Halisstra estaba sobre el risco, con la mirada perdida en el bosque. Los árboles nevados se extendían hasta donde alcanzaba la vista, aquí y allá, salpicados de lagos de azules imposibles o separados por un camino recto y bien dibujado. Por primera vez descubrió lo que significaba la palabra «horizonte». Era esa línea distante donde el verde oscuro del bosque se unía al azul del cielo veteado de blanco que hería los ojos.
A su lado, Ryld se estremeció.
—No me gusta estar aquí arriba —dijo con una mano sobre los ojos, para protegerlos—. Me hace sentir… desprotegido.
Halisstra miró el sudor que bajaba por la sien de Ryld y tuvo un escalofrío cuando el viento del invierno le azotó la cara. La ascensión había sido larga y difícil, a pesar de la escalera, gastada por el tiempo, excavada en la roca del risco. Era incapaz de explicar qué la había impulsado a llevar a Ryld hasta allí y por qué no sentía ninguno de los recelos del maestro de armas. A pesar de su preocupación, Ryld (tan alto como Halisstra, aunque era un varón) era en todos los aspectos un guerrero. Llevaba un mandoble a la espalda; una armadura forjada en bronce de los enanos y guardabrazos articulados en el codo, que cubrían de acero sus enjutos y musculosos brazos. Una espada corta le colgaba de la cintura. Llevaba el pelo muy corto para que sus enemigos no se lo agarraran durante el combate, casi al cero, al contrario que Halisstra, que lo llevaba hasta los hombros.
—Un habitante de la superficie (un mago humano) vivió durante un tiempo en Ched Nasad —dijo Halisstra. La vastedad del cielo la hizo hablar en voz baja. Sentía como si los dioses acecharan detrás de las nubes, observando—. Decía que nuestra ciudad le hacía sentir como si viviera en una habitación con un techo muy bajo, siempre consciente del límite de la caverna. Me reí de él: ¿cómo podía alguien sentirse encerrado en una ciudad tan enorme? ¿Una ciudad que se sostenía en las delgadas hebras de una telaraña calcificada? Pero ahora creo que comprendo lo que quería decir. —Hizo un gesto hacia el cielo—. Todo esto es tan… abierto.
—¿Has visto bastante? —preguntó Ryld después de soltar un gruñido—. No encontraremos una entrada a la Antípoda Oscura aquí arriba. Bajemos y resguardémonos del viento.
Halisstra asintió. El viento se coló por la armadura, incluso a través de la cota de mallas acolchada. Una placa de plata adherida al pecho de la cota llevaba grabado el símbolo de una espada, con la punta hacia arriba, sobre una luna llena rodeada por un halo de filamentos plateados. Era el símbolo sagrado de Eilistraee, diosa de los drows que habitaban la superficie. El acolchado de la cota de mallas aún olía a sangre; la de la sacerdotisa a la que había matado Halisstra. El olor impregnaba la armadura como un alma en pena, aunque la sangre ya tenía varios días.
No sólo se había apropiado de la armadura de Seyll después de que le robaran la suya, sino también del escudo y las armas; incluida una espada larga y delgada con una empuñadura hueca, con agujeros, que podía tocarse como una flauta. Un arma bella, aunque no había ayudado en nada a Seyll: murió antes de tener la oportunidad de desenvainarla. Confiada en el fingido interés de Halisstra en su diosa, Seyll fue sorprendida por el repentino ataque. Y pese a su traición, Seyll le dijo: «Aún hay esperanza para ti». Con tanta seguridad, como si, incluso en el último momento, esperase que Halisstra la salvara.
Había sido una necia. Sin embargo no conseguía apartar de su mente aquellas palabras, al igual que el olor a sangre de la armadura.
¿Así era la culpa, un persistente hedor que no desaparecía?
Enojada por su propia debilidad, Halisstra apartó de sí aquellos pensamientos. Seyll merecía morir. La sacerdotisa había sido una estúpida por confiar en una persona que no era de su fe; una loca por confiar en una drow.
Deteniéndose para dejar que Ryld bajara por la escalera, Halisstra pensó que Seyll tenía razón en una cosa: sería estupendo no tener que mirar siempre de reojo a tus espaldas.
Ryld descendió la escalera en silencio. Escuchaba el débil tintineo de la armadura de Halisstra e intentaba, en vano, apartar de su mente las torneadas piernas que vería si se daba la vuelta. ¿Dónde estaba su concentración? Como maestro de Melee-Magthere, debía mantener el control, pero Halisstra lo había atrapado en una red de deseo más fuerte que la magia de Lloth.
