Capítulo veinticinco

Un coro de casi cincuenta voces se elevó en el aire cuando las sacerdotisas de Eilistraee, sentadas en círculo, alrededor de una roca de color rojo óxido que les llegaba a la cintura, adoraban a su diosa en la oración de vísperas. Halisstra se sentaba entre ellas, a un lado del cráter formado por una roca que había caído del cielo hacía siglos. El cráter tenía forma de cuenco, docenas de pasos de ancho y los lados suavizados por una fina capa de nieve.

Las vísperas eran para dar gracias al bosque que las sustentaba; para el sol que se ponía tras los árboles, llenando el cielo con una luz rosada; para la luna que iluminaría la oscuridad, recordándoles que incluso por la noche la diosa vigilaba a sus hijos; y por el suelo bajo sus pies, que proporcionaba el hierro necesario para forjar las espadas de las Damas Oscuras.

—Por encima de la tierra y hacia la llama —cantó Halisstra, junto a las demás sacerdotisas—. Templo mi corazón, en nombre de Eilistraee.

Aunque las vísperas era una oración festiva, esa noche tenía un matiz de rabia. Al saber de la muerte de un miembro de su fe a manos de una yochlol, las sacerdotisas de todo el bosque se reunieron para rendir homenaje a la mujer que había caído. Aún salían sacerdotisas del bosque para unirse al círculo. Ataviadas con cotas de mallas y con escudos se sentaban junto a las demás, con las piernas cruzadas y las espadas en el regazo, se unían a la canción.

Al acabar, Uluyara se levantó y caminó por la cuesta hacia la roca. Puso la mano izquierda encima y levantó la espada hacia el cielo para invocar a la diosa.

—Eilistraee, escúchame —gritó—. La muerte de Breena será vengada. ¡Cazaremos a los sirvientes de la Reina Araña y los mataremos con la espada! ¡Dama Oscura, danos fuerza!

—¡Por la canción y la espada! —gritaron al unísono todas las sacerdotisas con las espadas en alto.

Con retraso, Halisstra se unió a ellas, apuntando el arma al cielo. Miró, nerviosa, a las sacerdotisas que estaban a su lado, preocupada porque pensaran que su tardanza significaba carencia de fe, o que advirtieran que a la espada le faltaba la punta.

—Si intentan correr por la superficie o esconderse en las profundidades de Lloth, daremos con ellos —continuó Uluyara, el fuego en sus ojos rojos coincidía con la puesta de sol—. Nos vengaremos de ellos y bailaremos de alegría mientras caen. ¡Señora de la Danza, danos fuerza!

Halisstra estaba preparada.

—¡Por la canción y la espada! —gritó mientras alzaba su espada cantora hacia el cielo al mismo tiempo que las demás.

—Nos abriremos paso a través de su red de mentiras y engaños, y destruiremos a todo aquél que impida que los hijos de la oscuridad reclamen su legítimo lugar bajo la luz —continuó Uluyara—. ¡Señora de Cabello Plateado, danos fuerza!

—¡Por la canción y la espada! —respondieron las sacerdotisas.

Entonces, al unísono, se levantaron, y Halisstra se unió a ellas pese a que le costaba.

—¡Lloth será vencida! —gritó Uluyara. La hoja de su espada brillaba con una luz blanca y fría—. ¡Eilistraee, danos fuerza!

—¡Por la canción y la espada! —gritaron las sacerdotisas, mientras levantaban las espadas por cuarta y última vez. Entonces, invirtieron las armas y las dirigieron al suelo—. ¡Lloth debe morir! —gritaron.

Halisstra gritó la primera respuesta junto a las demás sacerdotisas, pero la cogieron por sorpresa cuando bajaron las espadas. Bajó su arma un instante más tarde que las demás.

—¡Lloth debe morir! —gritó y de pronto se dio cuenta de que sólo se oía su voz en el silencio.

