Capítulo veintidós

Halisstra estaba cerca de uno de los árboles, con la empuñadura de la espada cantora en los labios. Después de matar a la araña de fase hacía dos noches, las sacerdotisas habían dejado que se quedara el arma rota, al igual que el escudo y la cota de mallas de Seyll. También le habían devuelto la insignia de su casa, que Halisstra metió en un bolsillo, en vez de prendérsela del piwafwi, y los demás anillos y objetos. Aún tenía la lira mágica, aunque era reacia a usarla, igual que las demás cosas de la Antípoda Oscura. En cambio, practicó con la espada cantora. Sus dedos bailaban mientras intentaba componer una melodía apropiada a la atmósfera de los bosques nevados y las nubes que se movían despacio, tan blancas y arremolinadas como su cabello.

Ryld estaba sentado con las piernas cruzadas un poco alejado de ella, afilando la espada corta. Tenía los ojos entornados por la luz del sol de la mañana, aunque había escogido un lugar de sombras intensas. Apoyaba la espalda en una roca grande, bajo una bóveda de ramas que no estaban a más de un palmo de él. Aún luchaba contra la incomodidad de los espacios abiertos, de no tener nada excepto el cielo sobre la cabeza.

Un rato después, el rascar arrítmico de la piedra de amolar de Ryld enervó a Halisstra, obligándola a bajar la espada cantora.

—Ryld —dijo, exasperada—. ¿Si tienes que hacerlo aquí, no podrías al menos hacerlo al ritmo de mi música?

Sorprendido, Ryld levantó la mirada.

—Excelente —dijo. Salió de debajo de las ramas, se levantó y envainó la espada corta. Con el entrecejo fruncido, preguntó—: ¿Cuánto tiempo nos tendremos que quedar aquí?

—Una semana, un mes…, un año si es necesario —respondió Halisstra—. Hasta que conozca todo lo que pueda del culto a Eilistraee.

—Toda una vida, quieres decir —dijo Ryld con acritud.

—Quizá —dijo Halisstra mientras se encogía de hombros—. No hay nadie que te obligue a quedarte, lo sabes. Puedes volver a Menzoberranzan o intentar encontrar a Quenthel y los demás; o irte al Abismo, si lo prefieres.

—Quiero estar contigo —dijo con terquedad.

Al ver la mirada de sus ojos —un humano lo habría llamado amor—, el malhumor de Halisstra se aplacó.

—Estoy contenta —dijo—. Y no sólo por mi bien, también por el tuyo. La Dama Oscura te aceptará, si le dejas. Eilistraee te mostrará un gozo que nunca conociste. Nosotros los drows fuimos confinados a la Antípoda Oscura durante demasiado tiempo, y es el momento de que aceptemos nuestro lugar legítimo bajo la luz del sol y lo retengamos, por la fuerza de nuestras espadas, si es necesario.

Ryld no respondió pero miró el árbol. Halisstra siguió su mirada y vio que se dirigía a una especie de nicho en forma de espada que había en el tronco en el que descansaban dos cabezas, una sobre la otra. Eran cráneos, de los que sólo colgaban unos mechones de pelo negro. Y de la calavera de encima faltaba el maxilar inferior. Eran humanas, por la forma, aunque la boca y la mandíbula de la de abajo sobresalían un poco y los caninos eran demasiado grandes. Su visión hacía que el curtido guerrero se inquietara, lo que era extraño, pues Ryld sin duda había visto cosas mucho más macabras en su carrera como maestro de armas de Melee-Magthere.

Ryld apartó la mirada.

—¿Por qué Eilistraee? —preguntó—. ¿Por qué no adorar a…, Kiaransalee o Selvetarm? Su fe, al menos, me permitiría tener algún papel en ella. ¿O crees que el campeón de Lloth ha sufrido el mismo destino que su señora?

—Selvetarm aún defiende a Lloth —respondió Halisstra—. Vhaeraun no venció.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ryld, sorprendido.

—Ayer por la noche, Uluyara encabezó a las sacerdotisas en un cántico mágico. Escudriñaron el Abismo, y Uluyara consiguió ver un atisbo de la piedra que sellaba el templo de Lloth. Selvetarm estaba acuclillado delante, en forma de araña, herido, pero con la espada y la maza en la mano. Venció a Vhaeraun, o quizá lo alejó por un tiempo. Uluyara sólo logró una breve visión antes de que el agua se evaporara.

