Valas se dio cuenta de que la tensión que sentía en los hombros disminuía un poco cuando la familiar oscuridad lo envolvió. La irritante luz solar quedó atrás al doblar el tercer recodo del túnel. Aún olía el aroma penetrante y terroso de las hojas húmedas que le recordaba que los Reinos de la Superficie estaban encima; pero el aire que lo rodeaba ya daba sensación de limpio. Mientras descendía por la tortuosa fisura notó que la vista se le acomodaba a la oscuridad. La picazón del brillo de la luz del sol había desaparecido, lo que le permitió abrir los ojos y usar la infravisión por primera vez en muchos días.
Quenthel y los demás lo seguían en columna. Enmudecieron por instinto nada más dejar atrás la luz del sol. Incluso la parte superior de la Antípoda Oscura podía ser peligrosa para el incauto, y ese túnel era territorio desconocido. Aunque comparados con Valas, no se movían en silencio. A su espalda, oía el chirrido de la armadura contra la roca cuando alguien conseguía pasar por un punto donde el túnel se estrechaba, obligándolo a pasar de lado. Un momento después oyó el ruido de una bota y un suspiro cuando una de las féminas perdió pie. Se volvió y empezó a hacer señas para que se movieran con más cuidado, pero bajó los brazos cuando descubrió que era Quenthel quien había resbalado. Danifae había vuelto a la retaguardia del grupo, justo delante de Ryld; aunque Valas estaba seguro de que no era por los potenciales peligros que había al frente. Como no estaba Halisstra, tenía que vigilar a sus compañeros.
¿Por qué te detienes?, dijo Quenthel en el lenguaje de signos. Sigue adelante.
Una de las víboras del látigo siseó.
Valas asintió y encabezó la marcha por el túnel una vez más. Como antes, Pharaun estaba a su espalda, y miraba continuamente a Valas como si buscara algo. Ryld, por otro lado, vigilaba el camino que dejaban atrás. Siempre que Valas cruzaba una mirada con él, el maestro de armas le indicaba por señas que le parecía que alguien los seguía. Valas nunca lo había visto tan nervioso.
Las dos primeras ocasiones en las que Ryld hizo eso, Valas fue hacia atrás para comprobarlo, pero no vio nada; no se oía nada, no había signos de persecución. En lo sucesivo pasó por alto las ansiosas miradas de Ryld.
Puesto que Halisstra se dirigía a Menzoberranzan, sólo quedaban seis. Valas pensó que había sido una decisión imprudente por parte de Quenthel. Dudaba que Halisstra lo consiguiera sin la ayuda de la magia de Lloth. Pero, sin duda, Quenthel pensaba lo mismo. Lo más probable era que quisiera eliminar a una sacerdotisa que ganaría prestigio por descubrir lo que le sucedió a Lloth; eso si podían volver de la Red de Pozos Demoníacos.
Por milésima vez desde que Quenthel anunciara el plan para que Pharaun invocara a un demonio, Valas se preguntó cómo iba a ayudarles eso. Con toda probabilidad, el demonio se volvería contra ellos y se los comería sin indicarles el camino.
Se recordó que el destino de un mercenario no era preguntarse el cómo, sino actuar… y hacer una reverencia. Por eso les dejaba hacer. Mientras avanzaba con cautela hacia la desconocida oscuridad, con Pharaun pisándole los talones, Valas manoseó uno de sus amuletos mágicos prendidos de su camisa (su moneda de dos caras, la de la suerte), con la esperanza de que le diera el margen necesario cuando el demonio se volviera contra ellos, pues estaba seguro de que lo haría.
Halisstra estaba en el risco que dominaba el templo en ruinas, con la mirada en la lejanía. Los demás habían descendido hacia la Antípoda Oscura un rato antes, y el sol se hundía en el horizonte, pintando las sombras de las nubes de rosas y dorados. Aunque le lloraban los ojos al contemplar el ocaso, miraba fascinada; observaba cómo el naranja se tornaba cada vez más oscuro, del rojo al púrpura, contemplando cómo se formaban nuevos dibujos cada vez que los sesgados rayos de la luz del sol acariciaban las nubes en un ángulo diferente. Empezaba a comprender por qué los habitantes de la superficie hablaban con fascinación de las puestas de sol.