Levantó la vista y vio que las demás la estaban mirando, sobre todo Uluyara. La suma sacerdotisa había dirigido la punta de la espada hacia la roca que estaba junto a ella, no hacia el suelo. Por un momento, la roca le recordó una araña muerta, las vetas rojas de óxido emulaban la sangre. Mientras Uluyara se apartaba el cabello, el resplandor luminoso que lanzaba la hoja de su espada le bañó el pelo, haciendo que brillara como la luz de la luna. Hizo una seña a Halisstra para que se adelantara.

Tras un momento de duda decidió dejar la espada cantora donde la había hundido y se acercó a la suma sacerdotisa. Uluyara le tendió la mano, y cuando Halisstra le dio la suya, la puso sobre la empuñadura de la espada que estaba en la piedra.

—Ella tiene un lugar especial en el corazón de Eilistraee, aunque hace poco que renunció a la Reina de las Arañas —explicó Uluyara a las demás—. Que la Señora de la Danza la bendiga y guíe su espada. Eilistraee, dale fuerza.

—Por la canción y la espada —dijo Halisstra pronunciando las palabras rituales. Le sudaban las palmas de las manos por los nervios.

Al decirlo, la espada que sostenía se estremeció un poco. Entonces, al parecer, por voluntad propia, se hundió más en la piedra. Halisstra, que aún agarraba la empuñadura, continuó y la hundió hasta que la guarda golpeó la roca con un sonido metálico.

—¡Por la canción y la espada! —gritaron las demás sacerdotisas.

Entonces, empezaron a cantar al unísono y girando las espadas sobre las cabezas. Un momento después, bailaban en círculo alrededor de la piedra.

Halisstra, que aún asía la espada con fuerza, notó que Uluyara ponía una mano sobre la suya.

—Ven —dijo la suma sacerdotisa—. Únete a la danza. Cuando acabe, quiero hablar contigo.

Halisstra asintió y dejó que la condujera hacia el remolino de la danza. Arrancó la espada cantora del suelo y la agitó sobre la cabeza. Mientras bailaba entre las demás sacerdotisas, con la espada relampagueando, sentía que Eilistraee miraba desde los cielos. No la danza, sino a ella. Llena de admiración, se dio cuenta de que la diosa tenía algo en mente para ella, algo trascendental. ¿Sería capaz de hacer frente al reto? ¿Ella que, igual que la yochlol, había traicionado y matado a una de las sacerdotisas de Eilistraee?

Mientras danzaba, Halisstra sentía que otro par de ojos la observaban. No los de una diosa sino los de un mortal. Escudriñó entre los árboles que bordeaban el cráter, en busca de una sombra demasiado marcada, del destello blanco que señalaría los ojos que la observaban. Al final lo encontró, entre las ramas, y supo que era el lugar donde estaba Ryld.

Al verlo (o más bien, ver los signos sutiles de que estaba ahí) sintió que el frío atenazaba su cuerpo. A los varones se les prohibía observar el ritual de vísperas. Espiar uno tan lleno de emociones lo conduciría al desastre. En cualquier momento una de las sacerdotisas vería al maestro de armas y lo castigaría dejándolo ciego, sordo y mudo. Por lo que sabía, Eilistraee podría castigarlo, atacándolo con el fuego helado que había matado a la araña de fase.

Aquellas ideas sombrías se le agolparon en la mente mientras seguía a las demás mujeres en el círculo, durante unos momentos lo perdió de vista al darle la espalda. Luego, cuando llegó otra vez a ese mismo punto, echó una mirada al lugar donde estaba, con cuidado, para no atraer la atención sobre él.

Ya no estaba.

Perdido en sus pensamientos mientras se acercaba a la diminuta cabaña en la que se alojaba junto a Halisstra, Ryld no reaccionó al principio al débil olor a almizcle que le llegó cuando el viento cambió. Sus pensamientos estaban en la danza y en la conversión de Halisstra, en cuerpo y alma, a una diosa que la condenaría a vivir para siempre en el mundo de la superficie. Sólo en el último instante, cuando una sombra en los arbustos cambió de repente, se echó atrás. Al sacar a Tajadora de la vaina que llevaba a la espalda, un lobo negro saltó al sendero, bloqueándolo. Sin embargo, en vez de atacar, irguió la cabeza y sonrió, con la lengua fuera. Una onda erizó su pelaje, el lobo se tambaleó y se oyó el crujido de los cartílagos cuando el lobo se transformó en un chaval.

