Capítulo veintitrés

Mientras se impulsaba para mantenerse justo bajo la superficie del lago, Quenthel esperó hasta que el conjuro que le permitía respirar en el agua finalizó. Cuando sus pulmones empezaron a tensarse, exhaló el resto y sacó la cabeza del agua. Entonces, entre toses, tocó el broche de su pecho. Emergió toda, despacio, a la superficie. El aire estaba lleno de las miles de gotas que proyectaba la catarata, y al fin fue hacia donde estaba el túnel.

Jeggred estaba sentado en el túnel, pensativo, con la mirada perdida en el lago. Cuando la vio, abrió mucho los ojos. Soltó un aullido de alegría, se puso en pie de un salto, se golpeó la cabeza contra el techo bajo y se hizo una brecha en el cuero cabelludo. Inconsciente de la sangre que fluía por su espeso pelo blanco, rompió a reír.

—¡Matrona! —ladró.

Quenthel apareció en la cornisa, junto a él. Se acuclilló y gateó por el túnel. Jeggred fue tras ella, con los enormes brazos extendidos como si fuera a abrazarla. La mirada adusta de Quenthel (y la crispación de las víboras) se lo quitaron de la cabeza, pero se arrastró a sus pies. Sin atreverse a tocarla, besó la fría piedra ante sus botas, mientras gimoteaba quedamente.

Quenthel medio esperaba que Jeggred le preguntara cómo se las había arreglado para escapar de los aboleths. Se habría deleitado relatando lo astuta que había sido. Pero al ser un draegloth le faltaba imaginación para eso. Se habían comido a su ama, pero ahora estaba viva. Eso era suficiente. Eso, y el alivio de tener a alguien que de nuevo le daba órdenes.

Quenthel dobló los dedos como si fueran las patas de una araña, le tocó el hombro y observó cómo la melena del draegloth se encrespaba mientras se retorcía de placer. Luego la matrona se ocupó de temas más apremiantes.

—¿Dónde están los otros? —preguntó.

—En otra caverna. En esa dirección —dijo Jeggred, después de señalar detrás de él.

Encorvada para evitar el techo bajo, Quenthel avanzó en la dirección indicada. Jeggred iba detrás, con la cabeza gacha en un gesto servil mientras señalaba en silencio cada vez que ella lo miraba para confirmar la dirección. Un rato después, el techo se hizo más alto y pudieron caminar erguidos. Volvían por donde habían venido, siguiendo el río. Más allá, Quenthel oía voces, una de varón, la otra era reconocible como la de Danifae, por el característico tono enfurruñado de las palabras. Quenthel recordaba una caverna grande, justo al frente. Por el eco de las voces se imaginó que estarían dentro, hablando.

—¿Por qué estabas solo? —le preguntó Quenthel a Jeggred—. ¿Los demás te dejaron atrás después de que Pharaun no consiguiera volver?

Al no responder de inmediato, le lanzó una mirada. El draegloth mostraba una expresión confusa.

—El mago volvió —respondió.

Quenthel apretó los dientes, irritada, y sintió que las víboras se retorcían contra su cadera. Algunas veces su sobrino podía ser demasiado corto de entendederas.

—Sé que volvió la primera vez que fue a hablar con Oothoon —dijo—. Hablaba de la segunda vez…

Al oír una tercera voz —que reconoció—, Quenthel se detuvo tan de improviso que Jeggred chocó con su espalda. Estaba tan sorprendida por el sonido de la voz que no pensó ni en sacar el látigo y azotar al draegloth por su imprudencia. En cambio, juró en voz baja —una maldición que habría invocado la ira de Lloth, si la diosa fuera capaz de oírla— y se precipitó hacia adelante, escalando la pendiente que la alejaba del túnel del río, hacia la caverna de donde venían las voces.

La entrada era estrecha y Quenthel tuvo que apretujarse para pasar por una estalagmita en forma de hongo. Por la abertura vio a Valas y Danifae sentados en una repisa de roca, mientras compartían una barra de hongos prensados en forma de ladrillo. Un momento más tarde vio al tercer interlocutor, un poco apartado de ellos y con un pequeño objeto esférico frente a un ojo, pronunciando las palabras de un conjuro.

