Cuando la boca del gusano se cerró a su alrededor, Halisstra cerró los ojos. Ahogó un grito cuando una oleada de ácido salpicó las partes expuestas de su cuerpo —la cara, el cuello y las manos— y se arrepintió cuando el hedor de ácido le llenó las fosas nasales. Unas gotas de la sustancia descendieron por el pelo hasta el cuello, quemándole el pecho y la espalda, abriéndose camino a través de la cota de malla y la túnica acolchada.
Estaba colgada de la empuñadura de la espada cantora y se retorció con violencia cuando la fuerza de absorción del gusano intentó tragársela. Se las compuso para afirmar los pies en la mandíbula inferior del monstruo; pero cuando intentó hacer palanca para abrir la boca del gusano le resbalaron los pies. El gusano se la tragó, arrancándole la espada.
Cuando los músculos de la garganta la constriñeron, obligándola a bajar cuello abajo, Halisstra empezó a rezar. Abrir los labios significaría tragar ácido, lo que incrementaría su tormento, así que rezó en silencio, con fervor. Pidió a Eilistraee que la ayudara. A pesar de que sentía que la piel se le llenaba de ampollas no intentó curarse, pues eso sólo retrasaría lo inevitable, y continuó con las oraciones.
El gusano se retorció hacia uno y otro lado, doblando a Halisstra. Oyó golpes secos amortiguados que debían ser de la espada de Ryld, pero de pronto la criatura se retorció y se detuvieron. El movimiento hizo que Halisstra se quedara sin aire, pero no se atrevió a respirar. Impulsó la mano hacia abajo, rascándosela con la cota de mallas cubierta de ácido, para tocar el amuleto que colgaba de su cinturón, cerca de la vaina vacía.
«Eilistraee —rezó—. Ayúdame. Envíame una arma».
Algo le dio un golpecito en la mano; algo duro y suave. Al agarrarlo, se dio cuenta de que era la empuñadura de una espada; evidentemente el arma de alguna otra desafortunada víctima del gusano. No perdió ni un instante y usó lo que la diosa le acababa de dar. Empujó con el codo contra la pared interna del gusano y sintió cómo el arma penetraba la carne. Luego empezó a cortar.
Tenía el cuerpo cubierto de ácido. Los jugos gástricos habían atravesado la armadura y la ropa hasta la piel. Sentía cómo se formaban ampollas en su piel y cómo el ácido tocaba la carne viva a cada movimiento que hacía. Al palpitarle la cabeza por la carencia de aire, cortó con desesperación. Sus movimientos eran cortos y espasmódicos porque la tripa presionaba su brazo contra sus costillas. Ante sus ojos bailaban destellos rojos, pero continuó cortando. Era eso o morir.
La pared del intestino se rompió. Cayó por la herida a un costado del gusano, sobre una ola de ácido, y se le escurrió la espada. Permaneció un momento echada sobre la piedra, respirando profundamente, entre alientos espasmódicos mientras miraba cómo el gusano se retorcía al otro lado de la caverna. La criatura estaba herida en media docena de lugares; cortes profundos producidos por el mandoble de Ryld. Cuando el gusano se estremeció y murió, Halisstra rodó, lejos del charco de ácido.
—Ryld —jadeó, al verlo.
Cuando advirtió que estaba boca arriba en el suelo, se obligó a sentarse, casi se desmayó ante el dolor que le produjo la pesada cota de mallas en la piel quemada por el ácido.
—Ryld —dijo con voz quebrada—. ¡Ryld!
El pecho del maestro de armas aún subía y bajaba bajo la coraza que llevaba, aunque apenas respiraba. Justo bajo el borde de la coraza la túnica estaba desgarrada; una mancha redonda de sangre le dijo que tenía un pinchazo. El gusano le había inyectado el veneno.
Necesitaba magia sanadora, aunque no conseguiría ayudarlo sin curarse primero. El tiempo era esencial, así que usó la magia bae’qeshel, una canción oscura que cerraría sus heridas. Se vio aliviada de la peor parte del dolor; aunque volvió, en menor medida, un momento más tarde, cuando el ácido que mojaba las ropas volvió a lacerarle la carne. Se quitó la cota de malla y se arrancó la túnica empapada y las botas tan rápido como pudo. La túnica salió sin dificultad, se hizo jirones. Mientras se desnudaba, notó que el conjuro le había curado la piel pero dejaba unas marcas de quemaduras. Asustada por la visión, empezó a llevarse una mano a la cara, pero la bajó de inmediato al oír un tenue quejido de Ryld. No era el momento para vanidades.