Mientras el bosque se oscurecía, empezó a ver en la oscuridad. Vio pájaros que revoloteaban entre las ramas y oyó el batir de un montón de alas cuando una bandada voló hacia el risco. Había oído que las criaturas de la superficie seguían el ciclo del día y la noche. Le sorprendió que la iluminación de Ched Nasad, controlada mediante magia y el famoso pilar de Menzoberranzan, Narbondel (usados para marcar el paso del día y la noche), fueran vestigios de un tiempo lejano en el que los drows aún vivían en la superficie. ¿Acaso la casa Jaelre oyó un llamamiento (que otros drows aún no oían), cuando volvió a la superficie, y abandonó el culto a Lloth?
La bandada de pájaros se había acercado y cubría las copas de los árboles que había bajo el risco, emitiendo extraños lamentos sibilantes. Uno de ellos se elevó por encima de la copa de los árboles. Sus alas batían tan rápido que no se distinguían bien. Sólo cuando estuvo a pocos pasos reconoció al pájaro. El cuerpo lanudo, las ocho patas, el pico largo en forma de aguja. No se había percatado hasta entonces del peligro mayor por cuanto no era sólo una criatura la que volaba hacia ella como una flecha, si no docenas.
—Lloth ayúdame —susurró Halisstra—. Estirges.
Estaban demasiado cerca para usar la ballesta. Mientras desenvainaba la espada de Seyll, Halisstra se dispuso a enfrentarse a la amenaza. Advirtió que su cota de malla no sería de mucha ayuda: los picos delgados como agujas de las estirges se colarían entre los anillos.
Cuando la primera descendió para atacar, Halisstra blandió la espada. Aún le costaba dominarla. Era más pesada que la espada a la que estaba acostumbrada. Sin embargo, el golpe la partió en dos.
Entonces media docena de aquellas criaturas se lanzaron sobre ella.
Durante unos momentos de desesperación, las apartó, matando a dos más con la espada y aplastando la probóscide de una tercera con un golpe de la rodela de acero que llevaba en el brazo izquierdo.
Sintió un dolor punzante en el hombro izquierdo cuando una estirge le picó. Un momento después, otra hundió su pico en la parte de atrás de su rodilla izquierda. Trastabilló. Al agacharse fue capaz de evitar la estirge que se lanzaba hacia su cuello. Se volvió y la alcanzó con la espada.
Agarró la estirge que llevaba clavada detrás de la rodilla. Apretó… y oyó un satisfactorio crujido cuando el hinchado diafragma de la criatura reventó. Después lanzó el cuerpo y apenas notó la salpicadura de sangre que le manchó la mano enguantada. Mientras tanto, la del hombro seguía chupando.
Descendieron en masa, y cuatro más se le hundieron en la carne. Una se clavó profundamente en su brazo izquierdo, dos en la pierna derecha, y la cuarta en el hombro, junto a la que ya extraía su sangre. Mató dos más con la espada, que con el aire que pasaba por los agujeros de la empuñadura producía ruidos discordantes, como una flauta mal tocada. Halisstra, que perdía fuerza a pasos agigantados mientras las estirges la sangraban, se estremeció cuando advirtió que podría morir. Lloth ya no velaba por ella, no la bendecía con la magia que necesitaba para alejar a aquellas infectas criaturas. El único conjuro de bardo que afectaría a tantas criaturas a la vez requería un instrumento como medio arcano; y apenas era capaz de tocar una tonada con la lira y luchar al mismo tiempo.
Entonces se dio cuenta de algo. Quizá había otro instrumento, cerca de la mano…
Abandonó sus intentos de atacar a las estirges, había demasiadas. Invirtió la espada de Seyll y se llevó la empuñadura a los labios. Cerró los ojos y sopló en la empuñadura, mientras tapaba los agujeros con los dedos para que la fuerza del aire escapara por un único orificio. Aunque cayó de rodillas por la pérdida de sangre, sintió que la magia fluía por sus labios hacia la empuñadura y salía por el agujero en un estallido penetrante. Le silbaron los oídos y quedó ensordecida cuando una sola nota (dulce, alta y muy fuerte) hendió el aire. A su alrededor, las estirges se desplomaron cuando las alcanzó el estallido mágico. Las que estaban en su cuerpo languidecieron, se quedaron inertes durante un momento, luego se desprendieron de su carne y cayeron.