Los oídos de Quenthel no mentían. Era Pharaun, vivo y sin una sola marca de colmillo de aboleth.

—Ah, matrona —dijo el maestro de Sorcere, que se detuvo a medio conjuro y bajó la esfera de cristal—. Justo ahora lanzaba un conjuro que me ayudaría a buscarte.

Quenthel estaba paralizada en la entrada de la caverna, con la boca abierta. Incluso las víboras dejaron sus acostumbrados serpenteos y estaban rígidas por la sorpresa, con los ojos muy abiertos. Luego, cuando Valas y Danifae levantaron la mirada y le devolvieron la expresión, Quenthel se dio cuenta de la cara de tonta que ponía.

Pharaun metió la esfera en uno de los bolsillos del piwafwi.

—Te estás preguntando por qué todavía estoy vivo —dijo, haciendo la pregunta que ella no se atrevía a hacer—. La respuesta es simple: un conjuro de contingencia que preparé antes de visitar Zanhoriloch. Esperaba algo como esa pequeña sorpresa que preparaste con la matriarca aboleth, aunque me sorprendió ver que te separaras de una de tus cuentas de fuerza. Sin embargo, hizo su trabajo, supongo.

—¿Qué conjuro de contingencia? —preguntó Quenthel, sin comprender.

Valas, al recuperarse rápidamente de la impresión de ver viva a Quenthel, mordió un pedazo de la barra de hongos y masticó. Danifae se puso en pie y descendió de la repisa hacia Quenthel, entre exclamaciones de alivio y alborozo por el hecho de que su matrona estuviera viva. Quenthel miraba a Pharaun, haciendo caso omiso de la sacerdotisa que estaba arrodillada ante ella, en una reverencia, y Jeggred, apretándose contra ella para mirar por encima de su hombro.

—¿Ves? —gruñó Jeggred, con su aliento apestoso en la oreja—. Regresó.

—Antes de teletransportarme a Zanhoriloch lancé unos cuantos conjuros —explicó Pharaun al fin—. Uno de ellos era un conjuro de contingencia que me teletransportaría de vuelta a estos túneles si se producían ciertos hechos. La condición era simple y concreta. El conjuro se activó en el momento en que un aboleth intentaba comerme.

¿Oothoon se lo comió?, preguntó K’Sothra.

¡Silencio!, replicó Yngoth. Luego, para Quenthel. Dile que sabías que esto pasaría…, que contabas con su ingenio.

—No esperaba menos de ti —dijo Quenthel con una sonrisa en los labios—, maestro Pharaun. Eres verdaderamente ingenioso.

Pharaun le devolvió la mirada con unos ojos tan gélidos como los de Quenthel. Las miradas que cruzaron dejaron claro que las espadas estaban en alto; y que se hundirían en la víctima cuando llegara el momento.

—Gracias —dijo Pharaun, al agradecer el falso cumplido—. Eres más sabia… de lo que creía. Qué lista fuiste al escapar de los aboleths. De hecho tu muerte fue una treta de las mejores. Tienes la mismísima mente de un demonio, en cuanto se refiere al engaño, y te alabo por ello. Sin duda te las arreglaste para conseguir la localización del barco, a cambio de mi vida…

Quenthel frunció el entrecejo. ¿Había siseado a posta el mago cuando había dicho «sabia»? Era como si sospechara que la idea había partido de las serpientes. Lo que en parte era así. Que las víboras hicieron unas pocas sugerencias era verdad, pero fue Quenthel la que lo unió todo, la que vio el patrón que urdían esas sugerencias.

Por supuesto que fue idea tuya, la reconfortó Hsiv.

Somos tus sirvientas, añadió Yngoth.

Eres una sacerdotisa de la gran Reina Araña y nos inclinamos ante tu sabiduría en todas las cosas, dijo Zinda.

Quenthel asintió y acarició la cabeza de la serpiente más grande.

Pero ella…, dijo K’Sothra que se retorció para mirar a Hsiv.

Silencio, interrumpió la más vieja.

