Gomph se sorprendió ante el contenido de la botella de pensamiento. Oía el borboteo del líquido, pero lo que le fluía por la lengua era como arena. Mientras tragaba, un curioso sabor le llenó la boca: una mezcla extraña de insecto viejo y disecado, y el sabor fuerte de ámbar.
Los recuerdos le abarrotaron la mente como la explosión de espora de un hongo maduro. Entre ellos había un conjuro que no necesitaba componentes verbales, sólo somáticos: el acto de tragarse el contenido de una botella.
El ilita, al advertir que algo iba mal, dio un salto al frente y descargó una de sus deformes manos, pero ya era demasiado tarde. El resto la botella se deslizó por la lengua de Gomph y le bajó por la garganta, activando el conjuro. Una oleada de energía mágica atravesó la habitación más rápido que el pensamiento y Sluuguth se quedó paralizado, con los ojos henchidos de ira y los tentáculos detenidos a un dedo de la cara de Gomph. La botella de pensamiento colgaba en el aire, donde la había dejado, y el hacha duergar que llevaba el ilita flotaba entre la mano extendida de Sluuguth y el suelo. La dejó caer, sorprendido, en el instante en que los pensamientos de Gomph le dijeron lo que estaba a punto de suceder.
Se levantó con la mano sobre el escritorio mientras la habitación se desdibujaba un poco. Despegarse del tiempo era siempre desorientador. Se sentía mareado, algo desequilibrado, como si el mundo fuera sólido pero él no.
Con los recuerdos recuperados, todo estaba claro.
«Por eso lo borré todo, excepto un recuerdo —pensó el archimago—. Debía ofrecer estas botellas a cualquier criatura que dominara mi mente».
No era porque tuviera intención de embaucar a la criatura para que bebiera el contenido, sino porque esperaba que leyera esa idea y le hiciera beber primero de una de las botellas, como precaución.
Como había hecho Sluuguth.
Sin embargo, no perdió el tiempo en regodearse en sus previsiones. Tenía que moverse rápido. El conjuro de detener el tiempo era poderoso, pero breve. No aguantaría más que unos instantes. Se inclinó y recogió el hacha de batalla que parecía hundida en el barro.
Después de un ligero tirón, agarró el hacha con ambas manos y la descargó. La hoja atravesó el cuello del ilita, cortándolo de un solo golpe. La sangre salió de la herida, pero la cabeza permaneció sobre los hombros.
Mientras Gomph dejaba el arma sobre el escritorio, el conjuro finalizó y el tiempo avanzó de nuevo. La sangre se esparció por la pared, la cabeza de Sluuguth salió disparada del cuerpo y el ilita se desplomó. Al poco, la botella de pensamiento golpeó la pared y resonó por el suelo.
Al mirar la hoja del hacha, Gomph vio un enloquecido remolino cuando el arma encantada añadía el alma de Sluuguth a las que ya había robado. La cara del ilita miraba con horror desde la parte plana de la hoja, con los tentáculos retorciéndose. Con el tiempo se hizo transparente y desapareció.
—Qué arma tan útil —dijo Gomph, al dejar el hacha. Sonrió—. Quizá debería colgarla en la pared como recuerdo.
Se arrodilló y pronunció las palabras de un conjuro mientras pasaba las manos sobre el cuerpo del ilita. Sus palmas hormiguearon cuando se deslizaron sobre la mano extendida. El anillo de oro del dedo corazón era mágico, imbuido con conjuros protectores. Lo sacó del dedo y lo puso sobre el escritorio.
Las manos hormiguearon por segunda vez mientras pasaban sobre un estuche alargado que colgaba del cinturón. Al abrirlo, vio un tubo en el interior. Lo sacó, era un hueso ahuecado con un tapón de madera en cada extremo, y lo sacudió. Oyó ruido de papel. ¿Pergaminos, quizá? Los estudiaría más tarde, después de tomar las precauciones adecuadas.
Al dejar el tubo junto al anillo, completó el examen del cuerpo del ilita. Uno de los bolsillos de las ropas de Sluuguth hizo que las palmas le hormiguearan por tercera vez. Metió la mano y sacó un trozo de cuarzo de la longitud de un dedo, en forma de prisma. Unas chispas diminutas danzaban en su interior.
