Capítulo veintiocho

Valas esperó, con un kukri en cada mano, en el extremo del túnel que Pharaun acababa de excavar con la magia. Pulido y un poco ovalado, el túnel no era lo bastante alto para que Valas estuviera de pie. Tenía los hombros encorvados, y su pelo tocaba la piedra, caliente por la magia.

Pharaun, un paso detrás, salmodiaba, con las semillas que eran el componente material del conjuro entre el dedo índice y el pulgar. El mago se preparó bien durante los cuatro días que les costó alcanzar la parte de la Antípoda Oscura que quedaba debajo de Myth Drannor. Ya había lanzado el conjuro varias veces, extendiendo el túnel hasta que midió más de cien pasos de largo. Si el ladrón que le habló a Valas del portal había sido preciso en su estimación, la distancia entre el pasillo y la cámara a la que pretendían llegar era mínima. El siguiente conjuro debería bastarles.

Cuando Pharaun completó el conjuro, tiró las semillas al final del túnel y señaló con el dedo, mientras Valas se sujetaba con fuerza. La roca brilló y luego pareció fundirse, revelando una habitación muy grande. Una ráfaga de aire rancio bajó por el túnel, transportando olor a polvo y carne reseca.

Quieto como una araña, Valas gateó y echó un vistazo a la antigua cámara del tesoro. Era, como había descrito el ladrón, inmensa. De forma circular, quizá tendría unos ciento cincuenta pasos de diámetro y cincuenta de altura, con un techo abovedado de intrincados mosaicos. Éstos, formados por piedras pulidas, muchas de ellas semipreciosas, representaban unos dioses de los elfos de la superficie, arco en mano, con las flechas preparadas. Partes del mosaico habían caído en puntos en los que las raíces sobresalían del techo y el mosaico se había abombado. En el suelo había trozos de piedra y tierra diseminada. Los dioses que quedaban en el mosaico miraban con seriedad la habitación vacía como si estuvieran enfadados por su ruinoso estado.

Al nivel del suelo, a cinco pasos bajo el túnel en el que se agazapaba Valas, había tres puertas, a la misma distancia unas de otras. La que estaba debajo y a la derecha de Valas estaba arrancada. Así fue como habían entrado el ladrón y sus compañeros, después de vérselas con un pasillo con más trampas que huevos en un nido de arañas. Con sensatez, Quenthel (o más bien Pharaun, que la disuadió con sutilidad) decidió no intentar esa ruta.

Valas observó la oscura cámara, mientras escuchaba con atención. De los espectros no había rastro, pero eso no era raro, atravesaban paredes y podían aparecer en cualquier momento. Ni tampoco había signos de los cuerpos de los compañeros del ladrón. De nuevo, eso no era sorprendente. Convertidos en zombis, era probable que salieran por la puerta rota en busca de carne fresca, para acabar cortados en rodajas por las trampas de cuchillas que erizaban el pasillo. Su hedor, sin embargo, perduraba en la atmósfera.

Al mirar el techo de nuevo, vio un cráneo metido en la maraña de raíces de árbol. La cámara debía estar construida bajo un cementerio. Los elfos de la superficie eran conocidos por plantar árboles sobre las tumbas de sus muertos. Con todos los cuerpos descompuestos que descansaban sobre el techo, no era de extrañar que los espectros se sintieran atraídos por el lugar.

Pharaun se acercó a Valas y miró la cámara.

¿Ves algo?, señaló el maestro de Sorcere.

Valas se pasó las dos dagas a una mano.

No veo signos de los espectros… ni del portal, contestó después de negar con la cabeza.

Si está aquí, pronto lo verás, respondió Pharaun con signos.

El mago empezó a susurrar las palabras de un conjuro. Hizo un pase con la mano, con la palma hacia la sala. Un momento después empezó a brillar un círculo púrpura en el centro de la habitación.

Allí, indicó.

Valas tomó nota mental del punto, y continuó vigilando y a la espera. Puesto que la magia había alterado el aire de la cámara, los espectros aparecerían mucho antes. Si es que la historia del ladrón era cierta.