Sí, silencio, restalló Quenthel; su irritación rebasaba el vaso una vez más. Apenas soy capaz de oír mis pensamientos con todas vosotras hablando a la vez.

Se adentró en la caverna, con Jeggred detrás.

—Descubrí la localización del barco del caos —les dijo a Pharaun y a los demás—. Se hundió en el Lago de las Sombras. —Se volvió a Valas—. Me parece que has oído hablar de este lago.

El explorador de Bregan D’aerthe siguió masticando, cosa que molestó a Quenthel, más acostumbrada a respuestas instantáneas. Llevó la mano a la empuñadura del látigo. Ya estaba a punto de sacarlo y amenazar con arrancarle una respuesta cuando Valas se levantó, mientras se limpiaba los restos de hongo de la boca. ¿Por qué no era como la complaciente Danifae, que se apartaba un paso o dos? La sacerdotisa estaba convenientemente atemorizada por las víboras, que casi escupían por el anhelo de probar la carne una vez más.

—Es un lago grande —dijo el explorador, al sentir la impaciencia de la suma sacerdotisa—, de un tamaño parecido al lago Thoroot. Los dos están conectados por un río subterráneo.

—¿En qué dirección fluye? —preguntó Quenthel.

—Hacia el lago Thoroot, desde el noroeste.

—¿Está muy lejos? —preguntó Pharaun.

—A una distancia similar que el río ígneo —dijo Valas, y los ojos de Pharaun se iluminaron—. Por la superficie y por los túneles, está a unos diez días de aquí. Por el río sería más, habría que ir contra la corriente.

Quenthel asintió, contenta de ver que al final se llegaba a algo.

—Nos pondremos en marcha hacia el Lago de las Sombras al instante —dijo Quenthel al volverse hacia Pharaun—. Prepara los conjuros para respirar bajo el agua.

—¿Pretendes que vayamos nadando desde aquí? —preguntó Pharaun con expresión de sorpresa.

—Por supuesto —dijo Quenthel.

Quenthel oprimió la empuñadura del látigo con tanta fuerza que las serpientes escupieron veneno.

—¿Por qué no? —preguntó entre dientes.

—Por una parte, si vamos bajo el agua, los aboleths nos seguirán —dijo Pharaun—. Somos un regalo demasiado sabroso para dejarnos escapar, y acabaríamos luchando con ellos todo el camino. Por otra, como ha dicho nuestro diestro explorador, si el río que los conecta fluye del Lago de las Sombras al lago Thoroot, nadaremos contra la corriente. Eso haría que el viaje durara más de diez días, y no habrá lugares en los que detenerse para que estudie mis conjuros. Cuando la magia termine, nos ahogaremos.

Quenthel estaba furiosa; pero a pesar de la rabia, vio que el mago tenía razón.

¿Por qué no pensasteis en esto?, les reprochó, enfadada, a las víboras del látigo.

El resultado fue una riña de siseos, en los que cada una de las víboras recriminaba a la otra no haber advertido algo tan obvio.

Nuestras disculpas, matrona, respondió Hsiv, al fin. No volverá a suceder.

—Hay más de un modo de llegar al Lago de las Sombras —dijo Valas después de carraspear—. Escoger la incorrecta nos supondría días…, incluso semanas. ¿Oothoon mencionó algo más del barco del caos, matrona? ¿Algo que me ayude a encontrarlo en una extensión de agua tan grande?

Quenthel, que aún miraba enfurecida a Pharaun, empezó a sacudir la cabeza. Luego recordó un comentario que había hecho la matriarca aboleth.

—Sólo una cosa —dijo—, que el aire sobre el lago estaba lleno de murciélagos. Eso es lo que da nombre al lago… las sombras que producen sobre el techo de la cueva.

—No es la única razón, matrona. Hay… cosas raras allí —dijo Valas—. Se dice que hay una especie de entrada al Plano de las Sombras. De cualquier manera, sé dónde está el Lago de las Sombras, y conozco dos maneras de llegar razonablemente seguras.

—¿Cuáles? —preguntó Quenthel, después de pensárselo.

—El lago está conectado con la superficie por chimeneas naturales de roca. Podríamos descender por una de esas chimeneas, pero eso significaría subir al mundo de la superficie y viajar por el bosque.

