Uluyara escuchó en silencio mientras Halisstra describía lo que había visto en el ensueño. Al terminar, Uluyara susurró una breve plegaria y luego levantó una mano en un gesto reverente hacia el cielo nocturno. Al bajarla, miró fijamente a Halisstra, sus ojos rojos reflejaban la luz de la luna.
—Perdida… todos estos años —dijo—. Nuestras mejores escudriñadoras, unidas en un círculo no encontraron la Espada de la Medialuna…, y ahora una novicia cree que tendrá éxito donde nosotras fallamos.
A Halisstra no le gustó el tono de voz de Uluyara y se crispó.
—Sólo repito lo que me dijo Seyll —replicó—. No era una alucinación. Estoy segura de que su espíritu me habló. Creo que intentaba decirme que tendré que enfrentarme a Quenthel Baenre en combate y que necesitaré esa Espada de la Medialuna, sea lo que sea, para vencerla.
Uluyara cruzó una mirada con Halisstra, como si sopesara sus palabras.
—Si esto es una excusa para retrasar el reencuentro con tus compañeros —dijo Uluyara—, tendrías que haber escogido algo menos dramático que la búsqueda de la Espada de la Medialuna. Preferiría que fueras más honesta conmigo y que me dijeras que aún no estás preparada. Si has cambiado de idea, o tienes miedo…
—¿Miedo? ¡Cómo te atreves! ¡Soy la primera hija de una casa noble! —escupió Halisstra.
Entonces recordó con quién hablaba, y que su casa ya no existía, y se tiró al suelo a los pies de Uluyara.
—Mis disculpas, Dama Oscura —susurró, tensa, pensando en el azote que de inmediato laceraría sus hombros si hubiera hablado con tanta audacia a una de las sumas sacerdotisas de Lloth—. Era de una casa noble y no estoy acostumbrada a que se cuestione mi valentía. Se me enseñó, hace tiempo, a domeñar el miedo y a no mostrarlo nunca. Te aseguro que no tengo miedo y que no me lo invento. No tengo ni idea de lo que es la Espada de la Medialuna. Por favor, ilumíname.
—Levántate, sacerdotisa —dijo Uluyara después de suspirar, cuando Halisstra lo hizo, continuó—: Fui la primera que la llevó a la luz. Era como una hija para mí. Su muerte…
Hizo una pausa para mirar el bosque. De esa dirección venía el canto de unas mujeres, las voces de tres sacerdotisas que velaban el cuerpo de Breena en un féretro donde lo bañarían las lágrimas de la luna. La canción fúnebre parecía flotar en la brisa, acompañada por el olor limpio de la nevada reciente.
Al final Uluyara apartó los ojos y empezó a contar la historia.
—La Espada de la Medialuna se forjó hace siglos, después de que Eilistraee arrancara un guijarro de los cielos y lo lanzara a Toril. En el momento en que golpeó el suelo, creció hasta ser un peñasco. Estaba tan caliente que nadie era capaz de acercarse sin un conjuro de protección. La roca lloraba metal; metal de la luna, porque de allí venía. Si miras la luna, verás un agujero. Ése es el punto de donde Eilistraee arrancó la piedra.
Halisstra miró el astro, que se acababa de levantar sobre los árboles, con los ojos entornados. Tenía la cara picada por docenas de agujeros circulares. Los miró de uno en uno, preguntándose cuál sería.
—Allí —dijo Uluyara, mientras señalaba—. El agujero más pequeño dentro de uno más grande y oscuro. ¿Ves que los restos del más grande tienen la forma de una medialuna?
Halisstra cerró un ojo siguiendo el brazo de Uluyara y asintió al verlo.
—El metal lunar derramado se recogió y forjaron una espada con forma de medialuna —continuó Uluyara—. Con cada calentamiento, a cada golpe de martillo sobre el yunque, con cada enfriamiento, se lanzaron encantamientos sobre la espada. Era sagrada. Afilada contra el mal. Rápida como el pensamiento, lo que le permitía golpear dos veces por cada ataque de una espada enemiga. Fue encantada con la luz de la luna, igual que mi espada, lo que le permitía atravesar la armadura (o la piedra) con la misma facilidad que la carne. Por la bendición de Eilistraee también puede disipar magia malvada, levantando un círculo protector alrededor del que la lleva.
—El encantamiento final que se lanzó sobre la Espada de la Medialuna —continuó Uluyara— es quizá el más poderoso de todos. Si el brazo de la sacerdotisa es fuerte y el propósito legítimo, la hoja cortará el cuello de cualquier criatura.
Uluyara hizo una pausa, y clavó la mirada en los ojos de Halisstra.
—Cualquier criatura —repitió—. Sea drow, demonio… o diosa.
De repente, Halisstra comprendió.
—Así que eso era lo que Seyll intentaba decirme —susurró—. No usaré la Espada de la Medialuna para matar a Quenthel Baenre sino a Lloth.
—Por imposible que parezca, es así —dijo después de mirarla durante un rato.
