Capítulo treinta

Cuando Ryld vio el objeto de metal que sobresalía de la nieve, pensó que eran más despojos de la batalla. Corroído y lleno de agujeros negros, el broche parecía antiguo. Entonces, la forma de la pieza le llamó la atención. Se inclinó para recogerlo y se estremeció cuando alguna sustancia del broche irritó sus manos. Lo sujetó por los bordes, lo olisqueó y captó un olor acre. ¿Ácido?

Al darle la vuelta al broche confirmó sus sospechas. Sólo unas partes parecían antiguas. El dorso del broche estaba incólume, y partes del metal aún estaban pulidas. No era un vestigio de la batalla.

Lo miró de cerca, intentando discernir qué dibujo tenía en el anverso. Al confirmar sus temores, lo recorrió un escalofrío.

Era el broche de Halisstra, la insignia que la señalaba como hija noble de la casa Melarn. Algo debía de haberla sorprendido en la llanura azotada por el viento. ¿Llevaba el broche en el piwafwi? Si era así, aquello que había envejecido el broche debía haberla herido.

Buscó en el suelo con cuidado y no vio los normales signos de lucha. Dos profundas huellas y una marca del ribete del piwafwi mostraban que Halisstra se acuclilló un rato y una confusa superposición de pisadas revelaba que se volvió con rapidez, pero no había más marcas en la nieve.

¿La atacaron desde arriba? Imaginó que un dragón negro se precipitaba sobre Halisstra, atacándola con el aliento ácido, y se estremeció. Pero, no, ésa no parecía ser la respuesta. Aparte de las huellas de Halisstra, la nieve no mostraba más pistas. El aleteo la habría revuelto con la corriente descendente, y el aliento de un dragón negro habría dejado marcas de salpicaduras.

Tendría que ser un fantasma (o algo similar al oficial que había encontrado) o alguna criatura incorpórea que la había asustado. Fuera lo que fuese, parecía que sólo había tocado el broche. Halisstra se había alejado a pie en línea recta hacia el sur. Las huellas que había dejado eran iguales que las de antes, normales, sin ninguna característica especial.

No…, no del todo. A un paso a la derecha de las huellas había una línea irregular de agujeros en la nieve, como si goteara algo, aunque no era sangre, descubrió aliviado al inclinarse para examinarlo. No había restos rojos, y las gotas eran pequeñas. Al inclinarse más, olisqueó y captó el mismo olor acre. Con cuidado, tocó uno de los agujeros con un dedo, lo dejó allí un momento y luego lo retiró de una sacudida cuando notó un pinchazo.

Ácido.

Sacudió el dedo mientras reflexionaba. Si Halisstra se había topado con un espíritu malévolo, desde luego tenía una extraña forma de manifestarse. Una vez se encontró un fantasma que dejaba manchas de sangre por donde andaba, el fantasma de un hombre al que degollaron. ¿El espíritu al que se enfrentaba Halisstra, si es que lo era, murió debido al ácido?

En cualquier caso, Halisstra lo había seguido. Las huellas se superponían a los agujeros en varios lugares. Apesadumbrado, siguió las pisadas.

No iban muy lejos. Unos quinientos pasos después divisó un agujero enorme en el suelo nevado. De tres pasos de ancho, parecía abierto desde abajo. Lo rodeaban unas piedras dispersas y tierra suelta. Las huellas conducían hasta el borde del agujero, se detenían, y continuaban, como si hubieran descendido a sus profundidades. El rastro de gotas también llevaba al borde del agujero.

Desenfundó a Tajadora y se arrastró mientras estudiaba el terreno. El agujero se inclinaba en un ángulo suave. Las marcas de la nieve mostraban dónde había pisado Halisstra, pero las gotas acababan en el borde. El fantasma no la había seguido al interior.

De cuclillas, el maestro de armas usó la punta del arma para tocar los restos que rodeaban la abertura. La tierra estaba helada. El pozo había sido abierto hacía tiempo.

Inclinó la cabeza para escuchar, pero si Halisstra se movía por allí, en las negras profundidades, era imposible oírla por encima del gemir del viento. La nieve empezaba a caer otra vez. Los copos caían como plumas sobre su cabeza, luego se fundían y el agua helada le bajaba por el cuello. La coraza estaba fría incluso sobre la túnica acolchada y los guardabrazos rechinaban. Al menos el túnel lo cobijaría del viento y la nieve.

Descendió con cautela. El hielo de la primera docena de pasos impedía pisar con firmeza, pero después se ensanchaba y el suelo estaba despejado. Cuando su vista se aclimató a la oscuridad, vio que se bifurcaba. Un camino iba a la derecha, el otro hacia abajo.

Al saber que el único modo de levitar de Halisstra era el broche, escogió la izquierda. Se tranquilizó al ver en el suelo, un paso o dos más tarde, seis cuentas que formaban un triángulo, señalando el túnel. Halisstra había tomado ese camino y dejado una marca para salir.