—Si el viento no hubiera cambiado, estarías a mi merced —dijo Yarno.

Ryld lo reconoció con una sonrisa y envainó la espada. Entonces, al oír voces de mujeres en el bosque, miró a Yarno con expresión seria.

—No deberías estar aquí —le dijo al chico—. Si las sacerdotisas te encuentran en la arboleda sagrada…

—¿Cuántas has matado? —preguntó el chico, con los ojos entornados.

A Ryld le costó un momento darse cuenta de lo que le preguntaba. Era la pregunta que le hacían a menudo los estudiantes de Melee-Magthere, y la que siempre se negaba a responder. «La araña orgullosa acaba atrapada en su propia red», respondía, recordándoles que ocultar la habilidad con las armas era una ventaja. Pero Yarno hablaba de las sacerdotisas, cosa que le recordó lo que le había prometido al chico.

—No mataron a Halisstra —le dijo a Yarno.

El chico se rascó la oreja.

—¿La rescataste? —preguntó—. Entonces por qué estás…

Al oír pasos en el sendero, Ryld intentó ahuyentar al chico.

—Vete —dijo el maestro de armas—. Apresúrate. Si te encuentran…

Al ver tenso a Yarno, Ryld giró sobre los talones, mientras sacaba a Tajadora por segunda vez. El alivio lo inundó al ver que era Halisstra: la sacerdotisa con la que hablaba debía haber tomado otro camino. Ésta se detuvo nada más advertir al chico y frunció el ceño, Ryld soltó un quejido al ver lo que sucedía. Por el rabillo del ojo vio que el chico se transformaba en lobo, lo peor que podía hacer en ese momento. Si se hubiera quedado en su forma humana, Ryld lo habría hecho pasar por un encuentro casual, pero…

—¡Monstruo! —exclamó Halisstra.

En el mismo instante, Yarno saltó hacia ella. Por fortuna, Ryld fue más rápido. Dejó caer a Tajadora, atrapó al licántropo por las caderas y lo aplastó contra el suelo.

—Detente —gruñó Ryld entre dientes. Yarno se contorneó entre sus brazos, mostrando los dientes en un gruñido amenazador mientras intentaba morder a Halisstra—. Es la Señora Melarn. La que vine a rescatar.

Halisstra, mientras tanto, sacó el cuerno de caza del cinturón y se lo llevó a los labios. Mientras continuaba deteniendo a Yarno, Ryld retorció el cuerpo como una anguila y le lanzó una patada, que la hizo caer.

Halisstra cayó y soltó el cuerno. Gateó para ir a coger el objeto.

—¡No lo hagas sonar! —exclamó Ryld.

Halisstra le lanzó una mirada furiosa mientras recuperaba el cuerno y se apartaba del alcance de sus pies.

—¿Estás loco? —preguntó mientras se ponía en pie—. Es un licántropo.

Una vez más, se llevó el cuerno a los labios.

—No te hará daño —gruñó Ryld. Para demostrarlo, soltó a Yarno y se puso en pie—. ¡Vete! —ordenó—. ¡Huye!

Sin esperar a ver si Yarno obedecía, Ryld se volvió hacia Halisstra y le agarró el brazo, apartándole el cuerno de los labios.

Yarno se quedó jadeando un momento, mirando a los dos. Entonces (con un gruñido final dirigido a la sacerdotisa), se alejó entre los arbustos.

Halisstra apartó su brazo de la presa de Ryld y lo miró enfurecida. En sus ojos había un destello de desconfianza.

—¿Sabías que ese chico era un…, un animal…?

—Yarno es inofensivo —dijo Ryld, metiendo a Tajadora en la vaina—. Dejémosle en paz.

—Es un monstruo. Eilistraee nos ordenó que limpiáramos el bosque de alimañas como él.

—Es un chico —suspiró—. Sólo un chico.