Había visto objetos similares con anterioridad. Era artesanía de los elfos de la superficie, que necesitaban luz para encontrar el camino por la Antípoda Oscura. Pronunció una palabra en su idioma —los elfos de la superficie eran muy predecibles y siempre usaban las mismas palabras de activación— y el prisma reaccionó como esperaba: proyectó un pálido cono de luz brillante como la de una vela. La segunda palabra de activación lo convirtió en un haz intenso y delgado como una varita, tan brillante y blanco que molestaba. Si no fuera por la pared del despacho de Gomph, habría llegado más lejos.
Entornó los ojos ante el resplandor, pronunció la tercera palabra de activación, y la fuerte luz desapareció. El prisma era igual que antes, tan frío como una piedra en la palma de Gomph.
—Una baratija útil —dijo, mientras lo deslizaba en un bolsillo de su piwafwi—. Cómodo para leer pergaminos, aunque no sirva para otra cosa.
Casi había acabado la búsqueda cuando pasó las manos una última vez por el cuerpo del ilita y volvió a sentir las cosquillas. Había algo al fondo del bolsillo del que acababa de sacar el prisma. Al rebuscar, sacó una cadena de plata de la que colgaba una gema ovalada y plana de jade. La reconoció de inmediato.
—Así que aquí desaparecieron las arañas de jade —murmuro, mientras se la metía en un bolsillo.
En pie de nuevo, usó la magia para elevar la cabeza del ilita —no tenía sentido tocar los tentáculos fofos y malolientes si no había necesidad— y la puso en el pecho del cadáver. Entonces sacó un pellizco de polvo de un bolsillo del piwafwi y lo esparció sobre el cuerpo de Sluuguth. Salmodió un breve conjuro y señaló con un dedo. Un siseo áspero llenó el aire cuando un rayo de energía verde salió disparado de su yema y bañó el cuerpo inerte, iluminándolo en un resplandor de luz crepitante. Un instante más tarde, todo lo que quedaba de Sluuguth era una fina mancha de polvo en el suelo.
Cruzó la habitación y tomó la botella de pensamiento vacía. Uno de los lados estaba mellado, aunque el cristal en forma de sello estaba intacto. Podía reutilizarse. Subsanó el desperfecto con un conjuro, situó en la mesa junto a la otra botella y lanzó un conjuro menor que hizo que las gotas de sangre del escritorio se secaran para convertirse en un polvo marrón, que dispersó de un soplo. Puso la botella sin abrir en el cajón y cogió la que estaba abierta.
Se volvió hacia la pared, y con un gesto de los dedos, liberó al elemental de fuego que el conjuro de Sluuguth había dejado paralizado.
El elemental se abalanzó con un gruñido de enfado, llenando la sala de calor.
—¿Dónde está? —dijo, mientras se volvía a un lado y a otro en busca del ilita desaparecido—. Tiene que arderrr.
—El ilita se ha ido —respondió Gomph.
El elemental resplandeció con ira.
—Dijiste que sólo tenía que quemarrr un intruso para ser libre —gruñó. Señaló el punto manchado de hollín en la pared donde había estado el sello mágico—. ¿Entonces volveré a la esclavitud?
—No —dijo Gomph, mientras se protegía la cara del calor—. Tu tarea se ha visto modificada, eso es todo. Después de que la desempeñes, eres libre de irte. —Le mostró la botella de pensamiento—. Dentro de un momento usaré este objeto mágico. Cuando acabe, me revelarás lo ocurrido…
Momentos más tarde, Gomph se descubrió sentado ante el escritorio, con una botella en la mano. Había un cajón abierto que contenía una igual, y un elemental de fuego flotaba al otro lado del escritorio. Al mirar la pared, vio que el sello que lo contenía se había activado. Tenía que haber entrado un intruso en el despacho; lanzó un rápido conjuro de detección, pero la magia no reveló rastros de ninguna criatura, viva o muerta. Quien fuera había dejado un anillo de oro, lo que parecía un cilindro para pergaminos en el escritorio de Gomph y una impresionante hacha de batalla apoyada al otro lado.
Alarmado, se dio cuenta de que lo último que recordaba era que estaba atrapado dentro de una esfera, flotando en el lago. De algún modo consiguió volver a Sorcere, había encontrado el camino al estudio y escapado del conjuro de confinamiento. Pero ¿cómo?
Gomph miró la botella de pensamiento que tenía en la mano; una de ellas. La respuesta estaba en su interior.
—Señorrr —dijo el elemental de fuego, llamando su atención.
Gomph levantó la mirada.
