Capítulo veinte

Quenthel miró con aire pensativo a Danifae mientras le devolvía la reverencia. Si lo que le contaba la prisionera era verdad, Pharaun al fin movía pieza. Después de interminables insubordinaciones mezquinas, el desesperante varón había reunido el coraje para infligir el mordisco mortal. Sólo que no tenía la fuerza de voluntad para matar él mismo a Quenthel. Dejaría que los aboleths lo hicieran. De ese modo, podría informar a la matrona —sin faltar a la verdad— de que Quenthel había muerto en la búsqueda a manos de una raza hostil.

Una búsqueda que evidentemente quería hacer suya para robar lo que por derecho era la gloria de Quenthel.

Quenthel acarició los cuerpos sinuosos de las serpientes, que se estremecieron mientras compartían sus pensamientos.

Debe de decir la verdad, dijo Yngoth, que clavó la mirada en la cabeza gacha de Danifae. No veo la razón para que se invente semejante cuento.

«Ni yo», pensó Quenthel.

Danifae es tu leal sirvienta, ¡matrona!, dijo K’Sothra, que se retorcía de alegría.

Quenthel suspiró y acarició la cabeza de la víbora pequeña. K’Sothra era bonita, pero no demasiado brillante. Aceptaba las cosas tal cual eran, se perdía en los sutiles matices de una traición tan evidente. Pero Quenthel pensaba que la serpiente ingenua tenía razón. Las motivaciones de Danifae parecían tan claras como el cristal de cuarzo. La sacerdotisa tenía mucho que ganar si traicionaba los planes de Pharaun y nada que perder. Cuando Lloth volviera a despertar, sin duda Danifae intentaría reclamar un puesto prominente en Arach-Tinilith.

Quenthel cambió el látigo a la mano izquierda —sonrió cuando Danifae dio un respingo al pasar las serpientes sobre su cabeza—, estiró los dedos de la mano derecha y los posó en la cabeza inclinada de Danifae.

—Serás recompensada —le dijo a la sacerdotisa—. Ahora ve. Vuelve con Pharaun, antes de que sospeche lo que estás haciendo.

Danifae se levantó, sonriendo, y se volvió para abandonar la angosta caverna. Jeggred, que había estado acuclillado cerca de la entrada durante todo el rato, vigilando el túnel, flexionó las garras de los brazos y echó una mirada a Quenthel. Esta hizo un leve gesto con la cabeza, y Jeggred se apretó contra la pared para dejar pasar a Danifae.

—¿Qué hay del mago? —gruñó el draegloth.

Quenthel vio que el pelaje de su espalda estaba erizado. Lo había escuchado todo y estaba al borde de uno de sus ataques de ira. Una palabra de Quenthel lo lanzaría sobre el mago, que estaba estudiando sus libros de conjuros cerca de la catarata.

—Yo me ocuparé de él —le dijo Quenthel—. Más tarde.

Entre gruñidos, Jeggred volvió a acuclillarse, rodeándose las rodillas con sus brazos pequeños. Sus ojos rojos se posaron en el túnel, y poco a poco se tranquilizó.

Quenthel se sentó durante un momento en silencio, pensando. La caverna que había escogido para el ensueño no era más grande que la habitación de un sirviente, pero tenía un techo alto que acababa en una fisura estrecha. El agua se colaba y creaba un charco cerca de los pies. Goteaba por la abertura en la que se agazapaba Jeggred y al final se unía al río. Una agrupación de hongos, apenas luminiscentes, crecían en la pared húmeda y producían una luz verdosa. Quenthel extendió el brazo y reventó uno con la uña, liberando una nube de esporas. Contempló su dedo reluciente.

Por muy útiles que fueran los conjuros de Pharaun, su última traición inclinaba la balanza, lo que lo convertía en un lastre. Era necesario eliminarlo. Sin embargo, no sería sencillo.

Pharaun era un mago poderoso y un jugador clave en la política de la Academia. Si se descubría que Quenthel lo había matado, se enfrentaría a la ira del patrón de Pharaun, su hermano Gomph. A la hermana de Quenthel, Triel, matrona de la casa Baenre, no le haría gracia tener que escoger bando entre sus hermanos, en especial mientras estaban debilitados por la desaparición de Lloth. Sin lugar a dudas, la matrona de Pharaun, Miz’ri Mizzrym, apenas sentía afecto por el mago, pero después de todo era un maestro de Sorcere y todavía una parte importante de los modestos activos de la casa Mizzrym, y ésta era una aliada cercana de la primera casa. A los demás maestros y magos de Sorcere también les desagradaría perder a uno de los suyos, en especial uno lo bastante importante para que lo eligieran para la expedición. Matar a Pharaun sería difícil. No obstante, tenía que haber un modo…

Quenthel pensó en lo que Danifae le había dicho. Según la prisionera de guerra, los aboleths sólo revelarían dónde estaba el barco del caos a cambio de consumir una poderosa lanzadora de conjuros. Pharaun se valía de que Oothoon no se daría cuenta de que los conjuros de Quenthel ya no eran útiles, y que la aboleth le daría la localización del barco antes de que descubriera su argucia. Y la matriarca aboleth se lo había creído. Si no, se habría comido a Pharaun allí mismo para adquirir los conjuros del mago.