El tipo había aseverado que la cámara aún contenía tesoros (algo que Valas no dijo a sus compañeros, pues los habría distraído de su misión), pero la habitación estaba vacía. Quizá el ladrón también había mentido sobre los espectros. Ni la repentina aparición de un túnel tallado con magia en una pared de la cámara ni el conjuro que acababa de lanzar Pharaun los había atraído. Si hacía tiempo los espectros habían vagado por ese lugar en el que los dioses fruncían el entrecejo en un silencio pétreo, parecían haberse ido.

Pero eso no significaba que Valas no tomara precauciones. Colgado alrededor de su cuello, en una delicada cadena de oro, tenía un amuleto confeccionado por los elfos de la superficie con la forma de un sol dorado. Se lo sacó de debajo de la armadura, le dio un beso y luego dejó que colgara, sin hacer caso de la expresión de sorpresa de Pharaun. Si aparecía algún espectro, lo protegería.

Durante un rato, al menos.

Tú y los demás tenéis que correr hasta allí, señaló Valas. Corred al principio y saltad, deberíais ser capaces de levitar hasta el portal sin tocar nada de la sala. Yo usaré mi amuleto para dar el salto. Con suerte, los espectros (si es que los hay) no sabrán que hemos estado aquí.

Te olvidas de que Danifae no puede levitar, señaló Pharaun.

Valas se quejó en voz baja. ¿Era el único capaz de pensar?

Usa uno de tus conjuros con ella; el que te permite saltar como una pulga. Será capaz de llegar al portal con uno o dos saltos. Hizo una pausa. Asegúrate de que es la última. Será la más patosa. Si aquí hay espectros, los ruidos que haga los atraerán.

Pharaun arrugó el entrecejo ante el comentario pero permaneció callado. Se llevó una mano a los labios y señaló túnel abajo, donde esperaban Quenthel, Danifae y Jeggred.

—La hemos atravesado —suspiró; el conjuro transportó las palabras susurradas a Quenthel—. El portal parece despejado… y activo. Venid rápido, pero sin hacer ruido.

Valas, que aún observaba la habitación, oyó un débil tintineo como de armadura en el extremo alejado del túnel —Danifae y Quenthel en movimiento— y el tenue clic clic de las largas uñas de los pies de Jeggred. Apretó los dientes, rezando para que los compañeros aprendieran a moverse en silencio, y pronto. Entonces el ruido cesó y se oyó un gruñido.

A punto de acabársele la paciencia, Valas se dio media vuelta, con una blasfemia en los labios. Vio que Quenthel se acercaba, delante de los demás. Danifae estaba justo detrás, pero Jeggred se retrasaba varios pasos y miraba hacia atrás, entre gruñidos.

¡Matrona!, señaló Valas, enfadado. Dile a Jeggred que…

Antes de que finalizara, el relativo silencio se rompió por un rugido. Jeggred se lanzó hacia atrás, aullando. Un instante más tarde, Valas vio las criaturas que habían provocado el ataque del draegloth.

Dos caricaturas retorcidas que habían sido duergars, con garras tan largas como las de Jeggred y bocas erizadas de dientes afilados como agujas, los seguían. Llevaban ropas podridas, hechas jirones, y tenían el pelo enmarañado, endurecido por la mugre. Los ojos relucían con la malevolencia propia de los no muertos al mirar a los vivos. A diferencia de los drows a los que seguían, los dos zombis se movían en silencio absoluto. Al ver que los habían descubierto, corrieron para repeler la carga del draegloth.

Jeggred chocó de cabeza con el primer zombi, aplastándolo contra una pared con un poderoso tortazo, luego le abrió el abdomen de un zarpazo con el pie y lo pisó con fuerza. Cuando el hedor punzante a muerte y podredumbre llenaba el aire, el segundo no muerto se lanzó contra Jeggred y le dio un golpe en el pecho. El draegloth gruñó y apretó la mano en la zona herida (la primera vez que Valas le veía expresar el dolor en voz alta) y trastabilló. Sin embargo, un instante más tarde, se recuperó. Con un rugido, agarró la cara del no muerto con una mano y, retorciéndola con violencia, le arrancó la cabeza del cuerpo.

