Ryld caminaba trabajosamente por la llanura sin árboles. Seguía el rastro de Halisstra. Le había prohibido acompañarla, diciendo que la búsqueda de la Espada de la Medialuna era algo que tenía que acometer sola, pero no le había prohibido seguirla. Aunque no había empleado tantas palabras.
Y así le dijo adiós cuando abandonó el templo de Eilistraee. Luego se fue tras ella tan pronto como dejó de verla. Fue capaz de seguirle el rastro de cerca durante los tres días que avanzó por el bosque, pero cuando llegó al Prado del Frío, se vio obligado a retrasarse para seguirla sólo durante la noche. Incluso con el piwafwi mágico no había manera de esconderse en la llanura a plena luz del día.
Siguió las débiles huellas de Halisstra: un punto sin hielo en el suelo donde hubo una piedra, un liquen lleno de rozaduras en una roca y un fragmento cóncavo de hueso, con la tierra helada adherida a la parte inferior.
Apartó el fragmento de cráneo con la punta de la bota, mientras miraba el desolado paisaje en busca de Halisstra. Hasta donde alcanzaba la vista, el suelo helado estaba tachonado de trozos de huesos, puntas de lanza herrumbrosas, escudos y pedazos de cotas de malla tan oxidadas que las anillas se habían fundido. Era como si los restos de los ejércitos que habían luchado hace siglos se hubieran sembrado con la esperanza de levantarse algún día. Mas allí no crecía nada, salvo unos rastros de liquen en aquellas rocas que no se habían fundido por el aliento de los dragones.
Empezó a soplar un viento frío y punzante, tiraba de los extremos del piwafwi de Ryld como si de los fantasmas de los muertos se tratara. Entre escalofríos, miró en la penumbra, en busca de Halisstra. Debía de estar bastante más adelantada, pues no la veía. Se preguntó si el suelo se la habría tragado, igual que a los ejércitos. Luego se dio cuenta de que los nervios lo vencían. Ésa era la naturaleza del lugar, pensó. La combinación de huesos destrozados bajo los pies y la vastedad del cielo lo hacían sentir vulnerable, desprotegido. Si de verdad los muertos andaban por ese paisaje árido, no había lugar donde resistirlos; ningún lugar con el que defender su espalda.
Se pasó una mano por la coronilla (el pelo casi rapado había crecido y pronto tendría que afeitárselo de nuevo). Avanzó con dificultad, mientras recorría el paisaje con la mirada en busca del rastro de Halisstra. Sin embargo, unos pocos pasos después, se detuvo. Allí, a poca distancia en la dirección que había tomado Halisstra, ¿había alguien en movimiento?
No alguien, sino algo. La figura tenía forma drow pero parecía que le faltaba la mitad inferior. Veía con claridad la cabeza, los hombros y los brazos perfilados contra el punto del horizonte por el que la luna se elevaba tras las nubes, pero bajo la cintura no había más que un rastro de niebla negra, retorciéndose con el viento, como el humo de una vela apagada. No obstante, no necesitaba verle las piernas para determinar qué dirección llevaba. Avanzaba con energía, se detenía a cada momento para mirar el suelo. Con un escalofrío, se dio cuenta de que también seguía a Halisstra.
Sacó a Tajadora de la vaina y aceleró el paso. El suelo bajo sus pies se tornó borroso cuando sus botas mágicas lo impulsaron a una velocidad varias veces superior a la normal. Intentar el sigilo en un paisaje tal era inútil. Sólo contaría la velocidad para inclinar el fiel de la balanza. Eso, y la magia de su espada.
En unos momentos estuvo lo bastante cerca de la criatura para verla con claridad. El ser había sido humano. Llevaba una sobrevesta (con un blasón de un árbol estilizado) sobre la cota de mallas y un ornamentado casco plateado con una pluma blanca que le caía sobre los hombros, lo que indicaba su rango de oficial. El casco brillaba bajo la mortecina luz de la luna y las anillas de la cota de malla aún tintineaban. Al menos una parte de la criatura era corpórea, aunque dudaba de que pudiera dañarla con un arma normal. Estaba contento de tener a Tajadora; sus encantamientos lo ayudarían.
Aún estaba a doce pasos —y acortaba la distancia más rápido que un rote a la carga— cuando oyó un murmullo. No era capaz de entender las palabras, pero la emoción añadida a ellas le hizo tambalearse. Era como si se hubiera metido en un charco de agua que le llegara a la cintura. Oleadas de decepción, pena y pérdida chocaron una tras otra dentro de su pecho, y convirtieron su avance en un andar pesado.
El oficial no muerto se detuvo, luego se volvió lentamente. Era un hombre con un mostacho oscuro que enmarcaba una boca abierta y unos ojos transidos de pena. Cada detalle de la aparición gritaba desesperanza, desde sus hombros caídos hasta el modo lánguido en que asía la daga.