Ryld maldijo en voz baja.

—¿Ayer por la noche? —preguntó—. Así que de eso iban los cantos. ¿Por qué no me lo has dicho antes?

—¿Qué importancia tiene? —dijo Halisstra después de encogerse de hombros—. No pensarás en informar a Quenthel, ¿no?

Ryld mostró una expresión mordaz.

—No podría… aunque quisiera —dijo—. Para ella debo ser un desertor y haría que esas víboras hundieran sus colmillos en mi pellejo. Estaría muerto antes de que pronunciara una sola palabra en mi defensa. Sólo deseo que me mantengas informado. —Hizo una pausa y frunció el entrecejo—. ¿Cómo sabía Uluyara que el templo de Lloth está sellado?

—Se lo dije —dijo Halisstra—. Le dije todo lo de nuestro viaje al Abismo en forma astral, lo del silencio de Lloth y el combate entre Vhaeraun y Selvetarm…, incluso le conté la caída de Ched Nasad. Todo.

Ryld asintió despacio.

—No debería sorprenderme, dada tu conversión —dijo—. Pero lo estoy. Revelar tanto a una sacerdotisa que, hasta hace poco, habrías contado entre tus enemigas, parece…

Quizá al darse cuenta de que hablaba con una sacerdotisa, bajó la mirada. Mientras titubeaba, indeciso por cómo acabar la frase o reacio a continuarla, Halisstra imaginó el resto.

—¿Una traición? —preguntó—. ¿Un acto de traición? Así sea Lloth está muerta…, o pronto lo estará.

—Y te has alineado con el que crees que será el bando ganador —dijo Ryld—. Supongo que es un movimiento atinado.

Halisstra suspiró, preguntándose por qué Ryld no lo comprendía.

—Es más que una simple táctica —dijo, intentando explicarse—. Eilistraee es la única diosa que ofrece alguna esperanza a los drows. Con Lloth desaparecida y las sacerdotisas incapaces de preparar una defensa, las ciudades de la Antípoda Oscura caerán, una por una. Pronto, cientos, o miles, incluso decenas de miles de drows saldrán de la Antípoda Oscura en busca de refugio. Las sacerdotisas de Eilistraee se lo ofrecerán. Ayudarán a guiar a nuestra gente hacia la luz. Enseñarán a los drows a tomar el lugar que les pertenece en el mundo; no sólo a sobrevivir aquí, sino a prosperar. Seremos capaces de reclamar lo que nos corresponde por nacimiento. Sólo mira lo mucho que han hecho las Damas Oscuras de Eilistraee hasta ahora: limpiar el bosque de monstruos y hacerlo apto de nuevo para vivir. Estamos creando un nuevo hogar en el mundo de la superficie, uno en el que los drows podrán vivir en armonía. Un hogar que defenderemos con nuestra magia…, y nuestras espadas. ¿Qué causa más noble puede haber?

Ryld, que volvía a mirar el árbol, murmuró algo. Halisstra pensó que había oído las palabras «igual que limpiar los tugurios». Luego decidió que tenía que estar equivocada, pues la frase no tenía sentido.

—Ryld —dijo despacio—, ¿estás seguro…?

¡Silencio!, advirtió Ryld, que de improviso cambió al lenguaje de signos. Oigo voces en el bosque. Voces humanas. Vienen de esa dirección.

Halisstra, preocupada, llevó la mano al cuerno que llevaba en el cinturón. ¿Debería tocarlo para advertir a las sacerdotisas? Después de todo, para eso la habían enviado fuera del templo: a hacer guardia. Uluyara le había advertido de que algunas veces los aventureros humanos se adentraban en el Bosque de Velar, no hacían distinciones entre adoradores de Eilistraee y los drows de la Antípoda Oscura. Los humanos mataban a elfos de piel negra nada más verlos.

Pero soplar el cuerno también advertiría a los humanos de la presencia de Halisstra, y estaban cerca. Mejor esconderse, evaluar la situación y tratar con los humanos, si era posible. Ryld la respaldaría y proporcionaría un elemento adicional de sorpresa.

Escóndete, le señaló. Me encargaré de ellos. Espera.

Ryld sacó la espada de la vaina al tiempo que asentía y se caló la capucha del piwafwi. Se metió entre las ramas y permaneció quieto, transformándose en otra sombra. Halisstra, mientras tanto, cantó en voz baja y lanzó un conjuro que la hizo invisible. Luego esperó, con la espada cantora en la mano.