El primer zombi todavía se movía, gateaba con furia en pos de Jeggred mientras arrastraba las entrañas podridas. Antes de alcanzarlo, Danifae atacó, maza en mano. No había demasiado espacio para blandiría en el pasillo de techo bajo, pero consiguió descargar el arma. La bola con púas alcanzó la cabeza del atacante con una llamarada de chispas mágicas, y llenó el aire de olor a ozono. El zombi cayó y se quedó quieto.

Pharaun miró a Danifae con abierta admiración. Sostenía una diminuta bolsa de cuero, que había sacado de un bolsillo cuando atacaban los no muertos.

—Bien hecho —dijo, metiéndola en un bolsillo del piwafwi.

Quenthel miró más allá de Danifae.

—¿Hay más allí? —le preguntó a Jeggred.

Jeggred respiraba con dificultad, volvía la cabeza de un lado a otro en busca del olor de más enemigos. Mientras, Valas advirtió que estaba herido. Era poco menos que un rasguño, pero hacía que Jeggred resollara con cada aspiración. Un momento después, Jeggred negó con la cabeza.

—No —concluyó—. Sólo estos dos.

Valas carraspeó.

—Estos zombis son la menor de nuestras preocupaciones —les recordó a los demás—. Deberíamos ponernos en movimiento. El portal está aquí delante, en el centro de la cámara, a unos setenta y cinco pasos. Pharaun lo ha marcado con un conjuro. Tomad carrerilla y saltad cuando lleguéis al final del túnel, luego levitad. No toquéis nada de la habitación. Tú primero, Quenthel, luego Jeggred, mientras Pharaun lanza un conjuro sobre Danifae. Luego Pharaun, seguido de Danifae. Seré el último.

Dicho esto, se apretó contra la pared y apremió a los demás. Al mismo tiempo, escudriñaba la cámara por última vez, en busca de signos de movimiento, por si los espectros entraban mientras daba la espalda a la sala.

No fue así.

Quenthel se adelantó para echar una mirada a la cámara, después se comunicó en silencio con las víboras del látigo y asintió. Retrocedió por el pasillo, pasó ante Valas a toda velocidad y saltó. Un instante más tarde Jeggred se apresuró tras ella, agitando los brazos.

Mientras los dos bajaban hacia el portal, Valas echó un vistazo al techo. ¿Estaban los dioses frunciendo más el entrecejo? Se los quedó mirando un momento más, luego decidió que era su imaginación.

Mientras tanto, Quenthel había hecho caso omiso de las instrucciones y sobrevolaba el portal. Jeggred, que flotaba en el aire junto a ella, paseaba la mirada de ella al portal con cara de confusión.

Valas se volvió para advertir a Pharaun de que algo retrasaba a la pareja, pero el mago ya completaba el conjuro que lanzaba sobre Danifae, trazando un símbolo invisible en cada una de sus rodillas con algo que sostenía con los dedos. Al acabar, le devolvió una sonrisa de aliento, se dio media vuelta, corrió por el pasillo y saltó dentro de la cámara.

Levitó hasta detenerse sobre Quenthel y Jeggred y les hizo gestos furiosos de que atravesaran el portal. Sin embargo, Quenthel negó con la cabeza.

—Tú primero —ordenó.

Pharaun, que flotaba en el aire, cruzó los brazos sobre el pecho.

—¡Vamos, Danifae! —gritó en dirección al túnel—. Estamos esperando.

Valas sacudió la cabeza. La refriega con los zombis ya había provocado suficiente ruido y con todos esos gritos nunca oirían si se acercaban más. Con impaciencia, hizo señas a Danifae de que se apresurara.

Mientras se agazapaba en la boca del túnel, se dio cuenta de que tenía las piernas articuladas al revés. Danifae dio un salto, que la llevó hasta la mitad del recorrido. Aparentaba confianza y, por lo que parecía, aterrizaría con facilidad, pero entonces, cuando estaba a punto de poner el pie en tierra, tropezó y cayó de lado. En ese momento, Valas oyó un ruido que parecía el entrechocar de unos guijarros.