Halisstra sacudió la cabeza, sin comprenderlo.

—Entonces ¿por qué te preocupa si vive o muere? —preguntó.

Ryld abrió la boca, intentaba encontrar las palabras.

—Porque él… —empezó a decir el maestro de armas, confundido—. Me recuerda a mí a su edad.

—¿Cómo es posible? Eres un drow, y él… —Halisstra enmudeció, indecisa de cómo llamar al chico.

—Es un hombre lobo —dijo Ryld, proporcionándole la palabra—. Asustado. Igual que yo hace tiempo.

Durante un instante o dos, Halisstra lo miró a los ojos, y Ryld pensó que lo había comprendido. Luego ella levantó el cuerno.

—Parece un chico, pero es un monstruo —dijo con firmeza.

—Y tú eres una primera hija —respondió Ryld, mientras agarraba la mano de Halisstra—. Siempre una de las cazadoras…, nunca uno de los cazados. Nunca tuviste que sobrevivir en las calles apestosas.

Halisstra hizo una pausa, y Ryld se dio cuenta de que no sabía con exactitud lo que eran esas calles.

—Pero también eres un noble drow —dijo—. ¿No?

—No tengo casa —respondió Ryld—. Nunca la tuve.

Suspiró, preguntándose qué hacer. ¿Se enfrentaría a Halisstra, la mujer que amaba, por el bien de un chico que acababa de conocer, un hombre lobo? ¿Qué clase de drow era?

De la clase de los chicos asustados.

Ryld soltó la mano de Halisstra.

—Entonces llama a la caza, si debes —le dijo a ella—. Pero te advierto que si lo haces me voy.

Halisstra se quedó con la boca abierta.

—Me pides que escoja entre tú y mi deber sagrado con la diosa —dijo.

—Te pido que decidas entre lo que está bien y lo que está mal.

—Extrañas palabras, viniendo de la boca de un drow. —Halisstra paseó la mirada por el bosque bañado por la luz de la luna, mientras sopesaba el cuerno. Luego, despacio, lo bajó.

Aliviado, Ryld asió la mano de Halisstra, se inclinó sobre ella y le rozó el dorso con los labios.

—Gracias —dijo.

Halisstra apartó la mano y durante un momento, Ryld pensó que lo iba a reprender, pero Halisstra levantó la barbilla y lo besó con pasión. Lo rodeó con los brazos, apretándolo contra sí.

Ryld cerró los ojos. Sintió que los labios de ella le acariciaban la oreja y oyó un susurro tan leve que estaba seguro que no iba dirigido a él.

—Eilistraee, perdóname. Lo amo.

Luego, asiéndole la mano, lo llevó a las ruinas antiguas que las sacerdotisas habían preparado para que les sirvieran de refugio.

Tan pronto como estuvieron dentro, lo besó de nuevo. Sus labios presionaron los suyos con una ferocidad desacostumbrada en ella. Ya se habían besado antes, pero no de ese modo. Todo lo que le había permitido antes de esa noche, eran breves, casi castas caricias de los labios. Pero ese beso… era el que colmaba sus fantasías. Ansioso, lo devolvió. Apenas refrenó el fuego que amenazaba con abrumarlo.

—Te deseo —dijo Halisstra, apartando la boca el tiempo suficiente para jadear las palabras—. Quiero tomarte. Aquí. Ahora.

Ante esas palabras, Ryld sintió que el autocontrol le abandonaba del todo. Entre jadeos (¿adónde había ido el entrenamiento de guerrero?), sacó a Tajadora de la vaina, la tiró a un lado y empezó a quitarse la armadura.

Halisstra empezó a librarse de la cota de mallas y la ropa. Volvió a besarlo. Una mano le apretaba la nuca, la otra culebreaba alrededor de su cintura, haciendo que el proceso de desvestirse fuera aún más difícil. En un momento de pánico, Ryld se vio convertido en una mosca, atrapado en una telaraña. Los brazos de Halisstra lo abrazaban con fuerza, estrechándolo. Su boca lo devoraba. Los dientes le mordieron el cuello, luego el pecho, luego los duros abdominales y más abajo.