Al final de la escalera, lejos del frío viento de la cima, Halisstra se detuvo a reseguir con el dedo una forma de media luna grabada en la roca.
—Esto fue un lugar sagrado —dijo mirando las columnas rotas que había entre los árboles cubiertos de nieve.
Ryld frunció el entrecejo. En el mundo de la superficie, la vegetación cubría todas las cosas como un enorme musgo. Añoraba las limpias paredes de roca de las cavernas, carentes de los olores de las hojas húmedas que saturaban el olfato. Apartó la nieve con la bota, revelando un suelo de mármol agrietado.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó.
—La media luna; es el símbolo de Corellon Larethian. Los elfos que vivieron en estos bosques celebraban su culto aquí. Sus sacerdotes subían esa escalera para conjurar magia bajo la luna.
Ryld bizqueó ante la bola de fuego que colgaba en el cielo.
—Al menos, la luna no es tan brillante como el sol —dijo.
—Emite una luz más suave —respondió Halisstra—. He oído que es porque los dioses que la usan como símbolo son benignos con aquéllos que los adoran. Pero no sé si es verdad.
—Los dioses de los elfos de la superficie no deben de ser muy fuertes —dijo Ryld después de echar una ojeada a las ruinas—. Corellon dejó que su templo se deteriorara, y la diosa de Seyll fue incapaz de salvarla.
—Eso es verdad —dijo Halisstra después de asentir—. Sin embargo, hace milenios, cuando Lloth intentó derrocar a Corellon y establecer un nuevo reino en su lugar, perdió, y la obligaron a huir al Abismo.
—La Academia enseña que la diosa abandonó Arvandor de buen grado —dijo Ryld encogiéndose de hombros—. Como una retirada estratégica.
—Quizá —dijo Halisstra meditabunda—. No obstante, creo que lo que vimos en la Red de Pozos Demoníacos, la piedra negra con la imagen de Lloth, era un cerrojo que convertía en prisión el templo de Lloth, forjado por la mano de otro dios. ¿Emergerá Lloth alguna vez de allí o permanecerá atrapada por toda la eternidad, sin magia?
—Eso es lo que pretende descubrir Quenthel —dijo Ryld.
—Igual que yo —dijo Halisstra—. Pero por razones diferentes. Si Lloth está muerta, o atrapada en un ensueño eterno, ¿qué sentido tiene seguir las órdenes de Quenthel?
—¿Qué sentido? —exclamó Ryld. Empezaba a ver el peligroso cariz que estaban tomando las cavilaciones de Halisstra—. Sólo éste: con conjuros o sin ellos, Quenthel Baenre es matrona de Arach-Tinilith y primera hija de la matrona de la casa Baenre. Si desafío a Quenthel, perdería mi posición de maestro de Melee-Magthere. En el momento en que Menzoberranzan descubriera mi traición, todos los de la Academia empuñarían las dagas e irían a por mí.
—Eso es verdad. Pero quizá en otra ciudad… —dijo Halisstra después de suspirar.
—No tengo ganas de pedir migajas en la mesa de nadie —dijo Ryld con aspereza—. Y la única ciudad en que me habría construido una casa, con el mecenazgo de tu casa, fue destruida. Sin Ched Nasad, no tienes hogar al que volver. Razón de más para estar a buenas con Quenthel. Así, cuando volvamos a la Antípoda Oscura encontrarás un nuevo hogar en Menzoberranzan.
—¿Y si no lo hago? —dijo Halisstra, después de meditarlo.
—¿Qué? —dijo Ryld.
—¿Y si no vuelvo a la Antípoda Oscura?
Ryld lanzó una mirada al bosque que los rodeaba. A diferencia de los túneles sólidos y silenciosos a los que estaba acostumbrado, la pared de árboles era porosa, llena de susurros, crujidos y el movimiento rápido de animales que saltaban de rama en rama. Era incapaz de decidir qué era peor: la sensación de no ser nada que le producía la vacía extensión del cielo, o la que tenía entonces de que los bosques los observaran.
—Estás loca —le dijo a Halisstra—. Nunca sobrevivirás sola aquí fuera. En especial sin los conjuros para…
Cuando la ira brilló en los ojos de Halisstra, Ryld lamentó al instante sus impulsivas palabras. Durante la charla de Halisstra sobre los dioses de la superficie había olvidado, por un momento, que también era sacerdotisa de Lloth y de una casa noble. Estaba a punto de hacer una reverencia y pedirle perdón, pero lo sorprendió al ponerle una mano en el brazo.