Deberías devolverle la jugada, sugirió Yngoth. Ofrece Pharaun a Oothoon, a cambio del barco.

Es fácil decirlo, respondió Quenthel. Pero difícil de hacer. Tendría que reunirme con Oothoon y primero persuadir a la matriarca aboleth de que no merezco que me coman.

Di la verdad, dijo Zinda. Tus conjuros son inútiles. Lloth está muda, quizá para siempre. Quizá está muerta.

—¡No! —gritó Quenthel—. ¡Lloth vive!

Al ver que Jeggred la miraba, cerró la boca.

Debe vivir, continuó en silencio. Si no creyera que aún está viva

¿Qué?, profirió Yngoth. Sus frases arrancaron a Quenthel de su desesperación. ¿Rendirte? ¿Abrazar la muerte? Entonces ¿qué dios reclamaría tu alma?

La rabia la hacía más prudente, odiaba que las víboras atisbaran en sus miedos más íntimos.

No. Eso nunca, replicó Quenthel. Sólo que revelar lo que le ha pasado a Lloth significaría negociar desde una posición de debilidad. Los aboleths se darían cuenta de que estoy inerme. Podrían decidir atacar a los drows, como han hecho otras razas.

Hsiv se unió al debate con una risa ahogada. El primero de los imps vinculado al látigo era el que a menudo ayudaba a encauzar los pensamientos de Quenthel.

Los aboleths son una raza acuática, le recordó. No pueden abandonar su lago.

Lo sé, respondió Quenthel, sin importarle que las víboras descubrieran su mentira. Pero los aboleths hablarían a otras razas del silencio de Lloth. Si se extiende el rumor de nuestra debilidad, estamos perdidos. Ched Nasad cayó, y Pharaun ya no puede contactar con Gomph. Por lo que sabemos, Menzoberranzan…

Menzoberranzan está lejos del lago Thoroot, le recordó Hsiv. Y es una región remota. Si los aboleths se lo dijeran a alguien, atacaría una ciudad más cercana.

Quenthel apenas la escuchó. Todos los temores y dudas que había acallado en su interior desde que el grupo huyó de Ched Nasad irrumpieron como arañas de una crisálida.

De eso se trata, sollozó. ¿Quién sabe cuántas de nuestras ciudades han sido destruidas, o cuántas seguirán la misma suerte antes de que acabe esta crisis? Tengo que encontrar a Lloth; decirle lo que sucede. Triel y las demás matronas dependen de mí, y no estoy segura… no sé como…

Déjanoslo a nosotras, siseó Yngoth.

Quenthel no escuchaba.

El destino de todas las ciudades drows de la Antípoda Oscura está sobre mis hombros, se quejó. Las cosas ya son lo bastante duras sin Pharaun y sus insignificantes juegos de poder. ¿No se da cuenta de todo lo que está en juego? ¡Puede llevarnos a la extinción!

Podría, convino Zinda.

Yngoth acalló a la víbora más grande con un siseo.

Tienes que centrarte en lo que tienes entre manos, le recordó a Quenthel. Oothoon debe decirte dónde está el barco…, una tarea que será más fácil de lo que piensas. El tablero de sava ya está preparado. Todas las piezas ya están en su sitio.

Eso azuzó a Quenthel.

¿Lo están?, preguntó.

La lengua de Yngoth formó lo que equivalía a una sonrisa.

Para descubrir dónde está el barco del caos, Pharaun debe reunirse con Oothoon por segunda vez. Si creen que te ha consumido, bajará un poco la guardia. Y eso será su perdición.

No comprendo, dijo Quenthel con el entrecejo fruncido.

Escucha, continuó Yngoth. Le dirás a Oothoon que Lloth está muerta

Oothoon no me creerá, interrumpió Quenthel. No me lo creo ni yo.

El anillo impedirá que la aboleth escuche tus pensamientos o detecte tus mentiras, le recordó Hsiv. Entonces, una vez Oothoon te estime indigna de comerte, le ofrecerás a Pharaun. Le dirás que te diga dónde está el barco del caos y que luego convenza a Pharaun de que te ha comido. Embaucado de ese modo, Pharaun nadará deseoso a las fauces de la muerte.