Gateó por el suelo hacia él, puso la mano sobre la herida y sintió cómo un temblor atravesaba la piel bajo la túnica húmeda de sangre. Cerró los ojos y rezó una plegaria.
«Eilistraee, ayúdalo. Ralentiza el veneno que corre por sus venas. Concédele un poco de tiempo para vivir».
Levantó la mano libre. Imaginó que estaba en el exterior, bajo un cielo sin nubes, extendiendo el brazo hacia la luna. Entonces al sentir el familiar hormigueo de la magia bajó la mano y la puso sobre la que cubría la herida de Ryld. Notó que una corriente de magia fluía a través de ella; energía tan fresca y brillante como la luna. Cuando acabó se estremeció, helada y exhausta.
Halisstra se arrodilló. Observó la respiración lenta y dificultosa de Ryld con preocupación, preguntándose si el conjuro había funcionado. Uluyara tenía razón; era una loca al pensar que encontraría la Espada de la Medialuna, allí donde los esfuerzos combinados de las fieles de Eilistraee fallaron. Se preguntó si el fantasma que la había conducido al agujero del gusano era de verdad Mathira Melarn. Era más probable que fuera un espíritu malvado que conducía a los incautos para que tuvieran la misma horrenda muerte. Como un rote conducido al matadero, siguió al fantasma al borde del agujero del gusano y entró, aun a sabiendas de que se enfrentaría a un gusano púrpura y no a un dragón. De todas formas siguió adelante, cegada por la convicción de que la Espada de la Medialuna estaría en la guarida.
Si lo estaba, no la había visto. Momentos antes de que Ryld le rompiera la concentración, asustándola, consiguió echarle un buen vistazo al suelo, incluso que el gusano se desplazara a uno y otro lado, cosa que le permitió buscar debajo.
Pero no vio nada.
Con un suspiro, posó los ojos en Ryld. Al seguirla había estado a punto de perder la vida. Era evidente. Como drow, y antigua servidora de Lloth, estaba acostumbrada a que se exigieran semejantes sacrificios de ella y de los que la rodeaban. La diosa consumía seguidores como moscas, luego tiraba las cáscaras vacías. Pero Halisstra esperaba más de Eilistraee. Un poco de misericordia; si no era para ella, entonces para los inocentes como Ryld. Tampoco esperaba que su empresa le costara la vida a él.
Entonces advirtió un ligero cambio. La cara de Ryld, que perdía color un momento antes, parecía un poco más oscura, menos gris. Vio que la respiración era más firme, aunque todavía sonaba sincopada. El conjuro había funcionado. Aún había esperanza.
—Eilistraee, perdóname —susurró—. Perdóname por dudar de tu clemencia.
Acuclillada, metió una mano por debajo de los hombros de Ryld, la otra bajo la cadera. Pretendía llevarlo, si era necesario, todo el camino hasta la superficie, luego atravesar todos los Prados del Frío hasta el pueblo más cercano.
Si Eilistraee quisiera, sería capaz de localizar a una de las sacerdotisas, alguien que conociera un conjuro de curación que anulara el veneno, antes de que el conjuro de ralentizar el veneno se disipara.
Cuando empezaba a levantarlo, Ryld abrió los ojos, asustándola. Durante un momento pareció confundido, pero lentamente, recuperó la conciencia.
—Halisstra —graznó—. ¿Eres tú?
Al principio Halisstra pensó que aún estaba mareado por el veneno. Luego se dio cuenta, por el modo en que la miraba, que no la reconocía. Se tocó la cara y descubrió que estaba llena de cicatrices. Con la mano temblorosa, se tocó el cabello y advirtió que le faltaba la mayor parte. Sólo quedaban unos pocos mechones. La magia bae’qeshel había cerrado las heridas causadas por las quemaduras, pero le había dejado unas cicatrices terribles.
Se dijo que no debía preocuparse por ello; seguro que las sacerdotisas tendrían un conjuro que suavizaría su piel y restituiría su cabello. Tenía que concentrarse en transportar a Ryld.
—Soy yo, Ryld —le dijo—. ¿Crees que eres capaz de andar? De lo contrario tendré que cargar contigo por los Prados del Frío.