—Juntos sobreviviremos —dijo en una voz tan baja que tuvo que esforzarse para oírlo.
Se la quedó mirando, se preguntaba si sus oídos lo engañaban. Todo el rato fue muy consciente de la mano de ella sobre su brazo. El contacto de sus dedos era leve, pero parecía que le quemaran la piel, lo cual hizo que se sonrojara.
—Podríamos sobrevivir aquí arriba —admitió y deseó haberse callado cuando vio el brillo en los ojos de Halisstra.
La alianza a la que acababa de comprometerse sin quererlo no sería mucho más sólida que su amistad con Pharaun. Halisstra la mantendría siempre y cuando le permitiera conseguir sus fines y luego la traicionaría en el instante en que fuera oportuno. Igual que Pharaun había abandonado a Ryld para que se enfrentara a fuerzas superiores, cuando los dos intentaban escapar de la fortaleza de Syrzan.
Las habilidades de meditación de Ryld le habían salvado la vida entonces y permitieron que se abriera paso hacia la libertad. Más tarde, cuando se reunió con Pharaun, el mago le dio unas palmadas en la espalda y fingió que sabía de antemano que Ryld sobreviviría. ¿Por qué, si no, habría abandonado a su más querido amigo?
—Esto es lo que haremos… —empezó a decir Halisstra, con una sonrisa que la hizo parecer bella y astuta a la vez.
Ryld se estremeció ante la palabra «haremos», pero mantuvo la expresión impertérrita mientras escuchaba.
Danifae observaba escondida tras un árbol mientras Halisstra y Ryld estaban en el templo en ruinas, charlando. Estaba claro que planeaban algo. Hablaban demasiado bajo para que Danifae los pudiera oír e inclinaban la cabeza como conspiradores. También estaba claro, por el rápido beso que Ryld le dio a Halisstra cuando acabó la conversación, que eran, o pronto serían, amantes.
Al observarlos, Danifae sintió una rabia fría y silenciosa. No eran celos (le importaban un comino Ryld y Halisstra), sino frustración por no ser la primera en seducir a Ryld.
Danifae era, con diferencia, más bella que su antigua matrona. Halisstra era enjuta, con pechos pequeños y de caderas estrechas. En cambio, Danifae era sensualmente curvilínea. El pelo de Halisstra era blanco, mientras que el de Danifae tenía brillos plateados.
En cuanto a la cara de Halisstra, bueno, era bastante bonita, con su nariz levemente chata y los comunes ojos rojos; pero Danifae contaba con la ventaja de tener una piel más suave que el terciopelo, labios fruncidos en un perpetuo puchero y cejas que formaban un arco perfecto sobre sus ojos de color gris pálido. Una ventaja que debería haber usado antes, a juzgar por el despliegue de empalagoso sentimentalismo que acababa de ver Danifae.
Quenthel sabía de ese juego, aunque no estaba del todo enterada de los inmediatos deseos de Danifae. No tenía que ser un genio para ver por qué Danifae había seducido a la matrona de Arach-Tinilith. Casi era de prever.
Danifae sabía que habría complicaciones cuando tuviera que enfrentarse a Pharaun o Valas. El maestro de Melee-Magthere era astuto. Seguro que sería difícil de engañar cuando las cosas se pusieran en marcha, pero su abierta antipatía por Quenthel le daba algo de margen. Valas fue comprado y pagado por la casa Baenre, y era un objeto valioso que no quería arriesgar. Era un tema delicado. Y Jeggred, bueno…
Pero Ryld, con ese extraño apasionamiento por la que pronto sería su antigua señora, sería duro de pelar.
«¿Qué gracia tiene jugar al sava —pensó—, si no controlas todas las piezas del juego?».
Valas llegó a las ruinas, seguido de Pharaun y Quenthel y, un momento más tarde, Jeggred, que corría tras ellos. La falsa sonrisa que Halisstra le mostró a Quenthel y la manera en que Ryld cruzó una mirada furtiva con Pharaun confirmaron las sospechas de Danifae. Halisstra se preparaba para traicionar a la sacerdotisa, y Ryld a su antiguo amigo.
Danifae sonrió. No sabía en lo que estaban metidos —aún—, pero fuera lo que fuese, estaba segura de que sacaría tajada. Caminó hacia el claro y se unió a ellos.
Con un chasquido de su látigo, Quenthel indicó que se reunieran a su alrededor.