Ryld caminó con energía durante un rato, siguiendo un rumbo más o menos horizontal, pero no en línea recta. El tubo serpenteaba de un lado a otro en una serie de giros amplios, que a menudo se doblaban sobre sí mismos. En cada una de esas bifurcaciones se detuvo, buscó con cuidado y encontró un triángulo de cuentas. Gracias a las marcas ganó tiempo.

Al final la caverna se convirtió en una línea recta durante casi mil pasos, para acabar, de pronto, en un recodo descendente en un ángulo pronunciado. Allí se detuvo. Intentaba dilucidar qué habría creado un túnel tan sinuoso. Había visto que Pharaun usaba un conjuro para horadar un túnel por la piedra, pero el resultado final era un óvalo recto como una lanza, cuyas paredes eran muy pulidas. El túnel por el que seguía a Halisstra era redondo, y más accidentado, con ocasionales nichos dentados (parecía como si algo hubiera mordido la pared) y el suelo estaba cubierto de piedras. Al inclinarse para examinar una de ellas, vio que eran redondeadas, como las de un río, pero llenas de perforaciones y mezcladas con trozos de metal (fragmentos de armaduras del campo de batalla) que parecía que los hubieran metido en un cubo para pulir piedras, lleno de ácido en vez de agua. Los bordes del metal eran suaves, aunque estaban muy perforados y se desmenuzaban cuando los pisaba.

Se enderezó de nuevo y aferró a Tajadora con más fuerza. La caverna no la habían creado con magia. La había excavado una criatura. Rezó para que fuera un antiguo sendero, inacabado, pero el persistente olor a ácido le decía lo contrario, y que se hiciera más intenso cuanto más se adentraba no presagiaba nada bueno. Si lo que imaginaba sobre la criatura que había hecho el túnel era verdad, Halisstra no debería enfrentarse a ella en solitario.

Descendió por la cuesta con cautela. Al principio se movía despacio, consciente de que por diminuto que fuera el movimiento de piedras causado por un paso en falso alertaría a la criatura de su presencia, pero a medio camino sus oídos captaron un débil ruido: el sonido de una mujer cantando.

Se le aceleró el corazón cuando reconoció la voz de Halisstra. Lanzaba uno de los conjuros de bardo, pero ¿por qué? ¿Se preparaba para lo que vendría o ya la atacaban? Se apresuró, sin importarle que sus pies resbalaran.

Al frente, el fondo del túnel daba a un espacio más grande, una caverna que parecía formada por el mismo túnel enrollado sobre sí mismo. La parte del suelo que veía Ryld estaba salpicada de charcos, y el olor a ácido era intenso.

Momentos más tarde, se acercó al fondo de la cuesta y vio que la conjetura era correcta. En un extremo de la caverna había un enorme gusano púrpura, más grande de lo que esperaba, quizá de unos treinta pasos de largo. Estaba enrollado como una serpiente, con la cabeza levantada y la boca abierta, con el ácido goteando de unos colmillos como dagas. Halisstra estaba delante, espada cantora en mano, con la mirada clavada en el monstruo y le daba la espalda a Ryld. El hechizo que cantaba parecía funcionar. El gusano se balanceaba al ritmo de la tonada. Los ojos diminutos, con la mirada perdida. Ryld sintió admiración. Halisstra era el epítome de la fémina drow: fuerte y audaz, capaz de manejar cualquier situación.

Evitó perturbar el conjuro y se detuvo. Se las compuso para hacerlo sin ruido, pero cuando dio un paso en la habitación se le torció el tobillo al romper con el pie una piedra debilitada por el ácido. Resbaló dentro de un charco fresco de ácido —por fortuna, la bota de cuero lo protegió—, pero el leve chapoteo alertó a Halisstra de que ya no estaba sola en la caverna. Volvió la cabeza rápidamente para ver quién era y una expresión de sorpresa le cruzó el rostro. No paró de cantar, pero la pérdida momentánea de contacto visual con el gusano púrpura rompió el conjuro. El monstruo sacudió la cabeza de un lado a otro, lanzó escupitajos de ácido en todas direcciones, lo que acabó de romper los efectos del hechizo y atacó.

Se abalanzó con la boca abierta sobre Halisstra que apenas tuvo tiempo de levantar la espada y hundirla mientras su cabeza y hombros desaparecían en la boca del gusano.

Ryld dio un salto al frente, al tiempo que gritaba para llamar la atención de la criatura. Vio que la punta mellada de la espada cantora salía por debajo del ojo, pero al gusano no pareció afectarle la herida. Aunque corrió a toda velocidad gracias a las botas mágicas, el gusano era más rápido. Como si de una cortina se tratara, la boca continuó su descenso sobre Halisstra, engulléndola hasta las rodillas. Entonces las terribles mandíbulas golpearon el suelo a cada lado de las botas de Halisstra… y se cerraron.