Durante unos momentos embriagadores, Ryld echó la cabeza atrás y miró sin ver el combado techo de las ruinas. Apenas era consciente del áspero suelo contra su espalda, de que una arista de su guardabrazo se le hundía dolorosamente en el hombro.

Halisstra estaba sobre él. Por un instante, su pelo pareció veteado de plata mientras lo apartaba, y a Ryld le recordó la mujer que se le apareció en la alucinación inducida por la belladona. Centellas de luz de luna descendieron y le estallaron en la mente, borrando todo lo demás.

Mucho más tarde, Halisstra le tocó el hombro.

—¿Ryld? ¿Estás despierto? Quería hablar contigo de una cosa —susurró.

Ryld abrió los ojos. Era capaz de decir por el tono de Halisstra que no le iba a gustar lo que le iba a decir. Sonaba formal y firme, el tono tenía las reminiscencias de una sacerdotisa que se dirige a un varón. Se tensó a la espera de la reprimenda que le caería encima. Lo debía haber visto cuando espiaba la canción sagrada y bailaban, e iba a castigarle por ello.

—Vuelvo a la Antípoda Oscura —le dijo—. Voy a reunirme con Quenthel Baenre y los demás para reincorporarme a la búsqueda.

Sorprendido, pero sin demostrarlo por si fuera una prueba, cruzó una mirada con ella. El rostro de Halisstra, como el suyo, mostraba una expresión serena. No, no del todo. Algo refulgía en sus ojos, algo más que el reflejo de la luz de las estrellas. Un eco de la pasión que acababan de compartir.

—¿Por qué? —preguntó.

Halisstra se relajó visiblemente.

—Uluyara me pidió que volviera. Las sacerdotisas de Eilistraee necesitan saber si Lloth está muerta de verdad. La información es vital para su causa y soy la única que puede conseguirlo.

Ryld asintió. La parte guerrera de su mente reconoció la sabiduría de la orden de Uluyara. Halisstra sería una espía excelente. Por otra parte, era sólo un soldado de a pie en la orden de Eilistraee. Si Quenthel la mataba, apenas la echarían en falta. La guerra de las sacerdotisas traidoras contra Lloth continuaría sin apenas diferencias. En su interior, no obstante, hervía de rabia por la facilidad con que Uluyara estaba dispuesta a sacrificar a Halisstra.

—No te pido que vengas conmigo —dijo Halisstra.

Al darse cuenta de que había revelado su rabia (y que Halisstra la había malinterpretado), Ryld dijo lo que tenía en mente.

—Un desliz y Quenthel te matará, tan rápida como una serpiente.

—Me arriesgaré de buen grado.

—Yo no —dijo—. Por eso iré contigo.

Halisstra le tocó la mejilla.

—Gracias —susurró.

Mucho más tarde, cuando Ryld estaba en el ensueño, Halisstra lo contempló. Tenía las piernas cruzadas, los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre la vaina de Tajadora, pero por otro lado parecía un guerrero vencido, la armadura esparcida alrededor y las armas a un lado.

Con un suspiro, Halisstra se apoyó en un muro de las ruinas y se sumió en el ensueño. Ya tenía los músculos relajados, pero le costó un momento que el familiar baño de los recuerdos la reclamara.

Se dejó llevar por ellos. Veía su mente saltar de un recuerdo a otro, como una piedra rebotando en el agua. Los recuerdos del primer día de servicio en el templo de la casa Melarn y la instructora que la golpeó en las manos, hasta que sangraron, por pronunciar mal las palabras del rezo diurno. Y la satisfacción que sintió al día siguiente, cuando la llamaron para dirigir la plegaria, con una precisión que se granjeó una breve sonrisa de la sacerdotisa que le había pegado. Recuerdos, también, de las carreras con su hermana Jawil, cuando eran niñas, por las calles de Ched Nasad y la terrorífica caída en picado después de que ésta la empujara por el borde como venganza porque le había ganado una carrera. Sólo el hecho de que Halisstra tomara prestada una insignia de la casa de su tía (una que confería levitación) la salvó. Más tarde, Jawil diría que sabía lo de la insignia desde el principio.