Durante el silencio que siguió sólo oía el sonido de su respiración. Abrió los ojos y vio docenas de estirges en el suelo, algunas de ellas aún se movían. Agarró a la más cercana y la apretó. La sangre (su sangre) manchó sus guantes al reventar el cuerpo. La dejó caer, continuó con la siguiente, y las mató una por una. Luego se sacó los guantes manchados de sangre y los tiró a un lado.
Después de todo, quizá la superficie no fuera un lugar de bellezas.
Entonces se dio cuenta de que algo había alborotado a las estirges, algo que se movía por el bosque, hacia el risco donde estaba. Se agazapó y se arrastró hacia la escalera, en busca de un lugar donde esconderse.
Valas hizo una señal al grupo para que se detuviera cuando el túnel, que serpenteaba hacia las profundidades de la Antípoda Oscura, desembocó en un revoltijo de rocas que descendían a una caverna de tamaño medio donde relucía un profundo estanque de agua. Pharaun profirió una risa ahogada, rompiendo el silencio.
—Perfecto —suspiró.
—Mantente callado —lo reprendió Valas, pero Pharaun soltó una carcajada.
—Dentro de nada oiremos retumbos —dijo el mago con un guiño. Entonces llamó a los demás, que estaban más arriba, donde Valas no los veía—. Matrona, he encontrado un lugar que será perfecto. Prepara a Jeggred.
Valas oyó que Quenthel ordenaba a Jeggred que se arrodillara y luego el sonido de una daga al ser desenvainada. Pharaun, mientras tanto, puso una mano en el hombro de Valas.
—Perdona —dijo—. Necesito pasar.
Valas aún no estaba seguro de lo que hacía el mago, pero se apretó contra la fría piedra y permitió que Pharaun entrara en la caverna. Pharaun metió la mano en un bolsillo de su piwafwi y sacó un diminuto cono de cristal. Se arremangó y dirigió el cono hacia el agua.
—¡Chalthinsil! —gritó, mientras su grito llenaba la caverna.
En ese mismo instante surgió un haz de frío del cristal que formó un remolino de escarcha. El frío mágico alcanzó el estanque y lo convirtió en hielo. El remolino persistió un poco más y cubrió las paredes y el techo de la caverna con centelleantes cristales de hielo. Entonces se desvaneció, dejando un frío en el aire que hizo que Valas temblara.
Pharaun devolvió el cono de cristal al bolsillo de su piwafwi.
—Perfecto —dijo, mientras miraba el hielo—. Bonita y suave. Justo el lugar sobre el que hacer un dibujo. —Volviéndose, gritó—: Quenthel, estoy preparado.
A su espalda Valas oyó el siseo de una de las víboras del látigo de Quenthel. Un momento más tarde notó el olor penetrante de la sangre. Quenthel apareció en la entrada de la caverna y le pasó una copa a Pharaun. El mago descendió por el terraplén mientras sostenía la copa en alto para que no se derramara su contenido.
Quenthel y Danifae se agolparon tras Valas para mirar. Quenthel chasqueó los dedos, y Jeggred también descendió por el túnel, mientras el vaho de su aliento se elevaba en el aire helado. Una de las manos grandes presionaba la muñeca de uno de los brazos pequeños. La sangre brotaba entre sus dedos y goteaba sobre la piedra. Un momento después, Ryld se acercó después de abandonar la vigilancia del túnel.
Pharaun ya estaba en el hielo, deslizándose por encima. Mientras los demás observaban, sacó una daga y trazó una enorme estrella de seis puntas sobre la superficie, hundiendo bien el acero. Al acabar la contempló, buscando imperfecciones.
—¿Seis puntas? —preguntó Quenthel con el entrecejo fruncido—. ¿Por qué no el pentáculo normal?
—Cualquiera puede invocar un demonio con una estrella de cinco puntas —dijo Pharaun después de encogerse de hombros—. Me gusta ser original. —Se movió alrededor del diagrama, mientras vertía la sangre en una de las líneas que había marcado en el hielo. Momentos después, levantó una mano e hizo señas—. Jeggred, ven aquí.