Danifae acabó a cuatro patas, pero no en el suelo. Parecía que había aterrizado sobre algo que la mantenía a un brazo del suelo. Algo invisible, o algo disimulado por una ilusión. Algo que seguía moviéndose.

Pharaun también la vio tropezar. Llevó una de sus manos a un bolsillo del piwafwi, y un momento más tarde se untaba algo en los ojos mientras pronunciaba un conjuro. Mientras, Danifae intentaba ponerse en pie en la superficie cambiante, cosa que provocó de nuevo el ruido de guijarros. Pharaun mostró expresión de sorpresa.

—¡Danifae! —gritó—. Estás sobre un cofre podrido del que caen gemas, pero más importante aún, hay una varita justo a tu derecha. ¡Cógela!

—¿Una varita? —preguntó Quenthel, después de alzar la cabeza.

Danifae empezó a palpar el montón invisible sobre el que estaba. Mientras tanto, Valas sintió una creciente sensación de incomodidad. Alguien, o algo, los observaba. Una vez más dirigió la mirada al techo.

El explorador descubrió que la intuición era correcta. Los ojos de los dioses del mural eran diferentes. Un rato antes eran piedras sin brillo, pero habían empezado a brillar, como brasas.

Entonces parpadearon.

—Por los Nueve Infiernos —juró Valas en voz baja. Entonces, cuando dos pares de ojos rojos se separaron del techo y descendieron, gritó—: ¡Pharaun! ¡Quenthel! ¡Sobre vosotros…, espectros!

Jeggred fue el primero en reaccionar. Agarró los hombros de Quenthel y le dio un empujón que la mandó al suelo. Sus pies tocaron el portal y desapareció. Entonces el draegloth se volvió e intentó hacer lo mismo con Pharaun, pero el mago se escabulló, con una patada a Jeggred. El golpe mandó al draegloth al portal, y éste también se desvaneció.

Valas soltó un gruñido. Las acciones de Jeggred eran demasiado deliberadas e irrespetuosas, signo de que eran órdenes de Quenthel. Ésta le había dado instrucciones de lo que debería hacer en caso de que los atacaran los espectros y la táctica era atinada. Ella y Pharaun eran vitales para la empresa, pero los demás eran sacrificables. Pharaun, sin embargo, se imaginó lo que sucedería, y había decidido, sabiamente o no, quedarse y luchar.

El mago sacó la bolsita que llevaba antes. Con un movimiento rápido como el de una serpiente, extrajo un pellizco de polvo de diamante y lo lanzó al aire. Cuando la pareja de espectros descendió en picado para atacarlo (su posición sólo la revelaban sus ojos), Pharaun pronunció el conjuro. Incapaces de pararse a tiempo, los dos espectros se zambulleron en el polvo de diamante. Al tocarlo aullaron; un sonido hueco y agónico que provocó un escalofrío en Valas. Los ojos se desvanecieron cuando el poderoso conjuro absorbió la magia nigromántica que los sostenía.

Por desgracia, como había advertido el ladrón, había más de dos. Surgieron docenas de ojos rojos del techo y descendieron como si se tratara de pavesas de un edificio en llamas.

Al verlo, Pharaun miró a los espectros y a Danifae. Lo que pensaba lo llevaba escrito en la cara. ¿Debería salvar el pellejo y escapar por el portal o quedarse y protegerla?

El mago empezó a descender hacia el portal. Entonces, de pronto, se detuvo a mirar: no a Danifae sino algo que tenía cerca de los pies. En vez de huir, metió la mano en el bolsillo para coger otro pellizco de polvo.

La indecisión casi le costó la vida. Un espectro, sin ser visto, se lanzó en picado por detrás y, con una carcajada chirriante, atravesó su cuerpo. Cuando los ojos surgieron del pecho de Pharaun el maestro de Sorcere se estremeció. Su rostro era de un gris pizarra.

