Capítulo treinta y uno

Pharaun forzó la mirada en la dirección que señalaba Valas y al fin vio lo que había provocado la advertencia del mercenario: al otro lado del Lago de las Sombras una tormenta agitaba las aguas. Giraba en un enorme círculo, como si fluyera hacia un desagüe. Por encima del vórtice había un ciclón que tendría unos cien pasos de alto. La cúspide golpeaba una y otra vez el techo, dispersando nubes de murciélagos cada vez.

La tormenta aún estaba a buena distancia, pero se acercaba con rapidez. Pharaun midió su avance cuando atravesó uno de los rayos de luz y comparó la velocidad con la de un lagarto de monta al galope. Ya oía el ruido grave del agua. Que la tormenta era mágica no lo dudaba. ¿Había estado siempre ahí… o alguien la había ocasionado? ¿Quizá el uso del portal?

Los demás también la avistaron. Quenthel no apartaba los ojos de la tormenta; las serpientes del látigo rebullían. Jeggred volvió la cabeza de un lado a otro, olisqueando el aire húmedo. Danifae echó un vistazo a la tormenta y luego miró por el rabillo del ojo a Quenthel, Valas y Jeggred. Pharaun advirtió dónde se demoraba esa mirada: en los amuletos que les permitirían levitar por uno de aquellos agujeros del techo, y, en el caso de Valas, atravesar las dimensiones para escapar de la tormenta.

—Espera —dijo Pharaun, llamándole la atención con la mano en un gesto tranquilizador—. El ladrón que te habló del portal ¿mencionó algo de esto? —preguntó después de volverse hacia Valas.

—No, se quedó aquí —contestó Valas—. Tan pronto como llegó a la caverna levitó hasta la superficie. —Mientras hablaba levantó la mirada hacia el agujero más cercano del techo, como si midiera la distancia hasta allí. Luego soltó un suspiro de resignación y miró con gravedad la tormenta que se acercaba.

Quenthel, mientras tanto, había devuelto su atención a la varita que Danifae había recuperado de la cámara del tesoro, y experimentaba con diferentes palabras de activación. Jeggred, agachado a su lado, le tocó la manga y murmuró algo; recibió un sopapo por molestar a su matrona. El draegloth se postró a sus pies, gimoteando disculpas. Quenthel no hizo caso y continuó con sus intentos de encontrar la palabra de activación de la varita.

Pharaun puso cara de resignación. Por el momento, la tormenta era un problema más acuciante que encontrar el barco del caos, pero los murmullos de Quenthel lo ponían nervioso.

—Es probable que sea una palabra en lengua duergar —le dijo—. Intenta «tesoro» o «busca» o algo parecido. Y mueve la varita… tienes que agarrar el extremo ahorquillado para que funcione.

Las serpientes de Quenthel sisearon con irritación, pero ésta hizo lo que se le había sugerido, girando la varita y cambiando al lenguaje gutural de los duergars. Mientras tanto, la tormenta se acercaba. El bramido había aumentado lo bastante para que tuvieran que levantar un poco la voz, y la brisa revolvió el pelo de Pharaun.

—Si aún estamos aquí cuando la tormenta llegue, acabaremos aplastados contra las rocas —dijo Danifae.

—O ahogados —murmuró Valas, mientras echaba una mirada a las olas que empezaban a lamer las paredes del precipicio.

—Te olvidas de mi conjuro de teletransportación —dijo el mago—. Un pase rápido, y estaremos de vuelta al mundo de la superficie. La única pregunta es: ¿adónde ir?

Valas entornó los ojos ante la niebla arremolinada que empezaba a caer sobre el saliente.

—En unos momentos —dijo el explorador—, cualquier cosa será mejor que esto.

A su lado, Quenthel se quedó boquiabierta cuando la varita cobró vida en sus manos. El extremo tembló y se agitó de aquí para allá, como la cabeza de un lagarto que huele sangre, y un gañido grave llenó el aire. Cuando Quenthel movió la varita en un arco amplio y horizontal, el sonido aumentó. Luego descendió, y de nuevo cuando la apuntó a la tromba de agua.

—¡Ahí! ¡El barco del caos está dentro del vórtice! —gritó exultante mientras se acercaba la tormenta, cubriéndolo todo con gotitas de agua y produciendo un rugido más fuerte.

Pharaun entornó los ojos.

—Sí —le dijo a Quenthel—. Ahora lo veo.

Y desde luego algo había ahí dentro, una forma débil y oscura en el ojo de la tormenta. Por una vez, la suma sacerdotisa hacía algo a derechas. Belshazu les dijo que el barco se perdió en una tormenta terrible, y eso era precisamente lo que veían: una tormenta que duraba siglos.

El barco del caos debía de estar entero cuando el demonio superviviente se alejó de allí, pero después de siglos de ser azotado por el viento y el agua parecía improbable que estuviera intacto. La tormenta aún tenía que golpearlos de lleno, pero el viento ya tiraba del piwafwi de Pharaun y lo mojaba. Estar en el borde exterior de la tormenta era como si a uno le tiraran cubos de agua, una y otra vez.