—El ejército de Gracklstugh, junto a otro de tanarukks, atacan Menzoberranzan —anunció el elemental, una lengua de llamas rojas daba lametazos mientras hablaba—. Los duerrrgars asedian Tier Breche y atacan Sorcere. Al menos hay un ilita entre ellos; un hechicero llamado Sluuguth. Tiene en su posesión uno de los amuletos que contrrrola las arañas de jade. Lo venciste.
Dicho eso, el elemental de fuego soltó un rugido triunfal mientras las ataduras mágicas que lo atrapaban se desvanecían. Desapareció tan de repente como la llama de una vela con un soplo.
—Un ilita —susurró Gomph.
Explicado eso, entonces, ¿por qué sostenía una botella de pensamiento en la mano? Le vino un recuerdo a la mente. Creó aquel ser y otra botella igual para usar por si capturaba un desollador mental. El plan había sido ofrecérselo a la criatura…
Ahí, el recuerdo se perdía.
Se encogió de hombros, puso la botella en el cajón junto a la otra y lo cerró.
—¿Están atacando? —murmuró—. Veré lo que podemos hacer.
Gomph caminó a buen paso hacia el balcón donde estaban dos de sus estudiantes. Eran Norulle, un estudiante de quinto año que había usado un truco de crecimiento capilar para que brotara una barba enanil de su barbilla —un amaneramiento poco acertado, dado contra quien luchaban—, y Prath, un estudiante de primer año que estaría en la treintena, de complexión fuerte y bíceps abultados, cosa que debería haber provocado que su casa lo enrolara en Melee-Magthere. Ambos daban la espalda al pasillo por el que avanzaban y se protegían tras la imagen espectral que colgaba en el aire: una concha de tortuga del tamaño de una mesa, justo frente al balcón.
Norulle dio un respingo cuando una andanada de flechas lo alcanzó. La mayoría de flechas se hizo añicos cuando el conjuro las destruyó. Una, sin embargo, destelló con magia. Atravesó la barrera mágica y se enredó en el piwafwi de Prath. Sin apenas mirarla, Prath la arrancó y la tiró a un lado. Un momento más tarde, se sacudió una gota de sangre que le resbalaba por la mano.
«Desde luego, el chico debería ser soldado», pensó Gomph.
En el exterior se oían los ruidos de la batalla: las órdenes de los duergars; el crujido y el estrépito de las catapultas al ser disparadas; el siseo crepitante y explosivo de la energía mágica; y el frenético salmodiar de los magos, que lanzaban conjuros de represalia desde los balcones.
—Norulle, Prath… ¿Qué sucede? —preguntó Gomph mientras salía al balcón—. ¿Dónde están los instructores?
Norulle se dio la vuelta, sorprendido, con una varita en la mano.
—¡Maestro! —exclamó—. ¡Estás aquí!
El polvo de diamante relucía en la barba y el cabello de Norulle. Alguien había lanzado un conjuro protector sobre él.
—Leandran ha muerto. El fuego mágico lo alcanzó de lleno —dijo Prath respondiendo a la pregunta de Gomph.
Éste señaló un punto alejado del balcón; un cráter humeante en el suelo de piedra. Por un agujero del centro, Gomph veía la calle. Pequeños cráteres, que también humeaban, habían asaeteado la pared como salpicaduras. Cada una estaba rodeada de un anillo de hielo. Era evidente que los dos estudiantes habían utilizado un conjuro de frío para extinguir las llamas. De Leandran, maestro de magia de abjuración de la escuela, no había señales, excepto el persistente olor a carne quemada.
Un silbido llamó la atención de Gomph. Miró a un lado, justo a tiempo de ver cómo una enorme vasija de arcilla trazaba un arco hacia Sorcere y golpeaba una estalagmita. Se hizo añicos contra la piedra y esparció fuego líquido en todas direcciones. El fuego chorreó por la roca y lo quemó todo en su estela: paredes de piedra, un arco decorativo de hierro forjado sobre el balcón y el mismo balcón.
Las figuras se escabulleron de las llamas, una de ellas muy despacio. Cuando parte del líquido se derramó sobre el piwafwi, los gritos de agonía llenaron el aire. Enmudecieron un momento más tarde, cuando el arco de hierro, debilitado por el fuego, se derrumbó con un fuerte chirrido metálico. Por encima, la pared continuó ardiendo y las llamas pronto hicieron un agujero en la piedra.