Tres espectros más descendieron con intenciones asesinas hacia Danifae. Ésta levantó la maza, afirmó los pies para recibirlos, aunque debería haber sabido que era inútil. El arma mágica detendría a uno de los fantasmales espectros, pero los otros dos la matarían un instante después.

Valas actuó gracias a sus instintos de soldado, tocó la estrella de nueve puntas prendida de su camisa y atravesó las dimensiones. Se materializó junto a Danifae justo cuando la cabeza de la maza le pasaba a un dedo del rostro y al golpear al espectro soltó chispas. Danifae perdió el equilibrio cuando el arma no encontró resistencia y trastabilló.

Al ver la oportunidad, los otros dos espectros se abalanzaron. Sin embargo, antes de arremeter, Valas dio un salto. Las botas mágicas lo impulsaron hacia arriba. Con los brazos extendidos, hundió las puntas de los kukris en los espectros. Igual que la maza de Danifae, las hojas atravesaron los cuerpos de los espectros sin detenerse. La de la derecha explotó con energía mágica, pero la de la izquierda arrancó un trozo neblinoso del espectro.

Incapaz de evitar que el impulso del ataque lo desequilibrara, Valas se encontró con ambos brazos hundidos en los espectros. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, y cayó al suelo sin apenas controlar la caída. Tropezó con las gemas. Pensó que se le iba a detener el corazón cuando el dolor que lo helaba hasta el tuétano se dirigió hacia el pecho. Luego desapareció, absorbido por el amuleto, que, de pronto, se hizo más pesado.

Al haber apartado a los espectros, Valas esperó que Danifae escapara. Era lo bastante lista para darse cuenta de que Pharaun se había detenido por la varita, que sólo él veía. Tres espectros más estaban cerca de él, y los demás descendían a través del techo. Pero en vez de huir hacia el portal, Danifae se puso de rodillas y empezó a palpar el suelo.

—Protégeme —gritó a Valas, sin preocuparse de levantar la mirada.

Valas lo consideró durante un instante (prisionera de guerra o no, era una sacerdotisa de Lloth, y su palabra era ley) y negó con la cabeza.

—No hay tiempo —aulló—. ¡Salta!

Se agachó justo cuando le pasaba un espectro por encima. Invocó la magia del amuleto en forma de estrella, dio un salto entre dimensiones y llegó al portal. Se detuvo lo suficiente para ver que Danifae seguía la misma suerte que Pharaun. Su rostro se tornó gris cuando los espectros atravesaron su cuerpo. Mientras tanto, Pharaun se las compuso para despachar a otro espectro con el polvo de diamante, vaciando la bolsita.

Al levantar la mirada hacia un espectro que descendía por una maraña de raíces, Valas se dio cuenta de algo. La superficie no debía estar a más de unos pasos del techo. Después de un cálculo rápido del tiempo, se dio cuenta de que había pasado por alto una de las armas más poderosas. Señaló el techo con una de sus dagas (destripando a uno de los espectros) y llamó la atención de Pharaun.

—Hay luz diurna sobre nosotros…, ¡úsala!

—¡Ah! —exclamó Pharaun, al comprender al instante.

Llevó una mano al bolsillo. Gritó un conjuro y lanzó un pellizco de semillas al aire. Al mismo tiempo, seis espectros descendían hacia él y otros cuatro hacia Valas, con ojos relucientes. Luego, como si descorcharan una botella de vino, desapareció una porción del techo cuando el conjuro excavó un agujero. La luz del sol se derramó por la cámara. Valas vislumbró los ojos rojos a un palmo de él. Descendían a toda velocidad y de pronto desaparecieron. Parpadeó ante el brillo del haz de luz y miró en derredor. Los espectros, ahuyentados por la luz del sol, se habían desvanecido.

Cerró los ojos y soltó un suspiro de alivio. Luego bajó la mirada al amuleto del sol. El metal había perdido su dorado brillante, era de un gris plomizo y los rayos estaban fláccidos.

Valas se metió el amuleto en la túnica. El amuleto había hecho su trabajo.