—Pero yo…, pero ella…
Superada por la magnitud de la empresa, se vio incapaz de protestar. Ella, Halisstra (antigua sacerdotisa de Lloth que acababa de convertirse a Eilistraee), ¿iba a matar a la deidad más poderosa conocida por los drows? ¿Con una espada? La idea era descabellada. Incluso ridícula. Había sido testigo de un combate entre dioses, cuando Vhaeraun y Selvetarm se enfrentaron ante el templo de Lloth en la Red de Pozos Demoníacos. Ninguno de los mortales presentes, incluido Pharaun, habría cambiado el resultado del combate si lo hubieran intentado. Pero Halisstra suponía que Eilistraee debía saber lo que hacía. La había escogido por alguna razón.
Aunque en realidad, Halisstra no veía el porqué. Sólo conocía un puñado de conjuros bae’qeshel (la mayoría, simple magia curativa) todavía se esforzaba por aprender de nuevo los conjuros clericales que le había concedido Lloth y que Eilistraee le revelaba poco a poco de un modo distinto. Halisstra era como alguien que había enfermado y estaba aprendiendo a andar despacio. Y Eilistraee esperaba que corriera, incluso que volara.
Como había dicho Uluyara, era imposible.
¿O no? Lloth podría estar viva, pero estaba inactiva y distraída. Cuando había blasfemado, no sucedía nada. Incluso matar la araña de fase no levantó sus iras. Las doncellas de Lloth habían asesinado a una de las sacerdotisas de Eilistraee, pero no había signos de intervención directa de la diosa. Según el examen de Uluyara, el templo de Lloth seguía sellado por una enorme piedra negra. Una roca que parecía una cara… y tenía cuello.
Un cuello de piedra, un material que la Espada de la Medialuna cortaría sin dificultad, igual que una espada normal la carne. Con un corte bien dirigido de la Espada de la Medialuna, lo cortaría. Siempre y cuando el golpe lo diera una de las fieles de Eilistraee.
¿De verdad eso mataría a Lloth?
Halisstra sacudió la cabeza.
—¿Por qué yo? —le preguntó a Uluyara—. Seguro que Eilistraee habría encontrado una sacerdotisa más respetable. Tú, por ejemplo.
—No me escogió a mí —dijo Uluyara. Luego, después de pensar un momento, añadió—: Tú, de todas las que veneramos a Eilistraee, eres única por el simple hecho de que eres de la casa Baenre y los demás sólo confiarían en ti. Si consigues llegar a los dominios de Lloth, estarás en la situación perfecta para acabar con el reinado oscuro de la Reina Araña y liberarás a sus hijos de las telarañas pegajosas que los apartan de lo que les corresponde por nacimiento.
—Si de verdad es la voluntad de Eilistraee, lo intentaré —dijo Halisstra, despacio. Entonces se dio cuenta de que aún tenía que dar el primer paso de su monumental empresa—. Seyll dijo que la Espada de la Medialuna se perdió en el Prado del Frío. ¿Dónde está eso?
—Está a tres días de marcha de aquí, al sudeste, al borde del gran bosque —dijo Uluyara—. Es un lugar peligroso. Hace siglos fue un campo de batalla y la magia perversa que se desató lo impregnó todo. Los fantasmas de los soldados muertos que lucharon aún vagan por allí, y son más peligrosos en invierno. Cuando el aire frío iguala el de las tumbas, se levantan para luchar de nuevo y destrozan todo aquello que encuentran en su camino.
Halisstra, que repasaba el mensaje de Seyll, no le prestaba demasiada atención.
—¿El Prado del Frío es el hogar de un dragón? —preguntó, al recordar la advertencia.
—Allí no se ha avistado ninguno —dijo Uluyara después de encogerse de hombros—, pero es posible. Se dice que en la batalla había dragones. El Prado del Frío sufrió su aliento, y la tierra permanece yerma hasta hoy en día. Uno de estos dragones podría tener su cubil allí desde hace siglos.
—¿Cómo llegó a perderse la Espada de la Medialuna? —preguntó Halisstra—. Seyll dijo que la llevaba ella. ¿Una sacerdotisa?
Uluyara le lanzó una mirada peculiar. La miraba como si acabara de descubrir algo; algo importante.
—La que llevaba la Espada de la Medialuna era una sacerdotisa de primer rango —dijo—. Una de nuestras Bailarinas de la Espada. Vino de la misma ciudad que tú, Ched Nasad.
Halisstra asintió. Le sorprendió que alguien de su ciudad acabara también en el templo, tan lejos del hogar.
—¿De qué casa era? —preguntó Halisstra.
—De la casa Melarn.
—¿Cómo… se llamaba? —preguntó Halisstra, con los ojos abiertos como platos.
—Mathira.
Halisstra frunció el ceño. Al principio, no reconoció el nombre, pero de pronto le vino un recuerdo de su infancia. Un recuerdo del día en que advirtió que uno de los bustos del gran salón de la casa Melarn estaba roto. El trabajo a escoplo que destruyó las facciones de la cabeza de piedra y el nombre grabado en la base era tosco, así que era posible descifrar la primera letra: una «M». Cuando lo descubrió, le preguntó a su madre quién fue y por qué lo habían roto. Su respuesta fue un bofetón que le cruzó la cara; tan fuerte que le partió el labio. Aún recordaba la sorpresa y el sabor de la sangre. Algunas preguntas, descubrió, era mejor no hacerlas.