Después de una rápida mirada a Quenthel, que dio su consentimiento, el draegloth saltó al estanque, mientras las rocas desplazadas rebotaban cuesta abajo y resbalaban por el hielo. Cruzó la superficie helada hasta el punto donde se hallaba el mago y abrió la mano. Alargó el brazo ensangrentado a una orden de Pharaun. Éste agarró el brazo y mantuvo la copa bajo la muñeca. Cuando estuvo llena, le indicó que se tapara la herida y continuó dibujando el diagrama con sangre.
El mago tuvo que repetir el proceso dos veces más antes de que el dibujo estuviera completo. A pesar de la pérdida de sangre, el draegloth permaneció impasible todo el rato. Al final, cuando Pharaun le dijo que se alejara, Jeggred subió por la cuesta para unirse a los demás.
—Y ahora —dijo Pharaun, mientras hacía crujir sus nudillos— viene lo difícil.
De un bolsillo sacó una vela. La cortó en seis trozos. En cada uno de ellos recortó la cera para que asomara la mecha. Caminó alrededor de la estrella, hizo un agujero en cada una de las puntas e introdujo allí las velas. Luego se apartó y chasqueó los dedos. Seis llamas cobraron vida. El fuego se extendió por la sangre que había en los surcos. La sangre, que se había helado, se derritió y empezó a circular por las líneas de la estrella de seis puntas.
Valas parpadeó cuando la titilante luz amarilla afectó a su infravisión. Los muros helados de la caverna brillaron como un millón de diminutos diamantes. Las velas vacilaron, sus llamas se inclinaron a un lado. Al verlo, Valas asintió. La caverna no podía ser un callejón sin salida. Tenía que haber alguna fisura, que no se veía a simple vista, a través de la que circulaba el aire.
Con las manos extendidas sobre la estrella, Pharaun empezó a salmodiar. Mientras sus palabras reverberaban por la caverna, las llamas se consumían a una velocidad terrorífica y se fundían hasta formar charcos como de cera sobre el hielo. Sin embargo, los pabilos ardieron y al tocar el hielo, el color de las llamas se tornó azul brillante. La llama se extendió por las líneas del símbolo, y al mezclarse con la sangre de Jeggred, pasó del rojo a un púrpura mortecino.
Al elevar el cántico, Pharaun dio una palmada con las manos por encima de la cabeza. El rugido atronador que produjo casi anuló el jadeo de Valas y el gruñido de Jeggred. Por un instante, parecía que el aire helado de la caverna iba a partirse en dos. A través de la hendidura, Valas veía las nubes negras y las llamas del Abismo. En ese momento se oyó un rugido de furia e indignación cuando una enorme criatura humanoide atravesó a toda velocidad el portal entre los planos, trastabillando como si lo hubiera empujado una mano invisible. Pharaun, frente a él, se apartó un par de pasos y recuperó la compostura.
—Lo ha hecho —dijo Quenthel.
—Así es —afirmó Danifae, que parecía impresionada.
Valas se dio cuenta de que estaba agarrando su moneda de la buena suerte y al instante llevó la mano a la empuñadura de su daga.
El demonio, un glabrezu, era casi tres veces más alto que un drow y de músculos poderosos. Tenía cuatro brazos (dos con manos y dos con unas enormes pinzas) y cabeza de perro. De su cuerpo emanaba un hedor como de cuerpos podridos asándose sobre un fuego de azufre. Su piel era tan negra que era difícil ver sus rasgos, a excepción del hocico, erizado de colmillos amarillentos, y los ojos, que relucían con mucha intensidad, como si toda la furia del Abismo se arremolinara en sus violáceas profundidades.
—¿Te atreves a invocarme? —rugió con una voz que resonó por toda la caverna e hizo que se desprendieran algunas piedras que cayeron hasta el hielo—. ¡Cómo osas!
El demonio levantó las manos por encima de la cabeza, lo que pareció una parodia del gesto con el que Pharaun acababa de invocado. Unas llamas intensas brotaron entre sus dedos extendidos, llenando la caverna de una luz cegadora. Con una mirada perversa, el demonio dirigió las manos hacia Pharaun, y lanzó las llamas hacia él.
