio se puso en pie de un salto y se abalanzó sobre la delgada cadena que le aferraba el tobillo.

Quenthel dio un paso atrás, con el látigo preparado y una mirada indecisa en los ojos. Entonces mostró una sonrisa lúgubre.

El demonio dejó de morder la cadena para mirarla.

—¿Te atreves a reír? —dijo con una voz que chirriaba como una cadena oxidada—. Devoraré tu boca.

Pharaun se sentó, mientras se frotaba la nuca.

—Es justo de lo que quería hablar —le dijo al demonio—. La boca del barco. Dinos por dónde…

Nunca tuvo la oportunidad de acabar. Jeggred, con el pelo de la espalda erizado por el insulto a la matrona, escogió ese momento para atacar. Con un aullido de rabia, descargó unos zarpazos al demonio, que le dejaron profundos desgarros en el pecho y los muslos.

Pharaun se puso en pie de un salto; los pies, por fortuna, aún estaban pegajosos.

—¡Jeggred, para! —gritó—. ¡Eso es lo que quiere!

Intuía lo que pretendía el demonio. Se había apartado durante el ataque de Jeggred en un movimiento que dejaba la pierna atada expuesta. No podía dañar ni quitarse la cadena que le ataba el tobillo, pero si un golpe descuidado de las garras de Jeggred hacían el trabajo…

Quenthel, por una vez, pensó rápido. Azotó con el látigo (no al demonio, que era probable que fuera inmune al veneno de las serpientes), sino a Jeggred. Las víboras chasquearon a un palmo de su espalda, salpicándole la melena con veneno.

—¡Jeggred! —gritó—. Déjalo.

El draegloth se volvió, consciente de que la matrona estaba enfadada. Al instante se encogió, sin acusar la patada que le acababa de dar el demonio.

Con los planes frustrados, el demonio se tranquilizó, al tiempo que crispaba los bigotes.

Pharaun subió por la cubierta inclinada.

—Ahora, demonio —dijo el maestro de Sorcere—, volvamos a mi pregunta sobre la boca del barco. Quiero saber dónde está y qué necesitamos para alimentarla y conseguir que el barco navegue. Nos vas a sacar de este vórtice y nos llevarás al Plano de las Sombras.

—¿Y me liberarás? —preguntó el demonio, con ojos llorosos.

—Sí —mintió Pharaun—. En cuanto lleguemos al Abismo.

Los bigotes del demonio se crisparon.

—La boca está en el estómago del barco —dijo.

—¿En la bodega? —preguntó Pharaun.

El demonio asintió.

—¿Cómo bajamos?

—Usa su varita —dijo el demonio, mientras señalaba la varita bifurcada en el cinturón de Quenthel—. La trampilla está escondida mediante magia, pero la varita mostrará la localización.

Pharaun entornó los ojos. No le gustaba la sonrisa de satisfacción que mostraban los ojos del demonio. Una varita de localización era fácil de reconocer por su forma característica, pero era como si quisiera que Quenthel la utilizara. ¿Tenía algún poder adicional esa varita que Pharaun no había advertido? ¿Algo que el demonio quería para ganar ventaja?

—Un momento, Quenthel —le dijo Pharaun—. Usaremos mi varita.

Echó mano de la funda delgada que le colgaba del cinturón, sacó una de las cuatro varitas y la agitó con un pase lento, apuntando a cubierta. Se hizo visible una trampilla escondida por la magia, los bordes estaban delineados por un resplandor purpúreo. La anilla que la abría estaba hundida, a ras de la cubierta. Asintió al tiempo que metía la varita en la funda.

Quenthel ahogó una sonrisa y extendió la mano hacia la trampilla, pero se detuvo cuando las víboras sisearon una advertencia. Echó una mirada a Pharaun, separó los labios como si fuera a decir algo y cambió de idea.

—Ábrela —ordenó al tiempo que se volvía hacia Jeggred.

Obediente, el draegloth se inclinó.

—Jeggred, espera —gritó Pharaun.

No apreciaba al draegloth, pero sospechaba de las motivaciones del demonio. Apartó a Jeggred, y le hizo un gesto al demonio para que abriera la trampilla. Estaba justo a su alcance. El uridezu estiró el brazo y agarró la anilla.

—Preparaos —dijo Pharaun a espaldas del demonio, mientras asía una varita diferente—. Va a salir algo.

Tenía razón. Tan pronto como el demonio abrió la trampilla, salió una oleada de ratas, entre chillidos estridentes. Y no eran ratas normales, sino criaturas demacradas y medio podridas; un grupo de no muertos diminutos.

Con una velocidad nacida de la práctica, Pharaun activó la varita. Surgió un rayo eléctrico y recorrió la cubierta a toda velocidad, convirtiendo casi una docena de las criaturas en carne carbonizada y hueso renegrido.

Quenthel y Jeggred reaccionaron a la misma velocidad. Quenthel azotó a las ratas con rápidos latigazos de su látigo, y Jeggred las apartó a puñados mediante barridos.

Pharaun ahogó una carcajada mientras estallaba el resto del enjambre con su varita. ¿Era eso lo mejor que podía hacer el demonio; invocar unas pocas ratas no muertas?

La carcajada murió en su garganta. Esperaba un truco complicado, digno de un maestro de sava y se sintió algo decepcionado cuando el demonio no hizo más que enviar un enjambre de ratas muertas contra ellos. Entonces descubrió el plan real del demonio; uno tan sencillo que había pasado por alto. El ataque de las ratas no muertas sobre ellos era sólo una diversión. Todo lo que necesitaba el demonio era que una rata sobreviviera. El verdadero blanco de ese animal, dirigido por la orden telepática de su amo demoníaco, era la cadena.

La cadena de plomo.

Un instante más tarde los afilados dientes de la rata partieron la cadena, y el demonio se liberó. Giró sobre sus talones, azotó con la cola y tiró a Jeggred de bruces a cubierta. Y repitió la operación con Quenthel.

Se volvió hacia Pharaun, los bigotes le temblaban.

—Mago —graznó—. Eres mío.

Pharaun no respondió mientras metía una mano en un bolsillo, y sacaba un guante. El demonio le mostró los colmillos y le saltó al cuello, Pharaun agradeció que hubiera escogido un ataque frontal simple en vez de magia; le daría el instante necesario para lanzar el conjuro.

Realmente los demonios eran predecibles.

Algunas veces.