Cuando una docena de sacerdotisas se llevó los cuernos a los labios para señalar el inicio de la cacería nocturna, Halisstra sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. En parte era el frío. El viento arreciaba y unos copos de nieve empezaban a caer. Al igual que las demás, no llevaba nada, salvo una pesada cadena de plata en la cintura, unida al disco con el símbolo de Eilistraee.
Echó la cabeza atrás y se llevó el cuerno de caza a los labios, mientras miraba la luna. Inspiró con fuerza y sopló, añadiendo la voz chillona de su cuerno a las demás. Hubo una explosión de arrebatados sonidos mientras cada uno de los instrumentos encontraba la nota y la sostenía en perfecta armonía con los demás. El aire tembló, y luego se calmó durante unos momentos. Entonces el viento se recrudeció, batiendo las ramas de los árboles.
Como si la diosa le diera una señal, interrumpió la nota justo en el momento en que las otras mujeres lo hacían. Bajó el cuerno y miró, expectante, mientras la cabecilla de la cacería —Uluyara, la drow que había matado al troll la noche anterior— arrancaba del suelo la espada alrededor de la que habían estado bailando un momento antes. La mantuvo extendida ante ella, mientras giraba despacio.
Al igual que Uluyara, el arma de Halisstra era una espada: la de Seyll. Su mano agarraba la empuñadura con fuerza, cubría todos menos uno de los agujeros. A través de él soplaba el viento, produciendo una nota débil e insistente.
Feliane, que se había mantenido cerca de Halisstra durante toda la danza, cruzó una mirada con ella.
—Úsala bien —dijo, señalando la espada con un gesto de la cabeza. La elfa de la luna se había teñido la piel, una vez más, como preparación para la cacería nocturna. Era demasiado pequeña y de rostro inocente para que alguien la tomara por una drow a corta distancia, en especial por el pelo castaño. No obstante, Feliane agarraba la espada como quien sabía esgrimirla.
—¿Qué cazamos? —susurró Halisstra.
—Cualquier monstruo que Eilistraee ponga en nuestro camino —respondió Feliane, con una sonrisa enigmática en los labios.
Uluyara empezó a girar más rápido. La espada relucía bajo la luz de la luna mientras daba vueltas en círculos cerrados: una, dos, tres veces…, entonces se detuvo con una sacudida, la espada vibraba.
—¡En esa dirección! —gritó.
Como un lagarto cazador desatado, corrió hacia los bosques.
Una oleada de excitación barrió a Halisstra mientras saltaba para seguir a la suma sacerdotisa. Las demás hicieron lo mismo. Halisstra vio a Feliane detrás de ella, corriendo, los ojos anhelantes y luminosos. Acuciada por una emoción que en parte era júbilo, en parte deseo, Halisstra avanzó entre los árboles. Saltaba sobre troncos manchados por la nieve y helechos, y se abría paso con los hombros entre ramas cuyas agujas de pino le arañaban la piel. Corrió, siguiendo a las demás por un barranco. Al llegar al fondo chapoteó en un arroyo ancho, el hielo cubría las piedras del río bajo sus pies. Luego subió a la otra orilla, esforzándose por mantener el equilibrio mientras ascendía la empinada cuesta con la espada en una mano y el cuerno en la otra.
Se detuvo arriba, sin saber qué dirección tomar. Ya no oía a las demás sacerdotisas. El único sonido era el ruido que hacía Feliane al subir a la orilla. En ese momento se oyó un cuerno, a la derecha.
—Ésa es Uluyara —jadeó Feliane—. Lo ha encontrado.
Halisstra no se detuvo a preguntar qué era. Entre resoplidos, sudando, aunque el aire era frío, se adentró en el bosque, corriendo en la dirección de la que venía el sonido. Mientras avanzaba, notó con disgusto que, a diferencia de ella, Feliane no respiraba con dificultad. Como las demás sacerdotisas, era rápida y de paso seguro en el suelo nevado. Acostumbrada a la vida noble en una ciudad donde uno paseaba por calles y levitaba de una avenida a otra, nunca había tenido motivo para correr y escalar durante tanto rato.