Pharaun se ciñó el piwafwi, asegurándose de que cubría la mochila donde guardaba sus libros de conjuros.

—Tendríamos que conseguir echar un vistazo dentro del remolino —gritó, haciendo caso omiso de las gotas de agua que golpeaban su cara.

—¿Y cómo te propones hacer eso? —preguntó Pharaun—. ¿Hundiendo nuestras garras en la roca y colgándonos, como hace Jeggred, y luego buceando en el ojo de la tormenta?

Para su sorpresa, Quenthel asintió con decisión.

—Sí —contestó—. Valas puede hacerlo.

Los ojos del mercenario mostraron sorpresa.

—Disipa tu conjuro de polimorfización —dijo Quenthel con un grito—. Valas nadará dentro del remolino y echará un vistazo.

Las cejas de Valas se levantaron aún más.

—¿Nadar? —protestó, con la mirada fija en el agua que giraba en espiral—. ¿A través de eso?

Se cruzó de brazos sin hacer caso del enfado que mostraban las serpientes de Quenthel mientras sacaba el látigo. Sus ojos, que por una vez no bajó, lo decían todo. Antes morir de un latigazo que embarcarse en una misión suicida.

Danifae, mientras tanto, agarró el brazo de Pharaun.

—Perdemos el tiempo —susurró—. Deja a esos locos atrás. Lanza tu conjuro de teletransportación.

Pharaun liberó la mano, ganándose una mirada colérica de la prisionera de guerra, y la metió en un bolsillo de su piwafwi. Sacó el último pellizco de semillas y lo apretó con fuerza entre el pulgar y el índice, para que la tormenta no se las llevara. Pasó entre los demás y se alejó hacia un extremo del estrecho saliente, hasta un punto que juzgó que estaba lo suficientemente lejos del portal.

—Tengo una idea mejor —les dijo a los demás.

Soltó las semillas, gritó las palabras del conjuro y señaló la pared con un dedo. En ella se abrió un túnel, en ángulo, con la dirección que tomaron las semillas por el viento. Entró e hizo gestos a los demás para que lo siguieran.

No necesitaron que los apremiaran. La tormenta se cernía sobre ellos, azotaba sus caras y los piwafwis y los empapaba. Trastabillaron por el saliente resbaladizo y se apresuraron a entrar; Quenthel y Jeggred empujaron a Danifae, que resbaló en el guano de murciélago remojado por la tormenta. Pharaun extendió un brazo para sujetarla, pero Valas fue más rápido: agarró a Danifae por el brazo y la empujó al interior del túnel.

Pharaun intentó disculparse con una mirada, pero Danifae miró a otro lado. Con un suspiro, Pharaun hizo un gesto a los demás para que se situaran al fondo del túnel. Luego sacó un cono de cristal, lo apuntó a la boca del túnel y lanzó otro conjuro a toda prisa. Una ráfaga de aire frío brotó de la punta del cono de cristal y convirtió las gotas que salpicaban el túnel en granizo. Una capa de agua cayó sobre el saliente del exterior y se convirtió al instante en hielo que selló el túnel. Pharaun mantuvo el conjuro un poco más, hasta que la pared de hielo se volvió lo bastante gruesa, luego bajó la mano.

Al volverse hacia Quenthel, hizo una reverencia y con una mano la invitó a mirar por el tapón de hielo.

—¿No subirás a la plataforma de observación, matrona? —preguntó—. Estoy seguro de que el barco del caos estará cerca.

Quenthel se lo miró durante un rato como si intentara dilucidar si se burlaba de ella. Las víboras del látigo se pelearon y después se relajaron. Miró a Pharaun de reojo, mientras pasaba ante él. Observó a través del hielo. Se inclinaba en una y otra dirección intentando ver más allá del agua que chocaba contra el otro lado. El aire dentro del túnel era muy frío, y el aliento formaba volutas. Las ropas húmedas hicieron que se estremeciera. Aun así, la suma sacerdotisa observó con atención y luego se enderezó.

En ese momento, los demás se apelotonaron delante. Incluso Jeggred se apresuró a agacharse y a mirar a través de las piernas de su matrona.

—Esa figura… —jadeó Quenthel—. ¿Qué es?

Pharaun se inclinó para ver mejor. El muro de hielo debía de tener un palmo de grosor, y más allá estaba la tromba, de varios pasos de espesor. Confundida entre el agua, se veía una forma retorcida. Tenía las proporciones de un drow, con cabeza, brazos y piernas, pero dos veces la altura de la fémina más alta y con una cola como un látigo. Parecía desnudo y tenía la piel de un gris pálido. Pensó que se agitaba contra el viento, lanzando zarpazos con amplios arcos de sus garras al aire que lo rodeaba, pero entonces advirtió que giraba en el lugar. La criatura no se movía; ni un músculo. Parecía como si la magia lo hubiera dejado inmóvil, por un conjuro lanzado hacía siglos.

A su lado, Danifae ahogó un grito.

—El uridezu —susurró la prisionera de guerra.

Pharaun asintió.

—¡Y el barco! —exclamó Valas, que estaba de puntillas.