Lo que hizo que ansiara tener una respuesta. Y así, años más tarde, cuando se convirtió en sacerdotisa, usó uno de los conjuros concedidos por Lloth para satisfacer la curiosidad. Con la magia del conjuro, el nombre del busto destrozado brilló con claridad: «Mathira». Pesquisas discretas descubrieron un hilo de información sobre la mujer: había caído en desgracia y se había visto obligada a abandonar Ched Nasad diez años antes de que naciera Halisstra. Sin embargo, no supo descubrir qué traición había cometido. Con el tiempo, se aburrió y se olvidó del tema.
—Así —dijo Halisstra—, Mathira debió abandonar Ched Nasad porque se convirtió a la religión de Eilistraee.
—Y llegó aquí —acabó la explicación Uluyara por ella—. Se elevo entre los rangos de fieles para convertirse en Bailarina de la Espada, y fue la sacerdotisa que llevó la Espada de la Medialuna al Prado del Frío…, y la perdió.
Y estaba en manos de Halisstra encontrarla y usarla, como pretendía Eilistraee, para matar a Lloth.
Era demasiado para ser coincidencia. Halisstra vio la mano de Eilistraee en cada paso. Aparte de una diosa, ¿quién guiaría las vidas de los mortales de un modo tan sutil, trazando un plan durante siglos? Estaba segura de que si intentaba apartarse de la empresa, Eilistraee encontraría un modo de reconducir sus pasos al camino que le había trazado.
La idea la aterrorizó. Al mismo tiempo, le daba esperanzas de éxito. Tenía que confiar en su diosa; aunque la confianza era algo que acababa de descubrir. Aún le costaba.
Sin embargo, aún quedaba una pregunta.
—¿Cómo encontraré la Espada de la Medialuna? —preguntó.
Uluyara levantó los ojos hacia la luna y durante un rato no dijo nada. Luego, despacio, surgieron las palabras.
—Tienes un tipo de magia que nosotras no conocemos: la llamas «magia de la canción oscura». Quizá es lo que se necesite para devolver la Espada de la Medialuna a la luz.
—Estaba aprendiendo un conjuro —asintió Halisstra— antes de abandonar…, antes de que destruyeran Ched Nasad. El bardo que me lo enseñaba dijo que se usaba para localizar cualquier objeto que fuera capaz de visualizar. Si soy capaz de lanzarlo, podría usarlo para hallar la Espada de la Medialuna. Siempre y cuando me digas dónde debería empezar la búsqueda. ¿Dónde estaba Mathira cuando desapareció?
—La última vez se la vio en el Valle de la Rastra —respondió Uluyara—. Desde allí, tenía que dirigirse al sur, al Valle de la Cicatriz y luego al puente de la Pluma Negra. Sería incapaz de perderse por un camino tan concurrido, por eso creemos que se desvió y acabó perdida. El asunto de Mathira era urgente y quizá decidió escoger una ruta más corta: dirigirse al puente de la Pluma Negra en línea recta a través del Prado del Frío, en vez de rodearlo por el camino.
Halisstra ya pensaba en cómo usar el conjuro. Viajaría al Valle de la Rastra, se orientaría en dirección a la Catarata de la Pluma y avanzaría en una línea lo más recta posible, lanzando el conjuro cada ochocientos pasos, el límite de su alcance.
—¿Es muy extenso el Prado del Frío? —preguntó Halisstra, imaginándose algo del tamaño de una caverna grande.
—Por desgracia, es más ancho del noreste al suroeste —dijo Uluyara—. Es campo abierto, no más de dos días de marcha a buen paso. Pero está lejos de ser fácil. Tendrás suerte si alcanzas el otro extremo con vida. Y si los fantasmas que habitan el desolado lugar no te vuelven loca antes de dejarlo atrás.
—¿No vendrán más sacerdotisas conmigo? —preguntó Halisstra.
—Muchas ya se han ido para buscar a la yochlol que mató a Breena. Las que quedan tienen otros asuntos que atender, de igual urgencia. No sé si se lo podrán permitir.
—No esperas que la encuentre, ¿verdad? —preguntó Halisstra con los ojos entornados.
—No es eso, muchacha —respondió Uluyara con suavidad—. Es sólo que algunos viajes se deben emprender en solitario. —Su mirada se paseó por las copas de los árboles. El canto había acabado. El cuerpo de Breena ya estaba preparado para descansar.
El aire nocturno era frío, pero Halisstra sintió que un fuego empezaba a arder en su interior.
—Encontraré la Espada de la Medialuna —juró—. Por mi cuenta. No necesito la ayuda de nadie.
Se volvió y se adentró en el bosque, de vuelta a la cabaña que compartía con Ryld. Uluyara no tendría fe en ella, pero había alguien más grande que la tenía.
Eilistraee.