«Ésta debía ser la prueba de la que habló Feliane cuando me sacó de la cueva —pensó Halisstra—. Por eso se demora, observa cada uno de mis movimientos».
Decidida a no mostrarse cansada, consciente de que Eilistraee estaría observando, Halisstra corrió, soportando el dolor que le aguijoneaba el costado como las mandíbulas de un ciempiés.
Al final la luna proporcionó la suficiente luz para no tropezar. Para ella, acostumbrada a la Antípoda Oscura, el bosque estaba muy iluminado. Pero los árboles eran espesos y todo lo demás lo ocupaban los arbustos y los helechos. Hacía tiempo que había perdido de vista a las demás sacerdotisas, salvo a Feliane. Cuando el cuerno de Uluyara sonó por segunda vez, justo delante, la cercanía la sorprendió. Un instante más tarde, atravesó una maraña de ramas que parecían peculiarmente pegajosas y llegó a un claro iluminado por la luz de la luna.
Divisó a Uluyara, aún tenía el cuerno de caza en los labios, pero no veía a ninguna de las demás sacerdotisas. Ni las oía. Mientras bajaba el cuerno, Uluyara señaló la parte más alejada del claro y se retiró lentamente hacia el bosque. Las ramas de los árboles se cerraron tras ella como cortinas.
Halisstra miró en la dirección que había señalado Uluyara, pero sólo vio bosque.
—¿Qué hago…? —empezó a preguntar, después de volverse a donde debería estar Feliane.
Su voz se perdió al descubrir que Feliane también había desaparecido. No había nada detrás de ella, sólo ramas de árboles, que suspiraban bajo el viento. La brisa sopló en la dirección que había señalado Uluyara, transportando un olor familiar y almizcleño.
Se dio media vuelta y levantó la espada en el momento justo. Frente a ella estaba una araña enorme que le llegaba a la cintura. El cuerpo moteado de gris y negro; un camuflaje perfecto en un bosque bañado por la luz de la luna. Unos ojos negros y lustrosos reflejaban el astro mientras la criatura se levantaba sobre las patas traseras. De sus mandíbulas goteaba veneno.
Por espacio de un latido Halisstra miró a la araña. La inseguridad hizo que su espada vacilara. Los años de servilismo a Lloth le gritaban que lanzara el arma al suelo, que se arrastrara ante la criatura sagrada y le ofreciera lo que reclamara Lloth.
—Una araña hambrienta debe comer —fue una de las primeras cosas que le enseñaron después de que la aceptaran como novicia en el templo de Lloth—. Entrégate a ella con regocijo, porque al final Lloth nos consumirá a todos. Mejor sufrir los tormentos de la carne ahora que enfrentarse a la ira de la diosa más tarde.
Seguro que Lloth habría castigado a una sacerdotisa —sobre todo a una que la había desdeñado, igual que Halisstra— por una transgresión tan grave. Pero Lloth estaba muerta. O como mínimo, no observaba.
La luz de la luna reflejada en los ojos de la araña le recordó una cosa más: Eilistraee observaba. O al menos, así debería ser. Mostró una sonrisa sombría y de pronto entendió por qué Uluyara y Feliane habían desaparecido.
La araña era una prueba.
Mientras la araña arremetía contra ella, descargó la espada con todas sus fuerzas. El arma relampagueó bajo la luz de la luna, describiendo un arco limpio, la hoja en línea con los abultados ojos del arácnido. Pero en vez de oír el ruido que esperaba del acero contra la carne, la espada continuó hasta que la detuvo el suelo. La araña había desaparecido de repente. Desequilibrada, cayó, pero consiguió aterrizar sobre las rodillas. Un instante más tarde reapareció. Sobre ella.
Rodó de espaldas, al tiempo que apuntaba la espada hacia el cielo y arremetió con el arma hacia el abdomen de la araña. Igual que la primera vez, desapareció.
—Diosa ayúdame —gruñó Halisstra—. Una araña de fase.
No había modo de saber dónde aparecería la araña la siguiente vez, pero por el momento estaba en el plano etéreo.
Halisstra rodó a un lado por el suelo nevado, rogando haber decidido lo correcto para que la araña se moviera en la dirección contraria.