Ryld llegó al lado de la criatura un instante más tarde. Descargó Tajadora con toda la fuerza que pudieron reunir sus brazos musculosos, intentó cercenar la cabeza de la criatura, pero en ese instante oyó el grito ahogado de Halisstra en el interior de la garganta del gusano y vio un bulto que bajaba cuello abajo. Preocupado porque también cortaría a Halisstra en dos, giró la espada a mitad del golpe. La hoja alcanzó un anillo del gusano e hizo un corte profundo en la piel y expuso su carne rosada.

El gusano se retorció de dolor y se desenrolló con tanta velocidad que chocó con Ryld, que salió disparado hacia atrás. Cualquiera que no fuera maestro de Melee-Magthere habría caído de espaldas, pero lo habían entrenado para mantener el equilibrio. Una de las primeras cosas que aprendió fue a caer y a usar pies, rodillas y codos para ponerse en pie.

Mientras el gusano continuaba revolcándose, rodó hacia atrás y saltó para descargarle otro golpe al monstruo en otra parte del cuerpo. Cuando la cabeza se volvió para morderle, Ryld hizo lo inesperado. Saltó hacia atrás y levitó.

La boca del gusano mordió en el lugar en el que estaba un momento antes, los colmillos se hundieron en el suelo de piedra. Un instante después la cabeza se retiró de nuevo, arremetiendo hacia arriba con la boca abierta. Ryld disipó al instante la levitación y descendió al suelo. Aterrizó con las piernas flexionadas y saltó a un lado. El breve vistazo a la boca y la garganta del gusano (que estaban vacías) le dijo que sus temores se habían cumplido: el monstruo se había tragado a Halisstra.

La rabia se apoderó de él, más fuerte y más fiera que en cualquier otro combate. Se descubrió aullando con voz angustiada y los ojos arrasados en lágrimas.

—¡Halisstra! —gritó.

Se precipitó hacia adelante y acuchilló el cuello del gusano. Sólo si lo mataba rápido, tendría tiempo de liberarla antes de que los ácidos digestivos del gusano la mataran; acabaría desfigurada, pero viva. Y eso era lo que importaba.

Mientras aullaba con cada golpe, abría profundas heridas en el cuerpo del gusano. La criatura tuvo la suficiente inteligencia (instinto por lo menos) para echar la cabeza y el cuello hacia atrás y mantenerlos fuera del alcance de la espada, pero con cada herida en el costado se movía más lento. Ryld, animado, aumentó el ritmo de los ataques, consciente de que cada momento que pasaba reducía las posibilidades de Halisstra. En una acción incoherente, el gusano bajó la cabeza, lo que le dio un blanco claro. Ryld se acercó, pero un instante más tarde se dio cuenta de que era una astuta finta.

Mientras saltaba para atacar, el gusano azotó la cola, revelando un aguijón que no había visto antes. El aguijón rozó la parte baja de la coraza de Ryld y se hundió en su estómago con la fuerza de una puñalada, clavándose en el intestino. Casi cegado por la repentina oleada de dolor, Ryld trastabilló hacia atrás, apartándose del aguijón. Durante dos o tres pasos se las arregló para apoyarse en Tajadora, pero con el dolor de la herida llegó una onda agónica que era como el fuego, y en un instante llegó de sus entrañas hasta las puntas de los dedos. En ese momento terrible descubrió que estaba envenenado. De pronto, dejó caer la espada por lo débil que estaba.

Oyó el tenue ruido metálico al chocar con la piedra, a través de unos oídos ensordecidos por los latidos de un corazón a punto de estallar. El dolor era tan intenso que parecía que le hubieran llenado el intestino de agua hirviendo. Cayó al suelo y apenas consiguió detener la caída con un brazo extendido. Mientras se agarraba el estómago con la mano libre, levantó la cabeza, despacio, con intención de mirar al gusano antes de que se lo tragara entero.

Al menos, pensó, mientras el veneno martilleaba sus sienes, pagaría con su vida por haber provocado la muerte de Halisstra. Moriría junto a ella…, una muerte lenta y dolorosa era lo que se merecía.

Para sorpresa suya, vio que el gusano no continuaba su ataque, sino que se había retirado hacia la pared más alejada. Debía haberle hecho más daño del que esperaba. Entonces, horrorizado, vio cómo se formaba un bulto en un costado del gusano y luego desaparecía. Sólo lo podía haber causado una criatura en su interior.

¡Halisstra! ¡Aún estaba viva!

Vio que la punta de la espada cantora aún sobresalía de debajo del ojo del gusano y se dio cuenta de que Halisstra no tenía nada con lo que salvarse.

Intentó levantarse, alcanzar a Tajadora, pero descubrió que el cuerpo ya no lo obedecía. Cada respiración sólo incrementaba la exasperante agonía en sus entrañas, y el aire que lo rodeaba parecía teñido de gris. El brazo que usaba para sostenerse se dobló, y el suelo le golpeó la cara. La roca, que apenas notó, tenía un tacto frío contra su ardiente mejilla.