—Valas ha encontrado una entrada a la Antípoda Oscura —anunció—. Cuando estemos abajo, lejos del peligro, Pharaun lanzará un conjuro. Vamos a volver a la Red de Pozos Demoníacos. Pero no todos. Uno de vosotros llevará un mensaje a Menzoberranzan, a las matronas.
Cuando los ojos de Quenthel se pasearon por el grupo, Danifae notó la indecisión que escondían. Era evidente que Quenthel no sabía aún de quién prescindiría… o en quién confiaría. Al ver la oportunidad, Danifae se postró ante la suma sacerdotisa.
—Déjame complacer tus deseos, matrona —dijo—. Te serviré con la misma fidelidad que a Lloth.
Mientras hablaba, lanzó una torva mirada a Halisstra, con la esperanza de que Quenthel captara sus intenciones. Halisstra había blasfemado durante su reciente viaje a la Red de Pozos Demoníacos y no era digna de confianza.
Por supuesto, tampoco lo era Danifae. No tenía intención de ir a Menzoberranzan si era la escogida. No, cuando había un mago en Sschindylryn que sería capaz de ayudarla a librarse de una vez por todas del vínculo que la ataba a Halisstra.
Danifae sintió que Quenthel le tocaba el pelo y levantó la mirada, expectante.
—No, Danifae —dijo Quenthel mientras le acariciaba el pelo—. Te quedarás conmigo.
Danifae apretó los dientes. Por lo que parecía, había hecho un buen trabajo al seducir a Quenthel.
Halisstra dio un paso al frente y, para sorpresa de Danifae, también se puso de rodillas frente a Quenthel.
—Matrona —dijo Halisstra—. Déjame llevar el mensaje por ti. Sé que te fallé ante el templo de nuestra diosa. Te lo suplico, por favor, deja… que me redima.
—¡No! —soltó Danifae—. Se trae algo entre manos. No tiene intención de volver a Menzoberranzan. Ella…
Halisstra soltó una carcajada.
—¿Y adónde iría, Danifae? —preguntó—. Ched Nasad está en ruinas. Ya no tengo un hogar al que volver. Tengo que construirme una casa yo sola en Menzoberranzan. ¿Y qué mejor manera para empezar que enfrentarse a los peligros del mundo de la superficie y llevar un mensaje vital a la primera casa?
Danifae frunció el entrecejo. Tenía la sensación de que Halisstra tramaba algo.
—¿Viajarás a Menzoberranzan por la superficie? —preguntó, escupiendo la palabra—. ¿Sola? ¿Por bosques plagados de Jaelres? Te capturarían antes de que cayera la noche.
Danifae se alegró al ver que Quenthel asentía. Era evidente que estaba a punto de rechazar la tonta idea de Halisstra y enviar a Danifae. Entonces, los labios de Halisstra dibujaron una sonrisa y Danifae se dio cuenta de que, sin querer, había desempeñado el papel que quería Halisstra.
—Esto me ayudará —dijo Halisstra, mientras daba golpecitos a la funda de cuero en la que estaba la lira—. Conozco una canción bae’qeshel que me permitirá caminar sobre el viento. Si la uso, soy capaz de llegar a Menzoberranzan en diez días, como mucho.
—Nunca te he visto usar un conjuro como ése —dijo Danifae con los ojos entornados.
—¿Qué utilidad tendría en la Antípoda Oscura? —dijo Halisstra encogiéndose de hombros—. No hay viento… y si lo hubiera, caminaría directa hacia la pared de una caverna. No obstante, ni tuve, ni tengo, la costumbre de justificarme ante una prisionera de guerra. Nuestra situación ha cambiado algo, Danifae, pero no del todo.
«Aún no», pensó Danifae. Entonces, agarró la rodilla de Quenthel y suplicó:
—No la envíes. Envíame a mí. Si Halisstra muere, yo…
—Estarás muy, muy triste, ¿no? —dijo Quenthel con una sonrisa burlona. Estaba al tanto de las particularidades del vínculo—. Irá Halisstra. Contigo aquí podremos seguirle la pista y al menos saber que aún vive. Además, vosotras dos, como no tenéis hogar, sois las más prescindibles.
Danifae bajó la mirada en señal de acatamiento, aunque por dentro ardía de rabiosa impotencia. En el mundo de la superficie Halisstra casi seguro que moriría. Sólo era cuestión de tiempo.
Y cuando así fuera, la magia del vínculo haría que Danifae también muriera.