Gomph miró de dónde salía la barrera protectora erigida por los duergars. Estaba frente al túnel que daba acceso a Tier Breche desde el Dominio Oscuro. Parecía hecha de tablas cuadradas de hongos, apiladas horizontalmente unas sobre otras, pero reforzadas con magia. Los rayos eléctricos que lanzaba uno de los magos desde un balcón superior hicieron poco más que arrancar pedacitos del hongo, y el granizo que llovía de la tormenta de hielo que se desencadenaba justo sobre la barrera se fundía antes de tocarlo.
No obstante, otro mago de Sorcere lanzó una nube de ácido. El vapor amarillento pasó sobre la pared de tablas de hongos y continuó túnel abajo. La barrera permaneció intacta. Continuaba el bombardeo de vasijas de arcilla de las catapultas, silbando por el aire para destruir las paredes de Sorcere con fuego.
No parecía que a Arach-Tinilith le fuera mejor que a Sorcere. Las paredes del templo en forma de araña también estaban salpicadas de fuego y el suelo frente al edificio estaba sembrado de cuerpos desparramados. Muchos eran fornidos y calvos —duergars—, pero había más drows. Los soldados drows habían vendido caras sus vidas en defensa de la caverna. De las sacerdotisas no había ni rastro. Como la diosa, se escondían tras las paredes de piedra, dejando que otros lucharan.
Más lejos, el tercer edificio de la Academia —el edificio en forma de pirámide de la escuela de entrenamiento de guerreros Melee-Magthere— permanecía incólume. Parecía que las catapultas no llegaban tan lejos.
Norulle se inclinó sobre la balaustrada y dirigió la varita hacia el enemigo. De la punta de la misma emergieron unas gotas de fuego del tamaño de un guisante. Crecieron mientras se dirigían como un rayo hacia las fortificaciones de asedio. Para cuando alcanzaron las paredes eran de varios pasos de diámetro. Aunque cada una explotó con un rugido que se oyó por encima del caos de la batalla, las fortificaciones permanecieron firmes.
Gomph frunció el entrecejo. La aparente invulnerabilidad de la pared podía entenderla, los duergars habían llevado los ligeros tablones de hongo preparados y habían usado un conjuro para convertirlos en piedra. Lo que no entendía era por qué los duergars eran capaces de manejar las catapultas a pesar de las abrasadoras llamas de las bolas de fuego de Norulle y la nube de vapor ácido que pasaba sobre ellos.
Observó mientras uno de los estudiantes de último año aparecía de pronto en el campo de batalla, justo frente a la barrera duergar y lanzaba un conjuro que Gomph le había enseñado: el gran grito. Una ola de ruido chocó contra las posiciones duergars y produjo un temblor en las tablas de la fortificación.
Sin embargo, el ataque no flaqueó. El enemigo disparó flechas desde las aberturas de la barrera y una de ellas alcanzó al estudiante en la barriga justo cuando se teletransportaba.
—Maestro —gritó Prath por encima del pitido que oía Gomph, llamando al fin la atención del archimago—. ¿Quizá deberíamos lanzarles una horda de alimañas? Insectos… ¿o quizá ratas?
Gomph estaba a punto de ridiculizar la sugerencia, pero enmudeció.
—Novicio tenía que ser —dijo con una sonrisa.
Prath lo miró confundido, con una chispa de esperanza en la mirada.
—¿Qué conjuro deberíamos lanzar, maestro?
—Ninguno —respondió Gomph—, pero he tenido una idea. Continuad el combate… y mantened la cabeza gacha.
Se metió en el pasillo por el que había venido, y cerró los ojos. Sólo le costó un momento localizar a Kyorli. Concentró su percepción en la mascota y sintió sus piernas a la carrera y los bigotes en punta olisqueando la roca por la que corría la rata.
Kyorli, ¿dónde estás?
Corro. ¡A Sorcere! ¡Pero el camino está bloqueado!
Gomph era capaz, esforzándose un poco, de ver a través de los ojos de la rata. Kyorli corría por un túnel, se escabullía por un bosque de pies en movimiento. Pertenecían a los duergars, que trabajaban de dos en dos, arrastrando los cuerpos de sus soldados. Un par, que llevaba el cuerpo de un muerto, entró en un túnel lateral.
Kyorli, ordenó Gomph. Ese túnel. Mira dentro.