Cuando los ojos del no muerto se cruzaron con los de Ryld, la marea de emociones llegó hasta la mente del maestro de armas, ahogándolo en la desesperanza. Al mismo tiempo le llegó una voz telepática; pues el oficial aún murmuraba y los movimientos de la boca del oficial no tenían relación con las palabras que martillearon la mente de Ryld.
Se ha acabado, gimió la voz. Nuestro ejército ha perdido. Era nuestro deber morir en defensa de lord Velar, aunque no caímos todos. No podemos volver a él deshonrados. Sólo nos queda una opción; un camino que lleva al honor. Tenemos que ocupar el lugar junto a los que cayeron. Como ellos, debemos morir.
Las palabras reverberaron en la mente de Ryld.
Morir…, morir…, morir. Debemos morir. Tenemos que ocupar nuestro sitio junto a los otros. Es tu deber. Debes morir…
Conmocionado por la fuerza de la orden, intentó obedecer. Giró la espada y la sostuvo por la hoja con la empuñadura en el suelo, entre sus pies. Todo lo que tenía que hacer era inclinarse y la agonía acabaría. El honor, que colgaba hecho jirones como las banderas del ejército caído, le sería devuelto.
Dejó caer la cabeza, se miró las manos y la punta de la espada que sostenían. Se inclinó hasta que la hoja afilada atravesó su coraza y le pinchó el pecho, y sintió que los ojos de su oficial superior lo miraban con aprobación. Todo lo que debía hacer era dejarse caer y la derrota del ejército de lord Velar sería…
Ryld advirtió un anillo en un dedo de su mano izquierda. Con la forma de un dragón pequeño retorcido, evidentemente era una insignia de alguna clase. El ejército de lord Velar fue arrasado por dragones; ¿qué hacía ese ser con la forma de una de esas criaturas repugnantes en uno de sus dedos? No cuadraba…
No…, el anillo era lo único que estaba bien. Lo señalaba como maestro de armas de Melee-Magthere y desencadenaba una realidad. No era un oficial de algún ejército derrotado siglos antes de que naciera. Era Ryld Argith, maestro de armas de Melee-Magthere, ciudadano de Menzoberranzan.
Sacudió la cabeza con violencia, apartó los restos de la compulsión mágica. Dejó que Tajadora cayera de sus manos y sacó la espada corta, un arma encantada para el tipo de enemigo que tenía en mente. El maestro de armas avanzó de un salto y la hundió en el pecho del oficial no muerto. La hoja encontró resistencia, como si atravesara una cota de mallas sólida y carne viva, y la estocada hizo su trabajo. El oficial bajó la mirada hacia la espada hundida en el corazón (junto a la daga) y soltó un gañido. Ryld liberó el arma y se apartó.
Brotó una voluta de niebla oscura de la herida en el pecho del oficial. La sustancia humeante que era la parte inferior del cuerpo empezó a arremolinarse. En unos instantes, abdomen, pecho, brazos y cuello se convirtieron en niebla.
La cabeza fue lo último en desaparecer, y mientras lo hacía, los labios sonrieron y le devolvió una mirada alegre.
Gracias, susurró. Un instante más tarde, desapareció.
Mientras temblaba por lo poco que había faltado, observó la espada que tenía en las manos. La hoja estaba inmaculada; clavarla en el oficial no muerto no parecía haberla manchado. Miró con cuidado en todas direcciones para asegurarse de que no había más criaturas. Al no verlas, devolvió la espada corta a la vaina, recuperó a Tajadora y también la guardó. Reanudó la marcha, siguiendo el rastro de Halisstra.
«Cuanto antes encuentre la espada que busca y deje el Prado del Frío —pensó el maestro de Armas—, mejor».
Halisstra se dejó caer, exhausta, mientras los pies hacían crujir la nieve polvo que había empezado a caer justo después de elevarse la luna. Había buscado durante un día y una noche (y seguía por segunda noche) sin detenerse a descansar. Intentó lanzar varias veces el conjuro que le permitiría localizar la Espada de la Medialuna, pero no estaba segura de recordar las palabras de la canción en la cadencia correcta. Debía haber confundido un poco la melodía. O eso, o la canción estaba más allá de sus habilidades. No sintió la hormigueante certeza que le mostraría el camino hacia el objeto que buscaba. Lo único que sentía era el viento incesante y el frío que barría la desolada llanura.
Se sentó en la oscuridad, mientras entornaba los ojos en la penumbra, para echar un vistazo al objeto que acababa de sacar del bolsillo del piwafwi: el medallón de la casa. Cuando se convirtió a la fe de Eilistraee, decidió apartarlo junto al pasado, pero algo la hizo dudar. Después de todo era mágico y le permitía levitar. Pero había algo más. Tenía la sensación de que no sólo era un eslabón con el pasado si no también con el futuro.