¡Los aboleths se lo comerán!, gritó K’Sothra.

Y al fin te librarás de Pharaun, añadió Zinda. De un modo que Triel respetará.

¿Cómo convenceré a Pharaun de que estoy muerta?, preguntó Quenthel.

Tú no, respondió Yngoth. Mientras se torcía para mirar la entrada de la cueva, la víbora clavó su mirada en Jeggred. Él. Llévate a Jeggred contigo… y no le digas nada de tus planes. De ese modo, su rabia será más convincente. Dale la orden y asegúrate de que la fija en su mente: si mueres, no tiene que vengarse de los aboleths. Tiene que llegar hasta Pharaun y decirle qué ha pasado, para que los demás lleven la noticia de tu muerte a Menzoberranzan. Dile que tiene que salir airoso a toda costa o la vida de su matrona se perderá por nada.

Y como si de algún modo oyera que hablaban de él, Jeggred se irguió y miró de reojo. Entornó los ojos, pero obedeció el gesto áspero de Quenthel al instante, y devolvió la atención al túnel.

Quenthel, mientras tanto, se sentía aliviada de que hubiera un modo de resolver el problema; uno que al final daría a Pharaun su merecido por su intolerable insubordinación.

¿Cómo evitaré que los aboleths me coman?, preguntó mientras miraba a Yngoth con expectación.

La víbora mostró los dientes en una sonrisa amenazadora.

Aún tienes el cetro, respondió Yngoth.

Quenthel asintió.

Y la botella de vino de armilaria que guardabas.

, respondió Quenthel. Pero ¿cómo demonios van a…?

Escucha, repitió Yngoth. Y te explicaré…

Quenthel escuchó con avidez. Cuando Yngoth dejó de hablar, mostraba una sonrisa feroz.

Podría funcionar, le dijo a la serpiente, enviando una ola de excitación junto al pensamiento. Luego, con tono más serio, añadió:

Debería.

Las demás víboras, que mantenían un silencio respetuoso mientras Yngoth bosquejaba el plan, se retorcieron de expectación. Incluso Qorra, la serpiente que casi nunca hablaba, apenas podía contenerse.

¡Oh!, dijo. ¡Será tan divertido!

Jeggred esperaba justo fuera de la cámara de audiencias en la que Quenthel hablaba con la matriarca aboleth, con todos los músculos en tensión. Quenthel estaba allí dentro, sola, con dos de ellos. Dejó que una de las criaturas, la que no era Oothoon, se situara a su espalda. ¿Por qué le había permitido hacer eso?

A Jeggred no le gustaban los pescados inflados. No eran dignos de confianza. Incluso mientras el agua le impregnaba la nariz, olía el hedor del engaño. Miró con ojos entornados a otro, al que la matriarca ordenó que esperara en el corredor cuando Quenthel le dijo que se quedara a la entrada. Jeggred ansiaba rasgar su piel de aspecto gomoso, ver si la sangre era roja. Se lo imaginaba… la sangre llenaría el agua con una nube. ¡Qué embriagador banquete sería… inhalar la sangre con cada aliento!

Uno de los tentáculos del aboleth que lo vigilaba se acercó a su hombro. Jeggred soltó un zarpazo y dibujó un surco en su piel.

Los tres ojos parpadearon, el aboleth soltó un grito burbujeante y apartó el tentáculo. No atacó.

Con el pulso aporreándole los oídos, se preparó para lanzarse tras él, para matar. Entonces, por el rabillo del ojo, vio que Quenthel había vuelto. Le hacía señas, enfurecida.

Retén el genio, le ordenó. Somos sus invitados.

Si hubiera sido un varón, habría gruñido desafiante y luego lo hubiera hecho pedazos. Pero hizo una reverencia a la matrona.

Como ordenes, matrona.

Mientras hacía los signos, le hurtó una mirada al aboleth herido.

No estaba en lo cierto en lo de la sangre de los aboleths. Era verde y no fluía, sino que rezumaba como la savia.

Satisfecho de que la estúpida criatura no respondiera, Jeggred volvió a centrarse en Quenthel. La podría vigilar mejor si le hubiera permitido permanecer a su lado, pero una orden era una orden. Obedeció, como siempre, sin hacer preguntas. Como resultado, no oía nada de la conversación: la voz de Oothoon era demasiado baja para oírla y no veía los signos que hacía Quenthel, puesto que le daba la espalda.

Aunque no importaba. Jeggred no necesitaba saber lo que se decía. Leía las emociones de Quenthel por el modo en que movía el cuerpo. La rigidez de los hombros era tensión. Y ese movimiento furtivo de la mano hacia la varita era precaución; quizá miedo.