Quenthel pensó en ello, brevemente. No estaba dispuesta a caminar con frío y nieve bajo la luz del sol.

—No volveremos a la superficie —decidió.

Eso es atinado, suspiró la voz de Hsiv. Puede que los guerreros de la casa Jaelre todavía nos busquen.

—Queremos evitar a los guerreros de la casa Jaelre —le explicó Quenthel a Valas—. Capturaron o mataron a Ryld Argith, el mejor guerrero que teníamos. No queremos perder a nadie más.

Valas entornó un poco los ojos, y Quenthel se preguntó si cuestionaba su orden en silencio. Para recordarle su posición, sacó el látigo, pero lo mantuvo bajo.

¡Ja!, rió K’Sothra. Eso le ha picado en el orgullo.

Valas echó una mirada a las víboras.

—Como ordenes, matrona. Nos quedaremos en la Antípoda Oscura. Pero sólo nos queda una manera de llegar al Lago de las Sombras… y es peligrosa.

—Continúa —instigó Quenthel.

—Hay un antiguo portal que da acceso al lago. Son unos cuatro días desde aquí, hacia el norte, por una serie de túneles y cavernas. El portal se construyó hace siglos, pero una fuente fiable me dijo que su magia aún está activa. Sin embargo, será difícil llegar.

Quenthel asintió, impasible ante el tono sombrío de Valas. Todo en la vida era difícil, sólo aquéllos que superaban las dificultades eran dignos del favor de Lloth.

—Nos dirigiremos al portal —le dijo al mercenario—. Empaquetad las cosas. Nos ponemos en marcha al instante.

—Ese portal… —dijo Pharaun despacio—. ¿Por qué es difícil llegar a él?

—Está bajo las ruinas de Myth Drannor —dijo Valas, como si fuera explicación suficiente.

—¿Myth Drannor? —gruñó Pharaun—. Otra vez no. No quiero ver un contemplador por segunda vez.

—No nos enfrentaríamos a un contemplador esta vez —dijo Valas—. No tenemos a nuestro mejor guerrero para despacharlo, como hizo con el último.

—¿A qué nos enfrentaríamos? —preguntó Pharaun.

Valas murmuró muy bajo para que Quenthel no lo oyera, pero la respuesta de Pharaun fue lo bastante alta para que los oídos de Quenthel la captaran.

—Mala cosa es que nuestras arañas hayan perdido su veneno —dijo, mientras miraba a Quenthel y Danifae.

Valas asintió con gravedad.

Furiosa ante el evidente desaire, Quenthel sacó el látigo. Lo hizo restallar, y las serpientes sisearon, salpicando veneno allí donde hasta hacía unos instantes estaba Danifae.

—Debes responderme a mí —le dijo a Valas—. La casa Baenre pagó por tus servicios, mercenario, no Sorcere.

—Te pido disculpas, matrona —dijo, mientras hacía una profunda reverencia y se dirigía a ella con la voz adecuada—. Ah… ¿cuál era la pregunta?

Pharaun se volvió al instante, interesado, de pronto, en guardar sus libros de conjuros en la mochila.

¿A qué criaturas nos enfrentaremos?, indicó Hsiv.

¡Silencio!, respondió Quenthel. No me dejáis hacer mis preguntas.

Luego, en voz alta, añadió:

—Esta vez, ¿con qué nos la tendremos que ver?

Al levantarse de la reverencia, Valas cruzó una mirada con ella.

—Espectros —dijo—. Docenas de ellos.

Eso hizo que Quenthel enmudeciera. Los espectros eran criaturas peligrosas, sombrías, incorpóreas. Su contacto podía absorber la vitalidad de una criatura en un instante, y la curación mágica no la restituiría. Aquéllos que absorbían se convertían en no muertos, se alzaban como caricaturas retorcidas de sus antiguos cuerpos. Pocos drows habían visto un espectro —menos aún varias docenas de ellos— y habían sobrevivido para contarlo.