Pharaun miró al punto donde la tromba se encontraba con el vórtice. El barco estaba allí, el casco pegado al agua que formaba la pared interior del remolino y los palos inclinados hacia el ojo de la tormenta. Era difícil ver los detalles a través del muro de hielo y las salpicaduras de agua, pero Pharaun veía lo bastante para confirmar que era el barco del caos.

El casco era de color hueso, al igual que los tres palos, de donde colgaban unas velas hechas jirones.

Quenthel soltó una carcajada, rompiendo el tenso silencio.

—¡Lo he conseguido! —dijo—. El barco del caos es mío. —De pronto se volvió hacia Pharaun—. Prepara el conjuro de vínculo.

—El demonio ya parece vinculado —comentó Pharaun, haciendo un gesto en dirección a la escena que discurría detrás de la pared de hielo—. Aunque no del modo convencional. Mi suposición es que está atrapado en un conjuro de suspensión temporal, que tendré que romper una vez que imponga mi vínculo. Y está el pequeño problema de la tormenta.

Quenthel se apartó el cabello húmedo de la cara, luego dirigió la mirada hacia el barco del caos, que aún daba vueltas en el vórtice.

—No nos teletransportaremos lejos —le dijo con una expresión amenazadora en la mirada—. Ahora no, cuando estamos tan cerca.

—No —suspiró Pharaun—. Supongo que no. Pero para ser franco, no estoy seguro de qué hacer. La tormenta es mágica. Si es un conjuro, es poderoso… y permanente. Ni yo sería capaz de controlar tal volumen de agua; lo que significa que cualquier conjuro que lance no será lo bastante potente para disipar la tormenta.

Valas se rascó la cabeza.

—¿Podríamos sacar el barco? —dijo con voz pensativa.

—Es posible —dijo Pharaun, pensando en voz alta—. O más bien, el uridezu podría. Pero aunque sea capaz de disipar la magia que paraliza al demonio, aún nos queda el tema de vincularlo a mi voluntad.

—Eso es fácil —espetó Quenthel—. Saca al demonio con uno de tus conjuros.

Pharaun suspiró. El conjuro que mencionaba Quenthel era innecesario. El de vínculo llevaría al demonio a cubierta. El problema estaba en el barco. Imaginó que estaría encallado en la orilla o quizá en el fondo del lago; no medio inundado y zarandeado por el viento y las salpicaduras. Dibujar un pentagrama en cubierta sería una tarea imposible.

Había una alternativa a un diagrama mágico, pero presentaba sus problemas. Haría la imagen del demonio en miniatura, en una vitela o en forma de estatuilla. Lo último sería más fácil, tenía cera y un ópalo en sus bolsillos encantados. Pero tan pronto como pusiera la estatuilla en cubierta, el barrido de una ola lo tiraría por la borda. ¿Y cómo, en nombre de la muda Reina Araña, iba a encontrar una cadena?

Entonces recordó el amuleto que había protegido a Valas de los espectros. La cadena (que se destiñó hasta adoptar el color del plomo, un material muy adecuado) aún le colgaba del cuello.

—Si estoy en lo correcto, Valas, ¿ese amuleto ya no es útil? —dijo al tiempo que señalaba el objeto.

Valas frunció el entrecejo pero asintió.

—¿Podrías darme la cadena? —preguntó Pharaun, al tiempo que extendía una mano.

Valas obedeció procurando mantener el amuleto escondido dentro de las ropas mientras sacaba la cadena. Pharaun imaginó el porqué. A juzgar por la forma del sol, había sido confeccionado por elfos de la superficie. Aquéllos que adoraban a Labelas Enoreth, Señor de la Longevidad. Si Quenthel veía que el mercenario lo llevaba, desataría su furia. Preferiría haber perdido un aliado valioso con los espectros antes que admitir que un amuleto creado por escoria de la superficie era algo más que una abominación.

Cuando Valas le entregó la cadena a Pharaun, Danifae se acercó a la pared de hielo. Su aliento formaba volutas en el aire frío.

—Cuidado —advirtió Pharaun—. No toques el hielo con la lengua.

Danifae le lanzó una mirada desdeñosa, luego señaló la tormenta del exterior con un gesto de la cabeza.

—Si quieres vincular al demonio, será mejor que empieces ya —le dijo—. El vórtice empieza a alejarse.

Pharaun asintió, y acuclillado, empezó sus preparativos. De los bolsillos del piwafwi sacó un pedazo de cera de abejas que recogió en Menzoberranzan meses antes, de un comerciante del mundo de la superficie, y un ópalo negro tan grande como la uña de su dedo meñique, atravesado de vetas rojas. Calentó la cera con las manos y esculpió la masa: los brazos, las piernas, la cola y el hocico de un demonio uridezu. La escultura era rudimentaria, pero sería suficiente. Le abrió el pecho con una uña, empujó el ópalo dentro y luego tapó la gema. Enrolló la cadena de Valas alrededor de una de las patas de la estatua, asegurándola al unir dos eslabones.

—Ya está —dijo, al asentir satisfecho por la cadena que mordía un poco el tobillo de la estatuilla—. Esto debería retenerlo lo suficiente para llevarnos al Abismo.