—Puedo andar… si me ayudas a levantarme —dijo. Luego miró a su alrededor—. Tajadora…, ¿dónde está?
Ryld se empeñó en ponerse a cuatro patas, aunque todavía estaba tembloroso; pero parecía más fuerte que un momento antes. Halisstra sabía que antes se cortaría un brazo que abandonar su arma, pero aún estaba débil.
—La encontraré —le dijo Halisstra—. Quédate aquí y guarda fuerzas.
Se acercó con cautela al gusano, temerosa de que todavía no estuviera muerto. Sin embargo, el cuerpo estaba inmóvil, enrollado en un fofo ovillo. Le abrió la boca, arrancó la espada cantora de Seyll y dejó que el ácido cayera de los agujeros de la empuñadura. Luego buscó a Tajadora.
El mandoble estaba cerca del punto por el que Halisstra había salido, la empuñadura sobresalía de debajo del gusano. Se inclinó y la recuperó; luego advirtió algo que estaba medio hundido en la herida. Era la espada que había usado para liberarse. Su hoja era brillante y estaba impoluta, era mágica, pues no le afectaba el efecto corrosivo del ácido… y curvada. Curvada.
Halisstra advirtió qué era.
La Espada de la Medialuna.
Con los ojos llenos de temor, haciendo caso omiso del ácido que punzaba sus pies desnudos, recogió la espada, luego se apartó del charco de ácido. La empuñadura debería estar empapada de los jugos gástricos del gusano, pero las tiras de cuero estaban secas y limpias. Más evidencias de que era mágica. La hoja tenía adornos de plata, lo que le daba lustre al metal. Eran palabras en lengua drow que relucieron un poco cuando Halisstra levantó la espada.
Ryld, se puso en pie con dificultad, y se acercó para echar un vistazo mientras Halisstra leía la inscripción.
—«Que tu corazón se llene de luz y tu causa sea auténtica, no te fallaré» —recitó. Frunció el entrecejo en una expresión de duda y susurró—: ¿Incluso en el Abismo?
Cuando levantó los ojos, vio que Ryld la miraba.
—¿Así que para esto querías la Espada de la Medialuna? —dijo en voz baja—. ¿Para intentar matar a Lloth? —Sacudió la cabeza—. Eso es algo que ni Vhaeraun fue capaz de hacer. ¿Cómo esperas tener éxito allí donde falló un dios?
—No lo sé —respondió Halisstra con sinceridad.
Por una parte se sentía manipulada; a pesar de que casi la había devorado el gusano, era como si la Espada de la Medialuna le acabara de caer en las manos. Eso la hacía ser cauta, recelosa. Pero por otra sentía júbilo. No debía ser más que una pieza en un tablero de sava, moverse en una dirección o en otra por una mano invisible pero que pertenecía a una diosa. Eilistraee, para bien o para mal, tenía un interés personal en ella; algo que Lloth nunca hizo. La idea la llenó de orgullo embriagador.
—Eilistraee cuida de mí —le dijo a Ryld—. Tengo la sensación de que todo está predeterminado, y siento que mi destino es seguir el camino que me ha impuesto. Si consigo matar a Lloth, como mínimo nos libraremos de sus pegajosas telarañas. Todos nosotros. Los drows podrán ascender a la luz, sin temer represalias.
—Y si fallas… —empezó Ryld, y luego tosió.
Halisstra lo tomó del brazo y lo ayudó a enderezarse. No tenían tiempo para quedarse allí a pensar en las posibilidades de éxito. No con el veneno temporalmente anulado.
—¿Tienes ropa de sobras? —preguntó.
—Ahí dentro. Una túnica y unas botas —dijo al tiempo que señalaba la mochila.
—Bien —dijo.
Una túnica y unas botas sería poca protección contra los vientos punzantes del mundo de la superficie, pero Halisstra sabía que podía usar conjuros —aunque con moderación— para evitar algo de frío. Sacó las ropas y se las puso, ayudó a Ryld a enfundar a Tajadora y ató la Espada de la Medialuna y la espada cantora sobre la mochila, y se la puso a la espalda.
—Vamos —dijo, mientras deslizaba un brazo de Ryld por encima de su hombro—. Cuanto antes regresemos al templo, más probabilidades tendrás de vivir lo bastante para verme morir en el intento de matar a una diosa.