Puso el broche a su lado en el suelo nevado, desenvainó la espada de Seyll y se llevó la empuñadura a los labios. ¿Cómo era esa melodía? Parecía extraño tocar una canción de la tradición bae’qeshel con un instrumento forjado para una sacerdotisa de la Señora de la Danza… ¿O no? ¿No era llevar las habilidades y los talentos de la Antípoda Oscura al mundo de la superficie el fin por el que pugnaba Eilistraee?
Durante un rato, Halisstra se concentró en la digitación, de vez en cuando intentaba la melodía con distintas claves y pausas, para calentarse los dedos al soplar. Aunque intentó concentrarse, la mente seguía vagando y le pesaban los párpados. Después de más de un día y medio de búsqueda constante, necesitaba con desespero la liberación que le daría el ensueño. Deseaba abandonarse, vagar por los recuerdos hasta que la calmaran, pero no cejaría en la búsqueda. Aunque estaba exhausta, dominaría el conjuro antes de descansar. Pero el frío mordiente parecía arrancar las notas y arrojarlas a la noche, esparciendo los esfuerzos como hojas secas en el viento.
Al bajar la espada cantora, Halisstra advirtió los trozos de hueso y metal herrumbroso que sobresalían de la nieve a su alrededor. Hacía siglos un ejército se había enfrentado a un enemigo que contaba con dragones entre sus aliados. A pesar de saber que los derrotarían, aquellos soldados marcharon con valentía y murieron.
Siglos más tarde, ante el apremio de una sacerdotisa muerta, estaba a punto de enfrentarse a una situación más difícil. Era una locura pensar que vencería a una diosa. Incluso armada con la Espada de la Medialuna —siempre y cuando la encontrara—, acabaría derrotada. El poder de Lloth era vasto y lo abarcaba todo. Nadie escapaba de la telaraña de destrucción y venganza. Halisstra era una insensata con sólo pensar en intentarlo.
Quizá sería mejor si no encontraba la Espada de la Medialuna.
De pronto Halisstra notó que alguien la miraba a sus espaldas. Alguien cuya respiración le llegaba con jadeos fríos.
Asustada, se puso en pie de un salto, con la espada presta. Se dio media vuelta, pero no vio a nadie. Rápido, cantó un conjuro que la permitiría ver criaturas invisibles. Los pocos copos de nieve se hicieron más nítidos cuando el aire adquirió un resplandor mágico, pero siguió sin ver nada.
Luego una figura fantasmagórica se materializó ante ella.
Era una drow, pero muy desfigurada. El cabello blanco y largo colgaba en mechones esparcidos por una calva llena de picaduras de viruela. Tenía la cara quemada, donde había estado la nariz sólo había un agujero enorme y también le faltaban los ojos. La piel había hervido con enormes ampollas en la cara y en las partes desnudas de los brazos y las piernas. El torso, por fortuna, estaba tapado por una cota de mallas, pero las anillas de metal estaban corroídas y sueltas como si las hubieran lanzado a un lago de ácido.
Aferró la espada cantora, con el corazón desbocado, deseando con desesperación empuñar un arma mejor. La figura, sin embargo, no hizo movimientos amenazadores. Se inclinó y recogió algo del suelo: el broche. Mientras lo hacía, el medallón que colgaba de una cadena de metal en su cintura osciló. Igual que la cota de malla, estaba ennegrecido y picado, pero Halisstra vio un débil trazo del dibujo grabado: el símbolo de Eilistraee.
Halisstra echó un vistazo a la vaina corroída; tenía la forma de luna creciente. Despacio, bajó la espada.
—Eres Mathira Melarn —susurró.
El fantasma asintió.
—Busco la Espada de la Medialuna —dijo Halisstra—. ¿Me ayudarás?
Una vez más la figura asintió con tristeza.
—¿Dónde está? —preguntó Halisstra.
El fantasma abrió la boca, pero todo lo que se oyó fue un quejido burbujeante. Le faltaba la lengua, quemada por el ácido que consumió el resto del cuerpo de la mujer. El dragón que la mató tenía que ser un dragón negro. Halisstra se estremeció al pensar en la agonía que el escupitajo de ácido le había causado momentos antes de su muerte.
—¿Puedes hacer signos? —preguntó Halisstra.
En respuesta, el fantasma dejó caer el medallón al suelo y levantó las manos que eran masas de carne quemada, con los dedos consumidos hasta el hueso. Entonces, volviéndose con rigidez, como si sufriera el dolor agónico de las heridas, hizo un gesto con un brazo lo bastante claro: «Ven».
Halisstra miró la insignia de la casa y vio que el tacto del fantasma la había dejado negra. No quiso tocarlo, lo dejó donde estaba y siguió al fantasma.