Y él también.

—Me voy —le dijo a Pharaun y a Danifae—. Os podéis quedar y llenar los bolsillos con el tesoro, si queréis.

Miró al suelo y vio que la magia que señalaba el portal con luz se había desvanecido. No importaba, recordaba dónde estaba. Cuando dio un paso dentro del portal, Pharaun, la cámara y Danifae, que se había levantado y lo miraba con unos ojos que llameaban más que los de los espectros, desaparecieron.

El aire que le rodeaba era más fresco y húmedo, un cambio agradecido tras la atmósfera opresiva de muerte y polvo de la cámara. Notaba que ante él había un enorme espacio y una pared de roca a la espalda. Sacudió la cabeza para librarse del ligero mareo que le había producido viajar por el portal, y vio que Quenthel y Jeggred estaban sobre una repisa estrecha de roca manchada por guano de murciélago. Más abajo, un lago vasto y oscuro se extendía hasta donde alcanzaba la mirada, iluminado por rayos de la luz del sol invernal que atravesaban las hendiduras de la roca del techo. Era muy alto, aunque incluso a esa distancia veía los millares de murciélagos colgados. Cuando llegara el crepúsculo, todo el espacio se llenaría de ellos.

—¿Dónde está Pharaun? —preguntó Quenthel, ansiosa, cosa que confirmaba su suposición de que él mismo y Danifae eran poco más que alimento para espectros.

Jeggred, mientras tanto, olisqueó la pared de roca, y la pinchó con un dedo.

—No podemos volver atrás —gruñó—. Pharaun no nos siguió… y no podemos volver.

—Pharaun aún está en la cámara —dijo Valas.

Las víboras del látigo de Quenthel lanzaron una mirada malevolente a Valas.

—¿Lo abandonaste? —espetó Quenthel.

—¿Por qué no? Los espectros se fueron…, aunque no gracias a ti —refunfuñó Valas; entonces se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta.

Dio un paso atrás, y bajó la mirada, pero la reprimenda que esperaba no llegó. El látigo de Quenthel aún estaba en su cinturón. Ella tenía toda la atención puesta en la pared que había detrás de Valas. Su cuerpo irradiaba tensión mientras esperaba. Miraba la pared en silencio, como si quisiera que Pharaun la atravesara.

Unos momentos más tarde, Pharaun la complació al emerger del portal, junto a Danifae, cuyas piernas volvían a tener las articulaciones en su posición normal al haberse terminado el conjuro.

Jeggred le soltó un gruñido al mago, pero Quenthel lo silenció con un gesto mientras miraba el objeto que Danifae llevaba en la mano. Parecía, a los ignorantes ojos de Valas, como una ramita ahorquillada, chapada en plata, aunque Quenthel pareció reconocerla al instante.

—Una varita de localización —dijo, mientras extendía la mano en gesto de demanda.

—Lo es, matrona —dijo Danifae, con cara inexpresiva—. Se les debió caer a los ladrones que estuvieron en la cámara antes que nosotros.

Le entregó la varita a Quenthel, con una reverencia.

Quenthel acarició el cabello de Danifae en lo que Valas, si no conociera a Quenthel tan bien, habría tomado por un signo de afecto.

—Al fin, Danifae, has demostrado tu utilidad. Esto hará que encontrar el barco del caos sea mucho más fácil.

Quenthel estaba tan obsesionada por la varita que se perdió algo que para Valas no pasó desapercibido: la expresión del rostro de Pharaun. Una vez más, el maestro de Sorcere tramaba algo. Valas, que ni quería saberlo ni le importaba, se volvió y clavó los ojos en el lago. Después, al descubrir algo en la lejanía con su aguda vista, se puso rígido.

—¿Qué pasa? —preguntó Pharaun, al mirar ceñudo en la misma dirección—. ¿Más espectros?

Valas negó con la cabeza y señaló un punto distante donde los murciélagos daban vueltas por encima de una perturbación del agua.

—Algo alborota los murciélagos…, algo grande. Y se dirige hacia aquí.