Kyorli hizo lo que le decía. A través de sus ojos, Gomph vio lo que esperaba: un duergar que llevaba un manto gris con capucha y un bastón con una gema del tamaño de un huevo con una profunda grieta en el centro, símbolo del dios Laduguer. El clérigo estaba ante doce cuerpos amontonados en el túnel, sacudía el bastón sobre ellos mientras lanzaba un conjuro. Un momento después los cuerpos empezaron a rebullir. Todos a la vez, los soldados muertos, animados con una atroz apariencia de vida, se pusieron en pie y salieron del túnel.
Síguelos, ordenó Gomph. Mira adonde van.
Kyorli lo hizo desde una distancia segura. Los duergars no muertos marchaban dando tumbos hacia la boca del túnel principal. Al alcanzarla, tomaron posiciones en el asedio, inconscientes de otra nube ácida, que les producía ampollas en la piel.
Tuvo que admitir que eran listos. Con las sacerdotisas de Lloth despojadas de magia no había quien repeliera un ejército de muertos ni tomara el control. Una vez el fuego mágico hiciera el trabajo, marcharían sin problemas sobre Sorcere, Melee-Magthere, y Arach-Tinilith; más tarde Menzoberranzan. Y el único mago lo bastante poderoso para detenerlos estaba confinado bajo la ciudad…, o eso pensaban los oficiales al mando.
La visión de Kyorli cambió de repente cuando la rata se vio obligada a apartarse del camino de un soldado a la carrera.
Eso bastará, le dijo a su mascota. Encuentra un lugar donde esconderte. Muy pronto podrás reunirte conmigo en Sorcere.
Devolvió la percepción a su cuerpo y se encaminó, confiado, al balcón. Se sacó del bolsillo un trozo de hueso tallado y ofreció la mano a los dos estudiantes, que se volvieron hacia él.
—Necesito un pedacito de carne cruda —les dijo.
Norulle miró a su alrededor.
—Pero maestro, aquí no hay —dijo.
Prath cruzó una mirada con Gomph y asintió. Sacó una daga escondida en el piwafwi, puso la mano en la balaustrada del balcón y se cortó la yema carnosa del dedo meñique. Recogió el trozo sangriento y se lo ofreció a Gomph, que hizo caso omiso de la mueca del otro estudiante.
Gomph sonrió.
—Bien hecho, aprendiz —le dijo al chico—. Llegarás lejos. A propósito, ¿de qué casa eres?
Prath sonrió a pesar del dolor, mientras se apretaba el dedo contra la palma para detener la hemorragia.
—De la casa Baenre, maestro —respondió.
—Oh. —Gomph nunca había visto al muchacho, tenía que ser el hijo de uno de los nobles de rango más bajo.
Prath no era demasiado listo —cualquier otro estudiante habría usado un conjuro para invocar una criatura menor, la habría matado y ofrecido la carne a Gomph—, pero era leal. Podría utilizarlo.
Esparció la sangre por el trozo de hueso y lanzó el conjuro con un movimiento de la mano, en dirección al muro que escondía las posiciones duergars.
—Suspended el ataque. ¡Volveos y luchad contra los duergars! —ordenó.
Los conjuros llovían sobre las defensas de asedio. A los demás magos les costó un poco darse cuenta de que las catapultas se habían detenido. Entonces los duergars no muertos dieron la espalda a las defensas. Con movimientos tambaleantes y mecánicos corrieron hacia el túnel que conducía al Dominio Oscuro, mientras se enzarzaban con sus compañeros vivos en un combate mortal.
Al ver eso, los guerreros que quedaban de Melee-Magthere salieron en tromba de la pirámide. Cargaron con las espadas en alto, treparon por las defensas y de inmediato empezaron a destrozar las catapultas y las líneas de enemigos. Otros recogieron las bombas quemapiedras que habían dejado atrás los duergars no muertos y las lanzaron al túnel.
Gomph mostró una sonrisa sombría mientras observaba. Al final se volvió y miró más allá de Tier Breche, a la ciudad. A pesar de la cabeza de puente que el enemigo había conseguido —y perdido— en Tier Breche, Menzoberranzan parecía al margen de la guerra. Las estalactitas y estalagmitas de las mansiones nobles de la ciudad aún relucían, y un anillo de fuego mágico ascendía por la gran columna de Narbondel. Gomph frunció el entrecejo, se preguntaba cuál de los magos de la casa Baenre la mantenía en su ausencia. Parecía que no era tan imprescindible como le habría gustado. Tendría que hablar con Triel de eso.
Entonces, después de informar a la matrona, vería lo que podía hacer para poner fin al asedio.