Aquellos viejos recuerdos competían con unos nuevos, más frescos, y algo más limpios. De la noche en la que la sacaron de la cueva al adoptar la religión de Eilistraee. Del júbilo feroz que sintió después de vencer a la araña de fase. Su mente se sumió en recuerdos nuevos que sólo entonces se grabaron en su alma.

Todos los varones con los que se había acostado estaban ansiosos de su cuerpo; sí, pero bajo la lujuria se escondía el miedo. Quizá fuera porque sabían que los tomaba una sacerdotisa de Lloth y temían que Halisstra, igual que las arañas sagradas, los matase despreocupadamente. Cuando empezó a besar a Ryld, vio un rastro fugaz de ese miedo, pero luego desapareció. En algún punto durante sus relaciones sexuales, se rindió: no al miedo, ni a Halisstra, sino a algo más grande. No era que ella lo hubiera tomado. Él se había entregado.

Comprendido eso, la mente navegó hacia otros recuerdos recientes. Uno de ellos, brutal e insistente, salió a la superficie: Seyll. O más bien, su muerte a manos de Halisstra. Por extraño que parezca, la imagen estaba distorsionada. El recuerdo de Seyll, muriendo, mientras la sangre se mezclaba con el riachuelo, se confundía con Seyll en el momento antes de morir, cuando la sacerdotisa se volvió y extendía los brazos para ayudar a Halisstra a cruzar el arroyo. En ese recuerdo falso, Seyll levantaba los brazos hacia Halisstra y hablaba; mientras que en realidad, Seyll estaba tan quieta que pensó que ya estaba muerta. Y las palabras eran incorrectas; no eran las palabras de esperanza que le había dicho después de que arrastrara su cuerpo y empezara a quitarle las armas y la armadura. Eran un mensaje, y urgente.

Halisstra, aún en el ensueño, se inclinó para oírlo.

Necesitarás la espada, susurró Seyll.

Halisstra, con los ojos cerrados, palpó el suelo y los dedos descansaron sobre la empuñadura de la espada cantora, enfundada en su vaina.

—La tengo —susurró.

En el sueño, Seyll sacudió la cabeza.

Esa. La sangre burbujeaba en sus labios mientras hablaba. Sólo con la Espada de la Medialuna puedes vencerla.

—¿Vencer a quién? —preguntó Halisstra—. No…

Se perdió en el Prado del Frío. Seyll se interrumpió, su voz borboteaba mientras la respiración se le volvía irregular. Estaba a punto de morir, casi no podía hablar. La sacerdotisa la llevaba… y la asesinaron. Ahora… la tiene el…

Halisstra le dio vueltas a eso: ¿Seyll había dicho gusano… o dragón? Decidió que debía de ser un dragón. Se sabía que los dragones tenían predilección por los tesoros, en especial armas mágicas. Y a juzgar por el modo reverencial en que Seyll había dicho las palabras «Espada de la Medialuna», ésta era mágica.

Seyll hablaba tan flojo que Halisstra apenas le oía.

Encuentra la Espada de la Medialuna… y úsala… para vencerla.

—¿Vencer a quién? —gritó Halisstra.

A su lado oyó un murmullo. Con el ensueño roto, Halisstra abrió los ojos y vio a Ryld agazapado, con Tajadora en la mano. Echó un vistazo rápido a la habitación, luego a ella, con las cejas levantadas en expresión inquisitiva.

—No era nada —respondió—. Estaba en el ensueño. Era sólo eso.

Ryld se relajó y guardó la espada en la vaina. Sus ojos se demoraron en ella, y Halisstra recordó que aún estaba desnuda. No apartó la mirada respetuosamente, como era la costumbre en un varón drow. Levantó las cejas por segunda vez y un fuego danzó en sus ojos.

Halisstra negó con la cabeza.

—Más tarde —le dijo—. Necesito hablar con Uluyara.

Se puso en pie de un salto, se vistió con premura y desapareció en la noche.