En vez de envolver a Pharaun, las llamas se detuvieron en las líneas del contorno de la estrella. Lamieron los surcos de sangre, extendiéndose de punta a punta de la estrella en un vertiginoso borrón y empezaron a apagarse. En vez de fundir el hielo la llama se congeló y se hizo pedazos con un sonido de cristales rotos.
Pharaun sonrió con displicencia.
—Belshazu, ¿has acabado? —preguntó con sequedad.
El demonio entornó los ojos.
—Sabes mi nombre —dijo con una voz que era más un rugido.
—Lo sabemos —dijo Quenthel, que estaba detrás de Valas—. Y a menos que desees quedar atrapado en la estrella por toda la eternidad, nos dirás dónde encontraremos un portal que nos lleve al Abismo. Dínoslo, y el mago te liberará.
Belshazu gruñó, cayó de rodillas y olisqueó el símbolo que lo retenía. Cuando el demonio levantó la cabeza, sus ojos se clavaron en Jeggred.
—Sangre de draegloth —refunfuñó—. Así que por eso la ramera drow se apareó conmigo. ¿Cómo se llamaba? ¿Tral? ¿Tull? No…, Triel. —El demonio escupió una flema de olor nauseabundo sobre el hielo, luego añadió con voz cavernosa—: Esa furcia.
Dirigió la mirada más allá de Pharaun, hacia el grupo. Sus ojos violetas ardían tan desafiantes que Valas sacó sus kukris.
Jeggred le devolvió el gruñido al demonio. Se puso en tensión e hizo ademán de atacar. Al instante, Quenthel agarró la melena que recorría la espalda del draegloth. Tiró de ella justo cuando estaba a punto de saltar.
—Quédate junto a mí —ordenó.
Jeggred obedeció.
Valas exhaló un suspiro de alivio, contento de que el draegloth no hubiera saltado para atacar a su padre. Si Jeggred hubiera atravesado el símbolo dibujado con su sangre, las líneas de fuerza mágica que sometían al demonio se habrían roto, lo cual era el deseo del demonio desde el principio.
Pharaun se aclaró la garganta, y el demonio clavó la mirada en él.
—Necesitamos ir a la Red de Pozos Demoníacos —dijo el mago—. ¿Dónde está el portal más cercano al Abismo?
Belshazu dejó al descubierto sus colmillos amarillentos a modo de sonrisa y bajó la mirada hacia Pharaun, como si pensara cuál de las extremidades del mago arrancaría primero.
—Aquí mismo, en esta caverna —tronó—. Justo bajo mis pies. Deja que te lo enseñe.
Volvió a invocar el fuego mágico y dirigió las llamas hacia abajo, al hielo. Como no pretendía salir de los límites de la estrella, surtió efecto. Unas enormes nubes de vapor se elevaron del hielo fundido, ocultando el lugar donde estaba el demonio. Un cráter apareció bajo los pies del demonio, y cuando el agua empezó a llenarlo, Belshazu hundió sus manos llameantes e hizo hervir el agua.
Pharaun se inclinó hacia adelante, deseoso de ver ese portal. Al tiempo, metió la mano en uno de los bolsillos de su piwafwi. Jeggred aún abría y cerraba las garras con rabia apenas contenida por el insulto a su madre. Danifae y Ryld estaban más cerca de la entrada del túnel y discutían mediante signos. Le daban la espalda a Valas, por lo que éste no podía oír lo que decían.
De pronto, Quenthel se alarmó.
—¡Pharaun, detén a Belshazu! —gritó—. Intenta…
El aviso se perdió en el furioso borboteo del vapor y el agua. Sólo Valas podía oír lo que decía la matrona porque estaba a su lado. Entonces vio lo que Quenthel señalaba: el borde del cráter en el que estaba Belshazu se abría y amenazaba con engullir la estrella. Al final, alertado por el peligro, Pharaun lo vio, pero demasiado tarde.
Con un siseo estruendoso, el contorno de sangre se hundió en el agua y desapareció.
La estrella estaba rota.
—¡Mago…, eres mío!
Con un rugido triunfal, Belshazu cruzó las hirvientes aguas hasta donde se encontraba Pharaun. Sus ojos miraban enfurecidos al mago que había osado someterlo.