Los humanos eran o valientes o estúpidos. Venían por el bosque con pasos estruendosos, sin preocuparse en bajar la voz. Cuando Halisstra los oyó bien, sonaban tensos. Algunas veces gruñían, como si llevaran algo pesado. Al pasar junto al árbol y aparecer entre los arbustos, vio a dos de ellos, ambos humanos, con hachas a la espalda y un cuerpo tendido sobre una capa.

El cuerpo de una drow.

Y no cualquiera, sino una que llevaba el emblema de la espada y la luna de Eilistraee en una cadena alrededor del cuello y un puñado de espadas en miniatura colgando de un aro en el cinturón como si fueran llaves.

—¿Quiénes sois? —gritó Halisstra, al disipar la invisibilidad—. ¿Qué le ha sucedido a la sacerdotisa?

Mantuvo la espada cantora preparada, no porque los hombres parecieran amenazadores, sino porque, si la sacerdotisa seguía con vida, se necesitaría magia curativa, y rápido. Al acercarse, tocó el cuello de la mujer, pero vio que era demasiado tarde para cualquier conjuro. La piel de la sacerdotisa estaba fría y no tenía pulso. Sus ojos cerrados ya no se abrirían nunca más.

Los dos humanos eran delgados y musculosos, con un cabello rubio y pálido y una piel más oscura de lo normal, lo que sugería que había un drow entre sus antepasados. El más viejo de los dos inclinó la cabeza ante Halisstra. Era la mejor reverencia que podía ofrecer mientras sostenía la capa pandeada por el peso de la sacerdotisa. Cuando Halisstra le devolvió el saludo, los dos hombres dejaron con cuidado la carga en el suelo nevado.

—Los dos somos de Velarburgo —dijo el más viejo—. Soy Rollim, leñador, y éste es mi hijo Baeford. Estábamos cortando leña cerca de las Colinas Aullantes cuando oímos que una mujer pedía ayuda. Seguimos la voz por el bosque, por lo que imagino que era un mensaje mágico y encontramos a esta Dama Oscura en la entrada de una cueva. Parecía a punto de morir. Respiraba con dificultad, muy rápido. Era incapaz de hablar, pero podía hacer signos. Dijo que la habían atacado en los Reinos Inferiores y necesitaba volver al templo.

Halisstra contempló a la sacerdotisa muerta. Era una extraña, pero adivinó su misión por las diminutas espadas que le colgaban de la anilla en el cinturón. Era una de las sacerdotisas que habían viajado como misioneras a la Antípoda Oscura, llevando la fe de Eilistraee a los drows que vivían allí. Entregarían las espadas diminutas a los fieles y éstas les servirían de llaves para entrar en el templo.

—¿Te dijo qué la atacó? —preguntó Halisstra.

—No qué, Dama, sino quién —respondió Rollim después de fruncir el entrecejo—. Cuando lo contaba, usó el signo para «ella». El que significa «fémina drow».

Halisstra dio un respingo.

—¿Viste señales de más drows? —preguntó.

—Ninguna —dijo Rollim—. Sólo las pisadas de la Dama Oscura… y no nos atrevimos a entrar en la cueva. Los demás podían seguir abajo.

—Apuñalada por la espalda —murmuró Halisstra, con la mirada en la sacerdotisa—. Qué típico.

O abandonada para que luchara sola, dijo Ryld con las manos, que estaba detrás de los dos hombres.

Aunque la cara de Ryld no era más que una sombra bajo la capucha del piwafwi, Halisstra vio que tenía el ceño fruncido.

—Apuñalada, no —intervino Baeford—. No hay una sola marca. —Miró con aprensión el cuerpo de la sacerdotisa—. Tienen que haberla matado con magia.

Rollim se pasó la mano encallecida por el pelo, que estaba mojado por el sudor y manchado de serrín.

—Con una herida normal, habríamos hecho algo: entablillado un hueso roto o restañado la herida de un corte… Pero esto —se estremeció—. Murió mientras la poníamos sobre la capa.

Halisstra asintió.

—Hicisteis bien en traerla aquí —les dijo—. Estoy segura de que las sacerdotisas premiarán…

—Ya lo han hecho —dijo Rollim. Levantó la mano derecha, con la palma hacia el cielo en un gesto reverencial y luego la dejó caer—. Si no fuera por las Damas Oscuras, Baeford no estaría vivo. Tuvo la viruela poco después de nacer y estuvo a punto de morir, pero Eilistraee lo curó. —Miró a la sacerdotisa muerta y su expresión se tornó más seria—. Sólo desearía ser capaz de compensarlo.