El cálculo fue acertado. La araña de fase entró en el plano material a uno o dos pasos de ella, cosa que le permitió un breve instante para ponerse en pie de un salto. Luego Halisstra atacó de nuevo.
Desalentada, Halisstra se volvió para enfrentarse a ella. Sabía que era una lucha que no ganaría, ni con la espada mágica de Seyll. Todo lo que tenía que hacer la araña era esperarla, deslizarse al plano etéreo cada vez que atacaba y hacerse invisible para reaparecer en cualquier punto un momento más tarde. En uno de esos momentos Halisstra calcularía mal y acabaría de espaldas. Sin ser vista, le inyectaría el veneno mortal y se tomaría el tiempo necesario para chuparle la sangre hasta dejarla seca.
Sin embargo, había un último recurso: su magia bae’qeshel. Con voz algo temblorosa, cantó una canción. Debería haber hechizado a la araña, deteniéndola, fascinada, pero no ocurrió nada. Reapareció, atacó y desapareció de nuevo, obligándola a girar cada vez y defenderse con la espada. Maldijo su suerte en voz baja. ¿Había pronunciado mal una palabra o las arañas de fase resistían el hechizo que intentaba?
Esquivó la araña una vez más al tiempo que resbalaba en una capa de nieve y caía. El arácnido pisó la espada y la obligó a dejar el arma y rodar a un lado para evitar sus mandíbulas. Cuando la araña desapareció una vez más, se puso en pie de un salto y recuperó la espada. Para su consternación, vio que la punta de la hoja estaba partida. Pero quizá aún había esperanzas.
Al recordar cómo había usado la espada cantora para aumentar el conjuro que abatió a las estirges, invirtió el arma y se llevó la empuñadura a los labios. El conjuro no sería suficiente para derribar a una criatura tan grande como una araña de fase, pero lo intentaría. Los dedos encontraron los mismos agujeros que la vez anterior y sopló fuerte, con la esperanza de sacar la misma nota, pero no sucedió nada. El único sonido que emitió la empuñadura fue un agrio bufido. Del agujero sólo salió barro.
Una vez más, la araña arremetió y Halisstra se alejó de un salto, pero torpemente. Asustada, se dio cuenta de que empezaba a cansarse. La espada larga pesaba, la empuñadura resbalaba en su palma sudorosa. La siguiente vez que atacó la araña, apenas fue capaz de hacerse a un lado. Las mandíbulas atraparon y retuvieron el símbolo de Eilistraee. Tiraba con fuerza del disco mientras tensaba la cadena alrededor de la cintura de Halisstra. Al tirar hacia adelante, azotó a la araña con la espada. Entonces la araña se volvió etérea una vez más y Halisstra se tambaleó de nuevo.
Si aún tuviera la magia clerical, destruiría a la criatura con una columna de llamas o la apartaría con una pared de viento. Pero aquellos conjuros, como el hechizo que había intentado, fallarían. Después de todo, Lloth no conferiría a una de sus sacerdotisas el poder de matar a una de sus amadas arácnidas.
Eilistraee, sin embargo, mataría una araña sin el menor remordimiento. Y si la diosa estaba observando el combate, como a buen seguro Uluyara y Feliane hacían, concedería a la conversa más reciente la magia necesaria para salvar la vida.
Mientras pensaba en esa certidumbre, esa esperanza, estuvo a punto de no advertir que la araña reaparecía de improviso en una rama sobre ella y se dejaba caer encima de su cabeza. Sólo el ligero crujir de la rama la advirtió.
Se lanzó a un lado justo a tiempo. Halisstra gateó por el suelo, arrastrando la espada y se puso en pie de nuevo.
La araña, al advertir que empezaba a cansarse, caminó despacio hacia ella, tomándose su tiempo. El veneno caía al suelo, entre sus patas, mientras sus mandíbulas se abrían y cerraban, previendo el banquete que se daría.
Supo que sería su única oportunidad y agarró la empuñadura de la espada de Seyll con ambas manos, levantándola por encima de la cabeza, no como preparación para atacar si no en dirección a la luna.