Y eso era en lo que Quenthel se había convertido, una drow común. Si Lloth no estuviera muda, Quenthel usaría su magia para ahuyentar a las criaturas, se irían volando como harapos en el viento; pero sin ella, era tan incapaz como cualquier drow. La mera idea de enfrentarse a criaturas de ésas sin poder repelerlas la hacía temblar.

Luego se acordó de que el destino de los drows estaba al borde del abismo. Tenía que encontrar el barco del caos. Ésa era la única oportunidad de llegar al Abismo y descubrir qué le había sucedido a Lloth. Había que alcanzar el Lago de las Sombras. Entonces, cuando Lloth devolviera su magia a los drows, Quenthel volvería a Menzoberranzan triunfante. Quizá incluso depondría a Triel y reclamaría el trono de la casa más poderosa de la ciudad.

, pensó Hsiv. Has nacido para gobernar. Debes tener éxito.

No hizo caso y centró su atención en Valas.

—Háblame del portal —ordenó—. ¿Cómo oíste hablar de él?

—Me lo contó un ladrón —respondió Valas, con una reverencia—, un tipo extraño que procedía de Gracklstugh. Averiguó que bajo Myth Drannor había una bóveda que, según contaba, contenía un tesoro que los elfos de la superficie abandonaron durante la Retirada. Encontró un modo de llegar por la Antípoda Oscura, pero la bóveda estaba vacía, a excepción de los espectros. Mataron a sus cuatro compañeros y a punto estuvieron de acabar con él, pero escapó al saltar por el portal. Conducía a una repisa estrecha que dominaba el Lago de las Sombras. Por fortuna, llevaba un anillo que le permitió salir de la caverna levitando; de otro modo aún seguiría allí.

Quenthel escuchó.

—¿Alguno de los espectros lo siguió por el portal? —preguntó.

—No. Según decía sólo admitía criaturas vivas.

—¿Vio algo que pudiera ser el barco del caos? —preguntó Quenthel después de pensar un momento.

—Que yo recuerde, nada —respondió Valas, después de negar con la cabeza—. Pero el Lago de las Sombras es ancho (tanto como largo es el lago Thoroot) y profundo. Si el barco se hundió, no se vería.

—¿Te dijo ese ladrón que había docenas de espectros? —preguntó.

—Ésas fueron sus palabras —confirmó Valas.

—Sin duda una exageración. ¿De qué raza era?

Valas frunció el ceño.

—¿El ladrón? Decía ser humano, aunque no era más alto que un duergar.

—Humanos —resopló Quenthel—. Una raza de cobardes. Habría menos de una docena de espectros. Con los conjuros de Pharaun y nuestras armas mágicas nos abriremos paso sin dificultad.

Valas abrió la boca, quizá para decir que incluso media docena de espectros serían demasiados, pero la cerró un momento más tarde.

Quenthel, mientras tanto, hizo inventario de los recursos que tenía a mano: Valas, cuya velocidad y sigilo le permitirían situarse detrás de los espectros y despacharlos con sus dagas mágicas; Pharaun, con su arsenal de conjuros protectores; Jeggred, que la protegería a cualquier coste, lanzándose de cabeza sobre los espectros, si era necesario; y Danifae…

Quenthel hizo una pausa. En realidad, ¿en qué era buena la prisionera de guerra? Oh, sí, se arrastraba con dulzura cuando se la amenazaba y daba placer de buena gana, pero a veces notaba una mirada en los ojos de Danifae que no le gustaba. En absoluto.

Sin embargo, Danifae era una guerrera bastante competente, cuando era necesario. La maza que llevaba no era el arma de un niño. La abandonaría a los espectros si era necesario sacrificar a alguien. La verdad sea dicha, le gustaría librarse de Pharaun, aunque tenía que admitir que su experiencia con los demonios les sería útil cuando localizaran el barco del caos.

No, tenía que cerciorarse de que Pharaun sobrevivía al encuentro con los espectros. Lo que significaba asegurarse de que, si la vida de Danifae se veía amenazada, el mago no intentaría defenderla.

—Iremos por donde los espectros —les dijo Quenthel a los demás—. Llegaremos al portal. —Luego, en silencio, de modo que sólo las serpientes la oyeran añadió:

O al menos, algunos de nosotros.