Por extraño que pareciera, las víboras del látigo de Quenthel se movían al ritmo de la corriente, relajadas por completo. Ellas, aún más que Jeggred, deberían sentir la creciente tensión. Pero las muy estúpidas tenían la guardia baja. Quenthel estaba equivocada al hacer recaer esa responsabilidad sobre los imps, que eran poco mejores que esclavos. Siempre pedía sus opiniones en vez de confiar en su corazón y eso la hacía débil.

Al draegloth no le gustaba pensar eso. No estaba seguro de qué hacer con una idea como ésa, que la matrona de Arach-Tinilith, su tía, hermana de su madre la matrona de la primera casa, fuera… ¿débil? Apartó los pensamientos de su mente y los reemplazó una creciente incomodidad.

Con un gruñido apagado, Jeggred se preparó. Estaba a punto de ocurrir algo. Afirmó un pie sobre la pared más alejada —una patada lo enviaría dentro de la habitación— y flexionó las garras.

Quenthel sacó la varita y con un movimiento rápido se volvió y la apuntó al aboleth que tenía a su espalda. De la varita salió disparada una gota pegajosa. Se expandía cada vez más mientras avanzaba por el agua a toda velocidad.

Al tiempo que lanzaba un zarpazo al aboleth, Jeggred se dio impulso hacia la cámara de audiencias…

… para encontrarse la cabeza y los hombros enredados en la masa pegajosa. El disparo de Quenthel falló cuando el aboleth se hizo a un lado. El pegote viscoso golpeó la entrada y la bloqueó.

Con un rugido de rabia, Jeggred retorció el cuerpo y afirmó los pies a los lados de la entrada y tiró. Los músculos de las pantorrillas y el muslo casi estallaron por la tensión, arrancó la cabeza y luego los hombros. Hizo caso omiso del dolor producido por el pelaje arrancado de las pantorrillas, mientras descargaba zarpazos a la barrera pegajosa. Las zarpas también acabaron adheridas.

Mientras tanto, dentro de la cámara de audiencias, Quenthel corrigió la puntería. De la varita brotó otro pegote y alcanzó al guardia aboleth en la boca, justo cuando sus colmillos iban a cerrarse sobre la sacerdotisa drow. Entre gorjeos, el aboleth intentó escupir la bola pegajosa pero fue incapaz.

El que estaba en el pasillo con Jeggred al principio permaneció estático, pero pronto se movió para atacar. Se cernió sobre Jeggred, la boca abierta con intención de morder. El draegloth le soltó un zarpazo en el abdomen con la mano libre, produciendo un desgarro profundo. Brotó sangre verde en cantidad y nubló el agua que respiraba Jeggred. Tenía un sabor sucio, como algas marinas acres. No era lo que Jeggred había imaginado.

El aboleth se volvió y nadó como el rayo túnel abajo. Se retiraba con fuertes golpes de la cola plana. Jeggred soltó un gruñido. Sabía que iría en busca de más aboleths.

Continuó con los zarpazos a la bola pegajosa que bloqueaba la sala de audiencias. Cada vez se le pegaba la mano, aunque cortaba algunos hilos. Al oler sangre, el draegloth empezó a resoplar, pero se dio cuenta de que era suya. Tenía la mano en carne viva.

Dentro de la cámara de audiencias, Quenthel mantenía a Oothoon alejada con el cetro. La matriarca aboleth fijó la mirada durante un rato, sin parpadear, y se lanzó fuera del nicho. Atravesó la habitación en un instante con la boca abierta.

Por alguna razón que Jeggred no fue capaz de imaginar, Quenthel parecía tener problemas con el cetro. Sólo en el último momento su magia cobró vida. Una masa salió disparada hacia Oothoon…, y falló. Mientras Quenthel se alejaba aterrorizada, la matriarca aboleth se abalanzó sobre ella y se la tragó entera.

Por un momento, Jeggred mostró una expresión de terror. Su matrona ya no estaba. Se la había comido. ¡Estaba muerta!

La furia lo inundó. Desgarró la masa pegajosa que lo retenía, sin advertir la piel que le arrancaba de las manos y brazos. Resolló agua, o quizá vomitó y tragó de nuevo, y se retorció como un pez en una red.

Todo el rato, los ojos de Oothoon mostraban una mirada burlona, un tentáculo se acariciaba un bulto en el estómago.

La masa pegajosa que bloqueaba la entrada se desgarró pero no se despegó. Jeggred echó la cabeza atrás, frustrado y, arrancándose aún más pelaje con la viscosidad, aulló de rabia y pena, aunque al final recuperó el control.

La matrona es sabia, pensó. Lo tenía previsto.

Y le había dado una orden: una orden final, un mensaje que tenía que comunicar, antes de que el aboleth herido volviera con refuerzos.

Se despegó de la entrada y nadó tan rápido como pudo en busca de una salida.