Baeford, que tenía marcas de viruela en la cara, se movió.

—Dama —preguntó Baeford—. ¿Debemos transportarla al círculo sagrado?

—No —respondió—. La llevaré yo. Podéis iros.

—¿La llevarás sola? —preguntó Rollim, con las cejas levantadas.

Hizo una reverencia rápida cuando vio el ceño de Halisstra. No le gustaba que un varón cuestionara su autoridad.

—Como desees —dijo Rollim rápidamente. Luego, a su hijo—. Vamos, Baeford. Hemos hecho todo lo que podíamos.

Cuando se fueron, Ryld salió en silencio de entre las ramas.

¿Debería seguirlos?, señaló.

Halisstra negó con la cabeza.

—No. Algo anda mal, pero aunque el joven lo sentía, no sabía lo que era. Fuera lo que fuese, ellos no tienen nada que ver.

Se arrodilló junto al cuerpo y lo estudió, levantándolo un poco para ver la espalda de la mujer. Como había dicho Baeford, no había signos evidentes de ninguna herida. La piel de la sacerdotisa estaba intacta, y la túnica y las botas sólo mostraban el desgaste del uso. Como hacían todas las sacerdotisas de Eilistraee, en especial cuando se aventuraban a la Antípoda Oscura, llevaba una cota de malla. Los anillos se veían indemnes y la espada aún estaba en la vaina.

En un impulso, Halisstra agarró la empuñadura y tiró. La espada salió de la vaina con facilidad, afilada y brillante. Si la hubiera usado, estaría pegajosa por la sangre. Mientras se inclinaba de nuevo sobre la muerta para envainar el arma, acercó el rostro al de la sacerdotisa. Detectó un olor débil pero acre. Se acercó más y olisqueó. El olor era una mezcla característica de los fuegos sulfurosos del Abismo combinado con telaraña podrida.

—Que Eilistraee nos proteja —juró Halisstra en voz baja.

—¿Qué es? —preguntó Ryld, tenso.

—La mató una yochlol —dijo Halisstra—. Huelo su hedor en la piel y en el pelo.

Se produjo un destello plateado cuando Ryld sacó su espada. Adoptó una postura defensiva y recorrió el bosque con la mirada.

—¿Crees que la ha seguido? —preguntó con los dientes apretados.

—Lo dudo.

Mientras hablaba, Halisstra inspeccionó la boca de la mujer. Se abrió con facilidad. No hacía mucho que había muerto. Como sospechaba, el hedor era más fuerte cuando la boca de la mujer estaba abierta. La yochlol habría adoptado su forma gaseosa para entrar en los pulmones de la sacerdotisa, ahogándola e impidiendo que atacara con armas o magia. Lo que significaba que la yochlol se había acercado a ella lo suficiente para cogerla por sorpresa. Lo había hecho con un conjuro para dominarla, o mediante el subterfugio de asumir una de las formas más inocentes, la de una fémina drow.

Una drow que, imaginó Halisstra, pretendía unirse al culto de Eilistraee. La yochlol debió de jugar con la sacerdotisa, mientras se regodeaba por lo que sucedería mientras la acompañaba hasta la caverna que llevaba al mundo de arriba. Luego atacó.

—No fue un ataque fortuito —concluyó Halisstra—. La yochlol escogió a la víctima a posta.

—¿Crees que invocaron al demonio? —preguntó Ryld, con el entrecejo arrugado—. ¿Si lo invocaron…?

El guerrero no acabó de formular la pregunta. No era necesario. Halisstra sabía lo que tenía en mente. Las yochlol eran criaturas demoníacas que servían a la reina de la Red de Pozos Demoníacos. Las sirvientas de Lloth sólo aparecían en el plano material si las invocaban las sacerdotisas. Sin embargo, era posible que una ya estuviera en el primer plano cuando Lloth enmudeció, y como consecuencia se había liberado de las preces de las invocadoras.

También era posible que Lloth hubiera vuelto de allí adonde había ido, y que las sacerdotisas pudieran utilizar de nuevo los conjuros.

—Uluyara tiene que saber esto —dijo Halisstra. Se acercó a la capa sobre la que estaba la sacerdotisa y agarró dos puntas—. Llevemos el cuerpo al templo… ahora mismo.