—¡Eilistraee, escúchame! —gritó—. Desde esta noche, abandono a Lloth y juro ser tu humilde sirvienta. Si me consideras digna, te suplico que me admitas. Si es así, dame la magia que necesito para demostrar la verdad de mis palabras y matar a este símbolo de Lloth. ¡Dame el poder para lanzar conjuros en tu nombre…, y en nombre de tu gloria eterna!
Las palabras sonaron con el poder y la claridad de un cántico en armonía con el corazón.
Y obtuvieron respuesta.
El conjuro que Eilistraee le envió se parecía a una descarga flamígera, excepto que la columna vertical de energía divina era de color plateado y parecía venir de la luna. Alcanzó a la araña de fase cuando estaba a un paso de Halisstra y la envolvió en un haz de luz silenciosa y cegadora. Durante un momento la araña estaba ahí, levantada sobre las patas traseras para enfrentarse al fuego mágico con las delanteras, mientras la rodeaban las vacilantes llamas blancas. Después, quedó hecha un ovillo, blanqueada por la luz de la luna.
Con la mirada llena de admiración, empujó a la criatura con la punta rota de la espada. La araña, convertida en cenizas por el frío mágico del fuego lunar, se hizo añicos dejando sólo una silueta de ceniza en el suelo. Un momento después, el viento la diseminó.
Al advertir que alguien la miraba, se enderezó. Esperaba ver a Uluyara y Feliane. Pero era Ryld el que la miraba sorprendido desde la parte alejada del claro. Sostenía su espada con ambas manos, pero la punta descansaba en el suelo como si el maestro de armas no recordara cómo usarla. Tenía los ojos muy abiertos y la boca abierta y jadeante. Era evidente que había llegado a la carrera. Un momento después pareció recordar cómo se hablaba.
—Halisstra —susurró—. ¿Qué has hecho? Ahora nunca podrás volver. Nunca.
Halisstra miró a Ryld, unas emociones conflictivas luchaban en su interior. Sentía irritación ante el hecho de que la desobedeciera y la hubiera seguido, pero al mismo tiempo alegría porque le importaba lo suficiente para hacerlo.
—Es verdad, Ryld —dijo al fin después de soltar un suspiro—, pero tú sí. Aún puedes elegir entre Lloth, que está tan muerta como esta araña, y Eilistraee, que nos sonríe. ¿Qué escoges?
Ryld permaneció en silencio un rato y luego levantó la espada y la guardó en la vaina de su espalda.
—A ti —dijo, con la mirada en Halisstra—. Si tú me quieres.
Antes de que respondiera, Uluyara y Feliane salieron del bosque, Feliane sonreía a Halisstra con una expresión de alborozo embelesado en la cara, pero Uluyara vigilaba a Ryld como si intentara asegurarse de que no iba a desenvainar el arma.
—Si Eilistraee te quiere, entonces eres bienvenido entre nosotros —le dijo Uluyara—. Si no, tendrás que irte. —Una sonrisa irónica apareció en sus labios—. Esta vez para siempre.
—Comprendido —asintió Ryld.
Uluyara se volvió a Halisstra.
—Ven, sacerdotisa —dijo—. Aún tienes mucho que aprender. Y mucho que hacer. Ésta es sólo la primera de las pruebas que la diosa te ha puesto.
Halisstra hizo una reverencia, aceptando a la nueva maestra. Al mismo tiempo, la mente le dio vueltas por todo lo que le había sucedido. Había escapado de Ched Nasad como refugiada sin hogar, con la expectativa de descubrir si su diosa estaba viva o muerta, y había acabado con las esperanzas destruidas ante la piedra negra del monolito que sellaba el templo de Lloth. Pero en los bosques extraños del mundo de la superficie había encontrado algo que no esperaba, un nuevo hogar y una diosa. En gratitud, sabía que serviría fielmente a Eilistraee desde ese mismo instante. Sin importar lo que le pidiera la diosa, se lo daría.
Al enderezarse, miró a Ryld y lo contempló en silencio. ¿Haría lo mismo? ¿O adentrarse en la luz de Eilistraee sería demasiado para Ryld, lejos del modo de vida que siempre había conocido?
Sólo el tiempo lo diría.